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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2009 Robyn Grady. Todos los derechos reservados.
UN NUEVO COMPROMISO, N.º 1771 - febrero 2011
Título original: Naughty Nights in the Millionaire’s Mansion
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9780-8
Editor responsable: Luis Pugni

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Un nuevo compromiso

ROBYN GRADY

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Capítulo Uno

–Está decidido. Vienes a casa conmigo.

El leve murmullo que Vanessa Craig escuchó a su espalda le erizó el vello de la nuca como si le hubieran dado un beso íntimo. Con el cuerpo tenso tras haber colocado el último saco de comida especial para perros, se colocó un mechón de cabello detrás de la oreja y se giró lentamente. Trató sin conseguirlo de mantener los ojos en la cara.

Por supuesto, el atractivo hombre que estaba a su lado no hablaba con ella. Qué diablos, ni siquiera sabía que existía aunque Vanessa fue consciente de cómo cada una de las células de su cuerpo cobraba vida de pronto. Era muy alto, con el cabello negro como la noche, mandíbula firme y los ojos más azules que Vanessa había visto en su vida. El impecable corte de los pantalones, los zapatos inmaculados… todo en aquel hombre decía que disfrutaba de lo mejor.

Cuando el hombre se movió, sus magníficos hombros se fueron hacia atrás. Desvió la atención de la pecera que contenía un único pez de colores y la fijó en ella.

–Buenas tardes –su boca se curvó hacia un lado–. ¿Trabaja usted aquí?

Vanessa tragó saliva para pasar el nudo de deseo que se le había formado en la garganta.

–Soy la dueña.

–Estupendo. Estoy interesado en ese pez.

Vanessa observó al pez, que estaba muy ocupado observando al hombre. La joven sonrió.

–No tanto como parece estarlo él en usted.

Mientras ella hablaba, la luz de los ojos azules como el mar del cliente cambió, como si algo en su voz o en su rostro le hubiera hecho pensar que ya se conocían. Pero ni en sueños era así.

–Me estaba preguntando… ¿puede decirme si es macho o hembra?

Vanessa puso la mano en una de las esquinas de la fría pecera.

–Los machos pueden tener puntitos en las branquias y aletas pectorales. Como éstas –deslizó un dedo por las aletas del pececito.

–Lo cierto es que un amigo mío tiene un acuario muy grande y dice que no hay nada más relajante que eso después de un largo día –reconoció–. Sin preocupaciones, problemas ni ruido.

–¿Acepta tarjetas?

Pero antes de que pudiera sacar alguna, centró la atención en una de las jaulas de cristal cercanas y en sus nerviosos cachorros de rottweiler.

–Son muy especiales, ¿verdad? Acaban de llegar esta misma mañana.

Cuando las líneas de su perfil de corte clásico se endurecieron, como si estuviera considerando una nueva opción, Vanessa le puso a prueba de forma sutil:

–¿Ha tenido perro alguna vez?

El hombre, que tenía los ojos clavados en los cachorros, frunció el ceño.

–Crecí rodeado de perros –aseguró apretando las mandíbulas y deslizando la vista hacia su boca antes de volver a mirarla a los ojos–. Crecí con caniches. Con los pequeños, los chillones.

Apenas recuperada del recorrido de su mirada, Vanessa se metió las manos en los bolsillos.

–Los caniches son una raza muy inteligente, sean del tamaño que sean.

–Desde luego saben cómo conseguir lo que quieren.

–¿Los perros de la familia estaban muy mimados?

–Como las mujeres de la casa –volvió a fruncir el ceño–. Lo siento. Demasiada información.

Vanessa estaba intrigada.

Así que tenía madre y también hermanas, al parecer. Las finas líneas de alrededor de los ojos indicaban que tendría unos treinta años. Demasiado mayor para vivir en casa con la familia.

–Estos cachorros tienen sólo ocho semanas. Crecerán mucho. Le recomendaría una cama de buena calidad –escogió una del mostrador que estaba al lado–. Por ejemplo ésta.

Él pellizcó y acarició la espuma cerca de donde ella tenía la mano.

–Mmmm. Firme y al mismo tiempo suave.

