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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Anne Mather

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una mujer misteriosa, n.º 1412 - julio 2017

Título original: Hot Pursuit

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-090-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

PAPÁ, vamos a llegar tarde.

–Ya lo sé.

Matt Seton consiguió no sonar tan frustrado como se sentía. No era culpa de Rosie que se hubiera dormido justo el día que la señora Webb no estaba o que a su padre le diera vueltas la cabeza por haber dormido solo dos horas.

–La señorita Sanders dice que no hay excusa para quedarse dormido –añadió su hija en plan repelente.

A Matt le pareció oír a su ex mujer, Carol.

–Ya, ya, ya lo sé. Lo siento –se disculpó apretando los dientes y agarrando con fuerza el volante del Range Rover.

Sintió la tentación de acelerar a tope, pero no creyó que a la señorita Sanders le gustara que le pusieran otra multa por exceso de velocidad.

–¿Quién me va a recoger esta tarde? –preguntó la pequeña de siete años, un poco nerviosa.

–Yo –contestó Matt intentando tranquilizarla–. Si no puedo, le diré a la tía Emma que venga ella. ¿Qué te parece?

Rosie estrujó el estuche y bajó la mirada.

–No te vas a olvidar, ¿verdad, papá? No me gusta nada tener que pedirle a la señorita Sanders que te llame.

Matt suspiró.

–Solo ha sido una vez, Rosie –protestó con una sonrisa–. No te preocupes. Vendré –le prometió–. No voy a dejar a mi chica preferida plantada, ¿de acuerdo?

–De acuerdo –dijo la niña.

Desde que la última niñera de su hija había enfermado, estaba haciendo todo lo que estaba en su mano para encontrar a otra. Había entrevistado a un montón de candidatas, pero no había habido suerte. Pocas mujeres jóvenes querían vivir en Saviour’s Bay, un área remota de Northumbria, y las mujeres mayores que había entrevistado le parecían demasiado estrictas. No quería que la falta de seguridad en sí misma de Rosie, provocada por el abandono de su madre, se agudizara aún más.

Por eso, había contratado a una agencia de Londres. Al fin y al cabo, aquella población costera era un lugar idílico para vivir, o así se lo parecía a él como escritor.

Todos sus esfuerzos estaban en aquellos momentos volcados en encontrar a alguien que pudiera ayudarlo a criar a su hija, lo más maravilloso que tenía en el mundo, lo único que tenía que agradecerle a Carol, la mujer con la que, no sabía por qué, se había casado y que jamás había demostrado interés alguno ni en él ni en la niña. Ya ni siquiera le dolía…

Era un escritor de mucho éxito, cuya última novela se había llevado a la gran pantalla y a quien perseguían los periodistas, lo que no resultaba muy agradable, la verdad. Esa había sido otra de las razones por las que había comprado Seadrift, la casa de la que se había enamorado a primera vista.

–Que tengas un buen día, cariño –le deseó a su hija dejándola en la puerta del colegio.

–Hasta luego, papi.

Matt suspiró tranquilo. Habían llegado a tiempo. Dos minutos para las nueve. Por los pelos, pero a tiempo.

Esperó a verla entrar y se fue. La verdad es que no era justo hacerla sufrir así. Rosie no podía tener la incertidumbre de si su padre iba a ir a buscarla o no a la puerta del colegio. Cuando Matt se ponía a trabajar, se le pasaban las horas en un abrir y cerrar de ojos y se olvidaba de todo. Necesitaba encontrar una niñera cuanto antes.

Hasta que Hester Gibson no se había ido, no se había dado cuenta de cuánto se había apoyado en ella. Hester había sido la primera y única niñera de Rosie, una segunda madre que no había dudado en irse a vivir con ellos allí desde Londres.

Al llegar al camino privado de su casa, vio un coche vacío. El conductor se debía de haber quedado sin gasolina y Matt supuso que se habría ido andando al pueblo. Frunció el ceño. Él llegaba de allí y no había visto a nadie. ¿Otro periodista, quizá?

Aceleró fastidiado porque quería llegar con tiempo de sobra a casa para ducharse, afeitarse y leer la prensa.

Apagó el motor y se quedó sentado dentro del coche para ver si aparecía alguien. Y así fue, pero no era un hombre, sino una mujer, y no parecía periodista.

La joven dudó un momento y fue hacia él. Era alta y delgada, de pelo castaño con reflejos rubios, y no debía de tener más de veintitantos años. Matt se preguntó qué haría en su casa. ¿Acaso aquella mujer no había oído hablar de los peligros que corrían las mujeres? Al fin y al cabo, no lo conocía de nada; se podría haber metido en casa de un depravado…

¿Y si la hubiera mandado la agencia? Tal vez fuera la niñera perfecta para Rosie. Matt abrió la puerta del coche y fue hacia ella.

