Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Heidi Betts. Todos los derechos reservados.

ÉCHALE LA CULPA A LA OSCURIDAD, Nº 1417 - abril 2012

Título original: Blame It on the Blackout

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0000-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Lucy Grainger llamó suavemente con los nudillos para advertir de su presencia antes de entrar en casa de Peter Reynolds. Como hacía todos los días, recogió el correo y el periódico del suelo y, después de dejar su bolso en la habitación que utilizaba como despacho, fue directamente a la cocina para hacer un café y fregar los platos de la noche anterior.

Su trabajo no incluía fregar los platos porque Peter tenía una señora que iba una vez por semana para limpiar y hacer la colada, pero Lucy estaba tan acostumbrada a cuidar de él que hacerlo le parecía lo más natural.

Luego subió al segundo piso, donde estaba el dormitorio de Peter. Si había estado trabajando en algún programa informático se habría acostado muy tarde. O a lo mejor había olvidado poner el despertador… otra vez. Pero su cama estaba vacía, las sábanas hechas un revoltijo.

Sólo quedaba un sitio en el que mirar. Lucy cerró la puerta del dormitorio y se dirigió a su despacho.

Menos conservador que el resto de la casa, a Peter le gustaba aquel despacho porque estaba decorado a su gusto. Es decir: con las paredes pintadas en azul oscuro, un escritorio que ocupaba toda una esquina y mesas llenas de ordenadores, equipos informáticos y una colección de figuritas de Star Trek.

Y, como había supuesto, su jefe estaba allí. Con la cabeza apoyada sobre el escritorio, durmiendo profundamente. Llevaba una vieja camiseta gris y unos calzoncillos de cuadros, su pelo rubio oscuro tan despeinado como de costumbre.

Lucy tuvo que hacer un esfuerzo para no pasar los dedos por el flequillo…

Ese era el problema de trabajar con un hombre que le gustaba. La línea entre jefe y amante potencial se hacía más difusa cada día.

Pero sólo para ella. Peter no la veía como una posible novia, ni siquiera la veía como una mujer.

Como secretaria, como ayudante personal, como la persona a la que acudía cada vez que necesitaba algo, sí. Como una mujer de carne y hueso, una mujer atractiva, no. Nunca levantaba la mirada del ordenador el tiempo suficiente como para fijarse en ella.

Pero esa era una de las cosas que adoraba en él, su pasión por el diseño de software, que hubiera levantado una empresa empezando de cero.

Peter Reynolds era una persona muy inteligente y empresas de todo el mundo solicitaban sus servicios para librarse de virus informáticos o para solucionar problemas. Pero lo que a él le gustaba de verdad era diseñar juegos y programas y en eso se había concentrado durante los dos últimos años, el tiempo que Lucy llevaba trabajando para él.

Lucy sacó una bolsa de basura para recoger varias latas vacías de coca-cola. Su jefe bebía demasiada coca-cola, especialmente cuando estaba muy ocupado y se obsesionaba con algún proyecto.

Dos de las latas se le cayeron de las manos y salieron rodando por el suelo. El ruido despertó a Peter, que se incorporó, sobresaltado, mirando alrededor como si no supiera dónde estaba.

–Lo siento –se disculpó Lucy–. No quería despertarte.

Él se pasó una mano por el pelo, bostezando.

–¿Qué hora es?

–Poco más de las nueve. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando?

–Empecé después de cenar. A las nueve, creo.

Peter se levantó para estirarse, casi rozando el techo con las manos. La postura ensanchaba su torso, mostrando un estómago plano…

Lucy tuvo que apartar la mirada.

–Estoy trabajando en ese proyecto para Globalcom. He tardado más de lo que pensaba, pero creo que el problema está solucionado.

Lucy guardó las latas en la bolsa, para reciclarlas más tarde.

–Entonces, tendrás que cobrarles todas esas horas de trabajo. ¿A qué hora terminaste?

–No tengo ni idea. La última vez que miré el reloj eran las tres de la mañana.

Ella asintió, preguntándose si Globalcom y los otros clientes de Peter sabrían cuántas horas trabajaba en cada proyecto. Sí, sus servicios eran caros, pero era el mejor. Y como nunca controlaba las horas que trabajaba en cada proyecto, las facturas eran meras estimaciones.

–¿Por qué no duermes un rato? Pareces agotado.

La sonrisa de Peter hizo que su corazón se acelerase.

–No, ahora que estoy despierto, será mejor que me dé una ducha.

Peter en la ducha. Esa era una imagen que estaría en su cabeza durante toda la mañana. Como si no la mantuviera despierta casi todas las noches…

–Además, quiero llamar a Globalcom para decirles que el problema ya está resuelto. Y luego me pondré a trabajar en Soldados de poca fortuna.

Soldados de poca fortuna era la última obsesión de Peter, un juego de guerrillas con sangre y vísceras que mantendría a los adolescentes pegados al ordenador durante horas. A Lucy no le gustaban esos juegos, pero debía reconocer que, de vez en cuando, también ella jugaba y lo pasaba bien. Y, por el momento, no había comprado una escopeta para liarse a tiros desde el tejado.

