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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Marion Lennox. Todos los derechos reservados.

BUSCANDO EL FUTURO, N.º 2453 - abril 2012

Título original: Mardie and the City Surgeon

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0017-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

ERA una noche tormentosa y oscura. Un relámpago iluminó el cielo y un escalofriante aullido hizo eco a través de la vieja casa…

Y entonces se fue la luz.

Tenía que dejar de ver películas de terror, decidió Mardie Rainey mientras le ordenaba a Bounce que dejase de ladrar y buscaba, a ciegas, una vela en la estantería. Especialmente debía dejar de ver películas de terror en noches en las que una tormenta amenazaba con tirar abajo la casa.

Bounce, su collie de doce meses, estaba aterrorizado. Mardie, más irritada que asustada. El vampiro estaba clavando sus colmillos cuando se fue la luz y ahora no sabría qué había sido de la tonta heroína, que hubiera resultado más interesante con marcas de colmillos en el cuello.

Menuda noche. El viento entraba por la chimenea con tal fuerza que el humo se colaba en el salón. Y, por el momento, sólo tenía dos velas y una linterna.

Había una gotera en una esquina del salón bajo la que había puesto un cubo pero sin el sonido de la televisión, el interminable goteo iba a hacer que se volviera loca.

Debería irse a la cama.

Entonces oyó un golpe fuera. Un golpe fuerte.

Bounce miró hacia la ventana, gimiendo, y a Mardie se le erizó el vello de la nuca.

–Será la rama de un árbol –le dijo–. Mañana habrá que podarlo, ya verás.

Por el momento, no podía hacer nada.

Bounce gimió de nuevo y, cuando se acercó a ella, Mardie lo sujetó por el collar para llevarlo a su habitación.

–No pasa nada, tonto. Los árboles no están tan cerca de la casa como para que tengamos que preocuparnos. Los relámpagos y los truenos son sólo un numerito de la naturaleza para asustar… y te advertí que no vieras películas de vampiros.

Bounce gimió una vez más, apretándose contra su pierna. Menudo perro guardián.

Normalmente dormía en la cocina, pero esa noche no iba a despegarse de su lado. La verdad era que la tormenta daba miedo.

Tal vez necesitaba protección contra los vampiros, pensó Mardie mientras iba a su habitación. Bounce era un cobardica, pero la única alternativa era una ristra de ajos. Y una chica no podía dormir con una ristra de ajos colgada al cuello.

–La cama es un sitio seguro –le dijo–. Las ovejas están en el prado de abajo, protegidas por el seto, y la casa es sólida. No pasa nada. Al menos no estamos al raso, me da pena el pobre que lo esté esta noche.

Blake Maddock, cirujano oftalmólogo, debería haber pasado la noche en Banksia Bay, pero quería volver a Sídney. O mejor aún, le gustaría estar en África.

Quería irse de Banksia Bay en cuanto descubrió que Mardie no estaba en la reunión.

¿Qué estúpido impulso lo había hecho acudir a la reunión de alumnos del colegio? ¿Ver a Mardie? Había sido un impulso tonto, sentimental, nada más.

Él le había dado la espalda a aquel sitio quince años antes. ¿Por qué volver ahora?

Nada había cambiado. O había cambiado muy poco, pensó mientras conducía con cuidado bajo la tormenta. Había habido nacimientos, muertes, matrimonios, pero el pueblo seguía siendo diminuto. La gente hablaba de la pesca y el trabajo en las granjas y le preguntaban dónde vivía ahora, pero no estaban realmente interesados en la respuesta. Querían saber si echaba de menos Banksia Bay.

No mucho. Se había marchado de allí quince años antes y nunca había vuelto a mirar atrás.

A seis kilómetros del pueblo estaba su vieja casa, la casa de su tía abuela. Lo habían enviado a vivir allí a los siete años, para olvidar a Robbie.

Diez años antes, buscando entre las cosas de su tía abuela, había encontrado una carta que su padre le había escrito tras la muerte de su hermano mellizo.

