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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Barbara Daly

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un cálido anochecer, n.º 1125 - mayo 2017

Título original: A Long Hot Christmas

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9703-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

Las hermanas de Hope Summer estaban otra vez conspirando contra ella.

–Estaba pensando más bien en un gato –les informó–. No necesito a ningún hombre.

–Solo para ir acompañada –dijo Faith.

–Claro, exclusivamente como escolta –añadió Charity.

–Y más ahora que las vacaciones se acercan –afirmó Faith.

Hope se arrepintió del día en que les había enseñado a poner conferencias a tres. De otro modo, como Faith iba a estar un tiempo en Los Ángeles y Charity en Chicago, tendrían que haberla atacado por separado. Y así, no habrían podido con ella. Pero contra las dos a la vez, tenía que hacer un gran esfuerzo por salvar su vida. O en ese caso, su modo de vida.

¿Y qué había de malo en su forma de vida? Nada. Le encantaba vivir en Nueva York. Era una mujer con un buen trabajo que podía permitirse comprar ropa cara. Es decir, cuando encontrara tiempo suficiente para hacerlo. Podía permitirse unas vacaciones de lujo, si es que alguna vez hacía un hueco en su agenda para ello. Y también tenía un apartamento con unas vistas maravillosas, aunque lo cierto era que casi nunca podía estar en él.

–Lana dice que es muy simpático –insistió Faith.

–¿Lana? ¿La cantante roquera? Lana se echa novios con chaquetas de cuero y motos. Me lo dijiste tú misma.

–Así lo conoció –continuó Faith–. Su novio actual es un brillante programador informático. «El Tiburón» lo defendió en un juicio contra una de las grandes compañías informáticas.

–¿«El Tiburón»?

–En realidad, su nombre es Sam Sharkey –aclaró rápidamente Charity–, pero es conocido como «el Tiburón».

–¿Y ganó?

–Por supuesto. Y mientras esperaban la decisión del juez, se pusieron a hablar y «el Tiburón» dijo que estaba harto de ser el soltero de oro, pero que no pensaba casarse hasta que consiguiera ser socio de la empresa en la que trabajaba.

–Da igual –la interrumpió Charity–. El novio de Lana se lo contó a Lana y ella le dijo que se parecía a ti. Además, resulta que «el Tiburón» vive también en Nueva York… bueno, una cosa llevó a la otra, ya ves.

Así estaba la cosa. Sus propias hermanas estaban tratando de concertarle un cita con un abogado que había representado en un juicio a un roquero acusado de plagiar programas informáticos. Lo del gato le parecía cada vez mejor solución. Uno normal con una piel bonita o quizá uno de pelo largo y suave, al que fuera agradable acariciar.

A Hope le gustaba su vida y estaba encantada con su trabajo. Lo único que quería era llegar a ser, a sus veintiocho años, la vicepresidenta más joven de Palmer. Luego entraría en la siguiente fase de su vida, donde podrían verse incluidos el amor y la felicidad. Quizá entonces sí buscaría un hombre con pelo fuerte y suave al que poder acariciar…

–Escuchad, os agradezco muchísimo lo que estáis haciendo por mí, pero para salir de este bache no necesito a ningún hombre para que me acompañe a salir por ahí.

Echó un vistazo a la pantalla de su ordenador y esbozó una sonrisa. Eran más de las nueve de la noche y seguía en su despacho. Sus compañeros se habían ido ya. Hasta San Paul, «el Perfecto» se había ido a casa con su encantadora mujer e hijos. Sabía que se había ido porque se había asomado a su despacho para saber si ella seguía allí, y al ver que estaba, se había visto obligado a inventar una disculpa para explicar su pronta retirada. Le había dicho que tenía que buscar algo para la obra de teatro de la parroquia, en la que su hijo pequeño sería el protagonista y su hija, un angelito.

No había ninguna razón para que no pudiera irse a casa, pero allí seguía Hope, haciendo solitarios.

–Lo que quiero es conseguir un gato y decorar un poco el apartamento. Sheila me va a mandar una decoradora muy buena que se llama Yu Wing.

Se oyeron risitas al otro lado de la línea.

–¿Vas a contratar a la decoradora que Sheila te ha recomendado? –gritó Charity.

El hecho de haber perdido a sus padres siendo aún unas niñas había unido mucho a Hope y sus hermanas. Incluso en ese momento, en que estaba cada una en una punta del país, se contaban todo lo que hacían. Para algunas cosas, eso estaba bien, pero para otras no.

