Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Sarah Morgan. Todos los derechos reservados.
LA CANTANTE Y EL MILLONARIO, N.º 2039 - noviembre 2010
Título original: Bought: Destitute Yet Defiant
Publicada originalmente por Mills & Boon
®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9246-9
Editor responsable: Luis Pugni


E-pub x Publidisa.

Capítulo 1

ABÍAN ido allí para matarla. El haber pasado dos años trabajando en uno de los peores barrios de la ciudad había aguzado sus sentidos y le había enseñado a mantenerse alerta. Siempre tenía los ojos bien abiertos, y los había visto enseguida. Desde el escenario podía ver al pequeño grupo de hombres sentados en torno a una de las mesas del local. Apuraban sus vasos, pedían más whisky, y le lanzaban miradas con ojos vidriosos y hablaban entre ellos, pero Jessica ignoró el vuelco en su estómago y siguió cantando. Era una canción de amor, algo de lo que probablemente no sabían nada los tipos solitarios que frecuentaban el local de Joe.

–¡Eh, muñeca! –le gritó un hombre sentado cerca del escenario, agitando un billete–. Me gustaría que interpretaras esa canción sólo para mí. Ven a sentarte en mi regazo.

Jessica retrocedió, echó la cabeza hacia atrás, y cantó la última estrofa de la canción con los ojos cerrados. Así podía imaginarse que estaba en otro lugar. No estaba en un apestoso club nocturno, cantando para un puñado de vagos y babosos, sino en una sala de conciertos, ante un público que había pagado lo que ella pagaba por un mes de alquiler sólo para escuchar su voz. En su imaginación no le dolía el estómago de hambre, no llevaba aquel barato vestido dorado lleno de remiendos… y no estaba sola. Fuera había alguien esperándola para llevarla a casa, a un hogar cálido, seguro y confortable.

La canción terminó, y Jessica abrió los ojos. Sí, había alguien esperándola, pero no era el hombre de sus sueños, sino aquellos matones salidos de una pesadilla. El miedo llevaba tanto tiempo siendo su sombra que estaba agotada de ansiedad; estaba cansada de estar mirando siempre detrás de sí.

La última advertencia que había recibido había sido una paliza que la había dejado llena de moretones y en cama durante una semana, pero esa vez no habían ido allí para hacerle una advertencia. Con la boca seca y el corazón martilleándole en el pecho, Jessica se recordó que tenía un plan… y una navaja en la liga, bajo la falda.

Sentado al fondo de aquel sórdido antro, la penumbra lo envolvía en un anonimato que le era extraño en la vida que llevaba, siempre perseguido por los flashes de las cámaras. La noche anterior, sin ir más lejos, había caminado por la alfombra roja con una estrella del brazo. Sus negocios lo habían convertido en multimillonario antes de los treinta, pero tiempo atrás había vivido en un barrio como aquél, rodeado de borrachos, de violencia y de muerte. Había crecido en ese ambiente y había estado a punto de ser arrastrado a sus cloacas, pero gracias a su implacable fuerza de voluntad se había liberado y había cambiado de vida.

Otro hombre habría enterrado aquellos años, pero Silvio detestaba fingir, y no estaba dispuesto a pedir perdón por sus orígenes. Incluso le divertía que las mujeres encontraran atractiva la cicatriz junto a su boca, un recordatorio visible de su oscuro pasado.

Nada suscitaba tanto interés en una mujer como un hombre con aspecto de «chico malo»; les gustaba la idea de coquetear con el peligro… el mismo peligro en el que vivía envuelta la joven del escenario.

No podía creer lo bajo que había caído, y mientras la miraba lo invadió una sensación de culpabilidad, porque era culpa suya que estuviera llevando esa clase de vida.

Su tensión fue en aumento al ver el suave contoneo de sus caderas, y al tipo que estaba sentado en la mesa de al lado se le resbaló el vaso de entre los dedos. El ruido del cristal al estrellarse contra el suelo era algo a lo que estaban acostumbrados los parroquianos del local, y nadie se volvió a mirar.

Silvio también permaneció impasible frente al vaso de whisky sobre su mesa, que no había probado. No era más que parte del decorado; tenía que mantener la mente despejada. Era un hombre que respondía de sus errores, y estaba allí para poner remedo a un error. Jamás debería haberla dejado. Por difíciles que se hubieran puesto las cosas entre ellos, por mucho que ella lo odiara, no debería haberse apartado de ella.

La joven se movía con gracia por el escenario, seduciendo a su público con sus ojos verdes y esos labios brillantes cargados de promesas.

