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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Barbara Daly

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un sueño de mujer, n.º 5412 - noviembre 2016

Título original: Are You for Real

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9014-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

SÓLO estoy disponible hasta el mediodía. Te lo dijo la agencia y también yo. Entonces, ¿cuál es el problema?

Charity Sumner movió los brazos para recalcar las palabras y sintió que se soltaba uno de los alfileres con los que habían sujetado la espalda del vestido rojo. El vestido era tan ceñido que apenas podía respirar.

Y encima le habían tirado el pelo tanto hacia atrás, que las cejas se enarcaban como si fueran alas, y la boca roja daba la impresión de que acababa de chupar sangre del cuello de un ingenuo príncipe.

Pero probablemente jamás conocería a su príncipe. En ese momento, se conformaba con una rana.

El estudio era grande y fresco. A través de las ventanas mugrientas podía ver un poco del horizonte de Chicago, con la niebla de invierno remolineando alrededor de las altas torres igual que esa horda de personas remolineaba a su alrededor. La horda incluía un fotógrafo de moda, un estilista, una lacaya del ansioso diseñador cuyo vestido lucía, el maquillador, el iluminador... todos ellos buitres a los que sólo les importaba su exterior.

Siempre había sido así, en todas partes, salvo en el reconfortante entorno de su propia familia, que la entendía. Más o menos.

De hecho, sus hermanas representaban su problema inmediato. Debía largarse de allí, ir a casa, hacer lo que tenía que hacer y largarse de su hogar antes de que Faith y Hope llegaran a pasar la noche. Porque cuando se enteraran de lo que pensaba hacer, les iba a dar un ataque, por separado y juntas.

El otro problema inmediato era que nadie en el estudio le prestaba la más mínima atención. En el otro extremo de la sala, Celine, una modelo con la que a menudo trabajaba, le enseñaba a la gente que se ocupaba de ella a pronunciar bien su nombre, pero tampoco a ella le prestaban atención.

El motivo por el que trabajaban juntas a menudo era que Celine tenía un pelo muy rubio y ella muy oscuro. Representaban «un contraste tan bonito».

Eran personas. Individuos. No un «contraste bonito». Le daban ganas de gritar.

—He dicho —repitió en voz más alta— que tengo que irme al mediodía.

—No te muevas —susurró la lacaya del diseñador mientras le ajustaba un alfiler y le añadía algunos más—. Ya casi lo tenemos.

—No frunzas la nariz de esa manera —pidió irritado el maquillador—. Cuando frunces la nariz, mi maquillaje se agrieta.

El enorme reloj de pared devoraba los minutos. Ya casi era mediodía. De hecho, pasaban dos minutos. Podía sentirse rebelde, pero si no cooperaba, sólo conseguiría que la sesión durara más.

—Mark —le dijo al peluquero entre dientes—, tienes un montón de pelucas en tu furgoneta, ¿verdad? ¿Tendrás por casualidad alguna gris?

Con una mano en la cadera, la miró fijamente.

—¿Y qué voy a hacer yo con una peluca gris?

—Pensé que quizá... quiero decir, hay modelos mayores, y supuse...

—Ya lo tienen gris, las pobrecillas —espetó—. No se lo volvemos gris. No te preocupes, muñeca, con lo negro que lo tienes, no tardará en ponérsete gris. Espera uno o dos años y verás.

—La necesito ahora. Voy a ir a una fiesta de disfraces —improvisó.

—¿En enero?

—Mi amiga estuvo enferma en Halloween, de modo que trasladó la fiesta a enero —explicó, desarrollando la historia a medida que era necesario.

—Bueno, si quieres unas vetas grises deprisa —explicó Mark—, hay un producto que puedes comprar.

—Preparados —gritó el cámara.

La rodearon unas manos, le alzaron el mentón, le movieron los brazos, tiraron de los zapatos pequeños hasta que las rodillas casi se tocaron.

Esa fase de su vida iba a acabarse pronto. Tenía que terminar.