–¿Me buscaba? –le preguntó.

–Eh…

La joven parecía confusa. Matt se fijó en que llevaba una cazadora de cuero que, desde luego, no había comprado en un mercadillo, y un vestido de gasa que no parecía muy apropiado para una entrevista matutina. Se dijo que las buenas niñeras cobraban mucho y que, al fin y al cabo, él no tenía ni idea de moda femenina, así que…

La chica sonrió nerviosa.

–Yo… sí –contestó–. Sí, supongo que, si vive usted aquí, sí.

–Vivo aquí –dijo Matt ofreciéndole la mano–. Matt Seton.

La chica parecía confusa. ¿Habría reconocido su nombre? Sea lo que fuere, no parecía dispuesta a estrecharle la mano. Aun así, Matt se la estrechó.

–Yo soy… Sara… Sara Victor.

–Ah –dijo Matt.

Un nombre que le gustó; tenía solidez, sonaba antiguo. Estaba harto de entrevistar a «Hollys», «Jades» y «Pippas». Era un placer tener delante a alguien cuyos padres no se hubieran dejado influir por las series televisivas.

–Señorita Victor, ¿viene usted de muy lejos?

Ella pareció sorprenderse ante la pregunta y retiró la mano rápidamente. ¿Acaso le daba miedo?

–Eh… no mucho –dijo por fin–. Anoche, dormí en un hotel en Morpeth –añadió dándose cuenta de que aquel hombre quería una explicación un poco más extensa.

–¿De verdad? –dijo Matt.

¡Pues sí que la agencia era eficiente! Buscaban chicas por todas partes, estaba claro. Si Sara hubiera sido de Newcastle, que estaba solo a unos kilómetros, no tendría que haber dormido en Morpeth–. ¿El coche que hay en la carretera es suyo?

Sara asintió.

–Es alquilado –contestó–. No sé qué le pasa, pero ha dicho que hasta aquí había llegado y que no quería seguir.

–Pues menos mal que ha sido justo aquí –remarcó Matt–. No se preocupe. Llamaremos luego al taller de Saviour’s Bay para que vengan a recogerlo. Cuando lo tengan arreglado, se ocuparán de devolverlo a la agencia.

–Pero… –se interrumpió y lo miró como si fuera un extraterrestre–. No hace falta que se moleste. Solo necesito hacer una llamada…

Matt frunció el ceño.

–No es usted de la agencia, ¿verdad? ¿Cómo no me he dado cuenta? ¡Es usted otra periodista del demonio! ¡Deben de andar desesperados para mandar a una fresca a hacer el trabajo!

–¡Yo no soy ninguna fresca! –exclamó Sara echando los hombros hacia atrás–. Y no he dicho en ningún momento que viniera de ninguna agencia.

–Lo que usted quiera –dijo Matt apretando los dientes–. ¿Y qué hace aquí? Veo que no niega ser periodista.

–¿Periodista? –repitió la chica mirándolo fijamente con sus ojos verde grisáceos–. No lo entiendo. ¿Estaba usted esperando a un periodista? –añadió palideciendo–. ¿Por qué iba a venir un periodista hasta aquí?

–No finja que no sabe quién soy.

–No sé quién es usted –dijo Sara frunciendo el ceño–. Sé que se llama Seton porque me lo acaba de decir.

–Matt Seton –dijo Matt en tono irónico–. ¿No le dice nada?

–La verdad es que no –contestó Sara confundida–. ¿Quién es usted?

Matt la miró anonadado. ¿Lo diría en serio? Parecía que sí.

–No frecuenta usted mucho las librerías, ¿eh? –le dijo un tanto indignado–. ¿No conoce mi obra?

–Me temo que no –contestó Sara aliviada–. ¿Es usted famoso?

Matt no pudo evitar reírse.

–Un poco –contestó–. Bueno, ¿qué hace usted por aquí?

–Ya se lo he dicho. Se me ha averiado el coche y necesito hacer una llamada, si no le importa.

–¿De verdad? –dijo Matt preguntándose si debía creerla o no.

–Sí, de verdad –contestó ella estremeciéndose. Estaban en junio y no hacía frío, pero estaba realmente pálida–. ¿Le importaría?

Matt dudó. Podría ser un truco para entrar en su casa, pero lo dudaba. Aun así, nadie que no fuera pariente o amigo había cruzado jamás aquella puerta y le costaba invitar a hacerlo a una desconocida.

