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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Marie Rydzynski-Ferrarella

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Grabado en el corazón, n.º 1652- noviembre 2017

Título original: The Prodigal M.D. Returns

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-511-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

LA cálida brisa de los últimos días de junio despeinó el cabello rubio oscuro de Ben Kerrigan justo cuando levantaba la mano para llamar a la puerta de una casa de dos plantas de las afueras de Hades, Alaska. Era la casa en la que había crecido, la casa de la que se había marchado de repente una mañana de hacía siete años.

Llevaba de pie en el porche una eternidad y ya había levantado la mano dos veces, pero no había llegado a rozar la madera de la puerta; las dos veces había dejado caer la mano como si de pronto hubiera perdido la energía.

La cobardía era algo completamente nuevo para él.

Durante la mayor parte de sus treinta y cuatro años de vida, había llevado una existencia activa y alegre. Las ganas de vivir siempre le habían salido hasta por los poros de la piel. Por supuesto que había cometido errores, montones de ellos; Dios sabía que él mismo era el primero en admitirlo, pero de alguna manera siempre se las había arreglado para seguir adelante a pesar de los errores.

Una triste sonrisa se asomó a su rostro mientras observaba la puerta. Lo cierto era que en muchas ocasiones había conseguido seguir adelante gracias a Shayne, su hermano mayor, que había cuidado de él y lo había criado desde la muerte de sus padres. Shayne había trabajado como un esclavo para que Ben pudiera estudiar Medicina para que, una vez se licenciara, volviera a trabajar con él en la clínica, única en kilómetros a la redonda. Y había sido Shayne el que siempre había estado ahí para hacerse cargo del trabajo y resolver todos los problemas que surgieran.

Ben no lo había visto desde hacía siete años.

Ni lo había visto ni había sabido nada de él desde que se había marchado con Lila. Inesperadamente, ella le había dicho que sólo se casaría con él si se marchaban de Hades. De eso hacía ya siete años.

Ben se había marchado con ella y había abandonado a Shayne, no sólo con los numerosos pacientes de la clínica, también con los dos hijos que habían quedado a su cargo tras la muerte de su ex esposa, dos niños que no le habían permitido ver desde hacía ya mucho tiempo.

Y después estaba la mujer a la que Ben había pedido que fuera a Hades. A casarse con él. Aquella mujer le había escrito para hablarle de un artículo que él había escrito en una revista de viajes. Ben le había respondido y después, una cosa había llevado a la otra y, cuando habían querido darse cuenta, las palabras habían desembocado en un romance. Se habían enviado fotografías, pero cuando Ben le había pedido que se casara con él y ella había aceptado, nunca se habían visto el uno al otro en persona.

Ahora que lo recordaba, sabía que había sido impetuoso, pero así era como había actuado siempre. Esa palabra lo describía mejor que ninguna otra, impetuoso. Llevaba ya algún tiempo trabajando en ello, sobre todo durante el último año, después de que Lila lo hubiera abandonado una vez más.

Sintió un escalofrío en la nuca y se la frotó con la mano de manera inquieta, pero sin moverse de donde estaba y sin apartar la mirada de la puerta. Sabía que tenía que llamar, pero se veía incapaz de hacerlo.

El abandono de Lila le había enseñado que ser tan impetuoso tenía a veces consecuencias poco deseables. Días y días despertándose solo en la casa que había compartido con ella habían conseguido lo que Shayne no había logrado durante años de discursos. Le habían hecho darse cuenta de que había llegado el momento de ser un poco más responsable.

No, mucho más responsable. Y eso había hecho. En Seattle había conseguido ponerse en contacto con un importante y lucrativo centro médico en el que había trabajado con otros cuatro socios y donde pronto había podido conseguir todo lo que deseaba.

Todo excepto sentirse satisfecho.

El sentimiento de satisfacción que tanto ansiaba seguía escapándosele de las manos y eso le molestaba enormemente por mucho que se esforzara en que no fuera así. A medida que pasaban los meses, la sensación de vacío se hacía más y más intensa.

