Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Anne Mathe
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Salvaje inocencia, n.º 1270 - mayo 2016
Título original: Savage Innocence
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2001
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8230-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Hacía un calor terrible y asfixiante en el ático. Aunque era un día de julio bastante fresquito, parecía que allí adentro todo el calor de las últimas semanas se hubiera acumulado, por lo que Isobel jadeaba un poco al organizar los baúles y las cajas de cartón, que no habían visto la luz del día durante años.
Era culpa suya, por supuesto. Podría haberse negado a hacerlo, aunque debía admitir que no se había esperado que limpiar la casa fuera una tarea tan ardua. Sentándose sobre los talones, observando la acumulación de lo que eran prácticamente trastos inservibles, intentó no ponerse nerviosa. Pero se preguntó si podría con aquella tarea.
Claro que no había nadie más que quisiera hacerlo. Ni por lo más remoto Marion se mancharía las manos subiendo allí. Además, como siempre le estaba diciendo a Isobel, el día no tenía suficientes horas para hacer todo lo que tenía que hacer. Y Malcolm no iba a agradecerle el esfuerzo, aunque fuera a emplear el escaso tiempo del que disponía en organizar la basura de su difunta madre. Lo poco que se veían el marido de su hermana y ella ya era suficiente.
Se suponía que ella, profesora en la escuela local, podía tomarse un día libre para encargarse de las consecuencias de una desgracia familiar sin ningún problema. Si tenía que ser sustituida, o si se retrasaba, era asunto suyo. Marion tenía gente a su cargo, personal, del que de ninguna manera podía prescindir para colocar las cosas de su madre.
Isobel suponía que así era. Además de tener un marido y una hija de ocho años, Emily, Marion tenía su propia empresa, una agencia de empleo. Estaba siempre ocupada entrevistando a la gente o acudiendo a «importantes» reuniones. Isobel se preguntaba a veces por qué se había molestado siquiera en casarse.
Isobel no estaba casada, lo que sabía que encantaba a Marion. Sabía poco de la vida privada de su hermana, por supuesto, pero el hecho de que ella no tuviera un novio formal le agradaba sobremanera. Su mejor amiga, Michelle Chambers, decía que era porque Marion la envidiaba. Pero por qué habría Marion de tenerle envidia a su hermana adoptada era algo que Isobel no entendía.
Isobel pensaba que Marion era básicamente infeliz. A pesar de sus afirmaciones en contra, nunca parecía disfrutar de su éxito. Sabía que su madre había visto más a Emily que la misma Marion, y la niña iba a echar muchísimo de menos a su abuela.
La señora Dorland había fallecido hacía seis semanas. Había sufrido una enfermedad terminal durante los últimos tres años, así que nadie en realidad tuvo un trauma con su muerte. Pero, a pesar de ello, Isobel se sorprendía del vacío que la pérdida de su madre había dejado en su vida. Había tanto que no le había dicho, tanto que quería decirle en ese momento.
Aunque al principio había descartado la sugerencia de Marion de que la casa debería vaciarse, sabía que tarde o temprano tendría que hacerlo. Su padre había fallecido hacía unos años, y aunque ella no estaba casada, ya no vivía en el hogar familiar, lo que significaba que en la casa de Jesmond Dene ya no vivía nadie. Pero sabía que librarse de las pertenencias de su madre sería doloroso, y había esperado a que el polvo emocional se asentara para acometer la tarea.
Ahora, sin embargo, no tenía elección. Ella misma se marcharía pronto, y Marion insistía en vender la casa mientras el mercado todavía estuviera en alza. Isobel sabía que la parte de Marion iría destinada al negocio, y deseaba poder insistir en que su hermana se lo quedara todo.
Pero el abogado había sido bastante intransigente en ese punto. La señora Dorland había estipulado claramente que sus dos hijas deberían heredar a partes iguales. Su madre nunca había hecho distinciones entre ellas, e Isobel se preguntaba a veces si esa era la razón por la que Marion siempre se había esforzado tanto por obtener la aprobación de sus padres.
