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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Marion Lennox

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El hijo de la doctora, n.º 1863 - agosto 2016

Título original: The Doctor’s Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8707-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

LA DOCTORA Emily Mainwaring había pasado la noche en vela asistiendo un parto de gemelos. Quizás estuviera dormida y sólo fuera un sueño, pero en su sala de espera estaba… Su hombre ideal.

Pero aquello era Bay Beach. Estaba en el turno de cirugía de la mañana y quedarse mirando fijamente a alguien no era muy profesional. Debía pensar como una doctora de provincias de veintinueve años y no como una adolescente enamoradiza.

–¿Señora Robin?

La anciana señora Robin se levantó aliviada. Llevaba esperando mucho tiempo. Los otros pacientes la miraron con envidia y el desconocido también alzó la vista.

¡Caramba! Al verle los ojos, resultaba aún más atractivo, y cuando sus miradas se encontraron…

Em se permitió mantener la mirada unos instantes, como si estuviera evaluando a un posible paciente. Pero la manera de mirar a aquel hombre no era la de un médico.

Se trataba de un hombre corpulento y musculoso, de huesos fuertes. Metro ochenta de masa corporal exhalando virilidad. Su pelo, de color rojizo tostado, era precioso, con rizos desordenados que apetecía peinar con los dedos.

«Ya basta. Concéntrate en tu trabajo», se dijo. Esa mañana no podía permitirse ninguna distracción, y si el brillo de un par de ojos verdes había conseguido alterarla, era porque estaba más cansada de lo que creía.

–Lo siento mucho –le dijo a los pacientes que esperaban–. He tenido que atender un par de urgencias y llevo casi una hora de retraso. Si alguno de ustedes prefiere esperar en la playa y volver dentro de un rato…

No era probable que aceptaran. Se trataba de campesinos o pescadores para los que la visita al médico era una ocasión social y, mientras fingían leer una revista, aprovechaban para enterarse de los últimos chismes y rumores. Por ejemplo, quién podría ser el hombre pelirrojo.

–Es el hermano mayor de Anna Lunn –le dijo la señora Robin antes de empezar con su letanía de dolores–. Es tres años mayor que Anna y se llama Jonas. ¿Verdad que es atractivo? Cuando entró con Anna, pensé que era su nuevo novio, lo que me pareció muy bien, ya que el inútil de Kevin se largó. Pero ya que no puede ser su novio, está bien que tenga un hermano tan amable como para acompañarla al médico, ¿no crees?

Era cierto. Anna Lunn, con apenas treinta años, estaba agobiada por la pobreza y los hijos. Pero ¿por qué…? Em miró la lista de citas y no pudo evitar suspicacias.

Anna había pedido una cita especial y había acudido con su hermano para que la apoyara. Em estaba segura de que no iba a ser una consulta de cinco minutos para una prueba ginecológica.

Así que tendría que resignarse a añadir media hora a su jornada laboral de ese día y a prestar atención a la tensión sanguínea de la señora Robin.

 

 

Antes de que terminara de hacerlo, Charlie Henderson sufrió un infarto. Estaba allí para su reconocimiento cardiológico de rutina y era tan viejo que parecía que estuviera apergaminado. Se había sentado en un rincón de la sala de espera y se entretenía mirando a los niños. Mientras Em estaba escribiendo la receta para la señora Robin, él se quedó con los ojos en blanco, se acurrucó y resbaló hasta el suelo sin hacer ruido.

–¡Em! –gritó la recepcionista mientras golpeaba la puerta de la consulta y, al instante, Em estaba junto a él.

El anciano estaba lívido y frío. Em comprobó que no tuviera obstruida la tráquea y le tomó el pulso. No tenía.

–Trae el carro del equipo de urgencias –ordenó a Amy. Comenzó a hacerle el boca a boca al anciano y le rasgó la camisa para descubrirle el pecho. Parecía que había sufrido un infarto fulminante.