Como si la cosa fuera con ellos, los pezones de Vanessa se pusieron firmes bajo la tela de la camiseta. Ella se rindió al delicioso escalofrío antes de liberarse de él. Bajó la cama del perro y se aclaró la garganta.

–Los rottweiler son estupendos guardianes además de compañeros.

En aquel justo instante, el único cachorro macho colocó las patas en el cristal y comenzó a mover la cola con tanta fuerza que casi se cae. Cualquiera que pensara que los perros no sonreían no conocía a los perros.

–Necesitará paseos. Y una escuela de cachorros que le ayude a aprender a socializar.

El hombre se cruzó de brazos y luego se rascó una sien.

–¿De cuánto tiempo estamos hablando? Llego a casa muy tarde y trabajo la mayoría de los fines de semana.

A Vanessa se le ralentizó el ritmo del corazón. Tendría que haberlo imaginado. Su aura exudaba energía y eficacia.

–Tal vez su esposa pueda ayudarle.

–No estoy casado.

–¿Tiene novia?

Sentía curiosidad… sólo por el bien del perro.

–Mi asistenta viene una vez por semana.

Vanessa le dirigió una sonrisa irónica. No era lo mismo.

–Si un perro es demasiada responsabilidad y un pez tal vez no sea suficiente, quizá…

–No diga un gato –el hombre bajó la barbilla–. No me gustan los gatos.

–¿Un pájaro entonces? Tengo unos periquitos preciosos. ¿Y un loro? Puede enseñarle a hablar y a que se le pose en el hombro.

Las fosas nasales de su recta nariz se abrieron.

–Me parece que no –el hombre rodeó a una señora mayor que estaba haciéndoles carantoñas a las cobayas para regresar de nuevo a la pecera y observar al pez. El pez se cernió sobre las piedras amarillas y azules del fondo, dejó escapar una burbuja y se lo quedó mirando a su vez. El hombre alzó la mano para darle un golpecito al cristal.

Cuando Vanessa le tocó el reloj de platino de la muñeca para indicarle que a los peces no se les daba golpecitos, la sensación que su piel provocó en ella fue como una flecha que se le clavara en el pecho y le robara el aire de los pulmones.

El hombre se incorporó y la miró de una forma extraña, con un curioso brillo en los ojos, como si él también hubiera sentido la descarga. O tal vez sencillamente quería decirle que le quitara las manos de encima. Vanessa dio un paso atrás y retiró la temblorosa mano.

–Mucha gente tiene una relación muy satisfactoria con los peces –aseguró con voz involuntariamente ronca.

–¿Usted también? –una sonrisa intrigada asomó a las profundidades de sus ojos.

Vanessa miró de reojo a la pared llena de tanques de agua que había detrás de ellos.

–Tenemos docenas de peces aquí.

–Pero ¿tiene peces en casa?

–No.

–¿Y perro?

–No me dejan.

El hombre alzó las cejas.

–¿Vive usted con sus padres?

Vanessa parpadeó dos veces.

–Vivo alquilada.

–¿Pero tiene a su familia cerca?

El estómago le dio un vuelco. Huérfana desde muy pequeña, se había criado con una tía en la rural costa este de Australia. No tenía hermanos, abuelos ni primos. No tenía a nadie aparte de a la tía McKenzie.

–No creo que eso tenga nada que ver con el hecho de que usted se compre un pez, señor…

–Stuart. Mitchell Stuart –hizo un gesto con la mano como si estuviera molesto consigo mismo–. Y no, no tiene nada que ver. Ha estado completamente fuera de lugar –entornó los ojos para volver a mirar al pez y sonrió despacio–. Creo que servirá.

Vanessa hizo un esfuerzo por dejar de pensar en la familia, o más bien en la carencia de ella, y se concentró en el negocio. Por un instante se preguntó si a aquel cliente le gustaría tener una relación más cercana, alguien con quien pasear y con quien pasarlo bien. Seguramente se había equivocado. Pero se alegraba por el pez; estaba claro que iba a ir a una buena casa. Fue a levantar la pecera.

–¿Tiene algún nombre en mente?

El señor Stuart frunció el ceño y se hizo cargo del peso.

–¿Los peces tienen nombre?

