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Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2007 Candace Camp. Todos los derechos reservados.
APUESTA DE AMOR, Nº 45 - diciembre 2010
Título original: The Marriage Wager
Publicada originalmente por HQN™ Books
Publicado en español en 2008.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9341-1
Editor responsable: Luis Pugni

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Apuesta de amor

Candace Camp

Logo editorial

Capítulo 1

Lady Haughston contempló a la muchedumbre que había bajo ella, con una mano apoyada ligeramente en la barandilla de nogal negra y brillante. Era consciente de que la gente se volvía a mirarla. De hecho, se habría sentido decepcionada de no ser así.

Francesca Haughston había sido una de las bellezas reinantes de la alta sociedad durante más de una década; a los treinta y tres años, no le interesaba el hecho de ser precisa en cuanto al tiempo que había transcurrido desde su presentación en sociedad. La naturaleza la había bendecido con una gran belleza: tenía el pelo rubio, casi dorado, los ojos azules y grandes, la piel suave y blanca, la nariz recta, ligeramente respingona, y los labios un poco curvados hacia arriba por las comisuras, lo cual le confería a su sonrisa un aire vagamente felino. Tenía también un pequeño lunar en la mejilla, cerca de la boca, cuyo único efecto era el de acentuar la perfección de sus rasgos. Era de mediana estatura, pero sus formas esbeltas y su porte elegante hacían que pareciera más alta.

Sin embargo, incluso con todas las ventajas que la naturaleza le había concedido a Francesca, ella siempre se aseguraba de aparecer en público impecablemente arreglada y de modo que sus características se vieran más realzadas aún: siempre llevaba los mejores vestidos, el calzado que mejor complementara las prendas y el peinado que más favoreciera a su rostro. Su atuendo siempre seguía los dictados de la última moda, pero ella no elegía las tendencias pasajeras, sino sólo aquéllas cuyos matices resaltaran mejor el color de su piel, de sus ojos y de su pelo, y los estilos que más embellecieran su figura.

Aquella noche llevaba un vestido de satén, de color azul claro, con el escote a la altura adecuada para dejar a la vista, de una manera seductora pero no vulgar, el pecho y sus hombros blancos y suaves. El escote estaba adornado con encaje plateado, que también remataba los bajos del vestido y que se derramaba como una cascada por la media cola trasera de la falda. Llevaba un sencillo pero maravilloso collar de diamantes y un brazalete a juego, y también un tocado con algunos brillantes diseminados por el pelo.

Francesca estaba segura de que al verla nadie se habría imaginado que sus finanzas eran más bien parcas. La verdad era que su difunto marido, al cual no añoraba en absoluto, lord Andrew Haughston, había muerto dejándole en herencia enormes deudas a causa de su adicción al juego y a las apuestas. Ella se había tomado grandes molestias en ocultar aquella realidad. Nadie sabía que las joyas que llevaba eran copias de las verdaderas, que había tenido que vender. Tampoco nadie, ni siquiera la más avezada de las damas de la sociedad londinense, sospechaba que había cuidado las chinelas que llevaba con esmero, de modo que ya estaban en su tercera temporada. Ni que su vestido estaba confeccionado a partir de otro que había lucido durante la temporada anterior, y que su habilidosa doncella había convertido en una prenda digna de la moda francesa más reciente.

Uno de los pocos que conocían su situación verdadera era el hombre elegante y esbelto que estaba a su lado, sir Lucien Talbot. Él se había unido al círculo de admiradores de Francesca durante su primera temporada, cuando era una jovencita, y aunque el interés romántico que había mostrado por ella no era más que una agradable ficción en la que los dos participaban, su devoción por ella era bastante real, y durante los años que habían transcurrido, habían llegado a ser grandes amigos.

Sir Lucien era un hombre muy elegante e ingenioso, y aquellas dos características, unidas a su estado de perpetua soltería, lo convertían en un invitado muy demandado en las fiestas. Era bien sabido que no tenía dinero, como toda la familia Talbot, pero eso no estropeaba su reputación ni le impedía acceder a los círculos más selectos; ésta era una cualidad que las anfitrionas de la alta sociedad tenían en muy alta consideración. Siempre se podía contar con él para que animara una conversación con uno o dos comentarios mordaces, nunca hacía escenitas, era un bailarín excelente y su sello de aprobación para una fiesta era suficiente para establecer la buena reputación de un anfitrión.

–Vaya, qué multitud –comentó en aquel momento, observando con el monóculo a la gente que había bajo ellos.

–Creo que lady Welcombe tiene la profunda convicción de que un rout debe estar lo más concurrido posible, con el único límite de que los invitados tengan espacio para bailar –convino Francesca, mientras se abanicaba con languidez–. Temo bajar. Sé que me pisarán sin remedio.