Además, Amy no era la recepcionista habitual. Sólo tenía dieciocho años y, aunque no tenía preparación sanitaria, estaba sustituyendo a Lou, que estaba enferma.

Em tenía que actuar sola.

Debía intentar resucitarlo enseguida. No era tarea fácil, con toda esa gente mirando, pero no había tiempo para otra cosa.

–¡Despejen la sala, por favor! –pidió entre soplido y soplido sin dejar el boca a boca y sin confiar en que le hicieran caso. No importaba. Estaba respirando para su anciano amigo, golpeándole el pecho para intentar resucitarlo mientras esperaba el equipo de urgencias.

Y entonces oyó una voz.

–Salgan de la sala. ¡Ahora mismo!

Era una voz masculina que reiteraba, en tono autoritario, la orden que ella había dado.

Em parpadeó, preguntándose de quién era esa voz grave y densa que parecía acostumbrada a dar órdenes. Pero estaba arrodillada junto al anciano y le dedicaba toda su atención.

–Respira, Charlie. Respira, por favor…

–Como se habrán dado cuenta, esto es una emergencia, y necesitamos que la sala esté vacía para poder trabajar –continuó la voz–. Si lo suyo no es urgente pidan otra cita más tarde, o si no, esperen fuera. ¡Ahora!

De pronto, el carro del equipo de urgencias estaba allí, el pelirrojo estaba arrodillado al otro lado de Charlie, untando de gel los electrodos y ayudando a Em a ajustarlos como si supiera muy bien lo que hacía.

¿Quién diablos sería?

No había tiempo para preguntar. Todo lo que Em podía hacer era aceptar su ayuda y colocarle a Charlie la boquilla adecuada. Como norma, no habría hecho el boca a boca a nadie sin una boquilla, pero Charlie era especial. Charlie era un amigo.

Charlie…

Debía actuar con profesionalidad. No había lugar para los sentimientos si querían salvar la vida del anciano. Respiró cuatro veces más en la boquilla y la voz grave la interrumpió.

–Apártese. Ya.

Ella se apartó y las manos del desconocido fueron las que colocaron los electrodos sobre el pecho desnudo de Charlie. Él sabía perfectamente lo que hacía, y ella sólo podía estarle agradecida.

La descarga hizo que el cuerpo de Charlie se sacudiera. Nada. El electro no mostraba ninguna respuesta.

Pero debían seguir intentándolo. Em le insufló otras cuatro veces y las manos del desconocido cambiaron los electrodos de sitio. Otra sacudida, pero aún sin resultado.

Ella volvió a soplar. Una y otra vez. Y nada.

Em se sentó sobre los talones y cerró los ojos.

–Ya basta –susurró–. Se ha ido.

El silencio era absoluto.

Amy, horrorizada, estaba pálida. Respiró hondo y comenzó a llorar. «Es demasiado joven para esto», pensó Em. A sus veintinueve años, Em se sintió vieja, muy vieja. Se puso en pie y se acercó a abrazar a la recepcionista.

–Vamos, Amy. No pasa nada. Charlie no lo habría querido de otra manera.

Esa era la pura verdad. Charlie vivía para los cotilleos de Bay Beach. Tenía ochenta y nueve años y, desde hacía tiempo, sabía que su corazón estaba mal. Morirse de forma dramática en la consulta del médico y no solo en casa, era el tipo de final que le habría gustado

–Amy, llama a Sarah Bond, la sobrina de Charlie –dijo Em con voz cansada, mientras Amy trataba de recomponerse–. Dile lo que ha pasado. No creo que se sorprenda mucho. Y luego llama a la funeraria –respiró hondo y se dirigió al hombre que la había ayudado–. Muchas gracias –dijo tan solo.

Su cara expresaba tal cansancio y dolor, que el hombre se acercó a ella y le puso sus manos fuertes y masculinas sobre los hombros.

–Diablos, pareces hundida.

–No del todo.

–¿Le tenías mucho cariño a Charlie?