Silvio la había visto crecer, la había visto pasar de niña a mujer, y la naturaleza no había sido generosa con los encantos que le había dado, había sido espléndida. Jessie explotaba esos encantos mientras cantaba con sentimiento, con pasión, y su increíble voz hizo que un escalofrío le recorriera la espalda. Mientras la observaba contonearse, notó que se excitaba, y esa reacción lo irritó porque nunca se había permitido pensar en ella de esa manera. Apretó la mandíbula, y se recordó que la química que había entre ellos era algo prohibido.

Jessie estaba cantando una balada, lenta y sensual, en la que una mujer le hacía reproches al hombre que le había partido el corazón. Silvio entornó los ojos. Sabía que el sentimiento que imprimía a la letra no procedía de su experiencia; Jessie jamás le había entregado a ningún hombre su corazón. En su niñez se había encerrado en sí misma, y su hermano había sido el único capaz de traspasar el muro que había levantado entre el mundo y ella.

Silvio decidió tomarse el whisky después de todo, y se bebió el vaso de un trago sin apartar los ojos ni un segundo de la joven sobre el escenario.

Los rizos, del color del ébano, le caían sobre los hombros desnudos, y un vestido dorado cortísimo real zaba sus tentadoras curvas, sin dejar apenas nada a la imaginación. El whisky le quemaba la garganta. ¿O sería tal vez la ira? No podía creer que estuviese malgastando su vida de aquella manera. Le estaba costando un esfuerzo sobrehumano no ir a bajarla del escenario y sacarla de allí a rastras, lejos de los ojos golosos y las mentes pervertidas de aquellos hombres.

Sin embargo, no quería atraer la atención sobre sí. Aquélla sería la última vez, se prometió, la última vez que la joven cantase en aquel local de mala muerte.

El camarero se le acercó, pero Silvio rechazó el ofrecimiento de otro whisky sacudiendo la cabeza, y sus ojos se apartaron de Jessie para fijarse en un grupo de hombres sentados a unas cuantas mesas de él.

Conocía a cada uno de ellos y sabía el peligro al que se enfrentaba. Se había equivocado al pensar que Jessie estaría mejor sin él. Debería haberla ignorado cuando le había pedido que saliera de su vida, pero no había podido defenderse de sus acusaciones porque todo lo que le había dicho era cierto.

Silvio apretó los labios. Había elegido el peor día posible para reaparecer en su vida. Aquella noche era el tercer aniversario de la muerte del hermano de Jessie, y él era responsable de su muerte.

Sabiendo que no había tiempo, Jessica no se cambió después de su actuación, y en menos de un minuto salió del diminuto cuchitril que Joe tenía la desfachatez de llamar «camerino», y se dirigió a la puerta trasera con una fina rebeca sobre los hombros, unas zapatillas de deporte, y los zapatos de tacón en la mano. Tenía los pies destrozados por culpa de aquellos zapatos baratos.

El corazón le latía como si fuera a salírsele del pecho y las palmas de las manos le sudaban, pero se obligó a centrarse. ¿Habrían elegido esa noche por su significado, o sería sólo una coincidencia? Se le hizo un nudo en la garganta al pensar en su hermano. Johnny siempre había estado a su lado, pero cuando él se había metido en problemas ella no había sido capaz de salvarlo, pensó con pesadumbre mientras salía al oscuro callejón.

–¡Pero si es nuestra muñequita! –dijo una voz masculina en tono burlón.

Los hombres que habían ido por ella surgieron de entre las sombras.

–¿Tienes el dinero, o estás dispuesta a ofrecernos un espectáculo privado?

El miedo hizo estremecer a Jessie, pero logró esbozar una sonrisa.

–No tengo el dinero, pero tengo algo mejor –respondió insinuante–. Claro que desde tan lejos no podré dároslo –le dirigió al líder una sonrisa provocadora y le hizo señas para que se acercara–. Tendréis que acercaros; de uno en uno.

El hombre soltó una risotada.

–Ya sabía yo que entrarías en razón. ¿Pero por qué vas tan tapada?

Avanzó hacia ella, y Jessie tuvo que hacer un esfuerzo para permanecer donde estaba y no gritar.

–Está lloviendo –respondió, empezando a desabrocharse los botones de la rebeca. El tipo puso unos ojos como platos y su cerebro dejó de funcionar. «Los hombres son tan predecibles...»–. Y tengo frío.