–¿Y no es ése el objetivo de un rout?

Aquella pregunta había sido formulada por una voz grave que provenía de atrás, ligeramente a la derecha.

Francesca conocía aquella voz.

–Rochford –dijo antes de volver la cabeza–. Me sorprende encontraros aquí.

Lucien y Francesca se giraron para saludar al recién llegado, que hizo una ligera reverencia y respondió:

–¿De veras? A mí me parece que uno puede pensar que verá a todos sus conocidos en este baile.

Después, apretó los labios con una mueca familiar que era casi, aunque no del todo, una sonrisa. Se llamaba Sinclair y era el quinto duque de Rochford, y si la presencia de Lucien era solicitada por las anfitrionas, la asistencia de Rochford a una fiesta era la máxima aspiración de todas ellas.

Rochford era un hombre alto, delgado y de hombros anchos. Iba vestido de impecable negro y blanco, tal y como se requería en las ocasiones formales; llevaba un broche de rubíes en el pañuelo del cuello y unos gemelos a juego. Era uno de los hombres más poderosos de la aristocracia, y además, muy guapo. Su comportamiento, al igual que su forma de vestir, era elegante y discreto. Causaba admiración entre los hombres por su habilidad en el manejo de los caballos y por su certera puntería, y era perseguido por las mujeres debido a su gran fortuna, sus pómulos marcados y sus ojos negros. Tenía casi cuarenta años y nunca se había casado, y como consecuencia, se había convertido en la desesperación de la mayoría de las damas de la alta sociedad, incluso de aquéllas con más determinación.

Francesca no pudo evitar sonreír un poco ante su respuesta.

–Probablemente tenéis razón.

–Como siempre, sois una visión, lady Haughston –le dijo Rochford.

–¿Una visión? –preguntó Francesca, arqueando una de sus delicadas cejas–. Me doy cuenta de que no habéis dicho qué tipo de visión. Podrían encontrarse muchas formas de terminar esa frase.

A Rochford le brillaron los ojos, pero respondió en tono neutral:

–Nadie que tuviera ojos imaginaría algo que no fuera una visión de belleza.

–Una excelente recuperación –le dijo Francesca.

Sir Lucien se inclinó hacia Francesca y le susurró:

–No mires. Lady Cuttersleigh se está acercando.

Una mujer alta y muy delgada se aproximaba hacia ellos, seguida de su marido, un hombre bajo y fornido. Lady Cuttersleigh era hija de un conde, pero se había casado con un barón, y solía recordarle a su marido, y al resto del mundo, que su matrimonio estaba por debajo de sus posibilidades. Consideraba que era su deber casar a sus numerosas hijas con alguien digno de su elevada línea de sangre. Sin embargo, dado que sus hijas se parecían mucho a ella en el físico y el carácter, le estaba resultando difícil. Aquélla era una de las pocas mujeres que no había cejado en el empeño de conseguir al duque de Rochford como yerno.

Rochford hizo una leve mueca de dolor antes de volverse y ejecutar una perfecta reverencia para saludar a la pareja que se había acercado.

–Mi señora Cuttersleigh.

–Lady Haughston –dijo lady Cuttersleigh para saludar a Francesca, y después asintió desinteresadamente hacia sir Lucien, cuyo título estaba muy por debajo de sus aspiraciones. Se giró nuevamente hacia Rochford con una sonrisa y afirmó–: Maravillosa fiesta, ¿no creéis? La fiesta de la temporada, diría yo.

Rochford no dijo nada, se limitó a sonreír con socarronería.

–Me pregunto cuántas fiestas de la temporada habrá este año –ironizó sir Lucien.

Lady Cuttersleigh lo miró con desdén.

–Sólo puede haber una.

–Oh, a mí me parece que habrá tres, al menos –intervino Francesca–. Una de ellas es la que cuenta con una mayor asistencia de invitados, que será ésta, seguramente; pero también está la fiesta ganadora de este año en cuanto al lujo con el que está decorada la casa.

–Y también está la que ganará por la importancia de los invitados que asisten –añadió sir Lucien.

–Bueno, yo sé que mi Amanda sentirá haberse perdido ésta –dijo lady Cuttersleigh.

Francesca y Lucien se miraron, y Francesca abrió su abanico y lo elevó hasta su rostro para ocultar su sonrisa. Fuera cual fuera el tema del que estuvieran hablando, lady Cuttersleigh se las arreglaba para sacar a sus hijas en la conversación.

Lady Cuttersleigh comenzó a describir detalladamente la fiebre que había postrado a sus dos hijas menores, y la manera tan conmovedora en que su hija mayor, Amanda, se había quedado en casa para cuidarlas. Francesca se preguntó dónde estaba el instinto maternal de aquella mujer, puesto que era su hija la que había tenido que quedarse cuidando de las dos niñas enfermas.

