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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Kat French

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un ardiente y largo verano, n.º 229 - junio 2017

Título original: One Hot Summer

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers Limited, UK

Traductor: Ángeles Aragón López

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta: Shutterstock

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9748-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

Para mis hermosas descaradas

Sally, Rose, Jojo, Romy, Suzanne, Lorraine, Sri y Lacey.

Ojalá que las palabras estén siempre a nuestro favor.

Capítulo 1

 

La noticia de aquella mañana en el Daily Mirror decía:

 

¿MCBRIDE PILLADO CON AMANTE?

¡Atrapado! Parece que el romance en la pantalla entre el actor Brad McBride, casado, y la protagonista femenina de la serie, Felicity Shaw, se prolonga en la vida real, a juzgar por estas fotos sensacionalistas. Esta mañana nos han llegado fotos de la pareja besándose en un reservado de The Roof Gardens, y de McBride saliendo con aire avergonzado del piso de Shaw en Londres en la madrugada del día de Año Nuevo.

—En el club no podían dejar de tocarse. Parecía que les diera igual quién los viera —ha dicho al Mirror un testigo que desea mantener el anonimato—. Los vi marcharse en un taxi justo después de medianoche. Por el modo en que actuaban en el club, seguro que le dieron un buen espectáculo al taxista.

Los representantes de McBride y de Shaw han declinado hacer comentarios.

 

—Alice, no es lo que parece. Puedo explicarlo.

Alice alzó lentamente la vista de las imágenes lascivas del periódico para mirar al hombre que estaba delante de ella con las manos extendidas y los ojos diciendo lo contrario de lo que decía su boca. Brad McBride había sido un actor principiante y desconocido cuando ella se había casado con él más de media década atrás. Todo eso había cambiado al conseguir él un papel en una nueva serie policíaca que había causado sensación a ambos lados del charco y lo había catapultado a la fama y, si los periódicos no se equivocaban, también a los brazos de la protagonista de la serie.

Y resultaba bastante complicado no creerlos. De las fotos de Brad y Felicity Shaw no se podían sacar muchas conclusiones aparte de las evidentes. Brad podría estar inspeccionando las amígdalas de Felicity con la lengua de un modo puramente platónico, o quizá ella estaba sentada en el regazo de él con el vestido subido en los muslos porque le habían fallado las piernas de pronto, y siempre existía la posibilidad de que a él lo hubieran fotografiado saliendo del piso de ella al amanecer porque su coche se había averiado misteriosamente justo al lado en Nochevieja y había habido una huelga de taxis no anunciada. Eso habría sido tres días atrás, la misma noche en que Brad había llamado para decirle que no podía volver para el fin de semana tan pronto como había planeado porque tenían que seguir grabando. A Alice le había sorprendido que grabaran durante la semana de Año Nuevo, pero no había dicho nada. Había tenido que acostumbrarse a que su esposo fuera propiedad pública desde que había llegado al estrellato y también a que, como esposa suya, la fotografiaran en eventos publicitarios y del mundo del espectáculo. No le gustaba, pero sabía que Brad necesitaba que sonriera para las cámaras y además se sentía muy agradecida porque eso les había permitido comprar Borne Manor, la casa de campo señorial de los sueños de ambos. O al menos de los de ella. A Brad le gustaba bastante, pero Londres lo llamaba de un modo que no llamaba a Alice. Habían conservado el apartamento de Londres como base y comprado la casa de Shropshire como hogar familiar a largo plazo. Solo que todavía no había familia y, a juzgar por las fotografías, daba la impresión de que Brad había decidido que la vida con ella no le resultaba tan interesante como antes. Ella se cruzó de brazos y miró a su esposo a los ojos.

—Hazlo, pues.

Él achicó los ojos.

—¿Hacer qué?

—Explícalo —repuso ella—. Has dicho que puedes explicar las fotos —Alice miró el periódico sobre la mesa—. Te escucho.

Se apretó el cinturón de la bata y se sentó en una de las sillas de comedor, cansada ya aunque apenas eran las ocho de la mañana. La carísima bata gris de cachemira, había sido un regalo sorpresa de Navidad de Brad poco más de una semana atrás. Alice se preguntó si Felicity Shaw llevaría una igual en aquel momento. Su esposo era muy eficiente y no le costaba nada imaginarlo comprando regalos idénticos.

Brad tardó un instante en hablar.

—Ah, bueno…

Se pasó las manos por el pelo moreno y después se frotó las mejillas, incapaz de mirarla a los ojos. Si ella hubiera buscado señales de que mentía, allí estaban todos. Se tocaba la cara y se cubría la boca, movía los ojos con nerviosismo y la respiración que movía su camisa cara era superficial. Alice pensó que era una pobre interpretación para un actor. Lo observó retorcerse en el anzuelo, resbaladizo, intentando ver por dónde podía escapar. Ella no le iba a ayudar. No podía. Concentraba todos sus esfuerzos en sostenerse firme en la silla y no correr a arañarle la cara.

—Alice, lo siento mucho —dijo él. Cruzó la habitación y se sentó enfrente de ella con las rodillas rozando las de ella, tan cerca que Alice captaba el aroma familiar de su gel de ducha favorito—. No fue nada. Ella no significa nada para mí.

Alice bajó la vista a las manos bronceadas de él, que agarraron las que ella tenía en el regazo. Manos que llevaban el anillo de boda que ella había puesto allí, manos que había creído que sostendrían su corazón, manos que habían abrazado a otra mujer en su lugar. No dijo nada. No era fácil hablar con el corazón hecho pedazos. Lo sentía astillarse y le dolía físicamente en todo el cuerpo, desde la nuca hasta los dedos de los pies.

—Fue una noche, cariño, un error muy estúpido.