 

 

Los tres perros grandes formaron un semicírculo detrás del tocador y la miraron, preocupados y sin parpadear, mientras realizaba los cambios sobre su persona. Los perros pequeños estaban en fila al pie de la cama, con las patas delanteras en el aire para conseguir una vista mejor, y los gatos parecían hallarse por doquier.

—No pasa nada —los tranquilizó—. Por dentro sigo siendo yo. He de conseguir este trabajo. ¿Lo entendéis? Y es el único modo en que puedo hacerlo.

Las manos le temblaron mientras intentaba darse prisa. Faith y Hope no tardarían en llegar. Era la «noche de hermanas», el fin tradicional de la visita que hacían a la casa de sus padres durante la Navidad, y habían decidido pasarla en la casa de campo que Charity había comprado en las afueras de Antioch, al norte de Chicago. Al día siguiente, Faith regresaría a Los Ángeles y Hope a Nueva York, junto a su nuevo amor, Sam. Por desgracia, la entrevista de ella era ese día.

Les ponía agua a los perros cuando de pronto la ensordecieron con sus frenéticos ladridos de advertencia y la puerta de la cocina se abrió para dar paso a sus hermanas.

El pelo rubio y ondulado de Faith establecía una relación de electricidad estática con el voluminoso abrigo de imitación de piel que le había regalado para la Navidad, y Hope, como siempre, iba perfectamente vestida toda de negro, con el cabello castaño rojizo que volvió a caer en su sitio en cuanto cerraron la puerta al viento invernal.

Los ojos luminosos de Faith se abrieron mucho.

—Oh, cariño, ¿qué te ha pasado?

Hope entrecerró los ojos verdes.

—¿Cómo has podido ganar diez kilos desde la Nochevieja?

A pesar de que irradiaba amor, algunas cosas nunca cambiarían con Hope.

—Has encanecido. Mi pequeña —dijo Faith con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Oh! —exclamó de repente—. ¿Qué te has hecho en la cara?

—Sea lo que fuere lo que te ha sucedido —indicó Hope—, no pienso dejar que vayas a ninguna parte vestida de esa manera —titubeó—. A menos que te hayas unido al Ejército de Salvación. En ese caso, quiero que sepas que apoyo plenamente tu...

—Hola a las dos —las miró desde su altura superior—. Y ahora, si me disculpáis, he de irme corriendo. Tengo una entrevista de trabajo. Llegaré a casa a eso de las seis y pasaremos una velada fantástica juntas.

—¿Vas a ir a una entrevista de esa manera? Oh —la voz de Hope perdió todo su énfasis—. Ya veo lo que pretendes.

—¿Qué pretende? —preguntó Faith moviéndose alrededor de Charity como una mariposa desorientada.

—Nadie va a tragarse esas vetas blancas en tu pelo —afirmó Hope.

—Las mujeres con pelo negro a menudo encanecen pronto —se defendió Charity.

—Pero no de la noche a la mañana —indicó Hope—. El problema es que no tenías vetas blancas hace dos días.

—Tú lo sabes, pero Jason Segal no —suspiró y abandonó la idea tonta que una vez había tenido de que era adulta y podía hacer lo que le apeteciera sin necesidad de dar explicaciones a sus hermanas. Así como era la más alta, era y siempre sería la menor—. Es un brillante investigador veterinario de la Universidad de Wisconsin en Madison. Consiguió una beca para desarrollar un... —no querrían saber qué estaba desarrollando—. Puso un anuncio en el que solicitaba una asistente, de modo que le envié mi currículum y me invitó a una entrevista.

—Sigo sin creer que puedas ir a una entrevista con ese aspecto —insistió Hope—. Viola todos los principios de las buenas prácticas laborales.

—Tengo que presentarme así —soltó Charity—. He probado todo lo demás —adelantó las manos en gesto de súplica—. He hecho entrevistas para dos docenas de puestos para los cuales estoy perfectamente cualificada y nadie me contrató porque parezco demasiado... frívola. No quiero ser modelo. Quiero ser científica.

—No eres frívola. Sólo eres hermosa —expuso Faith—. Incluso ahora —pero la voz le tembló un poco al decirlo.