–No por mucho tiempo, muñeca. Nosotros te haremos entrar en calor –el tipo se detuvo frente a ella con chulería, pavoneándose ante sus compañeros–. ¿Y esos zapatos de tacón tan sexys? –agarró la rebeca para quitársela, y como aún tenía un botón abrochado, al tirar de ella la rasgó–. Espero que no te los hayas olvidado, encanto, o tendré que castigarte.

–Pues claro que no –replicó ella con voz almibarada–. De hecho... los tengo aquí mismo.

Furiosa por que le hubiera destrozado su única rebeca, Jessie sacó la mano derecha de detrás de la espalda, y le clavó el tacón de aguja en la ingle con todas sus fuerzas.

El hombre se dobló con un aullido de dolor, se desplomó sobre las rodillas y rodó de costado. Jessie se quedó inmóvil un instante al verlo retorciéndose en el suelo, antes de dejar caer los zapatos y echar a correr.

Sus deportivas salpicaban ruidosamente el agua sucia de los charcos a su paso, el aliento jadeante le desgarraba los pulmones, y las rodillas le temblaban de tal modo que apenas podía controlar sus piernas.

Tras de sí oyó gritos, palabrotas, y luego un estruendo de pisadas: el resto de la banda había echado a correr detrás de ella.

Se sentía como una liebre siendo perseguida por una jauría de perros de caza, con el inevitable y aterrador final cerniéndose sobre ella. Fue entonces cuando chocó contra algo sólido y un par de fuertes manos la agarraron, deteniendo su carrera.

Oh, Dios... Uno de ellos le había dado alcance; estaba atrapada. Todo había acabado. Se quedó paralizada, igual que un pájaro asustado entre las garras de un halcón, pero al oír cómo los gritos y el ruido de pisadas se aproximaban cada vez más, su instinto de supervivencia la hizo reaccionar.

Levantó la pierna para pegarle un rodillazo en la ingle al hombre que la había atrapado, pero él fue más rápido y sin pronunciar palabra le rodeó la cintura con un brazo y la apretó contra él, asegurándose así de que no tendría espacio para maniobrar. Pegada como estaba a sus fuertes muslos, a Jessie no le pasó desapercibido el cambio que el roce entre ambos había provocó en cierta parte de su anatomía.

Aprovechando la situación bajó una mano por su musculoso cuerpo, y cubrió el notable bulto con la palma de la mano. El hombre, que no se esperaba aquella treta, aspiró entre dientes y el brazo con el que la estaba sujetando se relajó. El puño de Jessie impactó con su rostro y sin perder un segundo la joven echó a correr de nuevo.

Sin embargo, no llegó muy lejos antes de que los brazos volvieran a cerrarse en torno a ella, zarandeán

dola igual que a una muñeca de trapo.

¡Maledizione! ¡No vuelvas a hacer eso!

Aquella voz, que reconoció de inmediato, la hizo estremecerse por dentro. Sorprendida, alzó la mirada hacia el rostro del hombre al que acababa de dar un puñetazo.

–¿Silvio...?

¡Stai zitto! Ni una palabra –le ordenó él.

Sus dedos le apretaron las muñecas, haciéndole daño, cuando los hombres les dieron alcance, pero Jessie no podía salir de su asombro. Silvio Brianza... Los recuerdos del último día que lo había visto acudieron a su mente como fogonazos, recuerdos que había desterrado.

–Eh, gracias por detenerla –dijo uno de los hombres.

Jessie se preguntó si el tipo al que le había clavado el tacón del zapato seguiría tendido en el callejón, retorciéndose de dolor.

Le daba igual; aquellos matones ya no le preocupaban. De pronto el aire estaba cargado por una tensión muy distinta, y no podía pensar en otra cosa que no fuera el hombre contra cuyo musculoso cuerpo estaba pegada cada curva del suyo.

Hizo un intento por zafarse, pero era como estar entre las fauces de un cepo, y Silvio gruñó irritado. ¿Por qué había tenido que ser Silvio quien acudiese en su auxilio?

–Suéltame; no quiero tu ayuda.

–Ya, como te las apañas tan bien sola... –le espetó él.

Jessie enrojeció humillada.

–Puedo arreglármelas –masculló.

Sin embargo, sabía que él jamás la soltaría. Silvio Brianza era demasiado hombre como para dejar a una mujer a merced de aquellos brutos. Hizo mal en pensar en su hombría, porque al recordar lo que había sentido al tocarlo las mejillas se le arrebolaron. Agradecida por que la oscuridad disimulase su rubor, a Jessie se le escapó una risita histérica. Pensar en algo así cuando estaban a punto de matarla. Nadie más que Silvio tenía ese efecto en ella.

