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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Marie Rydzynski-Ferrarella

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Traicionados, n.º 1296 - junio 2016

Título original: A Bachelor and a Baby

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8244-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Rick Masters no era aficionado a salir a pasear en coche y menos a esas horas, ya bien entrado el atardecer.

Y no porque no tuviera nada que hacer. Le esperaba un montón de informes para ser examinados, documentos que necesitaban su firma y cientos de personas a la espera de reorganizar sus vidas. Todo dependía de su decisión de dar el visto bueno al traslado de la actual sede social de Masters Enterprises.

No era el momento de conducir sin rumbo fijo por las calles desiertas.

Bueno, tampoco conducía sin rumbo fijo.

Durante largo tiempo siempre había tenido un propósito. Y a pesar de lo que intentara decirse a sí mismo, sabía exactamente dónde iba. Finalmente se había rendido y hacía una hora había buscado su nombre en la guía telefónica.

Todavía vivía allí. En la vieja casa. La casa con la que todavía soñaba en noches perfumadas cuando su mente no le daba tregua.

Como esa noche precisamente.

Tal vez era un error volver. Tal vez ése era el único desafío al que tendría que haber dado la espalda.

Sin embargo, ya era demasiado tarde.

Por lo demás, dejar una pregunta sin respuesta era algo muy parecido a una derrota. Desde que aprendió a andar siempre había sido demasiado competitivo para permitir que algo así sucediera.

Había pasado un semáforo demasiado rápido y miró por el espejo retrovisor. No lo seguía ningún vehículo con parpadeantes luces rojas y azules sobre el techo.

Se dijo a sí mismo que debía tener más cuidado. No tenía sentido dejarse dominar por emociones que le impedían ser prudente.

Emociones que una vez lo llevaron a un estado de vulnerabilidad.

Le parecía que eso había sucedido hacía un millón de años.

Le parecía que sólo había sido ayer.

Rick contempló las apacibles y silenciosas calles donde había crecido. Le parecía extraño volver a recorrerlas. Y aún más extraño sabiendo que ella todavía vivía allí, en Bedford. Cuando se marchó deliberadamente nunca preguntó por ella. Nunca cedió a la curiosidad de saber qué había sido de ella. Le bastaba con saber que su vida estaba muy lejos de la suya.

Se suponía que ojos que no ven, corazón que no siente.

Pensó que en esos momentos lo único que parecía estar fuera de su sano juicio era él mismo. Una irónica sonrisa burlona curvó su boca amplia al tiempo que giraba en la siguiente esquina. Había una calle peatonal con muchas tiendas. Todavía recordaba cuando era sólo un paseo con una arboleda en tonos anaranjados.

Bedford había crecido mucho en los últimos ocho años. ¿Por qué no? Él también lo había hecho.

Y sin embargo, ¿era así? Una parte de sí mismo no se veía como el exitoso vicepresidente de la Masters Enterprises. Parte de él todavía se sentía un muchacho locamente enamorado de la persona equivocada. Excepto que en aquel momento él no pensaba que era la persona inadecuada.

Pero había aprendido.

Había aprendido muchas cosas. Principalmente a tomar el timón de la empresa de su padre. Había llegado a su actual posición por méritos propios. No por ser el hijo del jefe. Si se hubiera dedicado a gandulear no habría sido capaz de hacerse cargo de las operaciones tras el infarto de su padre el pasado octubre. En los últimos seis meses, la transición de la dirección de la compañía de padre a hijo había sido increíblemente fácil. ¿Y por qué no? En esos tiempos todo lo que hacía era dedicarse en cuerpo y alma a los negocios. No existía nada más para él. Nada más, después de haber sido traicionado por la única persona en el mundo que él pensaba que sería incapaz de hacerlo.

Y le sirvió de lección por haber seguido los dictados del corazón en lugar de los de la razón. Por primera y última vez. Y no era que no se lo hubieran advertido. Sus padres le habían dicho que alguien de su posición tenía que tener cuidado con las amistades que elegía, con las mujeres que le interesaban.

Bueno, ya había aprendido. Las lecciones que se pagan caras en la vida son las que no se olvidan.

