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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Anne Mather. Todos los derechos reservados.
RELACIÓN PROHIBIDA, N.º 2054 - febrero 2011
Título original: Innocent Virgin, Wild Surrender
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9769-3
Editor responsable: Luis Pugni

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Relación prohibida

Anne Mather

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Capítulo 1

–¿Es la primera vez que viene a San Antonio?

Rachel apartó la vista del exótico paisaje que había más allá del aeropuerto para mirar al taxista.

–¿Qué? Ah, sí. Es la primera vez que vengo al Caribe –admitió–. Casi no puedo creer que esté aquí.

¿Acaso no era la verdad? Una semana antes no había tenido ninguna intención de tomarse un descanso e ir a pasar unos días a aquel lugar, pero entonces su padre le había dado la noticia de que su madre lo había abandonado. Al parecer, Sara Claiborne había dejado su casa y a su marido para irse a la pequeña isla de San Antonio, a visitar a un hombre al que había conocido varios años antes.

–¿Te ha dicho cuándo va a volver?

Había sido la primera pregunta que le había hecho Rachel a su padre.

–Querrás decir que si va a volver, ¿no? –había murmurado éste con amargura–. Si no vuelve, no sé qué voy a hacer.

Rachel se había sentido perdida. A pesar de haber pensado siempre que el de sus padres era un matrimonio sólido, en ocasiones había visto que ellos se trataban con cierta ambivalencia. Además, su madre siempre le había dado a entender con su actitud que aquello no era asunto suyo y Rachel había dado por hecho que lo único que pasaba era que se trataba de dos personas con una actitud diferente hacia la vida.

No obstante, había pensado que Sara y Ralph Claiborne se querían y que, al contrario de lo que había ocurrido con el matrimonio de muchos de sus amigos y vecinos, el suyo no se rompería ni por una pelea ni por una infidelidad.

¿Pero qué sabía ella? Con treinta años, seguía soltera y virgen, así que no era quién para juzgar.

–¿Quién es ese hombre? –le había preguntado a su padre.

–Se llama Matthew Brody –había contestado éste con cierta reticencia–. Lo conocía desde hacía años, como ya te he dicho. Quiero que vayas por ella, Rachel, y que la traigas a casa.

–¿Yo? –había dicho ella, mirándolo con incredulidad–. ¿Y por qué no vas tú?

–Porque no puedo. No puedo. Seguro que lo entiendes. ¿Qué haría si me rechazase?

«Lo mismo que yo, supongo», había pensado ella con tristeza. Se había dado cuenta de que, fuese quien fuese aquel hombre, su padre lo veía como una amenaza para su relación, así que ella no podía negarse a ayudarlo, teniendo en cuenta lo que había en juego.

Le molestaba que su madre hubiese decidido encontrarse con aquel hombre en una isla del Caribe, pero cuando le había preguntado a su padre al respecto, éste le había explicado que Matthew Brody vivía allí. También le molestaba no haberse dado cuenta antes del distanciamiento entre sus padres.

Aunque nunca había estado demasiado unida a su madre. No tenían los mismos intereses ni les gustaban las mismas cosas. Con su padre era distinto.

Rachel suspiró al recordar el resto de la conversación. Le había dicho a su padre que no podía marcharse sin más de su trabajo en un periódico local.

–Yo hablaré con Don –le había asegurado su padre–. Le explicaré que Sara necesita unas vacaciones y que, como yo no puedo acompañarla, te he pedido que lo hagas tú. No se negará a darte un par de semanas libres sin sueldo. Sobre todo, porque mientras que toda la plantilla estaba de baja con la gripe, tú has seguido funcionando.

–He tenido suerte –había protestado Rachel en vano.

Porque Don Graham, el director del periódico, y su padre habían ido al colegio juntos. Y Ralph Claiborne consideraba que si ella tenía ese trabajo, era gracias a él. Y tal vez tuviese razón, pero Rachel prefería no creerlo. Era cierto que había empezado a trabajar nada más terminar la universidad, pero le gustaba pensar que había conseguido el puesto por méritos propios.