–Sí, es una decoradora que Sheila me ha recomendado. Aplica las técnicas del Feng Shui y Sheila asegura que es…

–Sheila está loca –declaró Faith.

–¿Y Lana no?

Hubo un silencio.

–La última vez que vi a Lana, pensé que había madurado mucho –comentó Charity.

–El amor la ha cambiado –dijo Faith con voz soñadora.

–Es lo que suele pasar –añadió Charity, aunque su voz no era en absoluto soñadora.

Charity era la más pequeña y la más guapa de las tres. Tenía además un cerebro privilegiado. Sin embargo, a sus veintiséis años, todavía no había encontrado ningún hombre que fuera capaz de ver más allá de su físico. Aunque Hope no culpaba a los hombres por esa debilidad en particular.

–El que el amor los haga felices a algunos…

–¿Quién está hablando de amor? –replicó Charity.

–Estábamos hablando solo de hacer un trato –dijo Faith.

–Para ayudarte a pasar las vacaciones –añadió Charity–. Sé que te han ofrecido ir a un montón de fiestas, pero que odias ir sola.

–Lana dice que a él tampoco le gusta –intervino Faith–. Quiero decir, ir solo. Dice que las chicas no lo dejan en paz.

–Así que podíais ir los dos juntos para protegeros el uno al otro –concluyó Charity, totalmente convencida de la solidez de su argumento.

–Si él te gusta, claro –aclaró Faith.

–Da igual que me guste o no, ¿no es así? Al fin y al cabo, solo se trata de que me acompañe.

–¿Entonces vas a conocerlo? ¿Hablarás con él para ver si os entendéis?

–Él está de acuerdo con la idea –aseguró Charity.

–¿Ya lo habéis arreglado todo?

–Por supuesto que no. Nosotras solo le dimos tu número de teléfono.

–Sí, el de tu casa, el del trabajo y el del móvil –explicó Charity.

–¿Y no le habréis dicho quizá que estaba interesada? –preguntó Hope, levantándose y disponiéndose a salir del despacho.

–Más o menos.

–¡Que sepáis que os voy a borrar de mi testamento!

–¿Has hecho ya testamento?

 

 

Al día siguiente, que era miércoles, Hope estaba en casa a las siete de la tarde. Normalmente solo llegaba a las siete los jueves, pero Sheila le había concertado una cita con la decoradora para el jueves, obligándola a cambiar su rutina de los jueves al miércoles.

Estaba un poco molesta con Sheila por ello, pero sabía que sus hermanas tenían razón y que debía tratar de ser un poco más flexible y dejar a un lado su rutina.

La decoración de la casa era para Hope un elemento más de la imagen que tenía que dar de mujer triunfadora. En cuanto a la rutina que seguía religiosamente los jueves y los domingos, incluía una breve cena, después de la cual se aplicaba una mascarilla nutritiva en la cara y se daba un baño de pies de burbujas. Mientras se daba el baño, se hacía ella misma la manicura. Cuando se secaba los pies, se hacía la pedicura y, finalmente, se quitaba la mascarilla de la cara y, con ella, toda la suciedad y las toxinas.

Se quitó el traje azul marino y su camisa de seda y se puso un albornoz blanco. Era caliente y agradable, contrastando así con el ambiente del apartamento. Se puso sus zapatillas a juego y fue a la cocina para prepararse la cena en el microondas.

Le había costado un gran esfuerzo decidir si la segunda cita con el decorador sería en miércoles o jueves. Aunque como la primera había sido un jueves, ya se había hecho una rutina. De todos modos, pensaba decirle a Sheila que…

–¡Basta! –se dijo en voz alta.

 

 

Aquella tarde, a Samuel Sharkey le sucedió algo milagroso. El cliente con el que tenía que reunirse se puso enfermo y se encontró con un hueco en su agenda. Tenía hora y media libre antes de cenar con unos clientes.

Había disfrutado mucho defendiendo a Dan Murphy contra la empresa de informática que aseguraba que Dan les había robado un programa. Además, le había caído muy bien Lana, la actriz con la que salía Dan. Cuando este se había puesto a hablar de Lana, él a su vez le había comentado que su vida amorosa era un desierto.

A Dan se le había ocurrido que «el Tiburón» necesitaba una tiburón hembra con la que ir a nadar y Lana había añadido que conocía a la chica perfecta. Sam no se lo creía, claro, pero estaba impaciente por comprobar si era cierto.