–No olvides probarte el esmoquin para ver si necesitas arreglarlo antes de mañana.

Él se detuvo en la puerta.

–¿Qué tengo mañana por la noche?

–La cena de la Asociación de mujeres contra la violencia doméstica –contestó Lucy–. Vas a dar un discurso y a recibir un premio por tu apoyo a la asociación.

Peter donaba ordenadores y programas informáticos a los albergues para que las mujeres pudieran aprender un oficio y no tuvieran que volver con sus abusivos maridos.

Él cerró los ojos.

–Se me había olvidado. Supongo que no hay forma de escapar.

–Si quieres darles un disgusto a cientos de mujeres…

Suspirando, él se puso las manos en la cintura.

–Muy bien. Pero tendré que ir con alguien.

Lucy apartó la mirada. Peter salía con montones de chicas guapas. Modelos, actrices, presentadoras… Era un chico guapo, divertido, encantador y aunque trabajaba mucho para que su empresa pudiera competir con las más grandes, era suficientemente rico como para llamar la atención de una chica guapa.

En general, no le dolía verlo con esas mujeres… excepto cuando llegaba a trabajar por las mañanas y descubría que alguna seguía en su cama o estaba marchándose. O encontraba unas braguitas en el suelo.

–Voy a mirar en la agenda para ver quién está libre.

–No –dijo él–. No me apetece ir con alguien que sólo quiere salir en la foto.

–No pasa nada. Podrías ir solo.

–Yo tengo una idea mejor –anunció Peter entones–. Tú podrías venir conmigo.

Lo había dicho como si hubiera decidido tomar pollo en lugar de filete para cenar y Lucy no pudo evitar sentirse como la desgraciada criatura con plumas cuyo cuello iban a cortar.

Si fuera una invitación de verdad, si alguna vez la hubiera mirado como si fuera una mujer se lo habría pensado.

No, eso no era verdad. Habría saltado ante la oportunidad de ir con él a algún sitio, rezando para que no perdiera interés.

Sacudiendo la cabeza, Lucy salió del despacho.

–No, gracias.

–¿No? ¿Cómo que no?

Su voz, indignada, la siguió por la escalera.

–Que no.

–Lucy, no puedes dejarme solo. Ya sabes que no me gustan las multitudes.

–Deberías haberlo pensado antes de decir que irías –replicó ella.

–Ah, café –dijo él cuando entraban en la cocina–. Mira, de verdad, no puedo ir solo. Necesito que vayas conmigo. Irá gente importante, gente que podría estar interesada en mi empresa…

–¿Y?

–Eres mi ayudante. Tú conoces los programas en los que estoy trabajando y las intenciones que tengo para la empresa tan bien como yo. Y nadie se relaciona mejor que tú. La gente te adora.

Como ella no respondió, Peter siguió, más desesperado:

–Es parte de tu trabajo. Además, te pagaré las horas extra. Puedes llevarte la agenda y preparar una docena de reuniones con posibles clientes.

Ah, sí. Desde luego que era su ayudante. Y si se ponía así, no tendría más remedio que ir con él.

Pero no pensaba ponérselo fácil.

Lucy se apoyó en la encimera, de brazos cruzados.

–No estarás tan interesado en que vaya cuando aparezca en vaqueros. No tengo nada que ponerme para una cena de ese estilo.

Peter suspiró, aliviado.

–Eso no es problema. Yo me encargo de todo. O, más bien, encárgate tú de todo. Luego me pasas la factura… Compra lo que quieras.

Luego se acercó para darle un abrazo de oso.

–Gracias, gracias, gracias –dijo, besándola en la frente.

A Lucy se le doblaron las rodillas y tuvo que cerrar los ojos cuando un calor increíble empezó a subir desde sus mocasines a la blusa blanca.

Sí, seguro. Podría pasar la noche con aquel hombre y pensar que no era nada más que una cena de trabajo. Ningún problema. Y quizá después de hacer ese pequeño milagro, podría convertir el agua en vino.

Peter tomó su sexta taza de café desde que Lucy lo había despertado aquella mañana y pulsó el ratón para enviar los e-mails que había redactado en la última media hora.

Empezaba a percatarse de que no era fácil cuidar de uno mismo. Lucy llevaba fuera sólo un par de horas, pero como estaba acostumbrado a tenerla allí toda la mañana contestando al teléfono y encargándose de numerosas tareas, le resultaba difícil seguir adelante con su rutina normal.

Por fin, había decidido no contestar al teléfono y dejaba que saltara el contestador. Lucy se encargaría de contestar cuando volviera. Y aunque a veces contestaba también a su correo electrónico, él podía hacerlo solito. No era un inútil.

El resto del correo era otra cosa. No pensaba ponerse a abrir sobres. Lucy sabría qué era importante y qué no.

Entonces oyó la puerta y suspiró, aliviado. Ahora podía concentrarse en su programa en lugar de lidiar con cosas menos importantes.