A la mañana siguiente, Don Graham la había llamado a su despacho y le había dicho que ya había buscado a otra chica para que la relevase en el departamento de publicidad.

–Tu padre me ha contado que tu madre no ha estado bien durante todo el invierno, así que te voy a dar un par de semanas, pero no te acostumbres, ¿eh?

Así que allí estaba, a cuatro mil quinientos kilómetros de casa, sin tener ni idea de cómo iba a manejar la situación. Estaba segura de que su madre todavía quería a su padre, pero no sabía si ese amor podría perder fuerza frente a otro vínculo. ¿Quién sería el tal Matthew Brody? ¿Y por qué tenía ella tan mal presentimiento?

–¿Está de vacaciones?

El taxista había vuelto a hablarle y ella sabía que sólo intentaba ser amable, pero no tenía ganas de contestarle.

–¿De vacaciones? –repitió, humedeciéndose los labios–. Sí, supongo que sí.

No debía de ser la respuesta correcta, porque el taxista la miró a los ojos por el retrovisor, con curiosidad y cautela al mismo tiempo.

Para distraerse, Rachel volvió a centrarse en el paisaje. Una vez fuera del aeropuerto, la carretera era estrecha y no estaba asfaltada, pero la animó ver el mar y las playas de arena casi blanca. En cualquier caso, aquélla sería una experiencia completamente nueva, e intentaría disfrutarla lo máximo posible.

Nunca había oído hablar de aquella isla, situada en la costa de Jamaica, cerca de las islas Caimán, pero sin ser una de ellas. Según su padre, la isla tenía vida gracias al azúcar de caña, al café y, por supuesto, al turismo.

–¿Se va a quedar mucho tiempo?

–Dos semanas.

Al menos, en eso podía ser sincera. Siempre y cuando su madre no la mandase de vuelta nada más verla. Y ella no sabía si tendría la motivación suficiente para quedarse allí en esas circunstancias.

Aunque poder, podría, ya que su padre le había reservado una habitación en el único hotel de San Antonio, y no había motivo para echar la reserva a perder, ya que la habían conseguido sólo gracias a que otra persona había cancelado su viaje en el último momento.

–¿Le gustan los deportes acuáticos, señorita?

El taxista estaba decidido a averiguar más cosas sobre ella, y Rachel puso mala cara.

–Me gusta nadar –le dijo.

–Aquí hay poco más que hacer –persistió él–. No hay cines ni teatros. No hay mucha demanda de ese tipo de cosas.

–Supongo que no –murmuró Rachel, sonriendo con cinismo.

Al menos, el hombre había tardado diez minutos en hacer un comentario relacionado con su aspecto. No pensaba que, con su edad, estuviese interesado por ella, pero la había asociado más al tipo de vida nocturna de lugares como La Habana o Kingston.

Rachel hizo una mueca. Después de toda una vida, al menos, desde que era adulta, esquivando los comentarios personales y a las insinuaciones sexuales, había aprendido a hacer caso omiso de todas las referencias a su cara y a su cuerpo. Era cierto que era muy alta, rubia, con unos pechos generosos y las piernas largas. ¿Y qué? No le gustaba cómo era, ni cómo la miraban los hombres. Y ése debía de ser el motivo por el que estaba soltera e iba a seguir así a corto plazo.

De más joven, le había preocupado su altura y su aspecto. Había deseado ser más baja, más morena, como su madre. Cualquier cosa con tal de no destacar cuando estaba con un grupo de chicas de su edad.

Pero los años de universidad le habían enseñado que los chicos nunca iban más allá de las apariencias. Como era rubia, tenía que ser tonta y superficial.

–¿Estamos lejos de la ciudad? –preguntó, echándose hacia delante.

–No –respondió el taxista, tocando el claxon antes de adelantar a un carro tirado por una mula y cargado de bananas.

–Se aloja en el Tamarisk, ¿verdad?

–Sí. Tengo entendido que es un hotel pequeño. Supongo que estará lleno en esta época del año.