Ninguna de las mujeres que habían pasado por su vida parecía tener la menor importancia para él; de hecho tenía la sensación de que ni siquiera recordaba sus rostros. Ninguna había dejado huella en su mente… ni en su alma. Había algo que lo atormentaba. Algo más aparte de sus apetitos más primarios. Sabía que la vida era algo más.

Ben había empezado a compararse a sí mismo con el protagonista del poema de Coleridge, Rima del Anciano Marinero. Aunque su aspecto no había cambiado, su interior era muy diferente. Necesitaba pagar por lo que había hecho. Necesitaba encontrar la paz.

Se había dado cuenta una noche. De pronto había comprendido la causa de su desazón y, probablemente, también había encontrado la manera de aliviarlo.

Un canal de televisión estaba dedicando toda su programación semanal a desastres naturales. Así se había enterado de un derrumbamiento que había habido en Hades, su pueblo natal. Ni siquiera se trataba de una noticia reciente, más bien de un archivo rescatado por el canal para ilustrar el programa dedicado a derrumbamientos en minas, algo que, desgraciadamente, seguía ocurriendo más de lo que la gente creía.

Esa noche, sentado frente a la televisión, había comenzado a recordar su infancia y, por supuesto, había pensado en Shayne. Sin duda él habría estado allí para ayudar a los heridos, luchando por arreglar las cosas igual que había hecho siempre. Así era Shayne, un hombre increíble que no conocía obstáculos a la hora de ayudar a los demás.

Ben había apagado la televisión y se había quedado allí, en medio de la oscuridad, pensando. Luchando con su conciencia. Shayne siempre había estado ahí cuando él lo había necesitado, ya era hora de que él hiciera lo mismo.

En el viaje desde Seattle a Hades, Ben había imaginado la escena un millón de veces. Aparecería en casa de Shayne, llamaría a la puerta y se reuniría con su hermano. Había supuesto que resultaría extraño al principio, pero tendría que disculparse con él y pedirle que lo perdonara como había hecho otras veces. Desde el primer momento había confiado en que las cosas volverían pronto a la normalidad.

Sin embargo ahora que estaba allí, bajo un sol que seguía alumbrando tenuemente a pesar de ser ya las nueve de la noche, no sentía tanta confianza. La actitud alegre y desenfadada que le había caracterizado durante toda su vida le resultaba ahora inalcanzable. Lo cierto era que, durante el último año, su confianza en sí mismo había estado bajo mínimos, aunque había hecho todo lo posible por ocultarlo.

Continuaba mirando a la puerta. Dios, jamás debería haber perdido el contacto con Shayne. Tendría que haberle enviado una felicitación la primera Navidad que había pasado lejos de casa, una tarjeta en la que debería haberle escrito una larga disculpa por haber abandonado a su propio hermano de ese modo. Había sido un egoísta y un narcisista.

Pero el ser consciente de su tremendo error no cambiaba el pasado.

Cada año que había dejado pasar sin enviar esa carta de disculpa había hecho que fuera más difícil volver a retomar el contacto. Seguramente en circunstancias normales, ni siquiera estaría a punto de intentarlo.

Pero aquel programa de televisión le había hecho ver las cosas con claridad y, lo que era más importante, le había hecho ser consciente de su responsabilidad moral. Hacía un mes Ben había estado a punto de convertirse en un dato estadístico. Uno más en la larga lista de víctimas de accidentes de tráfico. Había sufrido un accidente parecido al que les había costado la vida a sus padres y había tenido la sensación de que algo o alguien había querido hacerle una advertencia. Había perdido mucho tiempo, pero por fin se había dado cuenta de que quería pasar el resto de sus días con la única familia que tenía: su hermano Shayne.

Tenía que arreglar las cosas y, si para ello tenía que arrodillarse y pedir perdón, lo haría. Shayne lo merecía.

Respiró hondo y levantó la mano una vez más, pero esa vez sí golpeó la puerta. Llamó un par de veces antes de volver a perder el valor y de que su brazo volviera a tener la consistencia de un espagueti demasiado cocido.

Oyó un ruido en el interior de la casa. Shayne, pensó. Esperaba no haberlo despertado, pues su hermano solía echarse una siestecita siempre que le era posible, cosa que no sería muy común dadas las enormes obligaciones del único médico del pueblo.

