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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Scarlet Wilson

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una inglesa en Nueva York, n.º 2590 - marzo 2016

Título original: English Girl in New York

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7676-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

EL METRO entró en la estación con su traqueteo habitual. Las puertas se abrieron y Carrie sintió que las masas la hacían moverse sobre el andén. Ni siquiera podía levantar la vista y tampoco podía abandonar la posición contraída que mantenía dentro de su fino abrigo. En Internet le había parecido otra cosa.

Resistió la tentación de apretarse contra la persona que tenía delante a medida que el vagón se llenaba, mucho más de lo habitual ese día. Casi todos los trenes de la ciudad habían parado después de la fuerte nevada. Las calles, grises y abarrotadas de gente, se habían vuelto blancas en cuestión de unas horas, y apenas se discernían algunas figuras en la blancura.

Había sido una tormenta de nieve totalmente inesperada. Eso habían dicho.

En Octubre.

En mitad de Nueva York.

Solo unos pocos reporteros tenían la suerte de quedarse en el estudio. Los demás estaban en las calles, muriéndose de frío, como Carrie. Su abrigo de invierno no llegaba hasta dos semanas después, y podía morir congelada antes de recibirlo. Sus dedos habían perdido todo el color y ya llevaban diez minutos entumecidos. Por suerte, no tenía la nariz congestionada con secreciones, porque con esas temperaturas sin duda se le hubiera helado.

–Han parado algunos autobuses –murmuró la mujer que estaba a su lado–. Voy a tener que cambiar unas tres veces para poder llegar a casa hoy.

Carrie sintió un escalofrío por la espalda.

«Por favor, que el tren llegue al final de la línea».

Esa parte del metro no era subterránea durante todo el trayecto. Algunas partes estaban al aire libre y los enormes copos de nieve no dejaban de caer a su alrededor.

Pasar un año en Nueva York le había parecido una idea formidable, casi mágica, una oportunidad para escapar de ese tiempo horrible que le había tocado vivir, una oportunidad para escapar de todos aquellos a los que conocía, de su historia y de sus demonios.

Lo único que se había llevado consigo había sido su currículum.

Incluso en medio de la negra y densa bruma en la que se había convertido su mente el año anterior, esa había sido la única estrella brillante a la que había podido aferrarse.

Debería haberlo sabido nada más entrar en el despacho del jefe, nada más ver esa mirada simpática e interesada al mismo tiempo. Se había aclarado la garganta.

–Carrie, necesitamos a alguien que vaya a Nueva York y que represente a las oficinas de Londres, para que dirija el proyecto del equipo durante el año que viene. Sé que este año ha sido muy difícil para ti, pero tú fuiste la primera persona en la que pensé para esto, pero… si es demasiado, o si no es buen momento… –su voz se había apagado momentáneamente.

La insinuación era clara. Ya había dos becarios pisándole los talones, ansiosos por pasarle por encima.

Carrie se había mordido el labio inferior.

–No. Es el momento perfecto. Un sitio nuevo es justo lo que necesito, un nuevo desafío, una oportunidad para cambiar de aires y pasar tiempo fuera.

Él había asentido con la cabeza y le había tendido la mano.

–Enhorabuena. No te preocupes por nada. El bufete dispone de un apartamento en Greenwich Village, en el distrito de Manhattan. Es una zona agradable, segura, y está muy bien comunicada. Te va a gustar.

Carrie había asentido sin más y había contenido las ganas de humedecerse los labios.

–¿Cuánto tiempo tengo antes de irme? –le había preguntado. Tenía los labios tan secos…

Él se había aclarado la garganta una vez más.

–Tres semanas –tras sus palabras esbozaría una sonrisa rápida, apresurada–. Uno de los socios se marcha por negocios a Japón. Tiene que ponerte al tanto de todo antes de marcharte.

Carrie había hecho un gran esfuerzo para no dejar ver el horror que había sentido al enterarse del tiempo que le quedaba. Procurando que su rostro no la delatara, se había puesto en pie y se había alisado la falda.

–Tres semanas está bien. Es perfectamente manejable –la voz se le había quebrado ligeramente, pero no sabía si él lo habría notado.

Su jefe se había puesto en pie.

–Perfecto, Carrie. Estoy seguro de que harás un trabajo estupendo.