Sus palabras pasaron por la piel de ella, quemándola, en absoluto tranquilizadoras. ¿Imaginaba acaso que sería menos traición si decía que solo había ocurrido una vez? Lo cual no era cierto, por supuesto. En los últimos meses habían ocurrido muchas cosas pequeñas que no encajaban, un recibo de una cena por aquí, una inconsistencia en los recuerdos de Brad por allá, y siempre Alice se había permitido pasarlo por alto, o buscado al menos una explicación inocente en lugar de pensar en lo peor. Pero, después de esas fotos, solo quedaba ya la fea verdad del engaño y la infidelidad. Las señales previas de aviso no hacían nada por adormecer el golpe de las pruebas. Los hechos resultaban ser mucho más difíciles de tragar que las sospechas. Sentía sudores fríos y el café de la mañana le sabía amargo en la garganta. Sabía que lo que dijera a continuación importaría mucho. «Vete», o «no te vayas».

—Dime lo que puedo hacer, Alice—. Necesito arreglar esto —Brad le apretó las manos—. Dímelo y lo haré.

¿De verdad era responsabilidad de ella decirle cómo enmendar sus errores? ¿Y por qué asumía que había algo que podía hacer para equilibrar de nuevo el marcador? Aun así, encontrar fuerzas para decir lo que tenía que decir a continuación fue lo más difícil que había hecho nunca.

—Solo hay una cosa que puedas hacer ya, Brad. Prepara una maleta y márchate.

—No, no lo haré —la voz de él sonaba espesa por la desesperación—. Alice, por favor, podemos arreglar esto. Yo te quiero y sé que tú me quieres —le apretó las manos con más fuerza—. ¿No crees que nuestro matrimonio vale eso?

Oh, él no sabía hasta qué punto había metido la pata. Alice asintió. Digería despacio sus palabras y la furia le calentaba la sangre.

—Tú no creías que fuera lo bastante valioso para impedirte tirarte a Felicity Shaw, pero yo tengo que pensar que es lo bastante valioso para luchar por él. ¿Es eso lo que estás diciendo?

Alzó la vista hacia él y vio que intentaba buscar las palabras apropiadas, cuando no había ninguna.

—No me refería a eso —dijo Brad, despacio. Su teléfono móvil vibró en el bolsillo de sus vaqueros. Los dos bajaron la vista hacia allí. Había certeza en los ojos de ella, culpabilidad en los de él.

—Más vale que contestes —dijo Alice. Se puso en pie, echando la silla hacia atrás—. Voy a buscarte una maleta.

 

 

Tres meses después…

 

Echar a Brad le había dolido horrores. Gwyneth Paltrow se había equivocado mucho al usar las palabras «desemparejamiento consciente» como sinónimo de separación. Alice se sentía más bien como si le hubieran amputado el corazón sin anestesia, o como si un aspirador industrial le hubiera succionado toda la vida del cuerpo. La mayoría de los días le sorprendía descubrirse de pie al mirarse al espejo.

—Ayer cancelé la entrega de periódicos —dijo Niamh.

Tendió una taza de café a Alice antes de sentarse a su lado en el banco de jardín situado en la parte de atrás de Borne Manor. No hacía mucho que había salido el sol y el azul pálido del cielo auguraba un frío nuevo día.

—¿Te lo pedí yo?

Alice frunció el ceño. No recordaba haberlo hecho, pero eso no significaba mucho últimamente. Hablaba con Niamh casi todas las mañanas y media hora después apenas recordaba lo que habían dicho. Y no era solo Niamh. Era todo desde la marcha de Brad. Su cerebro estaba hecho papilla. Y no una papilla sabrosa, no. Más bien los restos de la cena del día anterior convertidos en una masa poco apetitosa que se esforzaba por funcionar sin conseguirlo.

Niamh negó con la cabeza.

—No, pero lo hice de todos modos. Necesitas más fotos de Granuja Brad y Felicity No-Bragas tanto como un agujero en la cabeza.

—Pero…

Aunque Alice sabía que Niamh tenía razón, revisar con ansia los periódicos y revistas buscando imágenes de él se había convertido en parte de su rutina diaria posBrad. Él se había suscrito a todos los periódicos nacionales al mudarse a Borne. Brad solía disfrutar y sufrir buscando menciones y críticas de sus interpretaciones.

En realidad, lo de Alice era algo parecido. Solo que no disfrutaba. De hecho, tenía que prepararse antes y no conseguía relajar los hombros hasta que había cerrado la última página del último periódico, pero, en cierto modo, también se apoyaba en aquello, del mismo modo extraño que uno llega a apoyarse en visitar a un pariente enfermo en el hospital porque la alternativa de perderlo del todo es todavía peor. Al cancelar los periódicos, Niamh había desenchufado el cable de la máquina de soporte vital de su matrimonio. Habría discutido la decisión, pero sabía que cualquier doctor lo habría declarado muerto de todos modos.

—¿Pero qué? —dijo Niamh. Se inclinó a buscar un palo para arrojárselo a Pluto, su perro de rescate convertido en compañero fiel—. ¿Prefieres torturarte lentamente a pasar el mono de una vez?

Las dos observaron a Pluto correr por la hierba escarchada en dirección al bosque en busca del palo. Tardaría un rato en volver. Era un perro adorable, pero estaba ciego de un ojo y el otro no era ninguna maravilla.

—Apuesto a que Davina disfrutó con ello, ¿verdad? —murmuró Alice.

Se imaginó a la dueña de la oficina de correos y tienda para todo del pueblo. Morena y de ojos astutos, Davina era una devorahombres que lo sabía todo del pueblo. Siempre había esposas ofendidas que la acusaban de llevarse a su hombre después de unas cuantas ginebras en su local. Podía cotillear alegremente con las mamás a la puerta del colegio por la mañana e intentar acostarse con sus maridos por la tarde. Había tirado muchas veces los tejos a Brad desde que se mudaran allí algo más de dieciocho meses atrás, algo que él siempre había contado a Alice con satisfacción. El hecho de que se lo dijera implicaba que no le interesaba, ¿no? Pero Alice ya no estaba tan segura. Quizá, si Davina lo hubiera pillado en un momento más débil, él habría aceptado algo más que un álbum de sellos y una cestita de fresas.