Lady Cuttersleigh siguió explayándose con las virtudes de Amanda hasta que Rochford intervino.

–Sí, mi señora, está claro que vuestra hija mayor es una santa. Verdaderamente, entiendo que sólo el más virtuoso de los hombres sería un marido apropiado para ella. ¿Puedo sugeriros al reverendo Hubert Paulty? Es un hombre excelente, y muy adecuado para ella.

Lady Cuttersleigh se quedó sin palabras. Miró al duque con abatimiento, parpadeando rápidamente e intentando recuperarse de aquel golpe para retomar sus esfuerzos. Rochford, sin embargo, fue demasiado rápido para ella.

–Lady Haughston, creo que me habíais prometido que me presentaríais a vuestro estimado primo –le dijo a Francesca, ofreciéndole el brazo.

Francesca le lanzó una mirada divertida, y le dijo en un tono de voz recatado:

–Por supuesto. Si nos excusáis, lady Cuttersleigh. Sir Lucien.

Sir Lucien se inclinó hacia ella y susurró:

–Traidora.

Francesca no pudo reprimir una risita mientras se alejaba del brazo de Rochford.

–¿Mi estimado primo? –repitió–. ¿Os referís al que tanto cariño le profesa a su oporto, o al que huyó al Continente después de un duelo?

Una vaga sonrisa se dibujó en los labios del duque.

–Me refiero, mi hermosa señora, a cualquiera que pueda librarme de lady Cuttersleigh.

Francesca sacudió la cabeza.

–Qué mujer tan horrible. Está asegurándose la soltería de todas sus hijas con esos intentos por casarlas. No sólo es muy torpe a la hora de imponérselas a la gente, sino que además sus expectativas exceden con mucho las posibilidades de las muchachas.

–Vos, según tengo entendido, sois una experta en esos asuntos –dijo Rochford, en un tono ligeramente burlón.

Francesca lo miró con las cejas arqueadas.

–¿De veras?

–Oh, sí. He oído decir que sois aquélla a la que hay que consultar cuando se hace una incursión en las procelosas aguas del mercado del matrimonio. Sin embargo, uno se pregunta por qué vos misma no os habéis puesto en las listas de nuevo.

Francesca le soltó el brazo y se volvió hacia la barandilla para mirar a la multitud que había bajo ellos. –Me encuentro a gusto en mi estatus de viuda, Excelencia.

–¿Excelencia? –repitió él burlonamente–. ¿Después de tantos años? Me parece que os he ofendido una vez más. Me temo que soy bastante proclive a hacerlo.

–Sí, parece que sois experto en ello –respondió Francesca–. No, no me habéis ofendido. Sin embargo, me pregunto si… ¿me estáis pidiendo ayuda?

Él soltó una carcajada.

–No, no. Sólo estaba conversando.

Francesca se giró de nuevo hacia el duque y lo observó fijamente, preguntándose por qué habría sacado aquel tema. ¿Quizá se hubieran extendido rumores sobre sus esfuerzos de casamentera? Durante aquellos últimos años, Francesca había ayudado a más de una pareja de padres que estaba intentando casar con éxito a una hija. Esos padres siempre le habían demostrado su gratitud con algún regalo, por supuesto, después de que Francesca hubiera guiado a la muchacha, bajo su protección, por los difíciles caminos de la alta sociedad hacia los brazos del marido adecuado.

Sin embargo, aquellos regalos se habían intercambiado con la máxima discreción por ambas partes, y Francesca no entendía cómo había podido saberse que cierto broche de plata o cierto anillo de rubí se habían empeñado en el establecimiento de algún prestamista.

Rochford la miró también, y Francesca detectó la chispa de la curiosidad en sus ojos oscuros. Entonces dijo, rápidamente:

–Sin duda, encontráis insignificante esa cualidad.

–Claro que no. He conocido a muchas madres formidables y empeñadas en convertir a sus hijas en duquesas, a demasiadas como para desdeñar los esfuerzos de una casamentera.

–Realmente, es asombroso –continuó Francesca– contemplar cómo muchas de esas madres manejan la cuestión de la forma más equivocada. No sólo lady Cuttersleigh. Mirad a aquellas muchachas.

Francesca asintió hacia un grupo que había bajo ellos, junto al tiesto de una palmera. Una mujer de mediana edad, vestida de color morado, estaba junto a dos jóvenes que, claramente, eran hijas suyas, teniendo en cuenta el desafortunado parecido que había entre ellas.