–Sí, claro. Enero y febrero son los meses con más turismo.

–Umm.

Rachel no comentó nada. Se estaba preguntando cómo sacar el nombre de Matthew Brody a relucir. Era una isla pequeña, con pocos habitantes. ¿Lo conocería aquel hombre?

La carretera, que hasta entonces había bordeado el acantilado, se dirigió hacia el interior y Rachel observó la espesa vegetación, llena de color. A pesar de ser tarde, el brillo del sol seguía siendo cegador.

Se dio cuenta de que se estaban acercando a la pequeña ciudad de San Antonio. Vio casas a lo lejos, algunas con un poco de terreno para el ganado o algo de cosecha, y algunos puestos de bocadillos y de helados en la carretera.

Poco después, la carretera se dividió en dos carriles, separados por una hilera de palmeras. Rachel empezó a ver tiendas y casas con los tejados y los balcones adornados de buganvillas. Muchos rostros antillanos la miraron al pasar desde detrás de las verjas de hierro.

–Supongo que no conocerá a un hombre llamado Brody –sugirió por fin, dándose cuenta de que no podía perder más tiempo.

–¿Jacob Brody? –inquirió el taxista, sin esperar a que ella le dijese que no–. Claro, todo el mundo lo conoce. Su hijo y él son los propietarios de casi toda la isla.

A Rachel la sorprendió. Su padre no le había contado nada acerca de los Brody y ella se había imaginado que el tal Matthew Brody sería una especie de playboy. Y que su madre y él tenían una aventura.

–Esto...

Iba a preguntarle si Matthew Brody tenía alguna relación con el tal Jacob cuando llegaron al hotel. Una estructura de estuco de dos plantas, con una fuente en el patio delantero.

–Ya estamos.

El conductor abrió su puerta y salió. Luego, le abrió la puerta a Rachel y fue a la parte trasera del vehículo para sacar la maleta del maletero.

Rachel lo siguió y le dio un puñado de dólares. Nunca sabía cuánta propina debía dar, pero, a juzgar por la expresión del hombre, en esa ocasión se había pasado.

–¿Conoce a los Brody? –le preguntó el taxista, asociando su generosidad al hombre del que le acababa de hablar.

Rachel negó con la cabeza.

–No –se limitó a contestar–. Puedo sola –añadió, tomando la maleta–. Gracias.

–Ha sido un placer. Si necesita algo más mientras esté aquí, dígaselo a Aaron –señaló hacia el hotel con un movimiento de cabeza–. Tiene mi número de teléfono.

Rachel dudó que volviese a requerir sus servicios, pero le sonrió de manera educada y pensó que, a partir de entonces, tendría que tener más cuidado con cómo gastaba el dinero. No podía permitirse ir tirándolo por ahí.

Subió los dos escalones que daban a un amplio porche con sillas y mesas de mimbre, y entró en la recepción. Se fijó en que había flores por todas partes.

Levantó la vista y se dio cuenta de que las habitaciones del segundo piso daban todas a un balcón curvo que daba al interior.

Una chica guapa, de rasgos antillanos, la observó desde el mostrador.

–Hola, bienvenida al Tamarisk –le dijo la joven con sonrisa practicada–. ¿Tiene una reserva señorita...?

–Claiborne –terminó Rachel–. Fue hecha hace sólo unos días.

–Por supuesto.

Mientras la chica comprobaba la reserva en el ordenador, Rachel aprovechó para mirar a su alrededor.

El hotel era pequeño, pero bonito. Además de ser luminoso, el ambiente tenía un agradable olor dulce y a especias. El aire en el exterior le había parecido cargado y húmedo, pero en la recepción soplaba una ligera brisa que le refrescaba la piel.

–Aquí está, señorita Claiborne.

La chica, que según la etiqueta que llevaba puesta se llamaba Rosa, había encontrado lo que estaba buscando. Sacó un bolígrafo del cajón que tenía delante y le tendió un formulario.

–Rellene esto –le pidió–. Luego le diré a Toby que la acompañe a su habitación.