Niamh rio a su lado.

—Oh, intentó fisgar. Se retorcía el pelo entre los dedos con ojos inocentes cuando preguntaba por Brad y por ti. Estaba muy interesada.

Alice sorbió su café y observó a Pluto deambular por el borde del bosque. Los jardines y el terreno que iban con Borne Manor habían sido uno de sus grandes atractivos. Alice había imaginado niños construyendo fuertes y acampando en el bosque, y Brad había imaginado fiestas en el jardín y bailes de verano a los que acudían los ricos y famosos. Era un hombre que había dejado que la fama reciente se le subiera a la cabeza. En su mente, lo único que lo separaba de David Frost era una buena chaqueta de esmoquin. Alice envió los pensamientos de su errante esposo a la parte de atrás de su cabeza y centró la mente en la carta preocupante que había llegado unos días atrás.

—Puede que pierda esta casa, Niamh —dijo, afrontando los hechos, con las manos alrededor de la taza buscando calor en aquella mañana de marzo—. Las cartas del banco llegan sin parar y Brad no quiere pagar la hipoteca indefinidamente. Yo no puedo pagarla. Ni siquiera tengo un condenado trabajo.

—Pues divórciate de él y utiliza el dinero que saques. Pídele al banco que te conceda algo de tiempo.

—Sabes que eso no será rápido. Aunque contratara a un abogado hoy, llevaría meses.

Alice no añadió que no estaba preparada para empezar el procedimiento de divorcio. Los divorcios necesitan fuerza y ella, por el momento, no se veía en el papel de Fatima Whitbread.

—¿Hay alguna posibilidad de que Brad intente quedarse la casa?

—Por encima de mi cadáver —repuso Alice, aunque no sabía cómo iba a impedírselo.

Aquel era su hogar. Aunque la escritura estuviera a nombre de los dos, ella conocía cada ladrillo y cada teja, amaba cada rincón y cada rendija. Conocía su historia y sus leyendas porque amaba el lugar lo bastante para enterarse. Desde el momento en el que había visto por primera vez Borne Manor, había entregado su corazón a aquellas paredes de piedra y había jurado quererlas siempre. Más o menos como sus votos matrimoniales. La diferencia estaba en que Brad le había fallado y Borne Manor no. Y ella quería corresponder.

Cómo, no lo sabía.

—¿Cuánto tiempo tienes?

Alice se encogió de hombros.

—Dos meses, quizá.

Niamh inspiró con fuerza el aire frío.

—Pues más vale que se nos ocurra algo pronto.

Lo dijo en plural y Alice, no por primera vez en los últimos meses, se sintió agradecida por su amistad. Habían sido vecinas desde que Brad y ella se mudaran allí, pero solo después de la marcha de Brad había florecido su amistad más allá de algún café que otro en el pueblo o una conversación en la verja. Niamh había llamado a la puerta de Borne Manor y preguntado si Pluto podía correr por los jardines, que eran más seguros para él que correr por los prados, y desde entonces, llegaba todas las mañanas al amanecer y tomaban café en el banco de la parte de atrás y arreglaban el mundo juntas. Alice sospechaba que Niamh había oído hablar de sus problemas e intentaba ayudar. Era una persona muy especial. De hecho, no eran exactamente vecinas. Como propietaria de la hilera de cuatro casitas situadas al lado de la casa grande, Alice era oficialmente la casera de Niamh. Aunque no cobraba ningún alquiler, pues el contrato de compra de Borne Manor había incluido provisiones específicas para la mayoría de los habitantes de las casitas.

En la primera vivía Stewie Heaven, un exactor porno de los años setenta, un hombre con un bronceado permanente que parecía tener una peluca para cada ocasión. Alice solo lo había visto alguna que otra vez, pues él pasaba el invierno en Benidorm, pero sabía por Niamh que había llegado la semana anterior y se mostraba tan prolijo en detalles sobre sus hazañas como siempre. Pagaba de alquiler a Borne Manor la suma de una libra esterlina al mes, un acuerdo alcanzado con el propietario anterior por los servicios prestados. Nadie sabía la naturaleza exacta de dichos servicios y nadie se atrevía a preguntar.

En la segunda casa habitaba Hazel, una mujer tan gruesa como alta, que contaba a todos los que querían oírla que era una bruja en activo. Vivía con su hijo Ewan, un adolescente estudiante, y con Rambo, un pájaro miná hablador, que a menudo estaba posado en el alféizar de la ventana abierta, gritando obscenidades a los que pasaban por allí. Hazel pagaba el doble de alquiler de Stewie, dos libras al mes, sobre la base de que había limpiado la mansión de un poltergeist no deseado veinte años atrás.

Y la última era Niamh, que había regresado a Borne para cuidar de su madre después de que esta sufriera un ictus el verano anterior y se había quedado allí al morir la madre un par de meses después. El contrato de compra de Borne Manor especificaba que la madre de Niamh y cualquiera de sus hijos supervivientes podrían vivir gratis en el número tres hasta que quisieran. No se explicaba el motivo y Alice no veía razón para preguntar. Brad había querido hacerlo cuando se enteraron de la muerte de la madre de Niamh, pero Alice se había negado a permitirlo. Ahora se alegraba de ello. Niamh había resultado ser la amiga perfecta en su momento de necesidad.

La última casita, la número cuatro, estaba en aquel momento vacía después de la muerte de Albert Rollinson, el habitante más viejo de Borne, cuyo espíritu, según Hazel, merodeaba ahora por las casitas y robaba los periódicos de la mañana para consultar las carreras de caballos de Aintree. Amigo de las apuestas y de la cerveza, si Albert andaba por allí, sería el más benigno de los fantasmas. Casper, a su lado, parecería furibundo. Después de su muerte, el agente inmobiliario había conseguido encontrar un comprador para la casita dos meses atrás, pero todavía no se había mudado nadie allí.