No sabemos a quién acudir. Su madre nunca se entendió bien con los chicos y ahora… Robbie y Blake eran idénticos y cada vez que lo mira se pone enferma. Está bebiendo mucho y sus amigos empiezan a darle de lado. Tenemos que enviar al chico a algún sitio y hemos pensado decirle a la gente que se ha ido a vivir con unos parientes a Australia para que no le recuerden continuamente a su hermano. ¿Podemos enviártelo durante el tiempo que sea necesario, hasta que su madre quiera volver a verlo?

Y debajo estaba la oferta de transferirle la escritura de una enorme cantidad de acciones de la empresa familiar.

Sus padres habían querido librarse de él como fuera. Y ahora sabía hasta qué punto.

De modo que un niño de siete años había sido enviado al otro lado del mundo, a vivir con una tía abuela taciturna que había escapado años antes a Banksia Bay después de un romance fallido. Que había sido amable con él, según ella, pero que vivía a la sombra de su trágica aventura amorosa y jamás hablaba de Robbie.

Nadie hablaba de Robbie. Allí nadie sabía de su existencia.

–No le hables a nadie de tu hermano –le había dicho su padre mientras lo dejaba en el avión–. Cuanto menos cuentes, mejor. Sé que no fue culpa tuya lo que pasó. Tu madre se pone enferma cada vez que piensa en ello, pero lo aceptará con el tiempo. Mientras tanto, sigue adelante con tu vida.

Su vida como un niño al que nadie quería. Su vida en Banksia Bay.

Había sido absurdo acudir a la reunión, pensó. Aquél había sido un escondite, el sitio donde sus padres lo habían escondido. Pero ya no necesitaba esconderse.

Y Mardie ni siquiera había ido.

Mardie iba un curso por debajo de él, su única amiga.

Recordaba el primer día de colegio en Banksia Bay, al que lo llevó su silenciosa tía abuela muerto de miedo. Recordaba a Mardie acercándose, más pequeña que él, toda pecas y sonrisas.

–¿Cómo te llamas? –le había preguntado–. ¿Has traído un bocadillo? Yo tengo un bocadillo de sardinas y un pastel de chocolate. ¿Quieres que compartamos?

Qué tontería recordar exactamente lo que le había dicho tantos años antes.

Era ridículo, tanto como pensar que iba a verla esa noche.

Había vuelto de África agotado; el dengue lo había dejado exhausto y letárgico y tendría que esperar al menos cuatro semanas antes de volver al trabajo.

¿Pero a qué trabajo? Ya no podía volver a África.

Deprimido, se había quedado en el apartamento de su tía en Sídney, el sitio en el que dormía cuando iba de compras a la ciudad. También él lo había conservado porque le resultaba conveniente. Era un sitio donde guardar sus pocas posesiones, el único sitio que podía llamar hogar en Australia.

Había mirado el correo que no le habían remitido a África desde que se puso enfermo y encontró la invitación a la reunión de alumnos del colegio.

Y pensó en Mardie. Otra vez.

Por alguna razón, desde que se puso enfermo, había pensado mucho en Mardie.

¿Por qué? Ella debía de haberlo olvidado tiempo atrás o sería un recuerdo lejano. La suya había sido una amistad de la infancia convertida en un romance adolescente. Pero no le importaría volver a verla.

¿Podría ir a Banksia Bay y volver a Sídney esa misma noche?

La pregunta había dado vueltas y vueltas en su cabeza.

Había decidido años antes que Banksia Bay, el sitio donde sus padres lo habían abandonado, el sitio donde había sido enviado para olvidar, era un recuerdo del que tenía que alejarse. Pero ahora, con una carrera incierta, las fuerzas perdidas por la enfermedad, las razones de esa decisión no le parecían tan claras.

Y su recuerdo de Mardie era persistente.

Dos horas para llegar allí, cuatro horas en la reunión, dos horas para volver. Sí, estaría cansado, pero no quería dormir en Banksia Bay.

De modo que se puso el esmoquin y condujo desde Sídney, aguantó los interminables discursos, las palmaditas en la espalda y las preguntas. Todas sobre lo mismo:

–Es maravilloso que seas médico. ¿Nunca has pensado volver a casa?

Banksia Bay no era su casa. Era el sitio en el que lo habían dejado tras la muerte de Robbie.