Encontró la tarjeta al fin y marcó el número de su despacho. Le contestó un contestador automático con una voz fría e impersonal. Marcó entonces el número de su móvil y otra vez le contestó la misma voz fría e impersonal. Consultó el reloj: las siete y media. Si la mujer se había ido ya a casa, quizá no fuera el tipo de persona que estaba buscando. De todos modos, marcó el número.

 

 

Hope se tomó el pollo en pepitoria sin degustarlo, pero quizá había sido mejor así.

Y a continuación, empezaría con su tratamiento de belleza rutinario. Ponerse el acondicionador en el pelo, envolvérselo en una toalla, ponerse la mascarilla en la cara y extender la pasta verde con cuidado. La etiqueta prometía milagros y dado su precio era mejor creérselo. Se estaba lavando las manos cuando sonó el teléfono.

–¿Hope Summer?

–¿Quién llama?

–Sam Sharkey. Me dio su número Lana, que es amiga de Faith…

–Oh, sí –Hope reconoció en seguida al abogado que quería hacerse socio de la empresa en la que trabajaba antes de casarse.

–Me ha quedado de repente una hora libre y me preguntaba si podíamos vernos. Sé que es algo un poco precipitado, pero prometí a Dan que la llamaría.

–¿Dan? El…

–Mi cliente. El brillante programador informático.

–Ya –«el roquero», pensó ella–. Bueno, pues estoy de acuerdo con usted en que es un poco precipitado. Quizá lo mejor fuera decirles a todos que hemos hablado y que hemos decidido no seguir viéndonos.

–La verdad es que me apetecía conocerla.

–A mí también –aseguró Hope–, pero esta noche no puedo. Ahora mismo estoy con una mascarilla facial.

Sam estuvo a punto de gastarle una broma al respecto, pero finalmente no lo hizo.

–Tengo que tenerla puesta cuarenta y cinco minutos –le explicó–. De todos modos, por lo menos hemos hablado. Aunque haya sido poco tiempo.

–No se preocupe tanto por su aspecto –dijo él–. Lana ya me ha dicho que es usted bastante agraciada.

–¿Mi hermana me ha descrito como agraciada? –preguntó con voz gélida.

Sam soltó una maldición para sí. Era abogado y se suponía que era un experto en elegir las palabras adecuadas. También sabía que a veces era preferible mantener la boca cerrada.

–No, no fue su hermana. Le pregunté a la novia de Dan si era usted agraciada y ella me dijo que sí. Pero no de una manera… ambigua, no. Me dijo: ¡claro que es guapa! ¡Muy guapa!

Sam se quedo en silencio, consciente de que no lo estaba haciendo nada bien. «Vamos, Summer, diga que sí. Estamos perdiendo el tiempo».

–Creo que estamos perdiendo el tiempo –dijo ella.

A Sam se le cayó entonces su móvil al suelo. Lo recogió inmediatamente.

–¿Hola! ¿Sigue ahí? –oyó que estaba diciendo ella.

–Lo siento.

–Solo decía que tendríamos que tomar una decisión rápida.

–Yo pienso lo mismo. Estaré en su casa en… –Sam se fijó en el número de la calle que estaba–… un par de minutos.

 

 

Hope abrió la puerta y se asomó. Le entraron ganas de cerrarle la puerta en las narices para luego dejarse caer en el sofá hasta que le dejaran de temblar las piernas.

Estaba preparada para encontrarse con un hombre atractivo, elegante y bien educado. Pero no lo estaba para ver casi dos metros de músculos, piernas y hombros, todo envuelto en un abrigo negro y masculino. Tenía el cabello corto y oscuro, y su piel era de un moreno que ella no conseguía jamás por mucho que se lo propusiera. Finalmente, se fijó en sus ojos azules, que la examinaban con una velada curiosidad.

Sería un encuentro maravilloso… si su cara no estuviera cubierta de pasta verde.

Aunque pensándolo bien, se alegraba de tener la mascarilla y de poder esconderse así tras ella. La virilidad de él era impresionante. Era el tipo de hombre que toda mujer deseaba y le iba a ser difícil mantener una relación con él donde se limitara a ser su acompañante para actos sociales.

De hecho, no iban a tener ninguna relación. Un hombre así terminaría alterando toda su vida.

Pero no podía darle un portazo.