—¡Pluto! —llamó Niamh. Dejó la taza en los adoquines y se puso de pie—. Ven aquí. Tengo que irme. Esta mañana tengo un modelo, un granjero de tres pueblos más allá que quiere un retrato desnudo para el cumpleaños de su esposa. ¿De dónde sacará un hombre la idea de que alguna mujer pueda querer eso?

Alice se echó a reír a pesar de su tristeza.

—Puedes ofrecerle un racimo de plátanos o de uvas para taparse. Dile que es artístico.

Niamh resopló y se inclinó para ponerle la correa a Pluto.

—No tengo plátanos ni uvas. ¿Crees que se ofenderá si le sugiero una anticuada hoja de parra?

—Su esposa probablemente lo agradecería —repuso Alice. Las dos se echaron a reír—. Llámame si se pone fresco. Iré con mi frutero.

—No te preocupes por eso. Tengo a mi guardaespaldas —Niamh acarició la cabeza de Pluto y este miró a Alice como despidiéndose.

—Hasta mañana. A la misma hora y en el mismo sitio —dijo esta.

—Hecho —dijo Niamh. Salió por la verja lateral y desapareció por el camino en dirección a las casitas.

Alice cerró despacio la puerta de la verja y volvió al banco. Se sentó a ver las nubes rosas y doradas que manchaban el cielo mañanero. Uno de sus momentos favoritos del día había pasado ya y todavía no era hora de desayunar.

¿Se sentiría siempre así? ¿Todos los días serían siempre una nueva montaña que escalar? El monte MataraunhombrellamadoBradporrompermeelcorazón no era fácil de pronunciar, pero estaba en el mapa de la vida de Alice y amenazaba con dejarla sin hogar.

Se inclinó a recoger las tazas vacías y miró el jardín en dirección al bosque. A través de los árboles se veía la caravana Airstream vintage que había comprado en un impulso el otoño anterior en eBay con la intención de arreglarla para viajar fines de semana con Brad. La fama de él hacía que resultara difícil ir a hoteles y ciudades sin llamar la atención y ella se había imaginado acampando con él en la Airstream, quizá incluso yendo a Francia para fines de semana largos de vino, queso y sexo. Ahora le dolía verla, pero quizá podría vivir en ella si el banco la desahuciaba, reclamar derechos de okupa en su adorado jardín. Entró con un suspiro en el calor de la cocina.

 

 

Alice colocó la lasaña precocinada en la mesa de la cocina, puso al lado la botella de vino más alcohólica que pudo encontrar y un vaso y se sentó. El tictac del reloj era el único sonido en la cocina demasiado silenciosa y demasiado grande. Cuando vivía allí con Brad, no le había parecido eso. La cocina había sido el centro de sus vidas y una de las estancias que más le gustaban a ella.

Pero también había sido la estancia en la que habían tenido lugar las escenas feas del final de su matrimonio. Los insultos, la pared que había tenido que volver a pintar después de arrojarle una taza de café a Brad y fallar por los pelos. Le gustaba decirse que había querido fallar, pero no había duda de que él había pasado de sacar lo mejor en ella a sacar lo peor en muy poco espacio de tiempo.

Si aquello fuera una película, Alice podría imaginarse sentada sola a la mesa durante los créditos del final, con los espectadores privados de un final feliz. Tal vez fuera melodramático verse a sí misma de ese modo cuando todavía no había cumplido los treinta años, pero algunos días solo quería rendirse y sentarse en el desván con su vestido de novia hasta que la ahogaran las telarañas.

Mientras jugaba con la lasaña, miró el montón de facturas sin abrir. Ignorarlas no ayudaba y lo sabía. Terminaría la cena y tendría el valor de abrirlas, porque solo verlas la hacía sentirse enferma y no debía continuar así. Buscar la compañía de la televisión no ayudó mucho. En la BBC1 estaba EastEnders, con los personajes con pintalabios chillones y discutiendo a gritos en el pub The Vic, y Alice se había prohibido a sí misma Central por si Brad y Felicity aparecían inesperadamente y le quemaban las pupilas con sus apretujones apasionados en la pantalla. Eso hacía que tuviera que elegir entre un documental sobre erizos y una reposición de The Good Life. Optó por la última opción y acabó pensando lo encantador que era Tom con Barbara aunque no tuvieran dinero, y recordando lo felices que eran Brad y ella antes de que él se hiciera famoso y cambiara las botas katiuskas por las de Armani.

Apartó la cena y acercó el vino. Apoyó la cabeza en la mesa y se permitió derramar algunas lágrimas. Y a continuación se sirvió otro vaso de vino y lloró un poco más, con sollozos que le hicieron terminar rápidamente el vaso y servirse el tercero. Menos de una hora después estaba en plena fiesta autocompasiva, que en realidad era mucho mejor que su cena sobria y solitaria, al menos la gloriosa media hora en la que subió el volumen de la radio y cantó a coro con ella todas las canciones tristes que pudo encontrar.

Cuando la botella quedó tan vacía como su estómago, Alice volvió a sentarse con la mejilla en la mesa y los ojos cerrados porque, cuando los tenía abiertos, solo podía ver el montón de facturas y pensó que, si cerraba los ojos, quizá desaparecieran. Hazel le había hablado mucho de pensamiento positivo y pensó que, si lo deseaba con la suficiente fuerza, ya no estarían allí cuando abriera los ojos. Lo intentó. Lo hizo lo mejor que pudo, lo cual solo sirvió para que resultara todavía más horrible abrir los ojos y ver que las facturas seguían allí y el montón parecía aún más grande que antes.

