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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Anne Mather

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Furia y deseo, n.º 2491 - septiembre 2016

Título original: Morelli’s Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8642-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

LUKE reparó en ella nada más entrar en la vinatería.

Estaba sentada en un taburete delante de la barra, con una copa de cóctel en la mano que llevaba rodajas de frutas incrustadas en el borde y una pequeña sombrilla de papel.

No había bebido mucho de la copa. Parecía estar sin más allí, sentada, contemplando un espacio vacío, sin prestar atención a las voces altas y a la música aún más alta que llenaba la sala atestada de gente.

–¡Vaya, tío! ¡Está muy buena!

Ray Carpenter, que había entrado en el bar detrás de Luke, vio lo que llamaba la atención de su amigo.

–¿Estará sola? –preguntó, pasándole un brazo por encima–. No creo. Es demasiado guapa.

–¿Tú crees?

No le apetecía tener aquella conversación. Ojalá Ray no estuviera allí, pero es que habían estado dando los toques finales a su último proyecto y no habría quedado bien no aceptar su invitación a tomar una copa.

Justo en aquel momento, la chica se volvió y los miró. O al menos eso creyó Luke. Y durante un instante que le paró el corazón, simplemente se miraron. Entonces Luke se deshizo del brazo de Ray y se acercó a ella.

Era guapa y bastante alta, a juzgar por sus piernas, largas y delgadas, cruzadas a la altura de la rodilla. Su rostro era ovalado, tenía una nariz preciosa y una boca con la que la mayoría de las chicas solo se atreverían a soñar. Su pelo era muy rubio y llevaba un chal de gasa sobre una camiseta negra, minifalda roja, medias negras y tacones altos, uno de los cuales colgaba de un pie que se movía tentadoramente.

–Hola –le dijo, llegando a su lado–. ¿Puedo invitarte a una copa?

La chica, que había vuelto a mirar la sala, levantó la copa que tenía en la mano sin mirarlo.

–Ya tengo una.

–Vale.

Ojalá hubiera un taburete libre en el que quedarse.

–¿Estás sola?

Desde luego no era la pregunta más original del mundo y la chica lo miró, seria.

–No. He venido con ellas –dijo, señalando un grupo de mujeres que bailaban en la pequeña pista–. Es una despedida de soltera.

–¿Y no te apetece bailar?

–No –cambió de lado la sombrillita de la copa y tomó un sorbo–. No bailo.

–¿No bailas, o no te apetece?

–No estoy de humor para bailar. Mira, ¿por qué no intentas hablar con otra? Yo no soy buena compañía esta noche –hizo una mueca–. Pregúntaselo a la novia si quieres. Soy la aburrida de la fiesta.

Luke hizo una mueca.

–Si tú lo dices… –levantó una mano para pedir una cerveza para él y un mojito para Ray–. Es para aquel hombre de allí –le dijo al camarero. Su amigo parecía haber encontrado compañía. Cuando le sirvieron la cerveza, se bebió medio botellín de un trago–. Ah… lo necesitaba.

La chica no contestó, pero el tío que estaba sentado en el taburete de al lado lanzó un sonoro eructo y se levantó.

–¿Te importa? –preguntó Luke, señalando el sitio vacío.

–Estamos en un país libre.

Sonrió, y se sorprendió al ver que ella le devolvía la sonrisa.

–¿Estás segura de que no quieres otra copa?

–Bueno… un vino blanco quizás –dijo, dejando a un lado su cóctel, y Luke reparó en que llevaba anillo en la mano izquierda, pero en el dedo corazón–. Liz me lo ha pedido, pero la verdad es que no me gusta mucho.

–¿Quién es Liz?

–La futura novia. Es la que lleva las orejas de conejo y el tutú encima del pantalón.

Luke hizo una mueca.

–¿Cómo no verla? –el camarero se acercó y le pidió dos copas de chardonnay–. Por cierto, soy Luke Morelli. ¿Cómo te llamas?

–A… Annabel –respondió tras una breve duda. Quizás iba a decir algo más. Tomó un sorbo de vino–. Mm… qué rico.