—Lo que sea. Pero no consigo que nadie me tome en serio. Ahora... —miró con orgullo su reflejo en el espejo que había sobre el fregadero—... parezco una mujer con un objetivo, una verdadera intelectual, y Jason Segal me va a contratar de inmediato. Volveré a mi entorno natural. Estudiar gusanos —sus hermanas palidecieron un poco, como cada vez que salía el tema de sus estudios en parasitología. Ni siquiera había sido capaz de lograr que le corrigieran la tesis.

—Si insistes en seguir esa carrera de gusanos —manifestó Hope después de tragar saliva—, en vez de maximizar tus recursos y potenciar tu carrera de modelo como haría cualquier otra mujer hermosa como tú, sigo pensando que te has pasado con la cicatriz.

Charity se pasó las uñas sin laca por el corte largo que se había fabricado en una mejilla.

—¿No parece realista?

—Es espantosa —musitó Faith.

—Bien. Entonces la conservaré.

—¿Te quemaste las pestañas en el mismo accidente? —inquirió Faith con expresión de empatía.

Charity intercambió una mirada con Hope que decía «Sigue sin comprenderlo».

—Me las corté con las tijeras de las cutículas. Volverán a crecer. Y simplemente me aclaré las cejas —miró el reloj de la cocina—. Si no me voy, llegaré tarde, lo cual violará todos los principios de las buenas prácticas laborales.

Hope la miró con ojos centelleantes.

—¿De verdad piensas dejarnos solas con todos estos animales? —con un brazo señaló la audiencia silenciosa... un rottweiler, un pit bull, un perro blanco de raza desconocida, terriers y gatos de todos los tamaños y colores.

—Sí. Hay un cepillo para la pelusa en el cajón de la cómoda, si te hace falta. Si Óscar vomita, no le deis nada para cenar salvo el arroz que hay sobre la cocina. Y no dejes a mano ninguna copa de vino. Supergato... —indicó un enorme gato gris que las miraba con ojos entrecerrados desde lo alto de la nevera—... tiene un problema con la bebida. Adiós —se despidió—. Os he preparado una cena fantástica —al llegar a la puerta se volvió—. ¿Os habéis fijado en mis ojos? Lentes de contacto. De dos tonalidades distintas. El óptico se mostró tan dulce y comprensivo —al ver las expresiones desconcertadas, sonrió.

 

 

En un descanso entre entrevistas en su despacho de la Facultad de Veterinaria en Madison, Jason Segal recogió una revista divulgativa para los amantes de los perros y vio otro artículo en que era citado. «El brillante y joven investigador veterinario, Jason Segal, nos ofreció la siguiente declaración en relación con el efecto del interferón en...»

Estrujó el artículo y lo tiró a la papelera. Se preguntó si nadie notaba que tenía algo más que cerebro.

Quizá no lo tenía.

No es que no le gustara a las mujeres. En la primaria lo habían buscado como amigo. En el instituto lo habían adulado. Desde el comienzo de la universidad se habían acostado con él. Pero siempre terminaban por necesitar ayuda con los deberes, o una redacción o un trabajo en el laboratorio.

Ni siquiera buscaban todo su cerebro. Sólo el hemisferio izquierdo. ¿Es que no veían que el derecho intentaba desesperadamente mantener el control sobre una hirviente masa de...?

Por el momento abandonó esa exploración interior y estudió el currículo que tenía abierto sobre el escritorio. Charity Sumner tenía unas credenciales magníficas. Necesitaba a alguien con su especialidad en laboratorio para tener éxito con el proyecto que le era tan querido.

Era incluso más joven que él, de apenas veintiséis años. Carecía de experiencia laboral, y en vista de esas magníficas credenciales, resultaba desconcertante el espacio en blanco que había entre su doctorado y el presente. Pero nunca se sabía. Quizá había tenido un hijo.