Sintió un terrible remordimiento de conciencia. «Voy a hacerlo bien», se prometió a sí mismo. Shayne ya no tendría que seguir haciéndolo todo solo.

Al ver que la puerta se abría, se le quedó la mente en blanco. Trataba de encontrar las palabras adecuadas para borrar el pasado y ayudarlos a seguir adelante juntos, pero ni siquiera se sentía con fuerzas para saludar. Especialmente cuando se encontró cara a cara no con su hermano, sino con una mujer. Una mujer delgada y no muy alta, de pelo rubio y vivaces ojos azules que lo miraban con expresión amable. Aquella sorprendente visión despertó algo que yacía en lo más profundo de su memoria, pero en aquel momento no supo qué era.

—Tú no eres Shayne —se oyó decir del modo más tonto.

Sydney Elliott Kerrigan dejó de secarse las manos y miró al hombre que tenía frente a ella. No era habitual recibir la visita de un desconocido. Hades y sus alrededores no eran precisamente lugares muy frecuentados por gente de fuera, a no ser que fueran a visitar a algún familiar.

Sin embargo, había algo en el rostro de aquel hombre que le resultaba vagamente familiar, algo que le decía que no era un desconocido. Pero… ¿de qué lo conocía? ¿Dónde lo había conocido? ¿En Seattle? No, no daba con ninguna respuesta.

—No, no soy Shayne —respondió sonriendo mientras trataba de ubicar aquella cara en los archivos de su memoria—. ¿Busca al doctor?

Ben no respondió. Empezaba a preguntarse si no se habría equivocado de casa, así que dio un paso atrás para fijarse bien, aunque en el fondo sabía que no se había equivocado. Pero, si aquélla seguía siendo la casa de Shayne, ¿quién era esa mujer? Desde luego no era nadie que viviera en Hades cuando él se marchó.

Sydney tuvo que respirar hondo cuando cayó en la cuenta.

Claro que había visto antes al hombre alto que tenía frente a ella. Aunque se le notaba que habían pasado los años y tenía un aspecto más formal, sin duda era el hombre de la fotografía que había llevado en la mano durante aquel vuelo hacía siete años. Sydney había llegado a Hades en busca de una nueva vida, con la esperanza de ser feliz. Impulsada por aquellas cartas y por su propuesta, había dejado su empleo y su apartamento, había metido todas sus cosas en un camión de mudanzas y las había enviado a Hades.

El corazón le dio un vuelco al reconocerlo. Aquél era el rostro del hombre que la había impulsado a trasladarse allí y convertirse en su esposa.

El rostro del hombre que no había estado allí para recibirla.

Pero tenía que estar segura.

—¿Ben?

¿Cómo era posible que lo conociera? ¿Le habría hablado Shayne de él, le habría enseñado una foto?

—Sí, yo…

Pero entonces se detuvo y la observó con los ojos de par en par cuando, de repente, reaccionó su cerebro.

—¿Sydney?

No era necesario preguntar porque sabía perfectamente quién era aquella mujer. Sydney Elliott. Había visto su fotografía, una fotografía que le había enviado junto a una de sus largas y elocuentes cartas escritas a manos. La curiosidad era más poderosa que el sentimiento de culpabilidad. ¿Qué hacía allí después de tanto tiempo? Ben había dado por sentado que Shayne habría ido a buscarla como le había pedido, le habría explicado la situación y la habría mandado de vuelta pagándole el billete y después de disculparse en su nombre.

Antes de que pudiera reaccionar siquiera, Ben se encontró entre los cariñosos brazos de aquella mujer y, sin salir del asombro, la abrazó también, pero con torpeza.

¿Acaso había estado esperándolo todo aquel tiempo?

No, era imposible. Ni el santo Job habría tenido tanta paciencia. Tenía que haber otra explicación.

Quizá Ben había cometido un error.

—¿Quién es, Sydney? —preguntó Shayne Kerrigan a su esposa desde el salón.