–Normalmente, las mujeres que no tienen idea de cómo vestirse se empeñan en elegir la ropa de sus hijas –comentó Francesca–. En este caso, la madre ha vestido a las hijas de color lavanda, un tono más juvenil del morado que ella lleva; y cualquier tono de ese color es desastroso con su color de piel, porque sólo sirve para hacerlo más amarillento. Además, llevan demasiados volantes, demasiado encaje y demasiados lazos. Y mirad como la madre habla y habla, sin dejar que sus hijas pronuncien una sola palabra.

–Sí, ya veo –respondió Rochford–. Pero seguramente éste es un ejemplo extremo. No creo que tuvieran muchas esperanzas incluso sin una madre tan dominante.

Francesca emitió un sonido desdeñoso.

–Yo lo conseguiría...

–Vamos, querida… –dijo él, con una mirada de diversión.

Francesca arqueó las cejas.

–¿Dudáis de mí?

–Me inclino ante todo vuestro conocimiento –dijo él–, pero pienso que ni siquiera vos conseguiríais casar a ciertas muchachas.

Aquel tono burlesco irritó a Francesca. Sin detenerse a pensar, dijo:

–Sí podría. Podría hacer que cualquier chica de esta sala estuviera comprometida antes del final de la temporada.

Él contuvo una sonrisa de un modo decididamente molesto y dijo con despreocupación:

–¿Os apetece hacer una apuesta?

Francesca pensó que había sido impetuosa, pero no podía retirarse ante aquel tono de voz de burla.

–Sí, me apetece.

–¿Cualquier muchacha de la sala? –preguntó Rochford.

–Cualquier muchacha.

–¿Y la tomaríais bajo vuestra protección hasta que estuviera comprometida con un candidato aceptable, antes del fin de la temporada social?

–Sí –respondió Francesca, mirándolo con frialdad. Ella no era de las que se amedrentaban ante un desafío–. Y vos podéis elegir a la muchacha.

–Pero… ¿qué nos apostaremos? Veamos… si yo gano, debéis acceder a acompañarnos a mi hermana y a mí cuando vayamos a hacerle nuestra visita anual a nuestra tía abuela.

–¿A lady Odelia? –preguntó Francesca con algo de horror.

Cuando respondió, a Rochford le brillaban los ojos.

–Vaya, pues claro. Lady Odelia os profesa un gran cariño, por si no lo sabíais.

–Sí, el mismo cariño que le profesa un halcón a un conejo gordo –respondió Francesca–. Sin embargo, acepto porque sé que no voy a perder la apuesta. ¿Y qué conseguiré yo cuando vos perdáis?

Él la miró, pensativamente, durante un momento antes de responder:

–Creo que un brazalete de zafiros del mismo color que vuestros ojos. Creo que a vos os agradan los zafiros.

Sus miradas se quedaron atrapadas la una en la otra durante unos instantes. Entonces, Francesca se volvió y dijo de manera insulsa:

–Sí, me agradan. Eso estará bien.

Apretó un poco su abanico, alzó la barbilla e hizo un gesto hacia los invitados de la fiesta.

–Bien, ¿a qué muchacha elegís?

Ella esperaba que Rochford eligiera a una de las dos jóvenes tan poco agraciadas sobre las que habían estado hablando.

–¿A la que lleva el enorme lazo en la cabeza, o la que lleva la pluma alicaída?

–A ninguna –respondió él, sorprendiéndola. Después señaló, asintiendo, a la mujer alta y esbelta que había tras las muchachas, vestida con un sencillo traje gris. Estaba claro, por la sencillez de aquel vestido, que la mujer había acudido a la fiesta en calidad de acompañante y no de debutante–. Elijo a aquélla.

Constance Woodley estaba aburrida. Se suponía que debía sentir gratitud, tal y como le decía frecuentemente su tía Blanche, por estar en Londres durante la temporada social y por poder asistir a grandes fiestas como aquélla. Sin embargo, Constance no podía alegrarse mucho por el hecho de acompañar a sus primas a tan numerosos bailes. Había una gran diferencia entre disfrutar de la temporada social como protagonista, caso de Georgiana y Margaret, y observar en un segundo plano como alguien disfrutaba de aquellos eventos.

Su oportunidad de tener una temporada social había pasado hacía mucho tiempo. Cuando ella cumplió dieciocho años y llegó el momento de su presentación, su padre se había puesto enfermo, y ella había pasado los cinco años siguientes cuidándolo mientras su salud decaía progresivamente. Él había muerto cuando ella tenía veintitrés años, y como su finca estaba vinculada a los herederos masculinos y Constan ce no tenía hermanos, la propiedad había ido a parar a manos de su tío, Roger. A Constance, soltera y sin medios económicos suficientes para mantenerse, aparte de la pequeña suma que su padre le había dejado en herencia y que había invertido íntegramente en fondos públicos, se le había permitido que permaneciera en la casa cuando sir Roger y su familia se habían instalado en ella.