Por otro lado, tampoco podía permitirse el lujo de contratar a alguien mayor y más experimentado. Sus primeros trabajos habían generado el suficiente interés en él como para lograrle una beca, pero no enorme. Gran parte del dinero lo dedicaba a comprar suministros y equipo caro. De modo que contrataría la mejor ayuda que pudiera obtener al mejor precio que pudiera pagar. Estaba más que preparado para acabar ese proyecto y seguir adelante con su vida.

Una llamada suave sonó en la puerta de su despacho, y cuando dijo «Adelante», la mujer que debía ser Charity Sumner se detuvo en el umbral, confusa, como si tuviera que adaptar los ojos a la luz, y luego entró. Jason se vio obligado a agarrar el borde del escritorio para aquietar su reacción inmediata. Esa mujer no daba la impresión de haber tenido un bebé. Y sí de haber sobrevivido a un accidente de avión. A duras penas.

—No se levante, doctor Segal —pidió con energía—. Soy la doctora Sumner. Es un placer conocerlo.

—Soy Jason. Y si le parece bien, preferiría que nos tuteáramos —pidió poniéndose de pie de todos modos para estrecharle la mano.

Parecía ser veinte años mayor que lo que ponía en el currículo. Era alta, casi un metro setenta, y tirando a rellenita. Llevaba el pelo negro que comenzaba a encanecer recogido en un moño. Prácticamente carecía de cejas o pestañas, sin duda se las había quemado en el accidente, y sus ojos... sus ojos eran de dos tonalidades distintas de castaño, una más apagada que la otra. La blusa que llevaba con el desaliñado traje azul marino era de un espantoso color mostaza, aunque hacía juego con uno de sus ojos.

Se concentró en ese ojo para evitar mirar la cicatriz que le atravesaba la mejilla. En el acto su corazón se volcó con ella.

—Siéntate, Charity —ofreció con los labios secos.

—¿Has tenido tiempo de repasar mi currículo?

—Es impresionante —confirmó Jason—. He notado tu falta de experiencia laboral. Con un historial académico como el tuyo, habría pensado que elegirías enseñar o...

—Las cosas suceden —indicó ella de forma concisa—. Como lo que he estado haciendo en los dos últimos años no tiene nada que ver con el campo de la parasitología, supe que no te interesaría. Y con franqueza, yo tampoco estoy interesada en hablar de ello —se movió incómoda en la silla.

—He leído tu tesis —se apresuró a continuar él—. Excelente trabajo. Realmente importante —por primera vez, vio que algo de vida brillaba en sus ojos diferentes.

—Gracias. No puedo expresarte el placer que representa hablar de ella con alguien que no sufre arcadas con sólo oír el título.

Él bajó la vista al volumen grueso y encuadernado. En la tapa ponía: Cartografiar el Genoma de la Syngamus trachea. Desconocía la causa de que eso pudiera producirle arcadas a alguien.

—El tema es relevante para una línea de investigación que algún día me gustaría acometer.

—Lo sé —dijo ella, y su mejilla ilesa enrojeció un poco—. Leí tu estudio preliminar... antes de enviarte el currículo, y puedo ver hacia dónde puede conducir. Pero lo que haces ahora representará un paso vital para las medicinas canina y comparativa. Una vacuna para prevenir la infección causada por cualquier parásito gastrointestinal canino conocido. Es una perspectiva muy estimulante.

Y la verdad era que nunca había visto a una mujer tan entusiasmada con los parásitos gastrointestinales. La cualidad de su voz había cambiado. Antes había sido seca. En ese momento se había suavizado, adquirido un deje musical.

Tomó una decisión rápida. Carraspeó.

—¿Estás libre para aceptar el trabajo ahora?

—Sí.

El tono musical se desvaneció, dejando a su paso uno monótono.

—Realmente quiero decir ahora. En una semana a partir del lunes.

—Sí —reflexionó un momento—. Si puedo tomarme algún tiempo libre el mes próximo para cumplir varios compromisos anteriores. Será cuestión de medio día aquí y allí. Puedo proporcionarte las fechas.

—Podré arreglarlo —aceptó—. Bien, Charity, ya he entrevistado a dos candidatas, pero tú pareces la persona para el trabajo. ¿Quieres algún tiempo para pensártelo?