Y, por supuesto, Mardie no estaba en la cena. Blake no sabía que la reunión era sólo para los alumnos de su curso y Mardie iba un curso por detrás. Se marchó de allí en cuanto le fue posible… y debería haber vuelto directamente a Sídney, pero no podía dejar de pensar en Mardie. Ya que había ido hasta allí…

¿Podría pasar por su casa a las diez de la noche? En fin, tal vez no.

Los árboles que flanqueaban la carretera se vencían por la fuerza del viento, los limpiaparabrisas moviéndose a toda velocidad para facilitarle la visión bajo la lluvia.

La granja de Mardie estaba muy cerca. Si fuese de día, podría verla.

¿Por qué quería ver a Mardie después de tanto tiempo?

Era una cría cuando se marchó de Banksia Bay. Dieciséis años y él diecisiete. Seguramente estaría casada y tendría hijos.

Si hiciera una buena noche, tal vez. O si la hubiera llamado con antelación. Pero presentarse de repente con aquella tormenta…

Recordaba su número de teléfono, no lo había olvidado en todos esos años. Cuando salió de la reunión pensó que podría pasar por su casa para ver si las luces estaban encendidas. Entonces la llamaría desde el móvil y si contestaba…

Pero había olvidado que allí no había cobertura para el móvil. O tal vez nunca lo había sabido. Se había ido de Banksia Bay antes de que todo el mundo usara móviles.

Debería volver a la autopista, se dijo, y olvidar esos sentimentalismos.

«Concéntrate en la carretera».

La oscuridad, la lluvia.

La casa de Mardie estaba a unos cien de metros de la carretera y las luces estaban apagadas. Tal vez se había mudado.

Por supuesto que se habría mudado. ¿Esperaba que la vida de Mardie siguiera siendo la misma que cuando él vivía allí?

Y entonces… un perro. En medio de la carretera.

Blake pisó el freno con todas sus fuerzas.

Si el asfalto no hubiera estado mojado, tal vez lo habría conseguido, pero estaba empapado por la lluvia y los neumáticos no tenían agarre.

El coche patinó y Blake luchó desesperadamente, intentando controlar el volante, intentando…

Había un árbol delante de él y no podía conseguir que el coche respondiese.

Bounce estaba temblando al lado de la cama, dando un respingo cada vez que sonaba un trueno, gruñendo a las sombras que creaban los relámpagos.

–Estás empezando a asustarme –lo regañó Mardie desde la cama–. Un gruñido más y te llevo a la cocina.

El siguiente trueno sonó casi sobre su cabeza y, de repente, Bounce se subió a la cama de un salto.

Un perro pastor, un perro guardián… ja. Mardie lo abrazó, intentando consolarlo.

–No tenemos miedo –le dijo.

Truenos, relámpagos. La casa parecía temblar.

Y, de repente, otro estruendo.

Y aquél hizo que Mardie se sentase en la cama. Porque era diferente. No era un trueno, no era el golpe de la rama de un árbol.

Había sonado como un chirrido y luego el impacto de algo metálico.

¿Y después?

Y después iba a tener que enfrentarse a la lluvia, le gustase o no.

No estaba malherido. Bueno, no mucho. El parabrisas se había roto y un trozo de metal o cristal lo había golpeado en la frente. Pero había alquilado un Mercedes y, si había algo bueno en un Mercedes, era lo bien que protegía a sus ocupantes.

Curiosamente, uno de los faros seguía encendido y podía ver lo que había pasado: había chocado contra el tronco de un árbol y todo el lado del pasajero parecía haberse movido hacia atrás.

El árbol estaba a un metro de su cara y la lluvia se colaba por el hueco donde debería estar el parabrisas.

Debería salir del coche, pensó. Podría explotar…

Eso logró sacarlo de su estupor y Blake estuvo fuera del Mercedes en unos segundos.

Pero al hacerlo se encontró con un perro que le llegaba por la rodilla. Empapado, aullando, rozándole, como desesperado por algún contacto.

El perro, la causa del accidente.

Debería darle una patada, pensó. En lugar de eso, se encontró en cuclillas en medio de la carretera, sujetándolo, sintiéndolo temblar, sintiendo que él mismo temblaba.

Los dos habían estado a punto de perder la vida.