Agotado después de la larga jornada en la clínica, Shayne esperó que fuera una visita y no un paciente que necesitara de su ayuda profesional.

Sydney se separó de Ben para girarse a mirar a Shayne.

—¿Tenemos un buen trozo de carne que podamos echar a la parrilla?

Amaba a su esposa con todo su corazón, pero lo cierto era que no estaba de humor. Se dirigió a la puerta con el ceño fruncido.

—¿A qué viene eso? ¿Qué…?

Shayne se detuvo en seco y miró al hombre que había junto a su mujer. Tenía la sensación de estar viendo un fantasma.

—Hola, Shayne —Ben lanzó una enorme sonrisa a su hermano aunque por dentro estaba hecho un manojo de nervios.

Ahora sabía cuáles eran las consecuencias de sus acciones. Y desde luego ya no se sentía el centro del universo. Deseaba estrecharle la mano a su hermano, pero ni siquiera pudo moverse.

Shayne se puso recto y lo miró con gesto sombrío.

—¿Qué haces aquí?

—Llamar a nuestra puerta —respondió Sydney.

Era evidente que quería conciliar los ánimos.

—Pasa —dijo entonces, invitándolo a entrar agarrándolo del brazo—. ¿Has cenado? —preguntó como si entre ambos hermanos no hubiera un pasado problemático—. Nosotros hemos terminado hace un rato, pero todavía hay…

Shayne no se había movido ni un milímetro desde que lo había reconocido.

—Vete —le ordenó en voz baja y sin apenas mover los labios.

Sydney se volvió a mirar a su marido, sorprendida ante tan bruscas palabras. Nada más conocerlo, Shayne le había parecido taciturno y frío, pero tras esa dura fachada había descubierto un alma dulce y cariñosa, un hombre siempre dispuesto a ayudar a sus vecinos y a sus pacientes, dándolo todo sin esperar recibir nada a cambio.

Shayne nunca había podido expresar sus sentimientos con algo más elocuente que los monosílabos, por lo que se había encerrado en sí mismo desde muy temprana edad. Sydney había conseguido sacarlo de su cárcel interior, lo había ayudado a acercarse a esos dos niños que apenas conocían a su padre.

Durante los siete años que llevaban casados, Shayne había ido abriéndose y cada vez se sentía más a gusto consigo mismo. Aunque nadie lo habría descrito como un hombre cariñoso o extrovertido, la enorme piedad que mostraba ante los demás ya no era motivo de dudas sino de admiración.

—Es tu hermano, Shayne —le recordó Sydney frunciendo el ceño.

Shayne miró a su esposa sin tratar de ocultar su sorpresa.

—Es el hombre que te abandonó… que nos abandonó a los dos sin dejar más que una nota —cada vez estaba más furioso—. Una maldita nota, nada más durante siete años —insistió al tiempo que se acercaba a Ben—. ¿Qué ocurre, Ben? ¿Necesitas dinero? ¿Te persigue alguien? ¿Quizá alguna mujer a la que le prometiste la luna y que no está contenta de que la hayas dejado tirada como un pañuelo usado?

Se merecía todo aquello, pensó Ben. Eso y mucho más y, si Shayne le daba oportunidad de hacerlo, se lo diría. Le pediría disculpas en cuanto pudiera. La vida era demasiado corta como para dejar las cosas como estaban por más tiempo.

—No, sólo quería verte. Decirte que lo siento.

Shayne no dio señal alguna de haber escuchado aquellas palabras. Siguió mirando a su hermano con furia.

—¿Y después qué?

Ben se sentía como si estuviera al borde de un precipicio; en cualquier momento podía perder el equilibrio y caer al vacío. En todo momento había sido consciente del peligro de volver allí y aun así tenía la seguridad de que merecía la pena intentarlo.

—Eso depende de ti.

Shayne resopló y negó con la cabeza. Sabía que su hermano utilizaba sus encantos con la misma facilidad con la que otros abrían el grifo del agua, le había visto hacerlo cientos de veces; así había escapado de los castigos que merecían sus acciones desde niño.

—Muy enternecedor, Ben, pero comprenderás que no te crea.

—Shayne —susurró Sydney agarrándolo del brazo.