—No. Ya lo he pensado cuidadosamente. Sé que disfrutaré trabajando contigo en este proyecto.

En su rostro apareció un poco de expresividad, aunque Jason estuvo seguro de que intentaba ocultarla.

—Entonces, considéralo un trato —le sonrió. Al menos no había dicho que disfrutaría trabajando con «alguien tan brillante como tú»—. Hablemos de dinero y de beneficios —volvió a ponerse serio y bajo la vista a los papeles que tenía delante—. Me temo que no es un trabajo tan lucrativo como otros para los que estarías igualmente cualificada.

—Creo que lo es.

Fue una declaración tan extraña que alzó la vista y vio una expresión de absoluto deleite en el rostro poco agraciado. Algo en esa expresión le aceleró el corazón. Realmente quería ese trabajo. Y apostaría la beca a que lo desempeñaría bien.

—En ese caso, te enviaré ya al departamento de personal —se puso de pie—. Será mejor que te des prisa. Cierran a las cinco en punto.

Ella extendió la mano y él se la estrechó. Era una mano esbelta, y aunque los dedos eran largos y finos, resultaba pequeña en la suya, y suave. Ella lo miró y sonrió. O bien el accidente le había perdonado los dientes o bien se había colocado unas fundas blancas y brillantes. Fue consciente de una súbita sensación de confusión. No pudo imaginar de dónde surgía.

Ella se volvió y se dirigió a la puerta. A mitad de camino se detuvo y se quedó muy quieta durante un segundo, luego pareció bloquear las rodillas para continuar, aunque era más un contoneo, y salir del despacho.

«Pobrecilla. El accidente debe de haberle dañado las articulaciones. O quizá la vejiga».

Capítulo 2

 

CHARITY se contoneó por el pasillo hasta llegar a los servicios femeninos, donde se encerró en una cabina y se dejó caer sobre la tapa del inodoro, con la cara cuidadosamente equilibrada sobre las yemas de los dedos para no estropearse la cicatriz.

Tenía trabajo. En parasitología. El disfraz había funcionado. Podría renovar el conocimiento que tenía de los gusanos. No importaba nada más.

Pero no era así. Gimió en voz baja. Durante un instante, nada más verlo, había creído que las lentes de contacto la engañaban. Pero no era así. Sí, había conseguido un trabajo en parasitología, con un parasitólogo de aspecto fantástico, que no sólo era inteligente, sino muy guapo, un hombre rubio, de ojos verdes, musculoso y todo él masculino. Mientras que ella parecía...

En ese momento no tenía tiempo para pensar en ello. Estaba claro que no podía mantener el relleno bajo la cintura de los pantys. Al sentarse, las toallas se habían salido. Sintiéndose un poco más serena, volvió a acomodarlas en el interior de los pantys, y se dirigió hacia el despacho de personal.

O bien Jason los había llamado o bien la cicatriz explicó la disposición que mostraron para recibirla a las cinco menos un minuto.

Eran casi las siete cuando con pies silenciosos y pesados entró en su casa para encontrar a Hope en el suelo, tirándole juguetes a los gatos mientras Supergato daba vueltas en torno a la copa de vino que se había servido.

—Menos mal que dejé a Ch’I con Sam —le decía a Faith—. No me gustaría exponerla a estos rufianes.

¿Y qué hacía Faith? ¿Le leía a los perros? ¿Un libro sobre Lassie?

Fuera lo que fuere, los perros se habían acomodado en formación alrededor de su silla y la escuchaban con tanta atención que ni siquiera la habían oído aparcar delante de la casa. La escena bucólica terminó cuando trató de pasar detrás de ellos para ir al cuarto de baño a lavarse la cara.

—¿Qué pasó? —gritaron desde el otro lado de la puerta cerrada.

—Conseguí el trabajo.

Aullidos.

—¿Me traeríais el jersey púrpura que hay colgado de la puerta del armario? —pidió por encima de los gritos—. También los calcetines y unas mallas negras.