El tren paró en otra estación y Carrie sintió el trasiego de cuerpos a su alrededor. Los pasajeros se pegaban los unos a los otros cada vez más para que las hordas de los andenes pudieran subir a bordo. Era como si a la ciudad entera la hubieran mandado de vuelta a casa antes de tiempo.

Carrie sintió el roce de una mano fría y una mujer le dedicó una sonrisa de cansancio.

–Han cerrado Central Park. Un árbol se cayó con el peso de la nieve. Jamás había oído algo parecido –dijo, poniendo los ojos en blanco–. Solo espero que los autobuses del colegio lleguen a casa. Algunas carreteras están cerradas porque no tienen bastantes máquinas quitanieves y la sal no llegaba hasta dentro de dos semanas –tenía la cara roja mientras hablaba–. Nunca he visto una nevada como esta, ¿y tú? Me parece que vamos a estar sepultados en la nieve durante unos cuantos días.

–No soy de por aquí. Soy de Londres. Es mi primer viaje a Nueva York.

La mujer dejó escapar un pequeño suspiro.

–Pobrecita. Bueno, bienvenida al manicomio.

Carrie guardó silencio mientras el tren salía de la estación. No parecía que ganara velocidad. Simplemente parecía arrastrarse con desgana sobre las vías. ¿Habría nieve sobre las vías, o acaso era que llevaba demasiados pasajeros, desesperados por llegar a casa antes de que la red de transportes se colapsara del todo?

«Por favor, dos paradas más».

Solo le faltaban dos paradas para llegar a casa.

Pero ¿realmente podía llamarla «casa»?

El apartamento de West Village era maravilloso. No llegaba a ser un ático, pero era parte de un caserón de piedra roja y estaba totalmente por encima de su presupuesto. West Village era un sitio perfecto. Era como un rincón apartado de Londres, lleno de tiendas exquisitas, cafeterías y restaurantes, pero seguía sin ser su casa.

Ese día, en medio de la tormenta de nieve, lo único que deseaba era regresar a casa y tomarse un plato de sopa. Quería darse un baño de espuma con velas a su alrededor, sentirse en casa en algún sitio, con las cortinas echadas, ascuas al rojo vivo en la chimenea y al abrigo de un cálido resplandor.

Cualquier cosa era calor de hogar en comparación con el eco de sus propios pasos sobre el parqué de un apartamento vacío, sobre todo sabiendo que la próxima vez que hablara con un ser humano sería al día siguiente, de camino al trabajo, cuando parara en el puesto de café que estaba al otro lado de la calle.

Carrie arrugó la nariz. A lo mejor ni siquiera llegaba a tener esa posibilidad. El cielo se estaba oscureciendo con rapidez. Tal vez la mujer que estaba a su lado tenía razón. Tal vez terminarían atrapados en la nieve. A lo mejor pasarían días antes de que pudiera hablar de nuevo con otro ser humano.

Movió el bolso en el que llevaba el portátil. Tenía trabajo de sobra para varios días. Su jefe había sido muy claro.

–Llévate suficiente trabajo y no te preocupes por venir a la oficina –le había dicho.

Si la nieve continuaba cayendo a ese ritmo, ni siquiera vería a sus compañeros de trabajo.

La gente del bloque de apartamentos la saludaba con un gesto cuando se los encontraba en el pasillo, pero jamás había mantenido una conversación con ninguno de ellos, y los saludos no eran precisamente amigables. A lo mejor estaban acostumbrados a que el apartamento fuera utilizado por gente de negocios de paso, gente que se quedaba unas semanas y luego se marchaba de nuevo.

Un escalofrío recorrió la espalda de Carrie y su mente echó a correr.

¿Tenía todo lo necesario para emergencias? ¿Habría algo en el apartamento? ¿Cómo sería estar atrapada por la nieve en Nueva York, donde no conocía a nadie?

Había conocido a mucha gente en el trabajo durante los dos meses anteriores. Incluso había llegado a salir a tomar una copa después del trabajo en alguna ocasión, pero las oficinas en las que trabajaba no eran un lugar de mucha vida social. Era un sitio donde todo iba a toda velocidad, a un ritmo frenético marcado por los plazos a cumplir. Tenía muchos compañeros de trabajo, pero no sabía si tenía algún amigo.

El tren se detuvo de repente en Fourteenth Street. La puerta se abrió.

–¡Desalojen el tren!