Una vez en el mostrador, Vanessa agarró unos copos de comida, un frasco de gotas para estabilizar el agua y una miniatura de Poseidón con su tridente y le contó al señor Stuart los cuidados que debía tener con su nuevo pez de colores. Cuando él hubo firmado la hoja de la operación le devolvió la tarjeta.

–Estoy segura de que no va a tener ningún problema.

–¿Y si lo tengo?

–Llámeme.

Vanessa le entregó una tarjeta. Él la agarró con fuerza y con una expresión victoriosa.

–Me siento bien por lo que he hecho.

–Entonces yo también.

El señor Stuart recogió sus bultos. Al salir pasó por delante de los cachorros y vaciló, pero luego les miró de reojo y sujetó al pez con una sonrisa que quería decir «decisión correcta».

Vanessa se despidió. Otro cliente satisfecho. Y los cachorros irían enseguida a hogares llenos de amor y de atención adecuada. Tal vez algún día Mitchell Stuart regresara, cuando estuviera preparado para un compromiso mayor. ¿Seguiría ella allí? Quería creer que la cita que tenía mañana con el director del banco le salvaría el día. No podía soportar pensar en la alternativa que tenía.

Dos horas más tarde estaba colocando el cartel de cerrado en la puerta cuando sonó el teléfono. Si era el casero para recordarle que se había retrasado dos semanas…

Vanessa contuvo el aliento. Tal vez no debería contestar.

Cuando volvió a sonar contestó. No hubo saludo desde el otro lado, sólo un directo:

–He encontrado nombre para el pez.

Aquella voz grave era todavía más sensual por teléfono, profunda e invitadora.

–Hola, señor Stuart.

–Kamikaze.

Ella tartamudeó.

–Pe… perdón, ¿cómo dice?

–No deja de saltar en la pecera. Tiene una misión suicida.

–A veces sucede –Vanessa se dejó caer en la silla y se frotó la frente.

–Llené la pecera, añadí la cantidad necesaria de gotas, coloqué el filtro, le di de comer. Y cuando me di la vuelta, saltó. Volví a meterlo. Volvió a saltar una y otra vez.

–Podría tratarse de varias cosas. Tal vez no haya suficiente agua.

–Ya he puesto más.

–Quizá sea demasiada.

Él forzó la voz.

–¿Puede un pez tener demasiada agua?

Vanessa se mordió el labio inferior.

–Y también cabe la posibilidad de… Bueno, algunos peces son… saltadores.

Le escuchó gruñir y luego moverse como si hubiera tomado asiento él también.

Vanessa apretó con fuerza el auricular. Le había dicho que le ayudaría si lo necesitaba. La estadística revelaba que la gente compraba mascotas en tiendas relativamente cercanas a su casa. Los médicos hacían visitas a domicilio. No había razón para que ella no hiciera lo mismo.

–Señor Stuart, acabo de cerrar la tienda. ¿Quiere que me pase por allí a ver qué puedo hacer?

–¿Hace ese tipo de cosas?

–Constantemente –mintió Vanessa.

Un suspiro de alivio atravesó la línea telefónica.

–Le daré mi dirección.

–¿Te parece divertido? –Mitch sacó a Kamikaze de la mesa del comedor de madera con la red y, conteniendo un escalofrío, volvió a depositarlo en la pecera–. Bueno, pues la diversión y los juegos se han acabado, amigo.

La ayuda estaba en camino. Ayuda en forma de una joven menuda de veintitantos años a la que no tenía intención de conocer mejor. Sólo le daría las gracias por salvar a su pez. No se fijaría en su cabello largo y brillante, en los ojos verdes ni el modo en que la sangre se le calentaba como el sirope en el horno cuando ella sonreía. Estaba de vacaciones de las mujeres.

De todas las mujeres.

Cuando su padre falleció quince años atrás, Mitch se había convertido en el hombre de la casa. Aunque dejó la majestuosa mansión de los Stuart siete años atrás, seguía siendo la persona a la que buscaban las mujeres de la familia cuando necesitaban ayuda… algo que al parecer sucedía constantemente. Ayuda con las reparaciones, para reservar un vuelo. Para todo.

Sonó el timbre de la entrada y su sonido reverberó por la moderna construcción de dos plantas que disfrutaba de una privilegiada vista sobre el magnífico puerto de Sydney. Mitch movió los hombros para descargar la tensión y luego señaló a Kami con el dedo.