—Maldita sea, Sydney, éste es el hombre que te dejó plantada, el que te trató como si fueras un objeto de usar y tirar.

—El mismo hombre gracias al que soy más feliz de lo que jamás habría imaginado —añadió ella con firmeza—. Si no hubiera sido por Ben, nunca habría venido a Hades. Jamás me habría encontrado en una situación en la que no pudiera sencillamente dar media vuelta y volver a casa. De no haber sido por él, no habría conocido a nuestros hijos, ni habría disfrutado del regalo que es que formen parte de mi vida.

Antes de continuar, miró a su marido fijamente.

—De no ser por Ben, no te habría conocido —dijo Sydney con voz más suave—. No habría dado a luz a nuestra hija, ni habría podido ser tan feliz como soy ahora.

Ben comprendió de pronto lo que había sucedido. En Hades había casi el doble de hombres que de mujeres, por lo que, dada la personalidad de Shayne, nunca había creído que su hermano acabara casándose.

—¿Te casaste con mi hermano? —le preguntó a Sydney con los ojos abiertos como platos.

—En aquel momento, me pareció que era lo mejor que podía hacer —explicó con una carcajada que caldeó la habitación—. Shayne estaba completamente perdido.

En un principio, había tenido intención de quedarse sólo hasta que llegaran sus cosas, entonces les diría a los de la mudanza que volvieran a llevarlas a Seattle. Pero antes de que llegara el camión, ya había entregado su corazón al severo médico y sus dos hijos huérfanos de madre.

—Y desde luego necesitaba una mujer a su lado —añadió con un guiño.

—Habría estado perfectamente solo —aseguró Shayne, ablandándose muy a su pesar—. Después de un tiempo.

Sydney abrazó a su marido y apoyó la cabeza en su pecho.

—No existe tiempo suficiente en esta vida para olvidarme —bromeó antes de mirarlo con gesto inocente y preguntarle—: ¿Puede quedarse, Shayne? Por favor.

El enfado estaba desapareciendo. Shayne sabía que nunca podía negarle nada a Sydney, ni siquiera cuando creía que debía hacerlo.

Cuando se permitiera hacerlo, se daría cuenta de que había echado de menos a su hermano, cientos de veces se había preguntado dónde estaría. Era como una herida que no había conseguido curar. La falta de noticias suyas la había mantenido abierta.

—Sí —dijo a regañadientes sin apartar la mirada de Sydney—. Puede quedarse.

Capítulo 2

 

AHORA dime qué estás haciendo aquí realmente —exigió Shayne nada más cerrar la puerta de su despacho, adonde había llevado a Ben para alejarse del resto de la familia.

Lo miró esperando una respuesta.

Ben se sentó en el sofá de cuero marrón y miró a su alrededor. Todo seguía igual.

La habitación ligeramente abarrotada de cosas seguía teniendo el aroma a limón del producto para limpiar la madera. Apenas había cambiado desde los tiempos en que Shayne y él se habían escondido tras el enorme escritorio fingiendo que se encontraban en una fortaleza que los protegía de un misterioso enemigo. En aquella época, aquella sala con una enorme chimenea de piedra había sido el despacho de su padre y, además del aroma a limón, siempre había habido olor a tabaco de pipa.

Ben se fijó en la pared adyacente a la chimenea, completamente cubierta por una estantería de madera maciza donde, además de los libros de sus padres y los de medicina que habían añadido Shayne y él, ahora podían verse varias baldas dedicadas a la literatura infantil. Era evidente que en la vida de su hermano había un equilibrio lógico. No como en la suya.

En opinión de Ben, la última hora había transcurrido bastante bien; mucho mejor de lo que habría podido esperar al llegar a la casa.

Bien era cierto que, al principio, los dos hijos mayores habían mostrado cierta reticencia hacia él y se comportaban con la misma cautela que su padre a la hora de confiar en alguien. La pequeña sin embargo era otra historia. La niña se le había subido al regazo inmediatamente y se lo había ganado con una sola sonrisa. Cuando hubo terminado la comida que Sydney había insistido en servirle, Ben había tenido la sensación de haber sido admitido en la familia.