Carrie levantó la cabeza y todo el mundo protestó en ese momento.

–¿Qué?

–¡Ni hablar!

–¿Qué sucede?

Había un guarda junto a la puerta.

–Última parada, señores. Hay mucha nieve en las vías. Están parando todos los trenes. Desalojen los vagones.

Carrie miró el cartel. Fourteenth Street.

Solo le faltaba una parada para llegar. Bajó la vista y contempló sus botines rojos de ante. Ya podía despedirse de ellos. El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de aguanieve. No quería pensar en el aspecto que tendrían cuando llegara al apartamento.

La multitud salió al andén y se dirigió hacia el vestíbulo de la estación. Podía oír voces de pánico a su alrededor. Todos trataban de encontrar rutas alternativas para llegar a casa. Ella al menos sabía que podía ir andando desde allí, a pesar del mal estado de las calles.

El cielo se había oscurecido de repente. Gruesas nubes grises parecían colgar del firmamento y descargaban el aluvión de nieve sobre la tierra.

La nieve… Era algo tan hermoso… Un niño podía pasar horas cortando papel, tratando de hacer copos de nieve. Y después los pegaría en una cartulina azul y la colgaría en la pared de clase, o le pondría una cuerda para ponerla en el árbol de Navidad.

Pero las cosas no eran así en los cuentos. Enormes montones de nieve flanqueaban la calle. El manto blanco había cubierto todo el asfalto, deteniendo el tráfico, pero ya solo quedaba el aguanieve y el fango mezclado con hielo.

De repente, Carrie oyó un ruido de algo que se rompía a sus espaldas al otro lado de la calle. Todo el mundo comenzó a gritar.

–¡Muévanse! ¡Rápido!

A cámara lenta vio cómo un enorme bloque de nieve se deslizaba sobre el tejado de un edificio de cuatro plantas. Los que pasaban por la calle en ese momento apuraban el paso, ajenos a lo que ocurría sobre sus cabezas.

Fue como una escena de una película de acción. Carrie sintió el peso de saber lo que iba a ocurrir, sin poder hacer nada al respecto. Se le cortó la respiración. Había una mujer con un abrigo rojo, un niño pequeño, una pareja de ancianos que caminaba de la mano, unos cuantos hombres trajeados, con las solapas del abrigo subidas y hablando por el móvil sin parar.

Carrie vio un destello azul. La mujer del abrigo rojo y el niño pequeño resultaron lanzados hacia el medio de la calle vacía. La pareja de ancianos se pegó a un escapara-
te y unos cuantos gritos frenéticos alertaron a los ejecutivos.

La nieve cayó golpe, haciendo un ruido sordo al dar contra el pavimento. Una nube de polvo de nieve saltó por los aires y varias salpicaduras de fango la golpearon en la cara.

Y, entonces, durante unos segundos, no hubo más que silencio, un silencio absoluto.

Lo primero que se oyó después fue el llanto entrecortado de un niño, el pequeño que había aterrizado sobre la calzada. Unos segundos más tarde se produjo el caos. Varios viandantes fueron a socorrer a la mujer y al niño. Les ayudaron a ponerse en pie y les acompañaron a una cafetería cercana. Alguien asistió a los ancianos, que aún seguían apretados contra el escaparate, debajo de la marquesina de la tienda.

–¿Dónde está el policía?

–¿Qué le ha pasado al policía?

Un policía…

¿Acaso era el primero que se había lanzado al rescate?

De repente, Carrie reparó en las luces del coche policial, aparcado junto a la acera. Era una imagen tan común en Nueva York que ya apenas se fijaba en ellos.

Después de mucho cavar y tras proferir unas cuantas palabrotas, dos hombres emergieron del montón de nieve. Uno de ellos era el policía y el otro era uno de los ejecutivos.

Alguien empujó a Carrie por atrás, obligándola a reanudar la marcha. Sus pies comenzaron a moverse de forma automática por la resbaladiza acera. No había nada que hacer.

Con el corazón retumbando, Carrie siguió adelante. No iba a ser de gran ayuda quedándose allí. No tenía ningún conocimiento médico y la calle estaba llena de gente que corría para socorrer a los transeúntes en apuros. El policía se estaba quitando la nieve del uniforme. Parecía algo molesto.