Había resultado bastante fácil arreglar el tema de los muebles. Había almonedas que se encargaban sin problemas de subastarlos y, salvo uno o dos objetos personales que Isobel había elegido, el resto lo había enviado para su venta.
Hasta que Isobel no hubo abierto la trampilla del ático no se dio cuenta de la enormidad de su tarea. A no ser que estuvieran dispuestos a permitir que unos extraños husmearan entre los documentos y otros objetos de la familia, tendría que encargarse de los viejos baúles y cajas ella misma. A pesar de que todo lo que había descubierto hasta ahora se limitaba a ropas, libros y álbumes viejos, sentía, en su fuero interno, que no podía quemarlos sin más, sin haberlos visto antes. Podría haber algo de valor. En memoria de su madre, debía tomarse la molestia de mirar.
De cualquier forma, no se esperaba que hiciera tanto calor allá arriba. Y las náuseas que le habían dado problemas aquella misma mañana estaban empezando a hacerle sudar de pies a cabeza otra vez. Si no comía algo enseguida, iba a empezar a vomitar.
Cuando gateaba de vuelta a la escalera del ático que llevaba al rellano del primer piso, vio una pequeña maleta cubierta de polvo. La habían apartado y colocado bajo una viga, y dudaba mucho que la hubiera visto de no haber estado a cuatro patas. Como así era, la sacó, soltando una palabrota cuando el mango se soltó por un lado y un tornillo le arañó el dedo. Luego, colocándosela bajo el brazo, descendió al rellano.
«Lo primero es lo primero», pensó, sujetándose los rizos detrás de las orejas y bajando las escaleras hasta la planta baja. No había comida en la casa, pero se había llevado un termo de café y algunas galletas. «Gracias a Dios», pensó desmayada, metiéndose un puñado de galletas en la boca.
Las náuseas disminuyeron, tal y como esperaba, y, después de servirse una taza de café del termo, llevó la maleta a la cocina. Después, abriendo la puerta trasera, salió al sol radiante y se sentó en el banco que rodeaba el viejo manzano.
Allí solía sentarse su madre en verano, recordó con tristeza. Suspirando, apartó sus pensamientos melancólicos y se giró para mirar la maleta. Era poco más grande que un maletín, en realidad, y no podía recordar haberla visto nunca antes. Tal vez no hubiera pertenecido a sus padres, pensó. Sus abuelos habían vivido en la casa antes de que su padre y su madre se casaran, así que podía ser de ellos. En cualquier caso, no era probable que contuviera nada de importancia. El abogado se había quedado todos los documentos privados de su madre.
Al principio pensó que la maleta estaba cerrada. Sus intentos iniciales para abrir los dos pestillos fueron en vano. Pero en una incursión al cobertizo de las herramientas, descubrió un destornillador, y cuando lo usó para forzar las cerraduras, estas cedieron.
Como se esperaba, solo había documentos. Eran cartas con sello postal de Cornualles, todas de al menos veinticinco años de antigüedad. Frunció el ceño. No tenía ni idea de que sus padres conocieran a nadie que viviera en Cornualles. Al menos, ninguno de los dos se lo había comentado nunca. Y dudaba que Marion, de haberlo sabido, se hubiera callado algo así.
A menos que…
Meneó la cabeza. ¿Acaso aquellas cartas tenían algo que ver con su adopción? No sabía absolutamente nada de sus verdaderos padres. Le habían dicho que su madre biológica se había matado en un accidente de coche justo después de su nacimiento, y que, como era madre soltera y vivía sola, la asistencia se había encargado del bebé. Isobel había dado siempre por supuesto que ella también vivía en Newcastle, y que por eso los Dorland la habían adoptado. La señora Dorland siempre había querido una gran familia, pero después de que Marion naciera, había descubierto que no podía tener más hijos.
Isobel se preguntaba por qué no habría hecho más preguntas sobre su adopción. Suponía que era porque su madre siempre se ponía muy susceptible cuando se abordaba el tema. Le habían enseñado a edad muy temprana que era afortunada por pertenecer a una familia estable, y de alguna manera, preguntar quién era su madre biológica le parecía ingrato y desleal.