Entonces, la abandonó el efecto del vino, y también su determinación de que encontraría un modo de conservar su adorada mansión.

Cuando entraba en un sueño pesado y perturbador, pensó por segunda vez aquel día en la Airstream del jardín. Solo que esa vez se vio a sí misma viviendo en ella en un terreno lleno de barro como en una escena del documental Mi gran boda gitana y a todos sus nuevos amigos gitanos acudiendo con estacas y grandes perros gruñones a defenderla cada vez que Brad el Terrible aparecía por allí con su todoterreno y sus caras botas de Armani.

 

 

—Voy a vivir en la caravana.

Niamh miró a Alice como si acabara de decir que pensaba ir a la luna y volver a la hora del almuerzo. Alice asintió con la vista fija en el borde del bosque y en la caravana que había más allá.

—Se me ocurrió ayer cuando te fuiste.

Niamh frunció el ceño.

—Solo cancelé los periódicos, Alice, no toda tu vida. ¿Te has dado un golpe en la cabeza?

—Lo digo en serio. Lo pensé todo el día de ayer y puede que funcione.

Aquello no era cierto del todo. No lo había pensado el día anterior, sino a las cuatro de la mañana, cuando había levantado la mejilla de la mesa de la cena y se había ido a la cama. Había soñado con la Airstream, y el sueño había sembrado la semilla de una idea que no la había abandonado desde que se despertara.

Pluto soltó la pelota a los pies de Niamh y esta la recogió y la lanzó por la hierba.

—Me lo vas a tener que explicar, porque no entiendo cómo va a ayudar que te mudes a la caravana.

—Porque, si vivo en la caravana, puedo alquilar la casa y pagar la hipoteca.

Niamh tardó un momento en hablar.

—¿Te permiten hacer eso?

Alice frunció el ceño.

—¿Y por qué no?

—No lo sé. Porque pensaba que habría reglas sobre esas cosas.

Alice se mordió el labio inferior.

—Pues tendré que poder. Lo digo en serio. No se me ocurre otro modo para no perder Borne Manor, o al menos para conservarla hasta que pueda dejarla en mis propios términos y no por culpa de esa maldita Felicity Shaw.

Niamh guardó silencio un momento. Bajó la mano y tocó el suelo detrás del banco. Cuando se enderezó, llevaba media botella de ron en la mano, el suministro de emergencia que guardaban para las mañanas muy frías o algún momento de necesidad. Mudarse de la grandeza y el lujo de Borne Manor a una caravana donde probablemente se colaría hasta la lluvia, entraba en la segunda categoría. Niamh echó un buen chorro en las tazas de café y chocó su taza con la de Alice.

—Pues vamos a brindar y luego vamos a ver tu nueva casa.

 

 

—Es… es… —Diez minutos después, Niamh se detuvo detrás de Alice, dentro de la caravana. Habían tardado casi cinco minutos en abrir la puerta, y lo primero que habían notado había sido el olor acre a humedad cuando por fin habían conseguido abrirla con un tirón fuerte.

—¿No es una monada? —terminó Alice la frase. Veía el mismo interior maltrecho de madera que Niamh, aunque con más optimismo—. Vamos a abrir las ventanas y quitar el olor a humedad. Cuando esté aireada, se verá mejor.

—¿Tú crees? —Niamh pasó la vista de la cama doble que había en un extremo al sofá deshilachado que había en el otro, pasando por la cocinita desgastada y el linóleo agujereado—. ¿Hay un baño?

Alice cruzó el pasillo central y las dos tuvieron que apoyarse en la pared cuando la caravana se inclinó hacia el otro extremo.

—¡Vaya! Hay que clavar las patas —Alice sonrió con nerviosismo—. El baño está ahí dentro —añadió, señalando con la mano una puerta delgada detrás de la cama—. Tiene váter y todo.

Miró por encima de su hombro la expresión dudosa de su amiga.

—No pongas esa cara. Sígueme la corriente. Necesito tu visión. Eres artista, ¿no puedes verla como un lienzo en blanco preparado para dejarlo maravilloso? —pasó una mano por el aglomerado viejo de la cocina—. Hay que frotar un poco por aquí, barnizar otro poco por allá. Y quizá colgar unas cortinas bonitas.

Alice observó a Niamh estudiar el interior, pidiendo en silencio que viera más allá de su deterioro. Su amiga empezó a asentir lentamente.

—¿Sí? ¿Lo ves? —Alice aceptó encantada la pequeña muestra de apoyo de su amiga—. Hoy he buscado en Internet y deberías ver algunas de las caravanas vintage rehabilitadas que he visto. Puede que ahora sea un patito feo, pero tiene potencial y eso es lo principal, ¿verdad?

Necesitaba que Niamh compartiera su visión, entre otras cosas porque ella no era capaz de coser un botón y su amiga podía hacer funcionar su máquina de coser de última generación con los ojos cerrados.

—Es vieja, pero tiene buena estructura, así que es posible —respondió Niamh, siempre cautelosa.

Alice asintió.

—Es Greta Garbo.

—Tranquila. Empecemos por Dot Cotton y ya iremos subiendo.

Alice intentó recordar los datos del vendedor de eBay al que se la había comprado.

—Funciona todo. El agua, gas, la electricidad, todo estará bien en cuanto lo renovemos un poco.

—¿Calefacción? —Niamh se bajó las mangas del jersey por encima de los dedos.

Alice asintió, aunque no recordaba si habían mencionado la calefacción.

—Quedará de maravilla.

Niamh miró el colchón de aspecto desgastado. Alice respiró hondo.

—Traeré un colchón de la casa. Estará bien.

Las dos se volvieron cuando Pluto apareció en la puerta y dejó caer la pelota mojada en el suelo sucio antes de mirarlas esperanzado.

—No hagas eso en la alfombra nueva de Alice, Pluto —lo riñó Niamh.