–No te muevas hasta que vuelva.

Abrió la puerta y allí estaba ella, con aspecto indiferente y fresco, con las largas piernas embutidas en los ajustados vaqueros y el busto marcado por la camiseta blanca con el logo rosa que decía: Grande y Pequeño, el nombre de su tienda de animales. Si se viera obligado a votar escogería grande antes que pequeño. De hecho, Vanessa tenía un aspecto tan sexy que…

Mitch le echó el freno a sus pensamientos, se aclaró la garganta y le hizo un gesto para que pasara.

–Gracias por venir tan deprisa. Está por aquí.

Una vez en el comedor, Vanessa Craig se puso las manos en las rodillas y examinó al paciente mientras Mitch se mantenía un poco alejado a la espera del diagnóstico. El examen se alargó y ella inclinó la rodilla izquierda un poco más, lo que significaba que tuvo que elevar la cadera derecha. Mitch torció el gesto y se rascó la barbilla. Si lo había hecho a propósito, no era necesario. Finalmente se incorporó con una mano en la parte baja de la espalda para estirarse la espina dorsal.

–¿Cuándo fue la última vez que saltó? –le preguntó ella.

–Justo antes de que usted llegara.

–¿Y antes de eso?

–Hace diez minutos.

Vanessa se acarició pensativa la barbilla.

–Podría ser que estuviera todavía acomodándose. ¿Y si probamos con una pecera más grande? –Vanessa se acercó a la puerta–. He traído una. Está en el portal.

Él esbozó una sonrisa y la siguió. Estaba claro que Vanessa Craig era inteligente, solícita y bien preparada. También era una profesional que tenía su propio negocio.

Ayudó a Vanessa con la pecera grande y unos minutos más tarde estaba funcionando con sus gotas neutralizadoras. Ella conectó el filtro y señaló tímidamente con la cabeza el retrato que había en la pared.

–¿Es su familia?

Mitch sintió en el pecho la familiar punzada de cariño mezclada con pesar. La foto mostraba a su padre, alto y delgado, rodeado de su mujer, sus cuatro hijas y su único hijo.

Deslizó la mano por el borde de la pecera.

–Mi padre falleció poco después de que nos hicieran esta foto.

Sólo unos días antes de que Mitch cumpliera quince años.

Cuando Vanessa giró el filtro le rozó accidentalmente la mano con la suya. El corazón de Mitch dio un vuelco y una corriente le subió en espiral por los tendones del brazo hasta el hombro con un calor parecido al que había experimentado por la tarde cuando se tocaron. Sus ojos se encontraron. Los de ella reflejaron sorpresa antes de bajar la mirada y alejarse un poco.

–Siento… lo de su padre.

Mitch volvió a centrarse y agarró la red.

–Era un hombre bueno pero chapado a la antigua. Un firme seguidor de la disciplina.

–¿La letra con sangre entra?

–No, en absoluto. Pero en nuestra casa las acciones tenían consecuencia. Nos quería mucho, pero no podíamos salirnos con la nuestra. A cambio nos dedicaba atención completa cuando la necesitábamos.

–Deben echarle mucho de menos todos –dijo ella.

Mitch asintió. Todos los días.

¿Qué habría hecho su padre ante el actual dilema familiar? La noche anterior, la hermana más pequeña, Cynthia, de veintidós años, había anunciado su compromiso con el tipo más despreciable del mundo. Su teatrera madre había gritado de alegría, lo que le había sorprendido. Tal vez el tipo despreciable fuera médico, pero también era un afamado jugador.

Mitch gruñó mientras revolvía el agua nueva con la red. Seguramente se le ocurriría algo. O tal vez no; quizá esta vez dejara por fin a las mujeres que se las arreglaran por sí solas. Mitch le lanzó una mirada a su atractiva visitante. El suave reflejo del agua bailaba por su rostro. ¿Tendría Vanessa Craig grandes esperanzas puestas los negocios o estaba más centrada en asuntos personales, como por ejemplo en atrapar un buen partido?

–¿Y qué me dice de usted? –le preguntó dejando la red.

–¿De mí? –Vanessa parpadeó cuando levantó la vista del agua.

–Familia. No me dijo si la suya vive cerca.