Por todos los miembros excepto por el hombre al que más daño había hecho.

Sentado en el sofá, Ben cruzó las piernas y buscó con extremo cuidado las palabras que debía decir. Tenía asumido que sería necesario un gran esfuerzo para conseguir que Shayne creyera que le hablaba con sinceridad y dejara de mirarlo con recelo, como si esperara que fuera a salir corriendo en cualquier momento. Era lógico, pensó Ben, estaba dispuesto a esforzarse todo lo que fuera necesario. Si Shayne quería que caminase sobre ascuas, lo haría. Se lo debía, eso y mucho más.

—Ya te lo he dicho —respondió Ben en tono amistoso—. He vuelto para pedirte que me perdones y para intentar reparar el daño que te hice —añadió mientras Shayne caminaba de un lado a otro de la habitación.

—Supongamos por un momento que te creyera —no había nada en su voz que indicara si eso era posible o no—. ¿Qué harías para conseguir enmendar tus errores? —añadió mirándolo fijamente.

Ben se enfrentó a sus ojos sin titubear.

—Me quedaría aquí y trabajaría contigo en la clínica como tú habías planeado en un principio.

Aquellas palabras despertaron algo dentro de él, quizá el espíritu de ese hombre idealista que se había permitido ser en otro tiempo. Después se había dado cuenta de cómo eran las cosas en realidad. Claro que cuando Sydney había llegado a su vida, le había sorprendido comprobar que la vida aún tenía mucho que ofrecerle. Pero ahora no se trataba de él, sino de Ben. Y Ben siempre había sido un irresponsable y no iba a dejar que lo embaucara tan fácilmente.

—¿Cuándo fue la última vez que practicaste la medicina? —le preguntó.

En el rostro de su hermano pequeño apareció una sonrisa.

—No necesito practicar, ya soy un maestro —al ver la exasperación con que lo miraba Shayne, Ben levantó las manos a modo de disculpa—. Lo siento. No he podido resistirme, siempre me ha gustado esa broma.

La mirada de Shayne se ensombreció aún más.

—La medicina no es ninguna broma, Ben. Y menos aquí.

—No, claro que no —aseguró Ben con gesto circunspecto—. Tienes toda la razón. Volviendo a tu pregunta, la semana pasada, ésa fue la última vez. El miércoles pasado.

Shayne esperaba alguna otra broma, pero al ver que no llegaba, fue él el que la hizo:

—Jugando a los médicos con alguna mujer…

—No habría estado mal —admitió Ben, sonriente—. Pero no, no era ningún juego, Shay —aseguró entonces—. He estado trabajando en una clínica en Seattle, mi especialidad era la pediatría —prefirió no decirle que con ello había ganado mucho dinero o que, volviendo a Hades, había renunciado a unos ingresos anuales de casi medio millón de dólares. A Shayne no le impresionaban ese tipo de cosas, lo importante para él era curar a la gente, nada más—. Éramos cuatro socios —continuó explicando—. Andrew Bell es especialista en ortopedia, Will Jeffries es internista y Josiah Witwer cardiólogo.

—Y tú especialidad es la pediatría —repitió Shayne.

Ben no sabía si sentía el menor interés o sólo se limitaba a repasar lo que había oído. Lo que sí sabía era que había echado mucho de menos a su hermano mayor, mucho más de lo que habría creído. Había olvidado lo bien que le hacía sentir recibir su aprobación, algo que volvía a necesitar.

—Sí —respondió Ben—. También nos sustituíamos los unos a los otros si era necesario, pero la mayoría del tiempo, nos limitábamos a nuestra especialidad.

Shayne asintió, con expresión estoica.

—Supongo que te pagarían bien.

No tenía por qué negarlo.

—Muy bien. Pero eso no es lo importante, Shay. Necesito encontrar mi lugar.

Nadie mejor que Shayne sabía lo persuasivo que podía llegar a ser Ben. Esas mismas dotes de persuasión lo habían ayudado a librarse de innumerables y merecidos castigos. Tenía una labia envidiable, pero eso no era lo que necesitaba la clínica en aquel momento.