Alice le dio un codazo en las costillas y salieron de la caravana para volver a la normalidad. Alice no pudo por menos de notar que hacía un par de grados más de temperatura fuera que dentro de la caravana, a pesar de la escarcha de la mañana temprano. Tomó nota mentalmente de encargar un buen edredón más tarde.

Capítulo 2

 

—¿Seguro que es aquí? —Robinson Duff frunció el ceño en la ventanilla del taxi cuando este se detuvo delante de Borne Manor. La casa, apartada de la carretera por un largo camino de entrada, no era en absoluto como su hermana le había hecho creer. Le había dicho que era una casa moderna y había presumido de haberle encontrado el lugar perfecto por Internet.

Aquel sitio no era moderno. En cuanto se instalara, llamaría a su hermana y le preguntaría por qué lo había enviado a la Tierra Media para seis meses. ¿Acaso lo había tomado por un maldito hobbit?

La casa, que lucía espléndida en el atardecer húmedo, resultaba bonita a lo grande, el tipo de casa que se podía ver en la web Turismo Inglés en medio de un campo de verdes colinas y anuncios de Shakespeare.

A Robinson no le gustaban las casas bonitas. Hasta las paredes de piedra suave eran casi rosas, ¿y era glicinia la planta que subía alrededor de la antigua puerta principal de madera? Le hacía pensar en cuentos de hadas y el té de la tarde, no los pensamientos habituales de un hombre más acostumbrado a estadios llenos de gente y a los tecnicismos de un estudio de grabación. ¿Quién demonios vivía en un lugar así? ¿Ricitos de Oro?

—Definitivamente, es aquí —confirmó el taxista, mirando el GPS de su iPhone, colocado en el salpicadero—. Saco las maletas, ¿no?

Robinson se desabrochó el cinturón con un suspiro de resignación.

—Eso parece.

 

 

Dentro de Borne Manor, Alice paseaba descalza por las frías baldosas del vestíbulo cuadrado. Se había enamorado de la casa en cuanto había puesto los pies en aquellas baldosas y había imaginado la chimenea de piedra con llamas en invierno y un alegre jarrón con flores en la mesa central en primavera. El sonido de las puertas del coche hizo que se le acelerara el corazón. El nuevo inquilino había llegado. Su corazón no sabía si alegrarse o entristecerse.

Una de las ventajas de estar con Brad había sido tener acceso a una buena asesoría legal y eso le había servido en las dos últimas semanas, cuando había decidido alquilar la casa. A Brad no le había preocupado. Mientras él no tuviera que pagar la hipoteca, le parecía bien todo lo que Alice quisiera hacer en lo referente a la casa, o eso había dicho el mensaje del abogado, que había ayudado también a hacer el cambio de pagadora de hipoteca a casera. Alice no había tenido que preocuparse de los temas legales, así que había pasado los días sacando de allí sus efectos personales para preparar la casa para sus nuevos habitantes.

Una vez que había puesto la idea en práctica, todo había sucedido muy deprisa. Había pasado de «Se alquila» a «Seis meses de alquiler garantizado» a los pocos días de estar en la agencia inmobiliaria.

Resultaba sorprendente que los nuevos inquilinos no se hubieran molestado en ir a ver la casa antes de firmar el contrato, pero a Alice le aliviaba saber que seguía siendo la dueña de Borne Manor aunque no tuviera la alegría de vivir allí, al menos durante los meses siguientes.

Sonaron tres golpes en el llamador. Era hora de conocer a los afortunados que harían allí su hogar y luego Alice se mudaría también a su nuevo hogar. Respiró hondo, sonrió y abrió la puerta.

 

 

Robinson miró al taxi desaparecer por el camino de entrada, llamó tres veces con el enorme aldabón negro y esperó. Le parecía extraño que los dueños hubieran insistido en recibirlo allí personalmente en vez de organizar que le entregaran la llave.

En realidad, habría preferido saltarse el té con galletas y la visita guiada, pero ahora estaba en Inglaterra, la patria del té, las galletas y las visitas guiadas, así que se preparó para soportarlos y librarse de los dueños en cuanto pudiera.

Dejó a un lado su fantasía de Ricitos de Oro y apostó consigo mismo a que abriría la puerta un hombre mayor con traje de tweed o su esposa también mayor, con conjunto de lana a juego y perlas. O tal vez un mayordomo. Había visto suficientes películas sobre casas inglesas para saber que había probabilidades de que en una casa así hubiera empleados domésticos.

Quizá no sería tan malo pasar una temporada allí si había alguien que le ayudara a tener el frigorífico bien surtido de cerveza. Tal vez tendría suerte y acabaría con un hombre al que también le gustara jugar al billar. El sueño despierto de Robinson se interrumpió cuando se abrió la puerta.

¡Demonios! Quizá había algo de verdad en los cuentos de hadas después de todo, porque parecía que había acertado la primera vez. Aquella casa estaba sacada de las páginas de un libro infantil bellamente ilustrado y, más extraño todavía, parecía que Ricitos de Oro vivía allí de verdad.

De acuerdo, había cambiado el vestido pichi por vaqueros rotos y un jersey que dejaba un hombro al descubierto, pero tenía el cabello indicado. Ondas doradas que le caían hasta debajo de los codos y unos sorprendentes ojos azules que lo miraban mientras los labios se curvaban en una sonrisa dudosa.

—¿Señor Duff? Soy Alice McBride.

Extendió la mano y Robinson dejó las maletas en el ancho escalón de piedra para poder estrechársela. Miró por encima del hombro de ella para asegurarse de que los tres osos no estaban a la vista y le tomó la mano.

Ella también miró por encima del hombro de él y a continuación se las arregló para fruncir el ceño y mantener la sonrisa en su sitio al mismo tiempo.

Su apretón de manos era sorprendentemente fuerte en una chica que parecía tan delicada a primera vista.