De repente, Carrie se dio cuenta de que su rostro le resultaba ligeramente familiar, pero no era capaz de situarle en ningún contexto. Se sujetaba la muñeca de una forma extraña y miraba a su alrededor, intentando localizar a toda la gente a la que había asistido.

Un pañuelo apareció bajo la nariz de Carrie de pronto.

–Será mejor que te limpies un poco la cara –dijo otra mujer, señalando su abrigo manchado de lodo.

Carrie se volvió hacia el cristal del escaparate más cercano y entonces se llevó un buen susto. Parecía una pordiosera, llena de suciedad por todos los sitios.

–Gracias –le dijo a la mujer al tiempo que trataba de limpiarse la cara.

Su abrigo de color verde brillante había quedado inservible. La etiqueta decía Lavar en seco, pero no había tintorería en el mundo que pudiera arreglar semejante desastre. Eso estaba claro.

Miró hacia el cielo, cada vez más encapotado. Ya era hora de irse a casa, fuera su casa o no.

 

 

Daniel Cooper tosió. El skyline de Nueva York acababa de convertirse en un pesado telón de nieve gris. ¿No se suponía que la nieve era ligera? ¿Por qué se sentía como si soportara una pesada carga sobre los hombros? Un dolor agudo le subió por el brazo, pero hizo todo lo posible por ignorarlo.

«No hay dolor. No hay dolor», se repetía a sí mismo, una y otra vez.

Oyó un ruido sobre su cabeza. La gente corría. Tosió una vez más. La nieve se le estaba metiendo en la nariz. Era raro estar ahí abajo, casi irreal. No sentía que se estuviera asfixiando. La nieve no estaba acumulada en torno a su rostro, pero no podía moverse. Y a él no le gustaba sentir que las cosas estaban fuera de control. El movimiento frenético continuó a su alrededor y entonces unos cuantos brazos fuertes tiraron de él hacia arriba para sacarle de la nieve. Miró a su alrededor de inmediato para ver si la madre y el niño se encontraban bien.

Ahí estaban, al otro lado de la acera. Podía ver el abrigo rojo de la mujer. Empujarlos hacia la calle no había sido lo más sensato, pero la calle estaba cubierta por una gruesa capa de aguanieve y no había ni un coche a la vista. La gente se agolpaba alrededor de ellos, pero ambos estaban a salvo, aunque un poco asustados. La mujer levantó la vista y le miró. Sujetaba a su pequeño con un brazo, apretándole contra su cuerpo. La otra mano reposaba sobre su pecho. Parecía sorprendida, conmocionada. Acababa de ver el enorme montón de nieve sobre el que podrían haber quedado sepultados.

–Muchas gracias –sus labios dibujaron las palabras.

Daniel le sonrió. El aire se le escapó de los pulmones en una bocanada de puro alivio. La nieve que se le había pegado a la nuca se derretía por momentos y el agua le caía por la espalda.

La pareja de ancianos… ¿Dónde estaban? ¿Y por qué seguía doliéndole tanto la muñeca? Se giró. Los ancianos estaban cruzando la calle, acompañados por unos viandantes que los llevaban hacia una cafetería situada al otro lado.

«Gracias a Dios», pensó para sí.

–Chico, tu muñeca. ¿Estás herido? –un hombre con un grueso abrigo de lana estaba frente a él.

Dan bajó la vista. Miró el montón de nieve bajo el que había quedado sepultado. En medio de la nieve había algunas tejas de pizarra. Seguramente habrían caído muchas del tejado. Había tenido mucha suerte. Cualquiera podría haberle dado en la cabeza, en vez de en la muñeca.

–Ya lo miro luego –le dijo al ciudadano preocupado que tenía delante–. No es nada. Solo quiero ver si todo el mundo está bien.

El hombre frunció el entrecejo.

–Han llamado a una ambulancia para el otro chico –mi-
ró hacia la acera.

Uno de los ejecutivos estaba sentado allí, pálido y claramente mareado. Daniel también se sentía así, pero él no era de los que lo decían en alto. Trató de quitarse un poco de nieve del uniforme.

–¿Quién sabe cuánto tardará en llegar la ambulancia? Será mejor que le llevemos a la clínica que hay en Six-
teenth Street –señaló hacia el otro lado de la calle.

Otro policía acababa de llegar y se dirigía hacia él.

–¿Puedes llamar a urgencias a ver cuánto tardará la ambulancia?

El otro policía sacudió la cabeza y levantó las manos.