–Gracias.

Rachel cumplimentó el formulario y estaba releyéndolo para cerciorarse de que había dado toda la información necesaria cuando notó que el aire se espesaba de repente. Alguien acababa de entrar en el vestíbulo y, a juzgar por lo recta que se había puesto la recepcionista, debía de ser alguien a quien quería impresionar.

Un hombre, pensó Rachel con ironía. Dudaba que Rosa se esforzase tanto por alguien de su mismo sexo. Incapaz de resistirse, miró hacia detrás por debajo de su brazo y vio unos mocasines marrones y unos muslos musculosos enfundados en unos vaqueros negros.

Sin duda, se trataba de un hombre. Se puso recta ella también. Las mujeres eran demasiado predecibles. ¿Acaso no se daban cuenta de que sus reacciones eran muy obvias para los hombres?

–Hola, Matt.

¡Matt!

Rachel pensó que era una gran coincidencia. Se giró para ver al culpable de tanta excitación y vio a un hombre alto y moreno, de hombros anchos.

Supuso que era atractivo, desde un punto de vista atlético. Intentó mostrarse indiferente, pero no pudo. La camisa de manga corta que iba a juego con los pantalones se le salía de éstos en algunas partes. Era muy sexy. Y en la parte superior del brazo llevaba tatuado a una especie de depredador alado.

Tenía la piel de color aceituna e iba muy bien afeitado. Su pelo era grueso y liso, y un poco demasiado largo para su gusto, aunque a Rosa parecía encantarle.

–Eh, el señor Brody lleva todo el día llamando, preguntando por ti –le dijo ésta en tono seductor–. Te está buscando. Si fuese tú, lo llamaría.

–¿Podrías hacerlo, ahora?

A Rachel se le hizo un nudo en el estómago. A pesar de estar convencida de que aquél era el hombre al que estaba buscando, su voz hizo que se le despertasen todos los sentidos. Era profunda, oscura, como la melaza. Y, aunque fuese contradictorio, también le pareció sensual.

Eso la molestó bastante. No estaba acostumbrada a reaccionar así ante un hombre. Y si aquél era el hombre al que había ido a ver su madre, el caso era todavía más alarmante.

Pero no podía ser él. Por supuesto que no. Aquel hombre debía de ser al menos diez años más joven que Sara Claiborne y demasiado sexy. Si lo era, y si su madre había conseguido llamar su atención, Ralph Claiborne no tendría nada que hacer.

Rachel se preguntó qué estaría haciendo él allí. ¿Estaría su madre alojada en el mismo hotel? No podía preguntárselo así como así. ¿Sería capaz de ganarse su confianza?

Apretó los labios con resignación.

Probablemente, no.

Capítulo 2

El hombre se acababa de fijar en ella.

Bueno, era normal, estaba justo delante de él, mirándolo como si fuese la primera vez que había visto a un hombre en toda su vida. Y por eso mismo notó calor en las mejillas. Se giró enseguida hacia el mostrador, pero segura de que él se había dado cuenta.

Rosa estaba completando la reserva con un ojo puesto en lo que estaba haciendo y el otro puesto en él. Abrió otro cajón y sacó una pequeña carpeta en la que había una llave. Luego tocó la campana que tenía al lado.

–¿Se está registrando?

Rachel se sobresaltó. La voz profunda, de melaza, le estaba hablando a ella, que tragó saliva y miró en su dirección.

–Ah, sí –respondió, sin saber por qué se lo preguntaba–. ¿Y usted?

Él sonrió mucho, pero sin ironía, y Rosa saltó enseguida:

–El señor Brody es el dueño del hotel.

Había desdén en su voz. Entonces apareció un joven de aspecto antillano y lo miró a él.

–Toby, acompañe a su habitación a la señorita Claiborne –giró la vista hacia ella–. Espero que disfrute de la estancia.

–¿Claiborne? –le dijo Matt Brody antes de que a Rachel le diese tiempo a moverse.