–Sí –contestó Em–. Todo el mundo quería a Charlie. Ha sido pescador en Bay Beach toda la vida –miró hacia el cuerpo de Charlie. Le habían cerrado los ojos y parecía increíblemente tranquilo. Dormido. No debía lamentarse, pero…–. Lo conocía de toda la vida. Me enseñó mucho sobre la vida… –Em perdió el control y comenzó a llorar.

–Necesitas un poco de tiempo para recuperarte –dijo él para consolarla, y miró hacia afuera, dónde aún quedaba media docena de pacientes que habían decidido que lo suyo era suficientemente urgente para esperar. Después de hablar con la sobrina de Charlie y de que los de la funeraria se llevaran el cuerpo de Charlie, a esa doctora exhausta aún le quedaba mucho trabajo por hacer–. ¿Tienes a alguien que pueda suplirte?

Em tomó una bocanada de aire e intentó volver a la normalidad.

–No.

–Entonces, lo haré yo –le dijo él–. Soy cirujano. Aunque no estoy acostumbrado a este tipo de medicina, puedo hacerme cargo de los casos urgentes hasta que te recuperes un poco.

–¿Eres cirujano? –preguntó asombrada. No se lo esperaba. Anna no tenía nada de dinero. Eso no tenía sentido.

–Soy cirujano a tiempo completo. Y soy hermano de Anna Lunn sólo cuando ella me deja –dijo y soltó una carcajada nerviosa–. Pero mis problemas pueden esperar. Puedo ver a tus pacientes y hacerme cargo de lo que sea urgente. Esperemos a que se lleven a Charlie con el debido respeto y hagamos un descanso para tomarnos un café. Lo único es…

–¿Qué?

Él vaciló un momento.

–Me ha costado semanas conseguir que mi hermana viniera a verte –dijo con reticencia–. Tuvimos que dejar a los niños en la guardería de emergencia de la Residencia Bay Beach para venir. Si ahora la dejamos regresar a casa, no conseguiré que vuelva. ¿Podrías verla?

–Claro que sí.

–No está tan claro. Si lo haces, es a condición de que después me dejes atender tus casos urgentes.

–No es necesario.

–Sí lo es.

Él se quedó mirándola fijamente. Em se preguntaba por qué la miraba así. Ella solía estar pálida, era alta y demasiado delgada. El pelo, largo y negro, lo llevaba trenzado a la espalda, lo que la hacía parecer aún más flaca. Tenía ojeras y sus ojos pardos estaban hundidos, reflejando su cansancio. Él podía ver que estaba cansada. Sus palabras lo confirmaron.

–¿No tienes a nadie que te ayude? –preguntó él, y ella negó con las manos–. ¿Y por qué diablos no? ¿Acaso Bay Beach no es lo bastante grande como para tener dos médicos o incluso tres?

–Yo nací aquí y adoro este lugar –contestó ella–, pero en Australia hay montones de pequeñas ciudades costeras y muchas no están tan lejos de la ciudad como esta. Los médicos quieren disponer de restaurantes, colegios y universidades para sus hijos. Hemos puesto anuncios desde que mi último socio se marchó hace dos años y no hemos recibido ni una respuesta.

–Así que tú eres el único médico.

–Así es.

–Diablos.

–No está tan mal –Em pasó la mano sobre su trenza sedosa y, mirando a Charlie, suspiró–. Excepto ahora. Me alegro mucho de que estuvieras aquí para que me quede claro que no se podía hacer nada más para salvar a mi amigo.

–Lo entiendo –contestó él mirando también al cuerpo de Charlie–. ¡Maldita sea!

–Había llegado su hora –susurró Em.

–Y también tu hora de dormir un poco.

–No –suspiró Em, y consiguió esbozar una sonrisa–. No hay descanso para los malditos, doctor Lunn. ¿O debería decir señor Lunn?

–Llámame Jonas.

Jonas… «Suena bien», pensó ella.

–De acuerdo, Jonas –asintió. El hombre de la funeraria acababa de llegar–. Despidámonos de Charlie y luego seguiré con mi trabajo.

–Ya oíste lo que dije –gruñó Jonas–. En cuanto veas a mi hermana, yo seguiré con tu consulta hasta que hayas descansado,

Era una gran tentación. Tenía dos pacientes en el hospital a los que debería ver. Si dejaba al doctor Lunn con la consulta, podría visitarlos, comer algo y hasta echarse una siesta antes de la consulta de la tarde.

–Venga, hazlo –dijo él. Pero le parecía una irresponsabilidad pasarle su trabajo a un desconocido–. Estoy perfectamente cualificado –aclaró al ver que dudaba–. Con una llamada a Sydney Central te lo confirmarán.

Ella lo creía y no se resistió más.

–Me parece maravilloso. La consulta es toda tuya. Pero, primero, veamos a tu hermana.

–No quiere decirme qué tiene, pero está muy asustada.

 

 

Media hora más tarde Em estaba en su despacho. Lo que había pasado le parecía mentira. Delante de ella estaba Anna Lunn, pálida y callada. Jonas, que le agarraba la mano para infundirle ánimo, estaba igual de serio.

–No sé lo que está pasando, doctora Mainwaring –dijo él. Había pasado a un tono formal, lo cual era una buena idea. La consulta debía ser estrictamente profesional–. Anna no me cuenta nada. Ella y yo nos distanciamos hace mucho tiempo y nunca ha dejado que la ayude, aunque educar a sus hijos sola ha debido de ser una pesadilla. Pero ahora… Vine a verla hace un par de semanas y hay algo que la atemoriza. No quiere decirme lo que es, pero la conozco y sé que es algo malo.

–¿Anna? –Em se dispuso a prestarle atención a la mujer.

Anna era pelirroja como su hermano, pero ahí terminaba su parecido. Aunque era más joven que él, parecía mucho mayor. Los rizos de su pelo eran desiguales, y sus ojos verdes tenían una expresión de derrota.

Parecía como si la vida le hubiera dado muchos golpes, y que el último la fuera a desbordar.

–¿Sí? –su voz era solo un susurro.

–¿Preferirías que tu hermano saliera para que me cuentes lo que te pasa en privado? –preguntó mientras dirigía una mirada a Jonas.

–Si tú quieres, me voy –ofreció él, preparándose para salir, pero Anna alargó la mano y lo retuvo. Jonas volvió a sentarse y le dijo con dulzura–: Anna, dinos lo que te pasa. Estamos contigo hasta el final. Los dos. Pero tienes que decirnos lo que ocurre.

Anna respiró hondo y miró a Em asustada.

–Cuéntanos, Anna –dijo Em con dulzura, y la chica se estremeció.

–No sé, no sé si puedo hacerle frente. Mis hijos…

–Dinos.

–Tengo un bulto en el pecho. Creo que es cáncer de mama.

En efecto, había un bulto en el pecho de Anna, cerca del pezón. Era del tamaño de un guisante y se movía cuando Em lo palpaba.

–¿Desde cuándo te has dado cuenta de que lo tienes? –preguntó Em mientras examinaba el resto del pecho. No había nada más. Solo el pequeñísimo bulto.

–Hace cuatro semanas.

–¿Solamente? Eso es estupendo –dijo Em. Anna estaba tumbada en la camilla detrás del biombo y Jonas podía oírlas–. Algunas mujeres se preocupan por un bulto como este durante un año o más sin hacerse examinar. No tienes ni idea del perjuicio que puede causar tardar tanto.Pero tú has venido muy pronto y es muy pequeño. Tiene menos de un centímetro.

Anna temblaba bajo sus manos, temerosa de mirar a Em a los ojos.

–Entonces, ¿es cáncer?

–Puede que sea un pequeño cáncer de mama –repuso Em. No tenía sentido intentar tranquilizarla cuando lo que importaba era que se hiciera las pruebas necesarias–. Pero también es muy posible que sea un quiste inofensivo. Los quistes en el pecho son muy frecuentes, mucho más que el cáncer, y se parecen mucho. Hace falta una biopsia para distinguirlos.

–Entonces esto puede ser una pérdida de tiempo. Si sólo es un quiste, puedo irme a casa y olvidar la cuestión –dijo Anna esperanzada.

–Todavía no –contradijo Em–, porque puede que tu primera idea sea la correcta. Por tu edad, estás en un grupo de bajo riesgo, pero hay que descartar esa posibilidad.

–Pero no quiero saberlo –dijo Anna cubriéndose la boca para no llorar–. Si es cáncer… Quisiera estar bien por tanto tiempo como sea posible. Tengo tres hijos y quiero poder cuidarlos. Jonas me hizo venir, pero si es cáncer, es preferible no saberlo.

–Ahí es precisamente dónde te equivocas –dijo Em devolviéndole la blusa y dándole un pañuelo de papel. Cuando Anna se vistió, Em apartó el biombo para que Jonas pudiera participar en la conversación–. Es mucho, muchísimo mejor saberlo.

–¿Por qué? ¿Para que me puedas quitar el pecho?

–Eso ya casi nunca se hace –gruñó Jonas. No podía reprimirse y se levantó para abrazar a su hermana–. Has sido una estúpida. ¿Por qué no me lo dijiste? Yo podía haber disipado tus temores.

–¿confirmando que puedo tener cáncer? –sus ojos echaban chispas. Em pensó que la pobre Anna estaba al límite–. Nadie está disipando mis temores ahora.

–Yo puedo hacerlo –dijo Em en tono amable, pero firme. Anna no necesitaba falsas esperanzas ni que la tranquilizaran. Lo que necesitaba eran datos objetivos–. Siéntate, Anna.

Anna se sentó, pero su expresión era la de un animal acorralado. No temía por ella misma, sino por los tres niños pequeños que dependían de ella.

–Anna, tu hermano es cirujano. Él puede asegurarte todo lo que te digo, pero quiero que me escuches. Primero: has venido muy pronto y el bulto está muy bien definido. Eso quiere decir que puede ser un quistecito sin importancia, lo cual se puede confirmar con una biopsia, o, en el peor de los casos, un pequeño cáncer que podemos extirpar. No puedo prometerte nada sin hacerte unas pruebas. Si, como sospecho, está confinado a una pequeña zona, aunque fuera cáncer no tienes por qué temer perder tu pecho.

–Pero yo quiero… –Anna resopló antes de continuar–. Si es cáncer, quiero que me lo quiten. Todo el pecho.

–Los cirujanos no extirpamos el pecho si no hay muy buenos motivos –dijo Em–. Aunque fuera cáncer, con las técnicas quirúrgicas actuales no suele ser necesario. Sólo se quita la parte afectada. Eso quiere decir que tendrías una cicatriz en un pecho y que sería algo más pequeño que el otro.

–¿Eso es todo? –Anna parecía no creer nada–. ¿Y qué hay de la quimioterapia?

–Si es tan pronto como parece, tendrías un tratamiento de seis semanas de radioterapia para eliminar las células que pudieran quedar. Luego, el oncólogo decidiría si necesitas quimioterapia o no.

–Pero…

–La tasa de supervivencia para un cáncer incipiente es muy buena –dijo Em con firmeza–. Después de la cirugía y la radioterapia es de más de un noventa por ciento. Y no es la horrible experiencia que solía ser antes. Sinceramente, Anna, los peores efectos secundarios de la quimioterapia son la pérdida de pelo y la fatiga que sientes mientras tu cuerpo recibe la medicación. Y eso no es gran cosa –sonrió–. Tú y tu hermano sois tan atractivos, que un cráneo brillante os haría parecerlo aún más.

–Y yo me raparía la cabeza para hacerte compañía –intervino Jonas, consiguiendo, al fin, que su hermana sonriera.

–No, no lo harías.

–Ya lo verás…

–Yo no quiero ser calva.