–No tengo familia –aseguró ella encogiendo sus delicados hombros–. Sólo una tía. Y también a mis animales –sonrió con optimismo–. Así que mi vida es plena.

¿Había querido insinuar sutilmente que no estaba interesada en tener un romance? Bien, igual que él… aunque su creciente curiosidad y su libido refutaran su afirmación. Había algo en Vanessa Craig, algo hipnotizador que le llamaba desde aquellos cautivadores ojos verdes.

Vanessa consultó su reloj, agarró la red y atrapó a Kami para dejarlo en su nuevo y acuoso hogar.

–Ya parece más feliz –comentó Mitch encantado–. Y después de tanto ejercicio dormirá bien.

–Los peces no duermen –señaló ella–. Desaceleran su metabolismo y descansan –se agachó para recoger el envoltorio de la nueva pecera–. Los delfines sí duermen, por supuesto –continuó–. Pero son mamíferos. Mantienen una parte del cerebro despierta mientras la otra mitad duerme.

Fascinado, él también se puso de cuclillas. Sabía que los delfines no eran peces, pero…

–¿Están despiertos mientras duermen?

Estaba claro que su cultura general dejaba mucho que desear. Tal vez debería aflojar un poco sus instintos básicos y conocer mejor a aquella experta. Recogió un trozo de papel de burbuja del suelo.

–¿Estudió usted biología marina?

–Zoología. Y también empresariales y mitología griega.

Vanessa recogió más envoltorios e inclinó la cabeza. El brillante cabello le cayó por el hombro como una cascada de seda.

–¿Sabía que los antiguos griegos creían que los delfines fueron humanos en el pasado? Y hay una escuela de pensamiento que dice que había seres mitad humano mitad pez.

Absorto, Mitch fue a recoger el mismo papel de burbuja que ella. Sus manos se tocaron. Volvió a producirse un destello con chispas. Compartieron una breve sonrisa y ella se puso de pie.

Mitch quería saber más cosas.

–Entonces, ¿la leyenda de las sirenas empezó con los griegos?

Vanessa asintió.

–En un principio se decía que eran mitad mujer mitad pájaro. Poseían una hermosa voz que utilizaban para atraer a los marineros y a sus barcos hacia las rocas. Si un barco se escapaba, la sirena debía arrojarse al mar.

Mitch se incorporó lentamente también, aprovechando para recorrer con la mirada las tentadoras curvas de su cuerpo mientras lo hacía. Vanessa Craig olía a algo suave y ligeramente salado como la brisa fresca del mar.

Mitch apoyó la cadera en la esquina de la mesa.

–¿Trató alguno de los marineros de resistirse?

–Uno. Había oído hablar de los mortales e hipnóticos poderes de las sirenas. Hizo que la tripulación le atara al mástil de su barco para no poder guiarlo hacia la tragedia. Pero cuando vio a la hermosa sirena en la orilla y la escuchó cantar suplicó que le soltaran.

–¿Quién ganó? –Mitch dirigió la mirada hacia su delicada mandíbula.

–Depende de si eres la sirena o el marinero –respondió ella riéndose.

Mitch sonrió y al instante dejó de hacerlo mientras deslizaba la mirada hacia su boca. Aquellos labios gruesos, rosas y tentadores. Unos centímetros más y podría saborearlos. Explorarlos. Por supuesto, aquella atracción sólo podía deberse a que llevaba mucho tiempo sin salir con nadie. Vanessa era atractiva, inteligente e increíblemente sexy. Pero sobre todo, era independiente. Una mujer sociable pero fuerte. Su tipo de mujer. Mitch salió de su trance y se agachó para recoger la caja del suelo.

–¿Hace mucho que tiene su negocio?

–Dos años.

–¿Y marcha bien?

A ella le flaqueó la sonrisa y se encogió de hombros.

–Claro. Aparte del hecho de que van a desalojarme de la tienda que adoro en dos semanas y tengo que encontrar otro local con un alquiler que pueda permitirme. Tengo una cita con el director de mi banco mañana, y… –Vanessa se detuvo y dejó escapar un suspiro–. Demasiada información.

Mitch sintió cómo una sensación fulminante le atravesaba el estómago, pero se las arregló para componer una débil sonrisa.

–No ha sido demasiada información.