Lo que probablemente no tenía nada que ver con aquellas cartas, decidió, sacando la goma que las sostenía, y examinando cuidadosamente el sobre. Observó que estaba dirigido a su madre. Probablemente eran de un amigo que su madre había conocido cuando era joven.
Se sintió algo culpable al sacar una de las cartas de su sobre. Quizás debería esperar y preguntarle a Marion qué debería hacer con ellas. Pero la curiosidad, y la certeza de que Marion se había desentendido por completo de los efectos personales de su madre, la animaron a investigar algo más. Después de todo, solo su imaginación les estaba dando una importancia que probablemente no merecían.
Leyó primero la dirección que encabezaba la carta: Tregarth Hall, Polgarron. «Impresionante», pensó con una mueca. Incluso aunque la carta era vieja, todavía se apreciaba la calidad del papel. Entonces se dio cuenta de que comenzaba con «Querida Iris», que era el nombre de su madre, en lugar de «Señora Dorland». Su inquietud disminuyó, y miró el final de la página. La firma era de Robert Dorland. Hizo un gesto de sorpresa. Eran obviamente de algún pariente de su padre.
Preguntándose por qué aquella conclusión no disipaba su interés, volvió al principio. Querida Iris, leyó de nuevo, y continuó. Todos los arreglos ya están listos. Matty te llevará al bebé el ocho de agosto.
¿El bebé? ¿Matty?
La garganta de Isobel se secó, pero se obligó a seguir leyendo.
Sé que consideras mis acciones censurables, pero no habría forma de que me quedara con ella aunque quisiera, que no es el caso.
Isobel se quedó sin aliento, pero tenía que continuar.
Confío en que George, su padre, reconoció Isobel tensamente, aprenderá a vivir con ello. Siempre fue un demonio santurrón, incluso en su juventud, y, de no haber sido por tu intervención, estoy seguro de que el bebé no habría encontrado su favor. Aun así, ¿quién soy yo para juzgarlo? Como diría George, tengo que ser responsable de mis actos. Nunca pudo perdonar las debilidades de nadie. Que es por lo que, imagino, mi padre me dejó Tregarth a mí y no a él. Dudo que volvamos a saber el uno del otro, querida Iris. Gracias. Mis mejores deseos.
Isobel soltó dolorosamente el aire de sus pulmones, y las náuseas que había controlado hacía tan solo algunos minutos le sobrevinieron de nuevo. Esa vez no pudo librarse. Apenas pudo llegar al lavabo de la planta de abajo antes de ponerse malísima, y pasaron varios minutos antes de poder ponerse en pie de nuevo.
Estaba helada. Mientras que antes, en el ático, había estado sudando, en aquellos momentos tenía la piel de gallina. Buscó la chaqueta que había colgado de la barandilla, y se la puso, rodeándose con los brazos. Pero el frío que sentía era tan psicológico como físico, y pasó algo de tiempo hasta que pudo volver al banco.
Cuando lo hizo, se encontró el montón de cartas desparramadas por el suelo. Se le habían caído del regazo cuando había salido corriendo hacia la casa, y, aunque sintió la tentación de arrojarlas todas a la basura, se obligó a recogerlas. Mirando la fecha de los sellos de los sobres, descubrió que la carta que había estado leyendo había sido la última que había llegado. Probablemente se guardaron una encima de la otra, al revés, y por eso había llegado a leer la última carta primero.
Y aquella carta tenía fecha de agosto de 1975, tan solo algunas semanas después de su nacimiento. Según su partida de nacimiento, ella había nacido el doce de julio de 1975. ¿Significaba eso que… ese hombre, fuera quien fuese, era su verdadero padre? ¿Que había dejado a una pobre chica embarazada y después se negó a asumir cualquier responsabilidad hacia ella? Aunque George Dorland siempre había afirmado que no tenía familiares, parecía evidente que Robert Dorland era su hermano. Su hermano menor, por lo visto. Y en lugar de haber vivido su infancia y juventud en East Anglia, como les había dicho a sus hijas, realmente había nacido en Cornualles.