Luke pensaba lo mismo, pero no de su cerveza. Hacía meses que no sentía una atracción tan inmediata hacia una chica. A las mujeres que conocía en el trabajo les interesaba tanto el saldo de su cuenta bancaria como lo que llevaba dentro de los pantalones.

–Háblame de ti –le dijo–. ¿Trabajas en Londres?

–Me dedico a la investigación. En la universidad. ¿Y tú? –preguntó ella, examinando con más detenimiento su traje azul marino y la camisa del mismo color. Se había quitado la corbata–. ¿Trabajas en Bolsa? Lo parece.

–Trabajo para la administración local –respondió, amparándose en que su último encargo era construir un edificio de oficinas para el ayuntamiento–. Siento desilusionarte.

–No, qué va –sonrió–. No me desilusionas. Es más bien un alivio. Hay mucha gente que piensa que lo de la Bolsa es casi terreno sagrado.

–Yo no.

–¿Y qué te gusta hacer cuando no estás trabajando?

Durante un ratito estuvieron discutiendo sobre los méritos de practicar deporte por encima de ir al teatro. En realidad a Luke le gustaban las dos cosas, pero resultaba más divertido polemizar.

Cuando el resto de las chicas de la fiesta habían bebido ya bastante, estaban cansadas de bailar y decidieron acercarse a ver qué hacía, Abby se llevó casi una desilusión. Estaba disfrutando por primera vez desde hacía un montón de tiempo. Salía muy poco, a menos que Harry necesitase conductor.

Harry y ella se habían conocido en la boda de una amiga, y cuando empezaron a salir, ella se sintió la chica más afortunada del mundo. Harry la hacía sentirse especial, la malcriaba con regalos caros, cuidaba de ella de un modo que, siendo hija de madre soltera, nunca había experimentado antes.

Pero cuando se casaron, las cosas empezaron a cambiar. El carácter que adoptaba cuando había otras personas presentes, particularmente su madre, era completamente distinto al que de verdad era el suyo propio.

Había aprendido, casi desde el principio, a no preguntar nunca dónde estaba. Seguramente veía a otras mujeres, pero cuando por fin se decidió a cometer la estupidez de preguntarle por ello, le montó una bronca de mil demonios.

Sabía que debía divorciarse. Se había dicho en más de una ocasión que si alguna vez llegaba a ponerle la mano encima, lo dejaría. Pero inesperadamente, dos años atrás, su madre cayó enferma.

Annabel Lacey se puso tan enferma que necesitaba cuidados médicos veinticuatro horas al día, que solo en un lugar profesional podían proporcionarle, y que solo Harry, con su salario de corredor de Bolsa, podía pagar. Y Abby supo entonces que, hasta que su madre se recuperara, su vida quedaría en suspenso.

–Nos vamos –anunció Liz Phillips, devolviéndola al presente–. ¿Quién es?

–Eh… es Luke –murmuró, mientras él se levantaba educadamente de su taburete.

–Encantado.

–Lo mismo digo –contestó Liz, dedicándole una miradita–. Nos vamos al Blue Parrot. ¿Os venís?

–Eh… no, yo creo que no –respondió Abby, poniéndose de pie y bajándose la falda que se le había subido–. Si no te importa, creo que me voy a casa.

Liz miró a Luke sin poder evitarlo.

–No te culpo –dijo, y una de las chicas la empujó para que se pusiera en movimiento–. ¡Es muy guapo!

–¡Liz! –protestó Abby, avergonzada, pero ella no la oyó.

–Hola. Soy Amanda –dijo otra de las chicas–. No me extraña que haya querido tenerte solo para ella.

–¡Pero qué dices! –volvió a protestar, mirando a Luke consternada–. Si acabamos de encontrarnos.

–Lo que quiere decir es que no sabía que iba a venir –corrigió Luke–. Pero dadas las circunstancias, seguro que entenderéis que la acompañe a casa.

–Claro, claro. Qué suerte, Abs –replicó con una sonrisa–. Pero si alguna vez necesitas un hombro en el que llorar…

–No lo olvidaré –contestó Luke, sin hacer caso de la cara de Abby, y tras unas cuantas pullas más de las otras integrantes del grupo, se marcharon.