—Adelante, adelante —dijo, cuando soltó los dedos de él.

Se hizo a un lado para permitirle entrar en el vestíbulo. Más material de cuento de hadas. El vestíbulo era lo bastante grande para ser considerado una estancia más, y el fuego que crepitaba en el hogar mataba el frío del aire. Su anfitriona miró un momento el camino vacío y después cerró la puerta y se volvió hacia él.

—¿El resto de su familia vendrá más tarde?

—¿Mi familia? —él frunció el ceño, sorprendido.

—Lo siento —dijo Alice—. Había asumido que, dado el tamaño de la casa… —se interrumpió y sus mejillas se tiñeron de un color sonrosado que no tenía nada que ver con el calor de la chimenea.

—Tal vez más tarde. De momento estoy yo solo —comentó Robinson.

La suposición automática de ella le irritaba. Lo último que pensaba hacer era contarles su vida a desconocidos. Había ido allí para alejarse de miradas curiosas y vecinos cotillas, no para lanzarse de cabeza a las murmuraciones del pueblo.

Alice se recuperó bien y volvió a lucir su sonrisa de amabilidad.

—¿Le enseño esto o quiere una taza de té? Debe de estar agotado después de tanto viaje.

Típico inglés. Aunque ella intentaba claramente mostrarse amable, lo que Robinson quería que hiciera era que lo dejara en paz.

—En realidad, tiene razón. Estoy agotado. ¿Podemos aplazar la visita guiada para mañana? Seguro que puedo encontrar solo un lugar donde tumbarme.

Notó que Alice parpadeaba dos o tres veces mientras asimilaba la petición de él.

—Claro. Sí, por supuesto —contestó.

Hablaba titubeante, con la sonrisa todavía en los labios, pero que ya no le llegaba hasta los ojos. Parecía momentáneamente atascada, se limpiaba las manos en los vaqueros como si no supiera por dónde ir. Él bajó la vista a sus pies descalzos y confió en que no pensara salir al camino de grava sin zapatos.

—De acuerdo, entonces lo dejo en paz —dijo ella—. Es justo por aquí —se volvió y desapareció por una de las puertas amplias que salían del vestíbulo.

Robinson la siguió con curiosidad y se encontró en la cocina.

—Esto es la cocina —explicó ella sin necesidad. Y él vio que pasaba los dedos por la isla central casi como en una caricia afectuosa—. El horno puede ser un poco maniático. Si quiere, le enseñaré cómo tratarlo.

—No soy muy cocinero —murmuró él.

Era cierto. Casi nunca había cocinado algo más que huevos y beicon.

—Claro.

Ella se acercó a la puerta de atrás y se volvió con la mano en el picaporte.

—Me voy, pues —dijo.

¿Aquello de salir por la puerta de atrás sería una costumbre inglesa? Si lo era, él no lo había oído nunca. La vio salir y ponerse unas botas de agua de un rojo brillante al lado de un banco que había fuera, con la cortina del pelo cayéndole sobre los hombros. Aquello resolvía al menos el tema de los zapatos.

—Avíseme si necesita algo —dijo ella.

Él asintió, y entonces se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde vivía ella.

—¿Cómo la encuentro?

La mujer miró los jardines.

—Muy fácil. Estoy allí.

Se volvió y empezó a cruzar la hierba mojada.

Robinson la miró unos segundos, confuso.

—¿Vive en mi jardín? —preguntó.

Ella se detuvo y se giró.

—No exactamente —dijo. Levantó un dedo—. Si revisa el contrato, verá que ha alquilado la casa y el jardín. El resto del terreno es mío.

Robinson frunció el ceño.

—Vivo justo al otro lado de los árboles —dijo ella—. Puedo poner una valla para dividir más claramente el jardín, si quiere. No lo he hecho porque me parecía innecesario, pero quizá estaba equivocada.

Robinson se dio cuenta de que no había mentido al decir que estaba cansado. Estaba agotado y, aunque lo intentaba, no conseguía entender qué demonios pasaba allí. Necesitaba un baño, una cerveza y su cama, dondequiera que estuviera.

—Lo pensaré —dijo. Y ella asintió y siguió alejándose por la hierba.

 

 

Un par de horas después, en la caravana, Alice se peleó con la estufa antigua y perdió. No le sorprendió. La decepcionaba, pero no le sorprendía, teniendo en cuenta que los fuegos de la cocina funcionaban solo de chiripa y la bomba del agua se atascaba a veces. El vendedor de eBAy que le había vendido la caravana había añadido un brillo de eficiencia al anuncio que no era exactamente verdad, pero Alice no se iba a desalentar. Aquel era su hogar ahora. Le aliviaba tener un techo sobre su cabeza, aunque fuera de hojalata, y no completamente a prueba de corrientes.

Se preparó un sándwich, hirvió agua para llenar dos botellas de agua caliente y pensó en su nuevo vecino. Al abrir la puerta de la mansión, no había esperado encontrarse con un vaquero de un metro ochenta y cinco, hombros anchos, ojos verdes claros y algo en su postura a la defensiva que la dejaba un poco sin habla. Era un hombre… interesante.

Alice se subió a la cama y se dispuso a pasar la velada. Había sido duro cargar con el colchón de viscoelástica desde la casa hasta la caravana, pero se alegraba de haberlo hecho. También se alegraba del montón de almohadas y de la nube de edredones y, sobre todo, de la lujosa piel que había regalado a Brad por Navidad y él no se había molestado en llevarse. El resto de la caravana quizá tuviera sus carencias, pero la cama era de lujo, incluidas sábanas de algodón egipcio.

Después de cenar, Alice se tumbó y se subió el edredón hasta la nariz. Por entre los árboles podía ver el brillo meloso de luces en la cocina de la casa grande y se imaginó allí calentita.