Apartó al perro unos metros, temiendo que el coche explotase. Pero cualquier chispa se habría apagado con la lluvia.

Unos segundos después estaba calado hasta los huesos. ¿Qué podía hacer? Estaba en medio de una carretera oscura, sujetando un perro.

A cinco o seis kilómetros de Banksia Bay, y Banksia Bay estaba en medio de ninguna parte. Era un puerto diminuto a dos horas de Sídney, entre la montaña y el mar.

Tenía un abrigo en el coche… y un paraguas.

Era demasiado tarde para abrigos y paraguas. Nunca iba a estar más mojado en toda su vida.

El perro gimió, apoyándose contra su pierna.

¿Un collie? Era de color blanco y negro y estaba empapado. Y demasiado flaco. Podía notar sus costillas y se apoyaba en él como si necesitara su apoyo.

Blake puso una mano en su cuello y encontró un collar de plástico, pero no era el momento de comprobar su identificación.

–Estamos a salvo, pero nos arriesgamos a ahogarnos con esta lluvia –le dijo, escudriñando la oscuridad para ver si encontraba la casa de Mardie.

Todo estaba muy oscuro, pero era la casa más cercana. Estaba a un kilómetro de la antigua mansión de su tía que, alguien le había contado esa noche, se había convertido durante un tiempo en un balneario privado que después se declaró en quiebra. De modo que estaba desierta.

¿Seguiría Mardie viviendo en la misma casa?

Qué ironía haber ido hasta allí pensando que estaría en la reunión de alumnos y terminar en su puerta como una rata mojada. Y a esas horas.

Una locura.

Le dolía la cabeza. No tenía alternativa.

Blake se volvió hacia la casa y el perro caminó a su lado, rozándolo un poco.

–¿Mardie con un marido y seis hijos? –le preguntó–. O una extraña –y entonces, a pesar de la lluvia y a pesar del susto, se encontró sonriendo–. He venido hasta aquí para ver a Mardie y parece que el destino ha decidido que siga buscando.

No había línea telefónica.

Allí no había cobertura para el móvil y el teléfono fijo ahora no servía para nada.

Estaba sola.

Un accidente de coche.

Aquello era peor que los vampiros. Mucho peor.

A toda velocidad, Mardie se puso el impermeable y las botas de agua y tomó la linterna.

Bounce se negaba a salir de la habitación.

–Vigila la casa entonces –le dijo, pensando que estaría mejor sin él de todas formas. Si había alguna persona herida, necesitaría una ambulancia, no un perro.

Pero se sintió más sola que nunca en toda su vida.

–Eres tú o nadie –se dijo a sí misma mientras abría la puerta.

Para encontrarse de repente con Blake Maddock.

¿Cómo podía no haber visto a alguien en quince años y reconocerlo inmediatamente?

Pero así fue.

A los diecisiete años, Blake Maddock era el chico más guapo del pueblo. Era alto, moreno y guapísimo. Con el pelo negro y una piel que parecía eternamente bronceada, entonces necesitaba engordar un poco, pero ya no.

Aquél era Blake Maddock adulto.

La versión adulta de su amigo de la infancia llevaba un esmoquin, camisa blanca, corbata de lazo y gemelos de plata.

Su pelo estaba empapado, el esmoquin también.

Blake.

Debía de estar soñando.

Pero en los sueños uno no se empapaba con la lluvia. Tenía que ser una aparición. Blake Maddock estaba en el porche de su casa.

–¿Mardie?

Entonces se dio cuenta de que no podía verla porque la casa estaba a oscuras. Pero los relámpagos eran continuos ahora y, en el porche, ella sí podía verlo perfectamente.

Blake.

–Ho-hola –consiguió decir, tartamudeando.

–¿Eres Mardie?

–Sí, sí… soy yo.

Mardie salió al porche y el viento estuvo a punto de tirarla. Una sombra se movió al lado de Blake, apoyándose en su pierna como si buscara refugio.

Blake Maddock con un perro. ¿Pero qué…?

No podía ser. Blake Maddock estaba allí, Blake, su mejor amigo.

Mardie tomó su mano y él la miró, esbozando una sonrisa. No podía dejar de mirarlo, incrédula. Era una sonrisa que recordaba tan bien.