Pero cuando salió del despacho vio a Lucy intentando entrar en la casa con un montón de bolsas.

–¿Qué es eso?

Ella levantó la mirada y sopló para apartarse el flequillo de la cara.

–Podrías echarme una mano, ¿no?

–Ah, perdona.

Peter pasaba más tiempo con ordenadores que con personas y Lucy sería la primera en decir que, a veces, no era precisamente atento. Pero era un tipo estupendo.

–Parece que has comprado muchas cosas.

–Más de las que te puedas imaginar –sonrió ella, quitándose la chaqueta.

Llevaba una blusa blanca muy recatada, pero podía ver la silueta del sujetador negro que llevaba debajo… y eso no lo ayudó nada.

A Peter se le hizo un nudo en la garganta. Pero un momento después, decidió que era absurdo explorar cosas que él no debía explorar.

Lucy era una belleza, sin duda. Desde que se conocieron, cuando la entrevistó para el puesto de ayudante personal, le había fascinado su largo pelo negro, su piel de porcelana, los brillantes ojos azules.

Por supuesto, no había ninguna posibilidad de que hubiera algo entre ellos. Peter jamás tendría una relación seria con una mujer y mucho menos con alguien que trabajaba para él. No quería ser como su padre, no tenía intención de hacer infeliz a nadie. Y su padre había hecho muy infeliz a su madre. Y a él.

Pero había contratado a Lucy a pesar de su atracción por ella, sencillamente porque era la mejor candidata. Sabía de informática casi tanto como él, era una buena secretaria y tenía una voz que haría que un santo cayera de rodillas.

De modo que si se quedaba mirando esos labios rojos como hipnotizado o tenía que tomar una absurda cantidad de duchas frías cuando ella se iba a casa, era culpa suya por contratarla. Pero merecía la pena.

–¿De qué te ríes? –le espetó ella.

–¿Yo? De nada.

–Cuando lleguen las facturas no te reirás, amigo.

Peter se encogió de hombros.

–No creo que sea para tanto.

Ella levantó una ceja.

–A ver, deja que me presente. Soy la mujer a la que has dado carta blanca para comprar lo que quisiera. Y sé cuánto dinero tienes en el banco. ¿Tú qué crees?

Peter soltó una carcajada. Otra de las razones por las que la había contratado era su sentido del humor. Un poco ácido a veces, pero siempre estupendo.

–Recuérdame que tome una copa antes de ver las facturas. Mientras tanto, ¿qué tal si me enseñas lo que has comprado? Venga, póntelo y date una vueltecita para que te vea.

–No, de eso nada.

–Venga, quiero ver lo que he comprado.

Lucy se lo pensó un momento. Lo último que le apetecía era ir a esa cena benéfica con él, pero –lo supiera él o no– se había gastado una considerable cantidad de dinero y si quería ver lo que había comprado, seguramente tenía derecho a ello.

–No sé…

–Puedes cambiarte en mi dormitorio. Tengo que ver el vestido, así sabré de qué color debe ser el prendedor de flores.

–¿Un prendedor? Peter, esto no es el baile del instituto.

Él sonrió, con esa sonrisa que hacía que le temblasen las rodillas.

–Una pena. El baile sería más soportable.

Luego se dio la vuelta y subió a su dormitorio con las bolsas. Una vez allí, se frotó las manos, guiñándole un ojo mientras salía al pasillo.

–Grita cuando estés lista. Estaré en el despacho.

La puerta se cerró y Lucy se quedó a solas con la cama de Peter, con el edredón de Peter, con las sábanas de Peter… con las sábanas revueltas de Peter.

Lucy tuvo que contenerse para no lanzarse sobre la cama y respirar su olor en aquellas sábanas de algodón egipcio. Sabía que lo eran porque ella misma las había comprado.

Patético, pensó. ¿Qué mujer de veintinueve años se pasa la vida soñando con su jefe? Un hombre que no la miraba dos veces… al menos no como un hombre debería mirar a una mujer.

Aparte de tumbarse sobre el escritorio y gritar: «Tómame, soy tuya», Lucy había hecho de todo para llamar su atención. Desde que empezó a trabajar para él dos años antes, intentaba hacerle saber que estaba interesada de todas las maneras posibles. Se ponía faldas cortas, blusas con un poco de escote… Había probado con una docena de perfumes intentando encontrar el que despertara su interés. Se había presentado con el pelo suelto, con coleta, con moño, con el pelo corto, largo, rizado, liso…

Se acercaba mucho cuando hablaban e inventaba excusas para interrumpirlo cuando estaba trabajando, pero nada de eso funcionó. Y por fin decidió rendirse. Una chica sólo podía humillarse hasta cierto punto y el momento llegó el día que entró en casa y encontró a una mujer medio desnuda saliendo de su habitación. Su teoría de que Peter era homosexual había quedado hecha trizas y juró en ese momento no volver a intentar nada con él.

Desgraciadamente, ese juramento no podía evitar que se quedara mirando sus bíceps como una tonta o que su corazón diera un salto cada vez que pronunciaba su nombre con esa voz suya tan ronca.