–¿Por qué les has hecho creer que estábamos juntos? –espetó ella en cuanto se alejaron, y se agachó a recoger su bolso–. No nos conocemos.

–Eso puede remediarse –replicó él, mientras la ayudaba a desenganchar de la pata del taburete el asa del bolso. Sus manos se rozaron y Abby sintió una descarga eléctrica subirle por el brazo–. Te llevo a casa. Es lo menos que puedo hacer.

–¿Y si tengo coche?

–¿Lo tienes?

–No.

–Entonces, ¿por qué estamos discutiendo? Te juro que no soy ni un ladrón ni un pervertido.

–¿Y tengo que fiarme de ti?

Abby lo miró a los ojos. Liz tenía razón. Era muy guapo. Alto, delgado y fibroso, pelo oscuro y piel morena, con unos curiosos ojos castaños que la medían en aquel momento divertidos.

–Puedes preguntarle a mi amigo –dijo, señalando a otro tío que había un poco más allá.

–Que me va a decir lo contrario, ¿verdad? –vaticinó, pero encogiéndose de hombros como quien no quiere llevarle la contraria al destino, añadió: –Vale. Voy por el abrigo.

–Dame la ficha y yo lo recojo –dijo él.

Y Abby, que había pensado escabullirse por la puerta de atrás, respiró hondo.

Capítulo 1

 

SACÓ del horno la última bandeja de magdalenas de arándanos y respiró su delicioso olor al dejarla sobre la encimera.

Las pasó a otra bandeja para que se enfriaran y revisó la cafetera para asegurarse de que la habían llenado de agua. Los rollitos de canela que había preparado antes ya estaban listos para pasarlos a una cesta.

Aún tenía que preparar los cuencos con la mermelada, pero las jarritas para la leche podían esperar a que llegase el primer cliente del día.

Tenía que meter en el horno las cupcakes, que ya esperaban preparadas. ¿Desde cuándo le gustaba tanto lo de la repostería? Desde luego, mientras estuvo casada con Harry, no. Eso, seguro. En aquella época se pasaba hasta el último minuto del día trabajando, ahorrando para el momento en que tuviera que ocuparse de su madre ella sola.

Desgraciadamente ese día no había llegado.

Suspiró.

Pero al mirar a su alrededor, sintió una agradable sensación de satisfacción. El pequeño café, con la pequeña librería que había introducido, era todo lo que había pretendido. A su madre le habría encantado, pero había muerto de una enfermedad neuronal dos años después de entrar en la residencia.

Abby había descubierto aquel pequeño café en Internet, antes propiedad de dos hermanas que ya se habían jubilado. Hasta entonces, la idea de marcharse de Londres había sido solo una quimera; pero aquel café en Ashford-St-James estaba disponible y había sido una inspiración. Y cuando supo que, además, podía alojarse en él, no se lo pensó, y cuando el divorcio de Harry concluyó, se compró una botella de pinot noir y se montó una fiesta privada en el minúsculo estudio en el que vivía desde su separación, junto con Harley, el golden retriever de su madre. Poco después, Harley y ella se mudaban a aquel pequeño pueblo de Wiltshire.

El café por sí solo no generaba muchos ingresos, y por eso precisamente había decidido añadir una pequeña librería, de manera que la gente mayor que habitaba en Ashford-St-James y que constituía el grueso de su población le resultase más fácil ir a tomar un café y hojear los libros allí.

En los últimos cuatro años se había ganado bastante bien la vida de ese modo, y era más feliz de lo que lo había sido desde antes de casarse. Harley y ella se llevaban bien.

Sus amigos de Londres creían que era una locura haberse ido a aquel agujero, pero después de trabajar todas las horas del mundo en el Departamento de Inglés de la universidad, apreciaba las bondades de ser su propia jefa. Podía decidir su horario y nadie la espiaba por encima del hombro para ver si hacía mal o bien su trabajo.

Una joven madre que vivía en el pueblo y quería un empleo que pudiera encajar con las necesidades de su niña de seis años, trabajaba con ella, pero Lori no llegaba hasta las nueve, después de haber dejado a su hija en el colegio. El café estaba tranquilo a aquella horas, de modo que se acercó a la zona de librería y se entretuvo colocando los ejemplares que estaban fuera de sitio.