Su tía Blanche le había dicho que con ellos siempre tendría un hogar, aunque pensaba que sería mejor que Constance dejara su habitación y ocupara otra mucho más pequeña en la parte trasera de la casa. La habitación más grande, con sus preciosas vistas al jardín, era más adecuada para las dos hijas de los dueños de la casa.

Aquel movimiento había sido un trago amargo para Constance, pero se había consolado pensando que al menos tenía una habitación para sí, y que no debía compartirla con sus primas; de aquel modo, podía retirarse allí de vez en cuando para disfrutar de la paz y la tranquilidad.

Constance había pasado aquellos últimos años viviendo con sus tíos y sus primas. Había ayudado a su tía con las niñas y con la casa para ser útil y agradecerle el hecho de que la hubieran acogido, pero también porque estaba claro que ellos esperaban aquel gesto en compensación por la habitación y el alojamiento. Pacientemente, Constance ahorraba y reinvertía los pequeños ingresos que recibía de su herencia, con la esperanza de que algún día acumularía lo suficiente como para poder mantenerse y vivir sola.

Dos años antes, cuando su prima mayor, Georgiana, había cumplido dieciocho años, su tío y su tía habían decidido que, debido a los gastos que suponía un debut, sería mejor esperar a que la segunda muchacha también cumpliera dieciocho años y presentar en sociedad a sus dos hijas a la vez.

Constance podía ir con ellos a Londres, le había dicho con deferencia su tía, en calidad de dama de compañía de las muchachas. No se había mencionado que participara en aquel rito social de ningún otro modo. Aunque la temporada londinense era en parte una especie de mercado matrimonial para madres con hijas casaderas, ni Constance ni su tía pensaban que Constance fuera un buen partido para ningún marido. Era una mujer atractiva; tenía unos grandes ojos grises y una melena espesa de color castaño oscuro rojizo, pero a los veintiocho años se había convertido en una solterona, porque hacía tiempo que había sobrepasado la edad conveniente para presentarse en sociedad. Ya no podía vestirse de colores claros ni hacerse tirabuzones en el pelo. De hecho, la tía Blanche prefería que Constance llevara una cofia, pero aunque Constance accedía a llevarla durante el día, para las fiestas rehusaba ponerse aquel símbolo definitivo de sus esperanzas malogradas.

Constance hacía todo lo posible por cumplir con las expectativas de su tía, porque sabía que sus tíos no tenían obligación de acogerla después de la muerte de su padre. Que lo hubieran hecho principalmente por miedo a la desaprobación social y por tener una asistenta gratis para sus hijas no eran motivos suficientes para no profesarles gratitud. Sin embargo, a veces le resultaba muy difícil soportar el parloteo de sus primas, que eran tontas e inexplicablemente engreídas. Y aunque también era algo engreído por su parte, Constance detestaba llevar aquellos aburridos vestidos grises, marrones y azul marino, los colores que su tía consideraba más adecuados para una mujer soltera de cierta edad.

Observar a la gente brillante de la alta sociedad producía cierto placer, por supuesto, y Constance estaba concentrada en aquel pasatiempo. Estaba observando a la pareja que había en lo alto de la escalinata, mirando a los invitados de la fiesta como unos monarcas hubieran contemplado a sus súbditos. Aquélla era una analogía idónea, porque el duque de Rochford y lady Francesca Haughston estaban entre los miembros reinantes de la sociedad londinense. Constance, por supuesto, no conocía a ninguno de los dos, porque ellos se movían en un círculo muy superior al de su tío Roger y su tía Blanche. Sólo en aquellos eventos tan grandes como aquel rout los veía Constance.

En aquel momento, ellos dos comenzaron a descender por las escaleras, y Constance perdió su visión entre la multitud. Su tía se giró hacia ella en aquel mismo momento y le dijo:

–Constance, querida, busca el abanico de Margaret. Parece que se le ha caído.

Constance pasó los minutos siguientes buscando el abanico, así que no se dio cuenta de que se aproximaban dos mujeres hasta que la respiración agitada de su tía la alertó de que sucedía algo extraño. Alzó la vista y se dio cuenta de que lady Haughston caminaba hacia ellos junto a la sonriente anfitriona de la fiesta, la misma lady Welcombe.

–Lady Woodley, sir… eh…

–Roger –dijo el tío de Constance.

–Por supuesto, sir Roger. Espero que ambos estén disfrutando de mi fiestecita –dijo la dama, haciendo un gesto hacia la gran sala, que estaba abarrotada de gente. Su sonrisa desdeñosa era indicación de que comprendía lo humorístico de su comentario.

–Oh, sí, señora mía. Es un maravilloso baile. El mejor de la temporada, se lo aseguro. Justamente le estaba diciendo a sir Roger que es el evento más espléndido al que hemos asistido por ahora.