Por tanto, ¿qué hacía conduciendo hacia la zona donde ella vivía, a través de calles serpenteantes para llegar a su casa?

Realmente no lo sabía.

Y no se volvió.

Torturarse a sí mismo no formaba parte de su temperamento filosófico. Las cosas sucedían. Había que sobreponerse y continuar adelante. Y él lo había hecho. Se había movido a través del país a Atlanta, Georgia, el lugar que hasta hacía un mes había sido la sede de la compañía de su padre. Georgia, de donde su abuelo era originario. Sin embargo, durante el último año habían surgido ciertas circunstancias económicas que hicieron que la empresa no fuera tan productiva como antaño. Casi enteramente recobrado de su infarto, Howard Masters quiso trasladar las oficinas centrales de su compañía a California del Sur para estar más cerca de las operaciones de la empresa. Los beneficios fiscales no fueron el motivo del traslado. Sólo se trataba del control de la empresa.

Howard Masters todavía deseaba ejercer el control sobre la compañía que su abuelo había creado en un granero. Rick no podía fallarle. Ejercer y mantener el control eran factores que de alguna manera se relacionaban con el hecho de alargar la vida de una persona. Y Rick lo comprendió.

Aunque al principio se había resistido al traslado. Pero luego se había desafiado a combatir sus demonios. Después de todo, hacía mucho tiempo que había estado enamorado de Joanna. En la actualidad era lo suficientemente inteligente para saber que una vida no se cimentaba en el amor.

Y si le quedaba alguna duda, no había más que ver a sus propios padres. Dos personas de mucho renombre en el mundo social que aparecían perfectamente unidas en la prensa y en las fotografías, excepto en la vida real.

El amor, ese salvaje y misterioso sentimiento que una vez había creído que gobernaba su corazón, era sólo material de inspiración para canciones románticas. No tenía cabida en el mundo real y él formaba parte de ese mundo.

Lo que hiciera o dejara de hacer afectaba a miles de personas. Y eso era una pesada carga.

Debería volverse. Era tarde y tenía cosas que hacer.

La noche de abril era clara, vivificante, inusitadamente cálida, incluso para el sur de California. Había bajado las ventanillas de su Mustang 64 clásico. Su padre había insistido en que utilizara un coche más apropiado a su actual condición, así que conducía un Mercedes en las horas de trabajo; pero se había negado a dejar su Mustang. Le gustaba el coche. Aunque hubiera sido el que conducía la noche que había deseado fugarse con Joanna. Incluso habían hecho el amor en el vehículo.

O quizá le gustaba por eso.

Rick movió la cabeza de un lado a otro mientras avanzaba por un dédalo de calles empinadas. Las casas estaban todas alineadas a un lado de la calle, y las fachadas daban a espacios con cuidada vegetación que ocultaban la parte posterior de las otras casas situadas más arriba.

Una manzana más y pasaría frente a la casa de ella.

«Estúpida idea», se reprochó. Tenía que volver a casa. Esos contratos no se iban a examinar a sí mismos y él se preciaba de ser un ejecutivo muy práctico.

Rick se miró las manos. Aún podía recordar sus manos sobre la carne cálida y flexible; recordaba cómo se sintió al tenderla en la fresca hierba de primavera y hacer el amor con ella en el prado detrás de la casa de verano de sus padres. Allí sólo estaban los dos. Los dos contra el mundo.

Hasta que descubrió cómo era ella realmente.

Rick frunció la nariz. Un olor acre se esparcía en el aire.

Probablemente era alguien que había encendido la chimenea. A algunas personas no les importaba que hiciera calor. Recién había comenzado la primavera y un buen fuego en la chimenea era romántico.

Su mente volvió a retroceder, a recordar.

No debió haber llegado hasta allí. Contrariado consigo mismo, Rick miró a su alrededor para ver dónde podía girar y volverse por el mismo camino.

El olor a humo no se dispersaba. Más bien se intensificaba a cada segundo.

Rick no supo qué lo hizo seguir adelante en lugar de marcharse.

Como si estuviera hipnotizado, presionó el acelerador hacia el lugar de donde provenía el olor.