Isobel tragó saliva, dándoles vueltas a las cartas con las manos. Lo último que quería hacer en aquel momento era leerlas, pero aun así tenía que saber cómo y por qué sus propios padres no se habían ocupado de ella.
A juzgar por el tono de la carta que acababa de leer, podía adivinar al menos parte de lo que había ocurrido. Si algo de lo que le habían dicho los Dorland era verdad, entonces su madre había muerto. Pero si hubiera vivido en Newcastle, siendo madre soltera, ¿cómo es que Robert Dorland se había visto envuelto en un lío con un bebé? ¿Y quién demonios era Matty? Isobel sabía, por lo que le habían contado, que el nombre de su madre había sido Frances Parry.
Tomó, con algo de aprensión, la carta con la fecha más temprana y sacó las dos hojas de papel del sobre. La dirección era la misma: Tregarth Hall, Polgarron. Y eso confirmaba dos cosas, la identidad de Robert Dorland y el hecho de que la señora Dorland lo hubiera conocido personalmente.
Querida Iris, te escribo a ti y no a ese estirado de hermano que tengo porque espero que lo que tengo que decirte te conmueva. Hace diez meses, hice algo absolutamente egoísta y estúpido. Traicioné a Justine al tener una breve aventura con una joven que conocí en Londres, cuando visitaba a mi abogado. Créeme cuando te digo que lo he lamentado desde entonces, y que no tenía ninguna intención de tener nada más con la mujer en cuestión. Desgraciadamente, las circunstancias se han puesto en mi contra, y ahora descubro que surgió un niño de aquella unión sin escrúpulos. ¿Cómo lo sé?, preguntas. Porque la madre del niño acaba de morir, dejando una criatura a mi cuidado. No literalmente, por supuesto. Al menos, aún no. En este momento, ella recibe el cuidado de los Servicios Sociales de Southwark, pero han contactado conmigo, como padre de la niña, y me temo que el que Justine lo descubra es solo una cuestión de tiempo. Ya sabes que siempre la angustió mucho no poder tener hijos, y no hay forma de confesarle la verdad. He pensado en negar todo conocimiento de la mujer, pero ¿quién sabe si no habrá dejado otros indicios que me incriminen? No. Es obvio que tengo que encontrar un hogar alternativo para la niña, y, sabiendo cuánto queríais George y tú una gran familia, espero que estéis de acuerdo en adoptar a vuestra sobrina. Sí. A pesar de todo, sé que es mi hija. La he visto, y aunque sus rasgos son más morenos que los míos, el parecido existe. Naturalmente, Justine no debe saber nada de esto. Tu decisión tendría que tener otra explicación, pero estoy seguro de que encontraremos alguna. ¿Qué opinas? ¿Harás esto por mí? ¿Por Justine? ¿Por una niña inocente? Te ruego que no me dejes en la estacada.
Robert.
Isobel temblaba como una hoja cuando acabó de leer la carta. Pensar que, durante todos aquellos años, cuando creía que no tenía familiares, tenía una tía, un tío, una prima… ¡y un padre! No podía creerlo. No quería creerlo. De alguna manera, aquello hacía que su vida hasta entonces fuera una broma.
¿Por qué nadie se lo había dicho nunca? ¿Por qué dejar aquellas cartas para que las leyera cuando durante más de veinticinco años se le había ocultado la verdad? ¿No tenían sus sentimientos la misma importancia que los de Justine? En cuanto fue lo suficientemente mayor como para entender lo que había ocurrido, deberían haberle dicho la verdad.
Metiendo la carta de nuevo en el sobre, fue por la segunda, y la tercera, ojeándolas con dedos temblorosos. Había quince cartas en total, y, a pesar de ser reacia a continuar, sabía que tenía que leerlas todas. Fuera como fuera, tenía que asumir lo que había averiguado, y la única manera de hacerlo era intentar comprender por qué había pasado.
Pero el tono de las cartas cambió después de la primera. Enseguida se hizo evidente que eso fue porque la petición de Robert Dorland no contó con una aprobación unánime. Al parecer, George Dorland había rehusado al principio implicarse en los problemas de su hermano, y, a juzgar por la respuesta que su reacción había provocado, los dos hermanos no se apreciaban mucho.