–¿No tiene usted un teléfono móvil?

Sara suspiró.

–No lo llevo –contestó–. Mire, si no quiere ayudarme, simplemente dígamelo. Supongo que el taller del que me ha hablado no está muy lejos, ¿no?

–A cinco kilómetros. Si se encuentra usted con fuerzas para hacerlos andando…

–Por supuesto –contestó ella con dignidad–. ¿Me indica la dirección, por favor?

Matt se sintió como un imbécil.

–Sígame, por favor –dijo yendo hacia la casa y rezando para no estar cometiendo el error de su vida.

Nada más acercarse a la puerta, los dos retrievers comenzaron a ladrar.

–¿Le gustan los perros?

–No lo sé –contestó Sara–. ¿Son peligrosos?

–¡Sí, mucho! –sonrió Matt–. Son peligrosamente amigables. Si no tienes cuidado, te lamen de pies a cabeza.

Sara sonrió y Matt volvió a pensar que tenía pinta de estar realmente agotada. Abrió la puerta y recibió a los perros con indulgencia. En realidad, eran de Rosie, pero pasaba tanto tiempo con ellos que los quería tanto como su hija.

Tuvo que sacarlos al jardín porque, en cuanto vieron que no llegaba solo, hicieron amago de lanzarse a Sara y llenarla de besos.

–Perdone –se disculpó Matt viendo que los platos de la cena estaban todavía en el fregadero y el desayuno de Rosie en la mesa.

–Sí, tenía usted razón. Son realmente amigables –comentó Sara sobre los perros–. ¿Son suyos o de su mujer?

Matt torció el gesto.

–De mi hija –contestó–. ¿Quiere usted un café? –le preguntó viendo que estaba más pálida que la pared.

–¡Sí, por favor!

A Matt le pareció que aquella contestación era propia de alguien que llevaba un tiempo sin comer ni beber. Lo volvieron a asaltar las dudas. ¿Quién sería aquella mujer? ¿Qué hacía en aquella carretera de la costa que solo utilizaban los que vivían allí y los veraneantes? ¿Qué querría?

–Termino de poner la cafetera y voy a buscarle el número del taller.

–Gracias –contestó Sara.

–¿No se sienta? –le preguntó viendo que se apoyaba en el marco de la puerta. Estaba temblando de nuevo y Matt temió que se fuera a caer al suelo.

–Gracias –contestó Sara acercándose como con miedo y sentándose en el taburete más alejado de él.

Matt no dijo nada porque aquella chica no iba a tardar en darse cuenta de que no estaba interesado ni en ella ni en ninguna otra mujer. A pesar de su fama y el dinero que le había proporcionado, Matt nunca había pensado en reemplazar a su ex mujer.

Y había tenido oportunidad de hacerlo porque un hombre de su posición siempre atraía a cierto tipo de mujer aunque fuera feo como un demonio, que no era su caso, por cierto. Era de rasgos duros, pero atractivos. Siempre le habían dicho que los ojos un poco hundidos, el tono aceituna de su piel y la nariz rota recuerdo de un partido de rugby gustaban más que los rasgos afeminados de muchos hombres.

A él le daba igual, la verdad. La única mujer de su vida era Rosie.

Se giró hacia Sara y se quedó anonadado. Se había quedado dormida sobre la barra de la cocina.

En ese momento, sonó el teléfono y la chica dio un respingo. Matt maldijo en silencio mientras iba a contestar, pero no sabía si porque Sara se hubiera quedado dormida en su cocina o porque el teléfono la hubiera despertado.

–¿Sí?

–¿Matt?

–¡Emma, hola! ¿Qué tal estás?

–¿Te pillo en un mal momento?

–No, claro que no –contestó Matt. Le debía demasiado a Emma Proctor como para decirle lo contrario–. Acabo de volver de dejar a la niña en el colegio y estaba haciendo café. Nos hemos quedado dormidos, ¿sabes?

–Claro, hoy libra la señora Webb, ¿no? –rio Emma–. Veo que no has tenido suerte con la agencia, entonces.

–No –contestó Matt. No le apetecía hablar del tema.

–¿Y la agencia del pueblo? A veces, tienen canguros.

–No quiero una canguro, Emma. Lo que yo necesito es alguien con formación, no una chica que quiera sacarse un dinero de vez en cuando. Necesito a alguien que se quede también por las noches para que yo pueda trabajar, ya lo sabes.

–Lo que necesitas es una madre para Rosie, y las probabilidades de que encuentres a una mujer que quiera vivir aquí…