–Bueno, la temporada aún es joven –replicó lady Welcombe con modestia–. Sólo espero que aún sea recordado en julio.

–Oh, estoy segura de que así será –dijo la tía Blanche, y se apresuró a alabar profusamente las flores, las velas, la decoración.

Incluso la anfitriona debió de aburrirse con tanto halago.

–Por favor, permítanme que les presente a lady Haughston –dijo a la primera oportunidad que tuvo, y se giró hacia Francesca–. Lady Haughston, os presento a sir Roger Woodley y a su esposa, lady Blanche, y ellas son… eh… sus encantadoras hijas.

–Encantada –dijo lady Haughston, tendiéndoles su esbelta y blanca mano.

–¡Oh, mi señora! ¡Es todo un honor! –exclamó la tía Blanche, sofocada por la excitación–. Me alegro tanto de conoceros. Por favor, permitidme que os presente a nuestras hijas, Georgiana y Margaret. Niñas, saludad a lady Haughston.

Lady Haughston sonrió superficialmente a cada una de las muchachas y después se acercó a Constance, que estaba ligeramente apartada.

–¿Y quién sois vos?

–Constance Woodley, señora –respondió Constance con una ligera reverencia.

–Disculpad –intervino la tía Blanche rápidamente–. La señorita Woodley es la sobrina de mi marido, y vive con nosotros desde que falleció su pobre padre, hace algunos años.

–Por favor, aceptad mis condolencias –dijo lady Haughston, y añadió después de una breve pausa–: Por la muerte de vuestro padre.

–Gracias, señora –respondió Constance.

Percibió cierta diversión en los ojos profundamente azules de la otra mujer, y no pudo dejar de preguntarse si lady Haughston no estaba insinuando algo distinto con lo que había dicho. Contuvo la sonrisa que le produjo aquel pensamiento y le devolvió la mirada, con amabilidad, a lady Haughston.

Lady Welcombe se despidió y se alejó, pero para sorpresa de Constance, lady Haughston se quedó hablando con ellos durante unos instantes. Constance se sorprendió aún más cuando la dama dijo que debía marcharse y se giró hacia ella.

–¿Os importaría dar un paseo conmigo por la sala, señorita Woodley?

Constance se quedó demasiado asombrada como para responder. Después se adelantó con presteza y dijo:

–Sí, me gustaría mucho, gracias.

Recordó mirar a su tía para pedirle permiso, aunque Constance sabía que se hubiera ido con lady Haughston aunque la tía Blanche se lo hubiera negado. Afortunadamente, su tía sólo pudo asentir con perplejidad, y Constance se marchó con lady Haughston.

Francesca la tomó por el brazo y comenzó a caminar por la enorme sala, charlando despreocupadamente.

–Vaya, apenas puede una ver a alguien conocido entre tal multitud. Es imposible encontrarse con nadie –comentó.

Constance sonrió en respuesta. Aún estaba atónita por el interés de lady Haughston en ella, y no sabía qué decir, ni siquiera se le ocurría el más tópico de los comentarios. No podía imaginar qué quería de ella una de las grandes damas de la aristocracia. No creía que Francesca se hubiera dado cuenta, con una breve mirada, de que Constance era merecedora de su amistad.

–¿Es ésta vuestra primera temporada? –continuó Francesca.

–Sí, señora. Mi padre estaba muy enfermo cuando llegó el momento de mi presentación –le explicó Constance–. Murió unos años después.

–Ah, entiendo –dijo Francesca.

Constance miró a su acompañante. En los ojos de Francesca había una mirada de perspicacia que daba a entender que entendía más cosas de las que le había contado Constance. Que entendía el pasar lento del tiempo mientras Constance cuidaba de su padre, los días de aburrimiento y tristeza, intercalados con momentos de trabajo duro y confusión cuando su enfermedad empeoró.

–Siento vuestra pérdida –dijo lady Haughston amablemente. Después de un momento, añadió–: Así que ahora vivís con vuestros tíos. Y vuestra tía os ha amadrinado. Qué bondadoso por su parte.

Constance notó que se le ruborizaban las mejillas. No podía negar aquellas palabras, porque habría sido un detalle desagradecido, pero tampoco era capaz de dar a entender que su tía actuaba por bondad. Así pues, se limitó a decir:

–Sí. Bueno, sus hijas ya tienen edad para debutar, y…

–Estoy segura de que sois una gran ayuda para ella –dijo lady Haughston.

Constance la miró de nuevo y tuvo que sonreír. Lady Haughston no era tonta; entendía muy bien por qué la tía Blanche había llevado a Constance a Londres: no por el bienestar de su sobrina, sino por su propio beneficio. Aunque Constance se preguntaba cuál sería el propósito de la dama, se sentía a gusto con ella sin poder evitarlo. Lady Haughston tenía una calidez de trato poco común entre la mayoría de los miembros del Ton.