–¿Sam? ¿Alias «el Tiburón»?

–El mismo.

Con la sensación de que se estaba equivocando, abrió la puerta y le hizo un gesto con la mano.

–Siento lo de la mascarilla. Si hubiera sabido…

–No se preocupe. Tengo hermanas a las que he visto muchas veces con mascarillas verdes y rodajas de pepino sobre los ojos.

El hombre sonrió y su sonrisa no era la de un tiburón; era cálida y comprensiva. A Hope comenzaron a temblarle las rodillas, pero consiguió ponerlas finalmente rígidas para dar una respuesta.

–Déjeme su abrigo. Por favor, siéntese. ¿Le apetece una copa de vino? Me temo que no puedo acompañarlo, porque todavía tengo…

–No, gracias, todavía tengo…

–… trabajo que hacer –dijeron al unísono.

Y Hope no pudo resistir la tentación de sonreírle. Al notar que le tiraba la mascarilla, se puso seria de inmediato. Pero eso no cambió el alterado ritmo de su corazón, ni tampoco la hizo olvidarse de que debajo del albornoz, no llevaba nada.

–Ese es nuestro problema. O por lo menos, mis hermanas piensan que es un problema.

–¿Le gusta su trabajo? –Sam miró a su alrededor–. ¡Es una vista maravillosa!

Luego se dirigió hacia los sillones y se hundió en uno.

–Me encanta –contestó Hope.

No pudo evitar darse cuenta de que el hombre parecía en aquel objeto italiano de diseño, tan incómodo como ella misma. Y eso que había pagado por ellos una millonada.

Se propuso preguntarle a su decoradora cuál sería el problema y aquella fue la primera vez que pensó que de verdad la necesitaba.

Y si no se andaba con cuidado, empezaría a pensar también que necesitaba un hombre. Se dio cuenta de que debía tener un aspecto un poco inseguro, de pie en medio de su propio salón, y fue a sentarse en otro de los sillones.

–Yo no sé siquiera si me gusta el mío –contestó Sam con cara pensativa–. No tengo tiempo de pensar en ello. Lo único que sé es que estoy decidido a triunfar en él.

–Bueno, yo también.

En ese momento, la palabra «vicepresidenta» se encendió como una bombilla en su mente.

–Hábleme de su trabajo –sugirió él.

–Trabajo en Palmer. En la sección de Márketing.

–Palmer… me suena. Debería saber qué es, pero…

Ella, que se estaba imaginando en ese momento a Sam abriéndole el albornoz y acariciando sus senos, volvió de repente a la realidad, a su trabajo, su verdadero amante.

–Nos dedicamos a las cañerías.

 

 

Dijo la palabra como otra mujer habría dicho perlas o Pashmina, o Porsche. Al terminar, se pasó la lengua por los labios.

–¿Cañerías?

–Sí. De cobre, de plástico, de hierro, de acero… La vida funciona gracias a las cañerías. Las cañerías gobiernan el mundo y las mejores son las de Cañerías Palmer.

–¿Se lo ha inventado usted? ¿Lo de que las cañerías gobiernan el mundo?

–Por supuesto que no. Lo sacamos de una agencia de publicidad. Pero eso sí, yo elegí la agencia.

Hope lo miró con tanta expectación, que le recordó a una de sus hermanas, cuando lo miraban buscando su aprobación por algo que acababan de hacer. Y él, entonces, siempre hacía lo posible por hacerlas sentirse bien.

Había visto a sus hermanas con mascarillas de arcilla y pepino. Con bigudíes en la cabeza y sin maquillar, pero sus hermanas no tenían el tiempo ni el dinero para cuidarse como podía hacerlo una mujer como Hope. Para ellas era una victoria tener el pelo recién lavado y los niños calzados.

Y él quería cambiarles aquello, quería cambiar sus vidas austeras y convertirlas en ciudadanas de clase media.

Pero ese no era el momento más adecuado para ponerse a pensar en sus hermanas.

–Es un buen eslogan. Ha hecho un buen trabajo.

–Gracias, es mi trabajo. Y eso es lo único que me importa. ¿Y usted? Quiero decir, sé que es abogado, pero…

–Soy colaborador de Brinkley Meyers.

–¿Brinkley Meyers? Su empresa es entonces la que está defendiendo a Palmer en el caso de Magnolia Heights.

Sam chasqueó los dedos.

–Por eso me sonaba el nombre.

–¿Está usted trabajando en el caso?