¿Pero quién necesitaba todo eso? Movió los dedos en la bolsa de agua caliente y encendió su Kindle, la única luz que había en la caravana oscura. Buscó en Internet algo nuevo que leer y resopló cuando una novela rosa de un vaquero apareció en la pantalla. La publicidad prometía un texano malote que sabía hacer algo más con las manos que tocar la guitarra. Alice estuvo a punto de comprarla, pero lo pensó mejor y siguió leyendo otras recomendaciones. Los vaqueros podían estar bien como protagonistas de novelas románticas, pero ella había tenido romanticismo suficiente para los próximos veinte años. Lo único que le había dejado el amor era un corazón roto, una estufa averiada y una caravana. Compró en su lugar una novela de suspense y se puso a leer.

 

 

En la casa grande, Robinson tomó el café que acababa de preparar y apagó las luces de la cocina. Por las ventanas solo veía oscuridad, ningún rastro de luz o de vida más allá de la línea de árboles. Aquel día había resultado ser muy raro. Había volado desde Nashville para convertirse en el señor de una mansión inglesa que incluía hadas en el fondo del jardín.

Capítulo 3

 

—Hay un vaquero viviendo en mi casa —Alice se quitó el abrió mojado y lo colgó en un gancho detrás de la puerta de la casita de Niamh. Se había tapado con la capucha y corrido desde la caravana, impaciente por hablar del nuevo inquilino de Borne Manor.

Se dejó caer en el sillón al lado del fuego y aceptó agradecida la taza de té que había preparado Niamh anticipando su llegada.

—¿Un vaquero? —preguntó esta. Se sentó en el otro sillón—. ¿Como Elvis y caballos y todo eso?

—¿Estás segura de que Elvis era un vaquero?

Niamh se encogió de hombros.

—Yo lo he visto con un sombrero Stetson. Y, desde luego, hablaba como uno.

Alice enarcó una ceja.

—No tanto como este hombre. Tiene una guitarra, lleva los vaqueros como un vaquero y creo que tiene acento texano.

Niamh guardó silencio un instante.

—Eh, un momento, ¿lleva los vaqueros como un vaquero? ¿Qué significa eso?

Alice buscó las palabras correctas e hizo una mueca.

—Ya sabes, caídos y ajustados. Como si acabara de bajarse del caballo o algo así.

—Por favor, Dios, dime que es guapo.

Alice tardó un momento en contestar.

—Es llamativo, sí. Parece despreocupado y está bronceado al estilo vaquero.

Miró a Niamh, que enarcó una ceja y esperó algo más. Alice se encogió de hombros, sin querer comprometerse mucho respecto al hombre atractivo pero algo cascarrabias que vivía en su casa.

—No sé, de verdad. Se las arregla para parecer un hombre capaz. Supongo que es carismático.

Niamh se echó a reír.

—Creo que tendré que verlo por mí misma. ¿Crees que le gustaría posar para mí?

Alice negó con la cabeza.

—Lo dudo. Parecía algo malhumorado, la verdad. Aunque…

—¿Qué?

Alice miró el lienzo de Niamh situado en el caballete, detrás de los sillones, el principio de lo que seguramente era el desnudo del octogenario del día anterior.

—Nada —respondió—. Es solo que, tal y como le quedan esos vaqueros ajustados, puede que necesites más de una hoja de parra para cubrirlo.

 

 

Esa misma mañana, Robinson apartó las cortinas de su dormitorio justo a tiempo de sorprender a su ninfa de los bosques corriendo por la hierba hacia su misteriosa residencia más allá de los árboles. Aunque esa mañana parecía más esquimal que ninfa y no la habría reconocido de no ser por las botas rojas y los largos mechones de pelo que escapaban de la capucha con la que se protegía de la lluvia.

—Bienvenido a Inglaterra —murmuró. Se pasó las manos por el pelo para despertarse. Sufría los efectos del cambio horario.

Cuando se cepillaba los dientes, volvió a pensar en su nueva casera. ¿Adónde había ido tan temprano? ¿O volvía a casa después de pasar la noche en otra parte? Apartó aquel pensamiento turbador de su mente y bajó las escaleras. No le importaban las idas y venidas de ella, pero no le resultaría fácil esconderse si su jardín se convertía en una vía de paso de una ristra de amigos y amantes de Alice.

Tal vez la valla que había mencionado ella resultara ser necesaria después de todo.

 

 

—¿Alice?

Aunque solo habían sostenido una pequeña conversación, Alice reconoció de inmediato la voz de Robinson. Nadie más en Shropshire, ni probablemente en toda Inglaterra, decía su nombre con aquella extraña mezcla de dureza pétrea y suavidad sedosa. Abrió la puerta de la caravana y frunció el ceño al día gris y lluvioso.

—Buenos días —saludó—. ¿Has decidido que quieres esa visita guiada después de todo?

—Vives en una Airstream.

Alice lo miró, sorprendida por su brusquedad.

—Pues sí.

El rostro de él denotaba su confusión.

—¿Te has trasladado desde esa casa enorme a una caravana en tu propio jardín?

A ella le molestó que no se guardara su confusión para sí, principalmente porque estaba tan poco preparada para hablar de su situación como el día anterior.

—¿Eso representa algún problema para ti? —preguntó.

Él pareció sorprendido. Movió la cabeza.

—Supongo que no, siempre que no pienses dar fiestas de toda la noche aquí.

Alice consideró un momento sus opciones. Si defendía su derecho a hacer lo que le apeteciera allí, también tendría que prepararse para una réplica que incluiría vallas de dos metros y derechos de intimidad. Bien mirado, decidió no ser muy directa, básicamente porque todavía era temprano y su cerebro necesitaba más café.

—Pues entonces tienes suerte de que no sea fiestera —asintió lentamente—. Entra, no te quedes ahí bajo la lluvia.

Retrocedió en la caravana y encendió el fuego para hervir agua, contenta de que la cocina cooperara por una vez.

—¿Café? —preguntó.