–Aun así –continuó lady Haughston–, debéis tomaros tiempo para conocer Londres, también.

–He visitado algunos de los museos –respondió Constance–. Me han gustado mucho.

–¿De veras? Bueno, eso es excelente, pero yo estaba pensando en algo más parecido a… digamos que a ir de compras.

–¿De compras? –repitió Constance, que acababa de alcanzar el máximo punto de confusión–. ¿Comprar qué, señora?

–Bueno, yo nunca me limito a una sola cosa –respondió lady Haughston con una sonrisa de felino satisfecho–. Eso sería muy aburrido. Siempre salgo con la idea de explorar y buscar lo que haya por ahí. Quizá pudierais acompañarme mañana.

Constance la miró con verdadero asombro.

–¿Disculpad?

–Acompañarme de tiendas –repitió la dama con una suave carcajada–. No debéis mirarme así. Os prometo que no será nada horrible.

–Yo… lo siento –dijo Constance, ruborizándose de nuevo–. Debéis de creer que soy una boba. Lo que ocurre es que vuestro ofrecimiento me ha tomado por sorpresa. De hecho, me gustaría mucho ir con vos, aunque creo que debo deciros que se me dan muy mal las compras.

–No tenéis que preocuparos –respondió lady Haughston con los ojos brillantes–. Os aseguro que yo soy lo bastante experta como para comprar por las dos.

Constance sonrió. No sabía con exactitud qué estaba ocurriendo, pero la expectativa de pasar un día entero lejos de su tía y sus primas era deliciosa. Y Constance era humana, así que no pudo evitar sentir cierta satisfacción perversa al pensar en la cara que pondría su tía cuando supiera que Constance había sido elegida por una de las mujeres más aristocráticas y conocidas de Londres.

–Entonces, decidido –continuó lady Haughston–. Pasaré a buscaros mañana, digamos que a la una, e iremos de compras.

–Sois muy amable.

Francesca sonrió y le apretó la mano a Constance para despedirse. Después, se marchó. Constance observó cómo se alejaba, sin entender por qué lady Haughston estaba interesada en ella. Sin embargo, pensó que podría resultar interesante averiguarlo.

Se volvió y miró hacia el lugar en el que habían quedado sus tíos y sus primas, y los divisó entre la multitud. Entonces pensó que su tía no sabría exactamente en qué momento se habían separado lady Haughston y ella. Quizá pudiera pasar un poco más de tiempo alejada de ellos sin exponerse a la censura de la tía Blanche.

Constance miró a su alrededor y vio una puerta que se abría al pasillo. Avanzó entre la gente y la atravesó. Después de recorrer aquel pasillo, descubrió otro más estrecho, y en él, una puerta doble y parcialmente abierta. Constance se dio cuenta de que era una biblioteca. Con una sonrisa en los labios, entró. Era una gran biblioteca, en efecto, con estanterías repletas de libros que llegaban hasta el techo y que cubrían las cuatro paredes salvo en los lugares ocupados por las altísimas ventanas. Y, suspirando de puro placer, se puso a contemplar los volúmenes que ocupaban las baldas.

Su padre había sido un hombre cultivado, mucho más dispuesto a meter la nariz entre las páginas de un libro que a ocuparse de la contabilidad de su finca. La biblioteca de su casa también había estado llena de libros de todos los tamaños y temas, pero aquella estancia era mucho más pequeña, y no podía contener ni un tercio de los libros que había allí.

Constance se paseó por las estanterías de la pared opuesta a la puerta, y estaba leyendo los títulos cuando oyó unos pasos apresurados que se acercaban por el pasillo. Un momento después, un hombre irrumpió en la habitación con una expresión de angustia. Miró a su alrededor durante unos instantes y se fijó en Constance, que se había quedado muy sorprendida.

Él se puso un dedo sobre los labios para indicarle que guardara silencio y se escondió tras la puerta.

Capítulo 2

Constance, perpleja, no supo cómo reaccionar. Se dirigió hacia la salida de la biblioteca, pero en aquel mismo momento hizo aparición una mujer de baja estatura, regordeta, vestida con un traje rosa de satén muy poco favorecedor. La mujer miró acusadoramen te a Constance y le espetó:

–¿Habéis visto al vizconde?

–¿Aquí? ¿En la biblioteca? –le preguntó Constance, arqueando las cejas.

La otra mujer se mostró escéptica.

–Parece algo improbable –admitió. Después miró a ambos lados del pasillo y al interior de la biblioteca–. Pero estoy segura de que he visto a lord Leighton entrar aquí.

–Había un hombre corriendo por el pasillo hace un momento –dijo Constance–. Probablemente ha entrado en el corredor principal.