Poco a poco, sin embargo, quizás por mediación de Iris, Isobel no lo sabría nunca, se había alcanzado un acuerdo. Por muy en contra que hubiera estado su marido, la voluntad de Iris se había impuesto, y finalmente había accedido a adoptar a la niña.
A ella, pensó Isobel con incredulidad. Ella era la niña por la que se habían peleado, y, en última instancia, ella había sido la beneficiada. ¿Pero a qué precio? George Dorland había conseguido un acuerdo ventajoso, y su beneplácito supuso condiciones severas.
La primera fue no ver nunca a su hermano. No habría visitas familiares; Robert Dorland no tendría ninguna oportunidad de sentir orgullo por la niña que había estado dispuesto a entregar.
La segunda fue que la propia Isobel no debería conocer nunca la verdad, lo cual explicaba su ignorancia. La acritud que ya sentían los dos hermanos entre sí se había fortalecido con la adopción, y por eso evidentemente George Dorland había negado siempre cualquier conexión con su pasado. Y por eso nunca le habían contado a ella que había nacido en Londres, y no en el norte de Inglaterra.
Gotas de lluvia empezaban a caer sobre las rodillas de Isobel cuando volvió a poner bruscamente la goma alrededor del paquete de cartas. Colocándolas de nuevo en la maleta, la cerró y se levantó. Resultaba extraño que se sintiera por completo distinta a la mujer que había sido antes de abrir la maleta. «La caja de Pandora», pensó dolida, entrando de nuevo en casa. Debería haber quemado las cartas sin leerlas, tal y como le instó su voz interior.
Frunció el ceño. Se preguntó si Marion sabía algo de todo aquello. ¿Recordaba a su tía y a su tío, por ejemplo? Estaba segura de que en ese caso los habría mencionado. Y cuando su padre murió, y su madre, ¿había informado alguien a Robert Dorland? Suponiendo que todavía estuviera vivo, claro. Siendo el hermano menor, era razonable suponer que así era.
Pasó la mano, en un gesto protector, por el pequeño abultamiento de su vientre. Desde que se enteró de su estado, había estado pensando en que la historia se repetía siempre. «De tal palo, tal astilla», pensó, sin conocer aún todos los detalles. En aquellos momentos, las comparaciones entre ellas resultaban aún más pertinentes. Excepto por… Inspiró profundamente. No tenía la intención de poner el nombre de Jared en la partida de nacimiento.
El sonido de la puerta de entrada abriéndose hizo que se girara con un sobresalto.
No se dio cuenta de que no había echado el cerrojo, pero entonces recordó que no había pretendido quedarse tanto tiempo. Y así habría sido, si no hubiera abierto la trampilla del desván, percatándose de la cantidad de trabajo que faltaba por hacer. Como el resto de las habitaciones estaban vacías, había pensado que sería tan solo cuestión de ordenar.
Qué equivocación.
–¿Belle?
La atractiva voz masculina le resultó dolorosamente familiar, y, a pesar de todas las advertencias que se había dado a sí misma en las últimas semanas, su corazón se aceleró automáticamente al oír su voz. La conocía tan bien; conocía cada tono, cada matiz, cada entonación sensual. Tan bien que tenía que marcharse, pensó, aunque la idea le doliera. No habría manera de evitarlo si continuaba viviendo en el apartamento. O en la zona, reconoció sarcásticamente, aun cuando en aquellos momentos un futuro sin él le pareciera negro como la boca de un lobo.
–Estoy aquí –dijo ella, dejando la chaqueta sobre la encimera y saliendo de la cocina mientras Jared Kendall se acercaba tranquilamente por el pasillo de entrada. Se obligó a mostrarle una sonrisa distante, a pesar de que deseaba desesperadamente huir de la tentación que representaba. Pero tenía que convencerlo de que su relación había acabado, y solo mostrando un desinterés total podría esperar despertar una respuesta similar.