La paz se interrumpió cuando alguien llamó a la puerta de fuera. Miró el reloj. Apenas eran las siete, y no abría hasta y media.

Tenía que tratarse de una urgencia, aunque no se le ocurría qué podía ser, a menos que Harley hubiera descubierto el modo de escaparse del piso de arriba y lo hubieran encontrado dándose un garbeo por la carretera.

¡Eso sí que sería una emergencia!

 

 

Luke Morelli salió del apartamento que su novia tenía en un semisótano y subió la escalera a la calle. Hacía frío en Grosvenor Mews, pero respiró hondo y aliviado. No le había mentido a la joven con la que llevaba viéndose un par de semanas al decirle que tenía reuniones durante toda la mañana, y que por lo tanto no iba a poder llevarla a la sesión fotográfica que tenía en Bournemouth. Además, su relación estaba empezando a ponerse demasiado seria para su gusto. No solía ir más allá de un par de semanas en sus relaciones. Si se ponía filosófico podía achacarlo a que su madre abandonó a su padre cuando él era apenas un crío. Oliver Morelli quedó destrozado, y Luke se juró no correr nunca esa misma suerte.

Salió de Mews y tomó la cuesta. El aire olía a primavera, la temperatura era estupenda y decidió caminar un poco antes de irse a trabajar. Las oficinas centrales de Morelli Corporation estaban en Canary Wharf, en la Jacob Tower, muy lejos ya de la caja de cerillas de Covent Garden donde Ray Carpenter y él abrieron su primera oficina. Hacía mucho ya que Ray se había marchado con su parte del negocio a Australia. Al parecer le iba bastante bien, pero según le había dicho él mismo no sin cierta envidia, no jugaban en la misma liga.

Sus oficinas estaban en el ático, donde poseía un pequeño apartamento en el que quedarse de vez en cuando. También era dueño de una elegante casa en Belgrave, una bonita propiedad georgiana en la que había invertido antes de que los inmuebles en Londres decayeran.

Tras la reunión del consejo de administración le dijo a su secretaria que iba a estar fuera el resto del día:

–Voy a acercarme a Wiltshire, a echarle un vistazo a esas propiedades de Ashford-St-James. Y aprovecharé para ir a ver a mi padre. No he vuelto a verlo desde que murió Gifford. Estaré de vuelta mañana, Angélica.

–Muy bien, señor Morelli.

 

 

Abby se acercó a la puerta de cristal, que recientemente y siguiendo el consejo de la policía, había reforzado con una reja exterior. Pero aun así pudo ver de quién se trataba: era Greg Hughes.

Greg era el dueño del estudio fotográfico vecino a su café. Seguramente un día debió ser un negocio floreciente, pero en la actualidad, con tanto aficionado a la fotografía y cámaras en todos los móviles, no se explicaba cómo podía seguir ganándose la vida.

Greg no le caía bien. Había intentado ser amable con él, pero enseguida se dio cuenta de que era un cotilla que quería conocer todos los detalles de su vida. A Harley tampoco le gustaba. Gruñía en cuanto estaba cerca.

–¿Greg? ¿Ocurre algo?

–¡Pues claro que ocurre! –declaró, irritado–. ¿Es que no has abierto aún el correo?

Abby frunció el ceño.

–Aún no ha llegado –respondió, sintiéndose obligada a abrirle la puerta. El aliento le olía mucho a ajo y resultaba muy desagradable a aquellas horas de la mañana.

–Por lo menos habrás leído el de ayer, ¿no? Yo no vine ayer por aquí. Estaba en una feria de artesanía, y no me he molestado en mirar el correo hasta esta mañana.

Abby suspiró. No quiso decirle que no se había dado cuenta de que su tienda estaba cerrada. Tenía tan pocos clientes que era difícil averiguar cuándo estaba abierta y cuándo no.

–Pues no. ¿Quieres tomar un café?

–Sí, gracias.

Greg se acomodó por su cuenta en una de las mesas de la ventana y esperó a que Abby le llevase el café. Una vez hubo añadido crema y azúcar a su gusto, continuó: