jul1438.jpg

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Lori Vanzura

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Ríndete a la pasión, n.º 1438 - octubre 2016

Título original: I Love Lacy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9013-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

En cuanto el doctor Bennett Sheridan entró en la sala de operaciones del Saint Madeleine University Hospital con sus manos recién lavadas, su sonrisa de anuncio de pasta de dientes y sus facciones de modelo masculino, Lacy Calder sintió cómo todo su cuerpo se derretía.

Lacy estaba preparando los utensilios necesarios para realizar una operación de bypass coronaria, cuando levantó la mirada y lo vio en la puerta.

Lacy se quedó sin aire durante unos instantes y notó cómo su pulso se aceleraba vertiginosamente. Nunca antes, en sus veintinueve años de vida, había sentido algo así por un extraño.

Era algo muy intenso e imposible de ignorar.

Sus hormonas se habían vuelto locas y un fuerte cosquilleo recorría todo su cuerpo. Todo su cuerpo estaba revolucionado ante la fuerte atracción que sentía hacia aquel extraño.

«¡Es él! Es el amor de mi vida. ¡Oh, Dios mío! La tatarabuela Kahonacheck tenía razón, no era ningún cuento de hadas, existe de verdad».

Lacy no creía en el amor a primera vista pero en aquellos momentos lo estaba viviendo.

¡Que se aparte George Clooney! ¡Paul Newman, no tienes nada que hacer! ¡El doctor Bennett Sheridan está aquí!

Aquel hombre tenía el aspecto de un supermodelo. Era alto, musculoso, de espaldas anchas y debía de medir más de metro ochenta. Llevaba la bata verde para operar, pero aquella vestimenta normalmente poco favorecedora hacía maravillas con el físico de aquel hombre.

Llevaba las mangas remangadas y las manos aún húmedas, y ella pudo ver cómo los bíceps de sus brazos se dibujaban debajo de la camisa.

El suave tono de su piel le hacía pensar a Lacy que probablemente el doctor practicaba algún deporte al aire libre. Su nariz estaba ligeramente desviada hacia la derecha, lo que le hizo pensar que había padecido una fractura en algún momento del pasado.

Quizá hubiera sido una pelea o un accidente. Los dientes eran blancos y brillaban con intensidad cuando sonreía, y tenía un pequeño hoyuelo en el lado derecho de la mejilla. Cuando aquellos ojos marrones se encontraron los de Lacy, él la hizo sentir como si ella fuera la única mujer en el mundo.

Lacy sintió como si todo hubiera recobrado su sentido, como si algo que tenía que suceder desde hacía tiempo hubiese sucedido por fin.

Sintió cómo las piernas no le respondían y cómo su pulso se aceleraba.

—Buenos días, señoritas —dijo él para saludarla tanto a ella como a su compañera, Jan Marks—. Soy el doctor Bennett Sheridan, doctor residente del Boston General. Me han concedido una beca para trabajar con el doctor Laramie durante las próximas seis semanas.

Ellas ya estaban informadas de su llegada. El doctor Laramie les había contado con orgullo que un joven médico que había estudiado en Harvard y que era uno de los primeros de la clase había solicitado ir a Houston para trabajar con él.

Un doctor que había sido elegido entre trescientos solicitantes. Lo que Lacy no se esperaba era que aquel joven médico tuviera aquella sonrisa encantadora y le provocara aquel deseo de abalanzarse sobre él.

¿Pero cómo podría llamar la atención de un hombre tan superior a ella? Era una persona inalcanzable, alguien demasiado importante como para fijarse en ella.

Él se quedó mirándola fijamente.

Lacy contuvo la respiración, no entendía por qué la miraba de aquella forma. Después de todo llevaba una bata verde, el gorro y la máscara, y tan sólo se le veían los ojos y un poco de pelo. ¿Acaso se había maquillado tan sólo un ojo? ¿Tendría una mancha en la frente?

Había que tener mala suerte para conocer al hombre de su vida justo el día que se le había acabado la base de maquillaje que solía usar.

De repente Lacy se echó hacía atrás y se cayó de la silla donde estaba sentada.

 

 

—¿Estás bien? —Bennett se arrodilló junto a ella sin preocuparse por mancharse.

La pobre Lacy parecía un insecto boca arriba y sus piernas no dejaban de temblar.

—Ya pasó —le dijo mientras le ponía una mano sobre el hombro y la levantaba un poco—. Déjame que te ayude.

Ambos se miraron fijamente durante unos segundos.

Todo lo que él podía ver eran dos ojos de azul intenso que lo miraban fijamente. Unos ojos suntuosos con largas pestañas que se clavaban en él.

Bennett parpadeó al sentir un repentino pinchazo en el cuerpo, abrió la boca para decir algo pero no pudo pronunciar ni media palabra.

—¿Puedes oír la música? —le preguntó ella.

—¿La música?

—Las campanas, los pájaros, los ángeles…

—¿Ángeles?

—Sí, esas criaturas que habitan el Cielo y tienen alas.

Bennett tosió, era cierto que podía oír algo de fondo, pero muy ligeramente.

—¿Te has dado en la cabeza?

—Estoy bien —susurró ella.

—Ambos os estáis poniendo perdidos —dijo la otra enfermera—. Levantaos del suelo y volved a lavaros —les dijo mientras daba palmadas para que se dieran prisa—. Daos prisa, el paciente está esperando y el doctor Laramie no tardará en llegar.

Bennett se levantó y le extendió la mano a Lacy. Ella aceptó su ayuda para levantarse.

Al tocarla, Bennett sintió que estaba flotando y que una corriente eléctrica le recorría todo el cuerpo.

La temperatura de su cuerpo había aumentado considerablemente.

Pero era imposible. Ni siquiera podía ver bien la cara de aquella mujer. Lo que sentía debía de estar relacionado más que con la mujer que estaba tocando con el hecho de que se había tomado un pastel de chocolate para desayunar. Debía de tener demasiada glucosa en sangre. Sí, aquella era la explicación más razonable.

No tenía nada que ver con sus hormonas, ni con una inexplicable atracción.

Él terminó de ayudarla a levantarse y ella se colocó la máscara y evitó mirarlo.

—Gracias —le dijo ella en voz baja y después se dirigió a la puerta.

—Espera —le dijo él—. Tienes algo enganchado al pantalón.

—¿Dónde? —preguntó ella mientras se giraba.

—Permíteme que te ayude —replicó él.

Bennett no sabía por qué lo hizo pero la agarró de la cintura para evitar que ella se moviera, mientras con la otra mano le quitaba la etiqueta roja que se le había quedado pegada a los pantalones, y desde esa posición pudo admirar el bonito trasero de aquella enfermera. Ella mantuvo la respiración y a él le sorprendió notar que ella estaba temblando.

El pulso del médico se aceleró y de repente se dio cuenta de que no debía haberse atrevido a hacer algo así, y menos aún al notar las ideas que se le pasaban por la cabeza al ver aquel hermoso trasero.

—Ya está —volvió a hablar él cuando terminó y le extendió la etiqueta mientras intentaba controlar los fuertes deseos que había sentido al tocarla.

—Gra… Gracias —dijo ella.

—Volved a lavaros, los dos —dijo la enfermera mientras señalaba los lavabos—. Ahora.

 

 

Se lavaron las manos juntos y aunque ninguno de los dos habló, Lacy sentía como si fuera a estallar de un momento a otro.

Bennett comenzó a silbar y ella intentó distraerse concentrándose en identificar lo que silbaba. Al hacerlo casi dejó caer el cepillo.

Hooked on a Feeling se llama la canción.

¿Era aquello un mensaje? ¿Una expresión inconsciente de lo que sentía?

Él tenía que ser el amor de su vida, no había duda ya que si no, ¿cómo podía explicar lo que estaba sintiendo?

«Espera un momento, Lace, no vayas tan deprisa. Tal vez este hombre esté casado», se advirtió a sí misma.

Le miró la mano izquierda con cautela. Estaba vacía. Pero aquello no quería decir nada, la mayoría de los cirujanos no llevaban anillos pero también era verdad que la mayoría de los médicos residentes no estaban casados. Aun así el hecho de que no llevara anillo no quería decir nada.

Lacy no podía creer que el destino le jugara tan mala pasada como para enviarle a su verdadero amor y que éste estuviera casado. Estaba claro ya, Cupido le había enviado por fin a su verdadero amor ya que nunca había sentido nada igual por nadie.

Lacy recordó la fuerte descarga que había sentido al notar cómo las manos del médico se posaban sobre su cuerpo. Se había quedado sin habla y aún no podía creerse que el hombre de sus sueños estuviera tan cerca de ella.

Desde que era niña las mujeres de la familia de Lacy le habían contado que un día conocería al hombre de sus sueños.

—¿Pero cómo sabré que es él? —le había preguntado una Lacy adolescente a su madre.

—Cuando encuentras a tu amor verdadero no necesitas nada más. Simplemente lo sabes.

—No puedes confundirte —había intervenido su abuela Nony.

—Y tampoco te servirá de nada buscarlo —había dicho su bisabuela Kahonacheck—. Si no estás segura de que es él, entonces no lo es. Si estás segura no te preocupes porque nada puede interponerse cuando aparece el amor de verdad.

Lacy creció rodeada de una numerosa familia y no dejaron de contarle historias románticas en las que ella siempre había deseado creer. Siempre quiso creer que aquel amor verdadero del que le había hablado su bisabuela existía de verdad y no era fruto de la imaginación de sus familiares. Le había enseñado que lo que provocaba el amor hacía que éste fuera inconfundible.

Aquella magia de la que hablaban había funcionado para su bisabuela, su abuela y su madre; si ellas creían en ello, Lacy también. Todas había tenido matrimonios largos y muy felices.

Y finalmente estaba allí, frente a ella. El doctor Bennett Sheridan la había dejado indefensa en cuanto le había sonreído.

Lacy aceptó la realidad, aquel médico era el hombre de sus sueños, era evidente.

Y le daba miedo. Le daba pánico.

La aparición de aquel hombre iba hacer que todo su tranquilo mundo se tambaleara, y a pesar de haber deseado durante mucho tiempo que el hombre de sus sueños apareciera, en aquellos momentos temía estropear la única oportunidad que iba a tener de ser feliz por el resto de sus días.

Lacy estaba asustada, no sabía muy bien qué debía hacer. Después de todo no podía acercarse a él y decirle:«Hola, yo soy la mujer con la que se supone que debes casarte y quiero ser la madre de tus hijos».

—¿Cómo te llamas? —preguntó él de repente con un tono seductor parecido al de James Bond. Lacy se acaloró.

—¿Mi… Mi nombre? —replicó ella aún sorprendida.

—Sí, no quiero decirte «eh, tú» cada vez que tenga que pedirte algo.

Los ojos de él brillaron y ella se preguntó si aquel doctor no tendría una mirada de rayos X que pudiera atravesar la ropa para ver su ropa interior.

A Lacy le encantaba la ropa interior cara. La hacía sentirse muy femenina; se imaginó cómo reaccionaría él si supiera lo que llevaba puesto y terminó sonrojándose.

Para distraerse y evitar la mirada del médico, Lacy se concentró en frotarse las manos y lo hizo más concienzudamente que nunca.

Se preguntó si él también sentía aquello, aquel calor, aquella energía entre los dos, aquella fuerza inexplicable que parecía unirlos.

—Lacy —logró por fin decir en voz baja.

—Lo siento, no te he oído —giró la cabeza como intentando oírla mejor—. Tienes una voz muy suave.

—Lo lamento.

—No debes lamentarlo —le contestó él con una sonrisa.

Ella sabía que era una tontería pero le costaba mucho hablar con hombres interesantes. Se ponía nerviosa y no era capaz de articular palabra alguna. No tenía problemas ni con el adolescente que vendía periódicos ni con el dentista calvo pero siempre que estaba delante de un hombre atractivo se volvía la persona más torpe del planeta.

Quizá se debía a que era la segunda hija de seis hermanos y no estaba acostumbrada a hablar por sí misma, aunque sabía que debía hacerlo. Sus amigos le decían que era demasiado agradable, quizá tuvieran razón, ella sólo sabía que le costaba mantener una conversación interesante.

La preocupaba parecer tonta y siempre pensó que era mejor quedarse callada y dejar que la gente dudara que abrir la boca y que se rieran de ella.

Así que estar tan cerca de aquel médico y dios de la belleza le había dejado muda, no era capaz de decir ni media palabra inteligente. Lacy se preguntó de qué le servía haber encontrado al hombre de sus sueños si era incapaz de hablar con él.

—Lacy —se puso firme y se obligó a hablar más alto, pero no pudo mirarlo—. Lacy Calder.

—Encantado de conocerte, Lacy Calder.

Ella se apresuró a mirarlo para ver si la estaba mirando, y al ver que no lo hacía y que estaba muy absorto lavándose los brazos se permitió mirarlo detenidamente.

Desprendía fuerza y una gran masculinidad, ninguna mujer tendría miedo si tenía a alguien como el doctor Sheridan a su lado. De repente, y como si él hubiera notado algo, alzó su mirada y le guiñó un ojo.

¡La había descubierto!