–Ahora apártate; es nuestra –le dijo el líder del grupo–. Entréganosla y vuelve a tu lujoso coche. No tenemos nada contra ti.

¿Lujoso coche? Jessie giró la cabeza y al final de la sucia y mal iluminada calle vio un Ferrari, símbolode lo lejos que Silvio había llegado. Él había dejado atrás todo aquello; aquél ya no era su mundo. ¿Qué estaba haciendo allí?

El hombre al que había golpeado con el tacón del zapato se unió en ese momento al resto de la banda, y en sus ojos vidriosos y llenos de ira Jessie vio su propia muerte.

Mientras se preparaba para el final, sus pensamientos se tornaron extrañamente indiferentes. Con Silvio a su lado habría una pelea, pero era una que no podría ganar. ¿Sería un final rápido? ¿Por una herida de navaja? ¿Por una bala?

De pronto se dio cuenta de que no quería que Silvio muriera; no por ella. Inspiró para hablar, pero antes de que pudiera pronunciar palabra, los labios de Silvio tomaron los suyos en un beso breve pero abrasador.

Jessie estaba demasiado sorprendida como para protestar. Sus labios cedieron a la presión de los de él, y el beso diluyó el miedo. Lejos de resistirse, le respondió con pasión, casi de un modo desesperado.

Durante la mayor parte de su adolescencia había fantaseado con ese momento, incluso después de aquella terrible noche, cuando su mundo se oscureció y su actitud hacia él se vio irrevocablemente alterada.

Sin embargo, ninguno de todos sus sueños había sido tan real como aquel instante. Su boca alejó todo pensamiento de su mente, excepto uno: que si tuviera que escoger un momento para morir, sería aquél.

En medio de la bruma que tejía el deseo, oyó las risitas burlonas de los hombres que los observaban.

–¡Eh, tío, deja algo para los demás! –se quejó uno de ellos.

Jessie, a quien aún le daba vueltas la cabeza por el beso, no se dio cuenta de que Silvio la había soltado, hasta que éste avanzó, abandonando las sombras. Aquel simple movimiento ocultaba una amenaza velada, y Jessie se estremeció mientras lo observaba, asustada y fascinada al mismo tiempo.

Silvio no dijo nada. Su rostro permaneció impasible, frío, sin delatar emoción alguna, mientras miraba fijamente a los hombres.

Y éstos, extrañamente, en lugar de atacarle, comenzaron a retroceder. Confundida, Jessie se preguntó por qué habrían de retroceder seis hombres ante uno. Alzó la vista hacia Silvio, y entonces vio qué había parado los pies a la banda de matones: la inconfundible cicatriz que recorría la mejilla izquierda de Silvio. Era la única imperfección en un rostro tan perfecto que podría haber sido esculpido por el mismísimo MiguelÁngel.

Uno de los hombres farfulló algo como «Es el siciliano...», y Silvio les dijo algo que Jessie no alcanzó a oír. Luego se dio media vuelta y regresó junto a ella con una calma inexplicable. Jessie quería gritarle que tuviera cuidado, que no debería haberles dado la espalda, pero los hombres parecían haber caído bajo un hechizo inmovilizador.

Cuando llegó junto a ella, Silvio alzó una mano y le acarició el cabello, un gesto impropio en una situación de peligro como aquélla. Fue una caricia deliberada y posesiva a la vez, como si quisiera poner de relieve la relación entre ellos, cosa que Jessie no comprendía porque ya no tenían ninguna relación. Había quedado reducida a añicos tres años atrás en una mugrienta habitación, en presencia del cuerpo sin vida de su hermano.

Silvio dejó caer la mano.

Andiamo –le dijo a Jessie–. Entra al coche.

Ella obedeció, no porque quisiera, sino porque estaba tan hipnotizada por el aura de autoridad que desprendía como los miembros de la banda.

Momentos después, cuando Silvio se sentó al volante del Ferrari y puso el motor en marcha, Jessie vio que tenía la mandíbula apretada, y supo que se había equivocado: no estaba calmado en absoluto. Era evidente que estaba luchando por contener la ira que estaba devorándolo por dentro, y ese pensamiento la hizo estremecerse. Nunca lo había visto así; jamás lo había visto perder el control.

–Silvio...

–No digas ni una palabra –la cortó él con voz ronca, los nudillos sobre el volante blancos por la tensión. Ni siquiera la miró, sino que mantuvo la vista al frente mientras recorrían las calles de los bajos fondos de Londres a toda velocidad, como si estuvieran participando en un rally.