–Y no necesitas serlo –dijo Em–. El sistema sanitario de este país te dará una peluca si la necesitas, sea cual sea tu nivel económico. Y las pelucas son estupendas –añadió, sonriendo. La tensión iba disminuyendo–. ¿Conoces a June Mathews?

–Sí, claro –todo el mundo conocía a June, la administradora del pequeño centro comercial. Era una rubia despampanante. O, para decir verdad, era rubia hasta que se cansó de serlo.

–June no se tiñe el pelo –la sonrisa de Em se hizo más amplia–. Cuando se cansa de su peinado, se compra otro.

–¡Bromeas!

–No bromeo. A ella no le importa que yo se lo cuente a la gente que necesita saberlo, siempre y cuando les pida que no se lo cuenten a nadie más. June tiene alopecia, es decir, pérdida del cabello, y lleva peluca desde hace veinte años.

–¡No me lo puedo creer! –Anna estaba muy sorprendida y, por un instante, dejó de pensar en su problema.

–Créeme. Y yo sé que estaría encantada de ayudarte a escoger una peluca si fuera necesario. Le encanta comprarlas. ¡Una vez me dijo que escogerlas le parece más divertido que el sexo! –Anna parpadeó atónita y Em le dedicó una sonrisa tranquilizadora–. Pero, Anna, estamos yendo demasiado deprisa. Como ya te dije, es muy posible que sólo se trate de un quiste.

–Estarás bien, Anna –añadió Jonas en un tono que Em adivinó lleno de emoción. Después de todo, se trataba de su hermana pequeña.

Em miró a Jonas y se percató de que él también esperaba que lo tranquilizaran. Quería datos objetivos. Como cirujano, era seguro que conocía las estadísticas, pero quería oírlas en voz alta.

Cáncer era una palabra que asustaba, y la única manera de conjurar el miedo era plantarle cara.

Él estaba pidiendo ayuda y Em estuvo a punto de darle la mano. Su sonrisa desapareció. Los dos hermanos tenían miedo de la misma cosa.

Anna respiró hondo y reunió fuerzas para decir:

–Si… si fuera cáncer, se reproducirá. Yo me moriré. Mis hijos… Sam, Matt y Ruby… Ruby sólo tiene cuatro años. ¿Quién velará por ellos?

–Anna, me he pasado las últimas veinticuatro horas montando a caballito a tus tres monstruos –dijo Jonas en tono de víctima–. Quiero mucho a tus hijos y, naturalmente, los cuidaría, pero mi espalda te estaría muy agradecida si nos dejaras que arreglemos las cosas para que vivas.

–Yo…

–Por favor, Anna.

Anna volvió a tomar aliento.

–No tengo otra opción ¿verdad?

–No la tenemos –repuso Jonas incorporándose en la silla. Se frotaba las manos una y otra vez. Había estado sometido a una gran tensión, preguntándose qué era lo que le ocurría a su hermana. La respuesta le había significado un cierto alivio, ya que había diagnósticos mucho peores que el cáncer de pecho–. Anna, yo adoro a tus hijos, pero seguro que estarán mejor con su mamá que con su tío Jonas –sonrió mde una manera tan atractiva que Em sintió que su interior se revolucionaba. ¡Qué estupidez! Tenía que hacer un esfuerzo por concentrarse en lo que él estaba diciendo–. Estoy dispuesto a quedarme en Bay Beach mientras me necesites. Y tengo la impresión de que a la doctora Mainwaring también le vendría bien un poco de ayuda. ¿Y qué puede hacer un hombre con dos mujeres desvalidas, sino quedarse? –preguntó sonriendo de nuevo–. Así que vamos a organizar lo de las pruebas y a ponernos en marcha, por favor.

Anna alzó la vista y miró con dureza a su hermano. Luego se volvió hacia Em. Su expresión demostraba un poco menos de miedo. La decisión más difícil ya estaba tomada.

–Sí, –dijo por fin, con una sonrisa casi tan amplia como la de su hermano.

–Entonces, manos a la obra –repuso Em, y comenzó a marcar un número de teléfono.