Y entonces lo vio.

El cielo estaba cubierto por una negra humareda.

 

 

Joanna sintió que se rebelaba.

El sueño volvía a poseerla. Un sueño donde todo estaba oscuro. El sueño que la había hecho correr en bata a través de un campo abierto envuelto en una húmeda niebla.

Todo se ocultaba ante sus ojos. Todo oculto y amenazante.

Pero esa vez no era niebla, era humo lo que le envolvía las piernas y se arrastraba furtivamente a lo largo de su cuerpo.

Tampoco importaba que fuera humo; el efecto era el mismo.

Estaba perdida, muy perdida. Y entonces empezó a correr más rápido, buscando desesperadamente una salida. Buscando a alguien que la ayudara.

No había nadie.

Estaba sola.

Cada vez que creía percibir una figura, una persona, esa desaparecía cuando ella corría a su encuentro. Y el vacío resultante se burlaba de ella.

Era un sueño, sólo un sueño, se decía una y otra vez mientras corría. El corazón se le retorcía de dolor en su soledad.

Se encontraría bien con sólo abrir los ojos. Simplemente retornar al mundo real. Una y otra vez se decía que tenía que despertar.

Con un esfuerzo sobrehumano, se obligó a abrirlos.

Y entonces sintió que le escocían.

Joanna se despertó ahogada. Los pulmones empezaron a dolerle. ¿Es que la pesadilla había cobrado otra dimensión? Aturdida, se sentó en la cama. El abultado vientre le impidió hacerlo con facilidad. Sintió como si hubiera estado embarazada desde el principio de los tiempos en lugar de casi nueve meses.

«Es por tu culpa. Tú pediste esto».

En ese momento los ojos le lagrimeaban. Y no era parte del sueño. Olía el humo, sentía calor a pesar de haber apagado la calefacción antes de irse a la cama, hacía más de una hora.

Y entonces se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Su casa estaba en llamas.

Perpleja, con el corazón martilléandole en el pecho, saltó de la cama y recogió la bata. Apenas se dio cuenta de su lucha por hacer pasar los brazos por las mangas.

Descalza, Joanna salió del dormitorio y corrió al pasillo sólo para ver que la sala de estar estaba llena de humo. Una línea de fuego se alzaba frente a ella. En ese momento el fuego se apoderaba del marco de la puerta impidiéndole escapar.

El fuego crepitaba a su alrededor.

Algo se desplomó ante ella y casi la alcanzó. Retrocediendo, Joanna gritó al tiempo que las llamas se alargaban hasta el borde de la bata quemando el dobladillo. Frenéticamente se despojó de la prenda antes de que las llamas alcanzaran su cuerpo.

 

 

Conduciendo rápidamente, Rick tomó la próxima esquina con tal velocidad que el Mustang casi se volcó. Luego sacó el teléfono móvil de un bolsillo y marcó con el pulgar el 911.

Apenas atendieron dio la dirección donde se encontraba.

–Dos casas están ardiendo. Una casi ha desaparecido –informó.

Cuando la mujer le pedía que repitiera el mensaje, oyó un grito proveniente de la casa de Joanna. Antes de precipitarse fuera del coche, Rick tiró el móvil que cayó en el asiento del acompañante. Apenas recordaba haber apagado el motor.

El grito retumbaba en su cerebro.

De alguna manera supo que no era la madre, ni una inquilina, ni un engaño de su imaginación.

El grito era de Joanna.

Ella estaba allí, en ese infierno. Y él tenía que rescatarla.

Las llamas envolvían la última casa de la esquina, junto a la de Joanna. Parecía que el incendio había comenzado allí y se había extendido hasta la casa de ella.

Hasta donde podía ver mientras corría hacia la vivienda sólo ardía la parte trasera.

Rick recordó que allí se encontraban los dormitorios. Y ella estaba en uno de ellos.

Precipitándose a la entrada delantera, intentó girar el pomo de la puerta. Estaba cerrado con llave y no había manera de hacerlo saltar.

Tras quitarse la chaqueta, Rick se la enrolló en un brazo y golpeó la ventana delantera con todas sus fuerzas. El cristal se rompió desplomándose en grandes pedazos. Rick retrocedió con rapidez y luego entró en la casa.

Sólo se detuvo un segundo para abrir la puerta delantera y dejarla abierta. Una salida al mundo exterior.

Presentía que la iba a necesitar para escapar de allí. Dentro de la casa el infierno se hacía cada vez más grande.

–¡Joanna! –gritó haciendo bocina con las manos–. Joanna, ¿dónde estás? –volvió a gritar.

 

 

Las llamas la habían dejado paralizada mientras su mente buscaba frenéticamente otras salidas para escapar de ahí al tiempo que intentaba asimilar lo que sucedía.

¿Estaba soñando?

Tenía que ser así. ¿De qué otro modo podría oír la voz de Rick que la llamaba? Rick se había marchado. Hacía ocho años que se había ido.

Sin una palabra para ella.

Tal vez ya estaba muerta. Tal vez el humo la había asfixiado y estaba sumida en alguna clase de experiencia extracorpórea.

Un bombero. Tenía que ser un bombero. Y había pensado que su voz sonaba como la de Rick.

–¡Aquí! –llamó–. ¡Estoy aquí! –volvió a gritar con la voz ronca por el humo, luchando por respirar–. En el dormitorio de atrás –gritó. Los ojos le escocían y ya no podía dar con la salida–. ¡No puedo salir! ¡Ayúdenme!

Como un gigante el fuego gruñía, gemía y se enmarañaba por doquier engañando los ojos y oídos de Rick. Estaba seguro de haberla oído, haber oído su voz ahogada pidiendo ayuda. En ese momento las llamas ya se apoderaban del fondo de la casa.

A pesar del calor, la sangre se le heló en las venas.

«Maldita sea, piensa».

Entonces le cruzó una idea por la mente. Corriendo hacia la cocina pasó por el comedor y se detuvo un segundo para arrancar de un tirón el mantel de la mesa. Luego lo mojó en el fregadero y se abalanzó a la parte trasera de la casa.

Hacia el sonido de la voz de Joanna.

Había cortinas ardiendo por todas partes. Casi no podía ver lo que había delante de sus ojos.

–¿Joanna? Joanna, ¿dónde estás?

–¡Aquí, estoy aquí! –gritó ella.

Joanna no pudo salir por la puerta y cuando corrió a la ventana encontró el camino bloqueado también. No había forma de llegar hasta la ventana. La alfombra bajo sus pies estaba ardiendo.

Y entonces, de pronto algo rodó por el suelo atravesando las llamas. Mientras ella miraba, la figura cobró forma y se levantó convertida en un hombre.

La habitación empezó a girar. En un instante pensó que veía a Rick Masters con la cabeza envuelta en el mantel acercándose a ella.

A continuación se vio envuelta en el mantel. Él lo apretaba contra su cara, sobre la boca. Estaba mojado. Joanna intentó tomar aire y sólo sintió que el humo le llenaba los pulmones.

–¡Salgamos de aquí!

La voz imperativa, tan parecida a la de Rick, repercutió en su cerebro. Iba a morir en los brazos de un extraño y recordando a Rick.

Los brazos del hombre rodeaban su cuerpo mientras la urgía a cruzar lo que le pareció una muralla de fuego.

Joanna intentó decir que no podría hacerlo, pero las palabras nunca afloraron a sus labios. El hombre parecido a Rick la empujaba a través de las llamas.

Sintió que trastabillaba. Que caía.

A continuación, nuevamente sintió que los brazos del hombre la estrechaban y luego se vio en el aire. Él la llevaba en brazos a través del infierno.

En todas partes hacía un calor insoportable. Podía sentirlo y hasta oírlo. Y había dolor. Un dolor que no provenía del exterior sino desde dentro de sí misma.

Algo la estaba partiendo en dos.

Joanna se mordió el labio, pero de todos modos el grito salió de su boca. Un grito que le estremeció el cuerpo y se expandió hacia el centro, hacia la fuente del dolor, que no cesaba.

Y entonces, repentinamente el calor desapareció.

La estaban bajando al suelo.

Césped, había césped bajo su cuerpo.