Ahora que el peligro había pasado, los pensamientos de Jessie no podían ser más confusos. La adrenalina que se había disparado por sus venas momentos antes se había diluido, y sólo podía pensar en aquel beso. Su cuerpo todavía temblaba por la presión de los labios de él sobre los suyos, y cuanto más recordaba la pasión con la que le había respondido, más horrorizada se sentía. ¿Habría notado Silvio el modo en que había reaccionado?

¿Y cómo podía haber reaccionado de aquella manera? Un sentimiento de repulsión se deslizó por entre los vericuetos de su alma, y se asentó en lo más profundo de ella como una pesada y fría piedra. ¿Acaso no tenía vergüenza? ¿Cómo podía haber respondido de ese modo al beso de un hombre al que se había pasado odiando durante los últimos tres años?

Miró a Silvio. Los signos visibles del éxito no lo habían cambiado: el caro reloj en su muñeca, el coche que estaba conduciendo... Ninguna de esas cosas habían contribuido a hacer de él el hombre que era. Bajo aquel sofisticado exterior que le permitía mezclarse con la gente más rica e importante de la sociedad, Silvio estaba hecho de acero, pensó apartando la vista de él.

–Te llamaron «el siciliano» –dijo sin poder resistirse a lanzarle otra mirada–. A pesar del tiempo que hace que dejaste esa vida, tu reputación aún asusta a tipos como ésos. Sabían quién eras –se quedó mirándolo fascinada, preguntándose por qué estaba tan enfadado–. ¿Por qué has venido a esta parte de la ciudad?

–Me habían llegado rumores sobre un puñado de matones que iban detrás de cierta chica con una voz de oro–masculló él cambiando de marcha con brusquedad, antes de girar y pisar de nuevo el acelerador. La cabeza de Jessie rebotó contra el reposacabezas de su asiento–. ¿Cuánto dinero les debía tu hermano?

Jessie esbozó una sonrisa amarga. No le sorprendía en absoluto que supiese la verdad. Silvio tenía contactos en todos los estratos, una red que habría sido la envidia de la policía y de aquéllos que querían llegar a escalar puestos en la sociedad.

–Veinte mil libras –respondió, deseando que la cantidad no sonase tan aterradora como era–. En rea lidad era el doble, y he conseguido pagar la mitad de la deuda, pero aún no está saldada y por eso vinieron esta noche por mí.

Los ojos de Silvio relampagueaban cuando giró la cabeza un instante para mirarla.

–¿Les has pagado? –dijo él entre dientes.

–Bueno, no puede decirse que tuviera elección.

Silvio volvió a cambiar de marcha casi con violencia.

–Pero podías haber acudido a la policía.

Jessie se preguntó si se habría dado cuenta de que acababa de saltarse un semáforo.

–Eso habría empeorado las cosas.

–¿Para quién? Los ciudadanos que respetan las leyes no deberían tener miedo de la policía, Jessie. ¿O acaso temías que te arrestaran?

El tono de desprecio en su voz la dejó perpleja hasta que lo vio lanzar una mirada irritada a sus muslos y comprendió. Creía que era una... ¿Por eso estaba furioso? La sola idea la dejó tan aturdida que tardó un rato en responder.

–¿A qué crees que me dedico?

–Imagino que a lo mismo que el resto de chicas de ese club.

Creía que era una prostituta. Jessie se echó a reír. Era eso o echarse a llorar, y no iba a llorar, y menos delante de él. Todo lo que había tenido que llorar ya lo había llorado en privado.

–¿Te parece gracioso? –gruñó él, pisando de nuevo el acelerador.

–Hago uso de lo que Dios me ha dado. ¿Qué hay de malo en eso?

Decir aquello fue una estupidez, una provocación, como agitar un pañuelo rojo delante de un toro, y aunque se arrepintió en el momento en el que las palabras cruzaron sus labios, ya era demasiado tarde.

Silvio detuvo el coche con un brusco frenazo, y cuando la miró, con esos ojos incandescentes de furia, Jessie se encogió en el asiento.

–Si tan desesperada estabas por conseguir dinero –le dijo con aspereza–, podrías haber acudido a mí. No importa lo que ocurrió entre nosotros; nada de eso importa. Si tenías problemas, deberías haberte puesto en contacto conmigo.

–Tú eres la última persona del mundo a la que le pediría ayuda –replicó ella.

Sin embargo, sus palabras apenas sonaron convincentes, abrumada como estaba por los sentimientos que se agolpaban en su interior: una mezcla de desprecio por sí misma, y de un anhelo desesperado que la asustaba. No quería sentirse así.

–Ese orgullo puede acabar contigo, Jessie.