La mujer entrecerró los ojos.

–Seguro que se ha ido al salón de fumadores.

Se volvió y, apresuradamente, continuó con su persecución.

Cuando el sonido de sus pasos se acalló, el hombre salió de detrás de la puerta y dejó escapar un suspiro de alivio.

–Querida señora, os estaré eternamente agradecido –le dijo a Constance con una encantadora sonrisa.

A Constance también se le escapó una sonrisa. Era un hombre muy guapo, y tenía unos modales muy agradables. Era más alto que la media, y esbelto, con un cuerpo fibroso que insinuaba una fuerza física considerable. Iba vestido con elegancia; llevaba un traje negro y una camisa blanca, y un pañuelo anudado al cuello, sofisticado pero sin los adornos y volantes de un dandi. Tenía los ojos muy azules, y la boca amplia y expresiva. Cuando sonreía, como en aquel momento, se le formaba un hoyuelo en la mejilla y le brillaban los ojos, señales que seguramente conseguirían que todo el mundo se uniera a su buen humor. Tenía el pelo rubio oscuro, con mechones más claros, y un poco más largo de lo que hubiera sido aconsejable por la moda reinante.

A Constance le pareció una persona muy atractiva y encantadora, y pensó que, seguramente, él conocía el efecto que les producía a los demás, sobre todo a las mujeres. Ella sintió un tirón de atracción visceral, cosa que demostraba el poder de aquel hombre, pensó, y decididamente, intentó controlar los nervios que le atenazaban el estómago. Tenía que ser inmune a las sonrisas de coqueteo que pudieran dirigirle los hombres, porque, después de todo, ella no era un buen partido para nadie, y cualquier otra opción era inaceptable.

–Presumo que sois el vizconde Leighton… –le dijo con ligereza.

–Ah, así es, para mi castigo –respondió él, y le hizo una amable reverencia–. ¿Y cuál es vuestro nombre, señora?

–Soy señorita –respondió ella–, y sería impropio, me parece, decírselo a un extraño.

–Ah, pero no tan impropio como estar a solas con un extraño, como estáis ahora –replicó él–. Sin embargo, una vez que me hayáis dicho vuestro nombre, ya no seremos extraños, y entonces, todo será perfectamente respetable.

Ella se rió ante aquel razonamiento.

–Soy la señorita Woodley, milord. La señorita Constance Woodley.

–Señorita Constance Woodley –repitió él–. Ahora debéis ofrecerme vuestra mano.

–¿De veras? ¿Debo hacerlo? –preguntó Constance, divertida. No recordaba cuándo había coqueteado por última vez con un hombre, y lo encontró muy estimulante.

–Oh, sí –dijo él, gravemente–. Porque, si no lo hacéis, ¿cómo voy a inclinarme ante ella?

–Pero si ya habéis hecho una perfecta reverencia –señaló Constance.

–Sí, pero no mientras tenía la gran fortuna de estar en posesión de vuestra mano –replicó él.

Constance le tendió la mano, diciendo:

–Sois un individuo muy persistente.

Él le tomó la mano y se inclinó sobre ella, sujetándosela durante un poco más de lo que hubiera sido adecuado. Cuando la soltó, sonrió, y Constance sintió la calidez de su sonrisa por todo el cuerpo, hasta las puntas de los dedos de los pies.

–Ahora somos amigos, así que todo es muy propio.

–¿Amigos? Sólo somos conocidos –afirmó Constance.

–Ah, pero me habéis salvado de lady Taffington. Eso os convierte en mi amiga.

–Entonces, como amiga, puedo tomarme la libertad de preguntaros por qué os estabais escondiendo de lady Taffington en la biblioteca. No parecía una mujer tan terrorífica como para ahuyentar a un hombre.

–Si decís eso es porque no conocéis a lady Taffington. Es la más terrible de las criaturas: una madre decidida a casar a su hija.

–Entonces, debéis tener cuidado de no tropezar con mi tía –le advirtió Constance.

Él se rió.

–Me temo que están por todas partes. La perspectiva de un futuro condado es más de lo que pueden resistir.

–Algunos pensarían que no es tan malo estar tan solicitado.

Él se encogió de hombros.

–Quizá… si la persecución tuviera algo que ver conmigo, y no con mi título.

Constance sospechó que a lord Leighton lo solicitaban por algo más que por su título. Después de todo, era un hombre guapísimo y encantador. Sin embargo, le pareció muy atrevido decir algo así.

Como ella se quedó en silencio, él continuó:

–¿Y para quién intenta vuestra tía cazar marido? –le preguntó a Constance, y miró su dedo sin alianza antes de decirle–: No para vos, seguramente. Me parece que sería una tarea muy fácil, si éste fuera el caso.