Se había puesto a su lado en el mostrador y, de repente, ella notó el calor que desprendía su cuerpo y el olor a limpio de su piel. Era más alto que ella, algo poco habitual.

Pero lo más inquietante era que le atrajese tanto. Era una experiencia nueva para ella, una experiencia que no sabía cómo manejar.

Él la estudió con sus ojos verdes, enmarcados por unas pestañas largas y oscuras, unas pestañas por las que habría muerto cualquier mujer.

–¿Se apellida Claiborne? –repitió él.

–Eso es –respondió Rachel, apartando la vista de sus cautivadores ojos–. ¿Conoce mi apellido?

Él pareció dudar. Frunció el ceño y el verde de sus ojos se hizo más profundo.

–Tal vez –dijo él por fin–. Lo he... oído alguna vez. No es un apellido muy común.

–No, no lo es.

Rachel intentó no apretar los labios, pero se sintió tentada a preguntarle que dónde había oído su apellido antes. ¿Le diría él la verdad? Lo dudaba. Se preguntó qué diría si ella le contaba que Sara Claiborne era su madre.

–En cualquier caso –añadió él– espero que el alojamiento sea de su agrado –miró al joven que esperaba con impaciencia al lado de su maleta–. Si necesita algo, sólo tiene que llamar a recepción y la ayudarán.

–Gracias.

Rachel tenía ganas de llegar a su habitación, quitarse la ropa y darse una buena ducha fría. Y después, llamaría al servicio de habitaciones, si es que lo había. Estaba encantada con la isla y con el hotel, pero la presencia de Matt, Matthew, Brody iba a ser una complicación.

Sobre todo, teniendo en cuenta el modo en que se sentía atraída por él.

Se obligó a sonreír y se separó del mostrador para seguir al joven botones, Toby, hacia las escaleras. Estaba casi segura de que al menos un par de ojos la estaban observando, y tuvo que contener las ganas de balancear las caderas para demostrar que no le importaba.

¿O estaba poniéndose paranoica? ¿Y engreída? Matt Brody no le había dado ningún motivo para pensar que estaba interesado por ella. Sólo le había dicho que le sonaba su apellido. Y si lo que ella sospechaba era verdad, no era de sorprender.

Tal y como había imaginado, las habitaciones del piso de arriba daban al vestíbulo, pero por dentro eran espaciosas y aireadas, con un balcón que daba a los jardines traseros del hotel.

Después de asegurarse de que tenía todo lo que necesitaba, Toby se marchó y Rachel se puso a inspeccionar su nuevo territorio. La habitación no era demasiado grande, pero era cómoda, con una cama doble, de estilo colonial, un escritorio y dos sillones.

También había unas sillas en el balcón, que estaba protegido del contiguo con un enrejado cubierto por una parra. Abajo estaba la piscina, que en esos momentos estaba casi desierta, a excepción de un par de niños que jugaban alrededor de las sombrillas.

En otras circunstancias, Rachel se habría sentido encantada. Siendo objetiva, la isla lo tenía todo, pero, como todos los paraísos, tenía que haber una serpiente y, a pesar de su fascinación, Matt Brody era quien, en ese caso, desempeñaba el papel.

¿Fascinación?

A Rachel no le gustaron los derroteros por los que iba su mente. ¿Acaso había olvidado el motivo por el que estaba allí? ¿O sus hormonas le estaban jugando una mala pasada? No era el momento adecuado de encontrar a un hombre peligroso y sexy.

El cuarto de baño era funcional, pero cómodo. Rachel se dio una refrescante ducha y luego se puso los calzoncillos y la camiseta que utilizaba para dormir. Le había dado mucho gusto quitarse los pantalones de lana con los que había llegado. El febrero de San Antonio no tenía nada que ver con el febrero de Londres.

Echó un vistazo a la información del hotel y vio que había servicio de habitaciones. No tenía demasiado apetito, ya que era aproximadamente medianoche en Londres y, a esas horas, ella estaba siempre en la cama, pero si no tomaba nada entonces, no aguantaría hasta la hora del desayuno.