Pero, por Dios, le resultaba difícil, muy difícil, ocultar que sus sentimientos no habían cambiado. Solo con mirarlo, recordando lo que habían compartido, sentía que sus huesos se derretían. No quería que le importara, pero le importaba. Y era aquello lo que hizo que su presencia la molestara.
Después de la discusión que habían tenido hacía dos noches, la discusión que ella había planeado, había estado segura de que pasarían varios días antes de que él intentara verla de nuevo. Si alguna vez lo hacía, reconoció con honestidad. Había un límite para lo que un hombre, cualquier hombre, podía aguantar.
Y aun así, allí estaba él, caminando hacia ella con pasos ágiles. Alto, moreno; si no fuera por las gafas de montura metálica sobre su nariz, sería la fantasía de toda mujer, y aun las gafas contribuían a aumentar su atractivo.
Aunque en su favor había que decir que a él le hubiera disgustado pensar que daba esa imagen. Anchos hombros, caderas esbeltas, músculos que se movían poderosamente debajo de una piel bronceada. Tenía una dureza que no provenía tan solo de haber trabajado buena parte de su vida al aire libre. Y no era guapo, admitió. Sus rasgos eran demasiado fuertes como para encajar en esa imagen, pero una de las primeras cosas que la habían atraído de él fue su total falta de vanidad.
No era momento, sin embargo, de estar haciendo lista de todas sus cualidades, se impacientó.
–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó, cruzando los brazos inconscientemente, en una postura defensiva, y Jared alzó una ceja, sarcástico.
–Adivina –dijo secamente, deteniéndose y mirándola con una ligera resignación–. Si partes de la premisa de que quería verte, puede que te acerques.
–No te rías de mí.
–De acuerdo.
Jared se metió las manos en los bolsillos de su cazadora.
–¿Qué tal si digo que lo siento?
–¿Que lo sientes? –inquirió, desprevenida–. ¿Qué es lo que sientes?
Jared exhaló un suspiro.
–¿Cómo demonios voy a saberlo? –exclamó, revelando que no estaba tan controlado como quería aparentar–. Cualquier cosa, todo; lo que sea que haya hecho para que estés así.
–¿Así? –Isobel se aferró a las palabras–. ¿Así cómo? ¿Cómo estoy?
–¡Oh, vamos! –Jared se giró a un lado y apoyó los hombros en la pared–. Ya sabes lo que quiero decir. No me insultes fingiendo que no sabes de lo que estoy hablando.
–No lo sé.
–De acuerdo, muy bien –volvió la cabeza y la miró con desdén–. ¿Y por qué estamos discutiendo ahora? Contesta.
Isobel temblaba por dentro, pero tenía que continuar.
–No puedo evitar que no te gusten las cosas que digo –declaró, distante–. Solo porque tú no admitas que nuestra relación puede estar aburriéndome…
–¡Eso no es verdad! –se separó de la pared, irguiéndose, enfadado–. Puede que nuestra relación sea muchas cosas, y no todas ellas buenas, de acuerdo, ¡pero nunca ha sido aburrida!
–Eso es lo que dices tú.
–Eso es lo que yo sé –la corrigió con aspereza. La miró fijamente, enfadado, sus ojos oscuros ardiendo como brasas tras las lentes–. ¿De qué se trata, Belle? ¿Qué está pasando? ¿Quién ha estado metiéndose contigo, por amor de Dios? ¿Es tu hermana? ¿Ha dicho algo que te afectara?
–¿Por qué piensas que necesito que alguien me dé coraje? –Isobel consiguió darle a su voz el tono justo de desprecio–. Solo porque tú no puedas aceptarlo, no quiere decir que no sea así.
Jared se quitó bruscamente las gafas y se frotó el puente de la nariz con el pulgar y el índice. Luego, haciendo una larga inspiración, se calmó.
–Así que, ¿qué es lo que estás diciendo? ¿Que crees que no deberíamos vernos más?
Isobel se sintió como si sus entrañas se desgarraran.
–Mmm, bueno, sí –dijo tensamente–. Creo que es lo mejor para… para los dos. Nuestra relación no conduce a nada. Y… y no estoy dispuesta a pasarme el resto de la vida esperando a algo que puede que no ocurra nunca.