Blake…

Entonces él dejó de sonreír y tiró de ella para darle un abrazo de oso. Y Mardie dejó que la abrazase. Estaba empapado y era más grande de lo que recordaba, más alto, más duro.

Dejó que la aplastase contra su pecho y en aquel momento lo único que podía sentir era alegría.

–Blake.

Era apenas un susurro. Su pasado había vuelto. Su pasado estaba chorreando en su porche.

Su pasado estaba abrazándola como si la hubiera echado de menos tanto como ella.

Otro trueno, más profundo, más fuerte. No era una noche para estar en el porche abrazándose. Blake se apartó un poco, sin soltarla, como si temiese perderla.

–He tenido un accidente con el coche.

–¿Un accidente? –repitió ella, incrédula–. ¿Pero cómo…?

–Vengo de la reunión de alumnos del colegio.

La reunión de alumnos del colegio. Había oído hablar de ella; una reunión del curso superior al suyo. Tony Hamm, el carnicero, la había organizado. Su amiga Kristy se lo había contado esa misma mañana:

–Están emocionados, pero mira que exigir etiqueta… y sólo porque Jenny Hamm quiere ponerse el vestido que se compró para la boda de su hermana.

La clase de Tony.

La clase de Blake.

Había pensado entonces… sí, lo había pensado pero no lo había dicho. ¿Habéis invitado a Blake Maddock?

Evidentemente sí y, evidentemente, había ido.

Estaba en el porche de su casa, quince años después. Y tenía un hilillo de sangre en la frente.

–Tienes sangre en la cabeza –le dijo, asustada.

–No es nada, estoy bien.

–¿De verdad?

–De verdad.

Mardie intentaba llevar aire a sus pulmones. No lo había visto en quince años y experimentaba un cúmulo de emociones con las que no sabía qué hacer.

–Entra, por favor, está lloviendo… ¿hay algún herido?

–No, sólo yo. He chocado contra un árbol.

Su voz era diferente, profunda y rica, madura.

–¿Un árbol?

–No estoy borracho –dijo él. Y ése era Blake, su voz teñida de un humor que Mardie conocía bien–. En la cena han servido la cerveza casera de Tony Hamm y el vino de Elsie Sarling. No ha sido difícil conformarme con el agua.

Mardie sonrió.

–¿Entonces el árbol?

–Apareció de repente… bueno, no, el perro apareció de repente. Conseguí no atropellarlo, pero me choqué contra el árbol.

Había chocado contra un árbol, al lado de su casa. Blake.

Tantas emociones…

–¿El coche está bloqueando la carretera? –le preguntó Mardie, intentando ordenar sus pensamientos.

–No, ha quedado en el arcén.

Menos mal. No le apetecía tener que subirse al tractor para apartar los restos de un coche con aquella tormenta.

Podía concentrarse en Blake. O no, concentrarse en Blake la hacía sentir rara. Era como entrar en el armario de Narnia y aparecer de repente en otro mundo. El mundo de quince años atrás.

«Concéntrate en el perro», se dijo a sí misma. El perro parecía menos complicado.

Era un collie negro con manchas blancas y también estaba empapado. Lo sintió temblar, pero era un temblor más profundo que el de Bounce, asustado por los truenos y los vampiros.

Si había algo que podía tocar el corazón de Mardie Rainey, era un perro. Un perro mojado y asustado. Incluso la distrajo de Blake mientras se inclinaba para acariciarlo.

–Hola, cariño, ¿de dónde sales tú?

Pero entonces tocó el collar de plástico que llevaba al cuello y lo supo.

Conocía ese collar.

–Oh, no.

–¿No es tuyo? –le preguntó Blake.

–No, es un perro de la perrera… bueno, del refugio para animales que Henrietta tiene en Banksia Bay. Tuvo un accidente con la furgoneta la semana pasada y los perros se han desperdigado por todas partes. Este collar dice que es uno de ellos.

Pero era un collie. Los granjeros de Banksia Bay valoraban mucho a los collies porque eran buenos perros pastores. Que uno de ellos terminase en la perrera no tenía sentido.

Pero Mardie no pudo concentrarse en el perro durante mucho tiempo. Era una distracción, pero no lo bastante fuerte.