Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Marie Rydzynski-Ferrarella. Todos los derechos reservados.

UN ÚLTIMO BESO, Nº 1939 - junio 2012

Título original: The Last First Kiss

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0192-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

VENGA ya, Lisa! Piénsalo. ¿Qué podemos perder?

La madurez había sido amable con Paulette Calhoun. Tan solo unas pocas de las habituales líneas de expresión recorrían su rostro. Andaba ya cerca de los sesenta, pero la mujer, rubia y de ojos azules, aún conservaba una figura esbelta, que inclinaba hacia la mujer con la que estaba hablando como si la proximidad pudiera ayudarla a ganársela.

Lisa Scarlatti, que era tres meses más joven que Paulette, estaba sentada frente a su amiga de toda la vida. Tenía una taza de té entre las manos.

—Bueno, de antemano diría que a nuestros propios hijos. Si Dave se huele que le estoy preparando una encerrona romántica, me leerá muy bien la cartilla a pesar de lo callado que es. Y, si la memoria no me falla, estoy segura de que tu Kara, tan independiente y descarada, te la leerá a ti dos veces.

Paulette se echó a reír.

—No se olerán nada porque saben que nosotros nos cuidaremos mucho de intentarlo. Y eso es precisamente la belleza de todo esto.

Lisa frunció el ceño. No sabía si inclinarse hacia su corazón o hacia su cerebro. Dado que vivían a casi noventa kilómetros de distancia, Paulette y ella se reunían varias veces al año para almorzar. El esposo de Paulette había muerto hacía casi trece años y el de Lisa había fallecido poco después en un accidente, hacía ya ocho años.

—Jamás pensé que alienar a mi hijo pudiera tener algo que ver con la belleza —le dijo a Paulette—. Por el amor de Dios, Thomas y yo lo enviamos a la facultad de Medicina. Por fin estoy empezando a terminar de pagar esa deuda. Deja que disfrute de Dave un tiempo antes de hacer algo que provocará que él reniegue de mí delante de todo el mundo.

—Y yo que creía que la dramática era yo… —comentó Paulette haciendo un gesto de desaprobación con los ojos—. Dave no va a renegar de ti —insistió.

Paulette llevaba pensando en tratar de juntar a su hija con el hijo de Lisa desde que se había enterado del éxito de una de sus primas a la hora de ejercer como celestina para su hija y las hijas de sus amigas. Demonios, si Maizie podía hacerlo, ella también. Y Lisa.

—Escucha, el plan es perfecto —dijo Paulette con entusiasmo—. Has dicho que el niño de tu sobrina va a cumplir los años pronto, ¿no?

—Sí —respondió Lisa. Conocía demasiado bien a Paulette como para no sospechar que había una trampa en aquellas palabras.

—Y, según tú, ¿qué es lo que quiere Ryan, el adorable hijo de Melissa, más que nada para su cumpleaños?

Lisa suspiró. Ya veía adónde quería ir a parar su amiga.

—El videojuego de Kalico Kid —contestó Lisa.

Paulette asintió y dijo:

—¿Y qué videojuego es imposible conseguir?

Kalico Kid.

La sonrisa de Paulette se hizo aún más amplia.

—¿Y dónde trabaja mi hija?

Lisa cerró los ojos. Se estaba viendo atrapada, pero desgraciadamente no veía salida alguna.

—En la empresa que distribuye Kalico Kid.

—Exactamente. Por lo tanto, dado que Dave es un cielo y que se le cae la baba haciendo que el hijo de su prima sea feliz y que Kara tiene acceso a las copias de un juego que es imposible de encontrar, todo resulta muy sencillo. Yo le pido a Kara que consiga una copia y que se la dé a Dave cuando esté haciendo su trabajo de voluntario en esa clínica gratuita a la que va y que, casualmente, está cerca del lugar donde trabaja Kara…

—Y así —dijo Lisa chascando los dedos. Tenía un cierto matiz de sarcasmo en la voz— se ven y los ángeles cantarán mientras el sonido de la música celestial resuena por todas partes.

—No. Dave estará agradecido y se ofrecerá a invitar a Kara a cenar para recompensar su amabilidad. Tu hijo está muy bien educado, Lisa. Y, a partir de ahí, dependerá de ellos.

—Tal vez no quieran que ocurra nada.

Lisa sabía lo testarudo que podía ser su hijo. Hacía más de diez años que él no le había contado nada personal. El único modo por el que Lisa había deducido que no tenía pareja era que seguía regresando al hogar de su infancia cuando tenía algún día libre. Por mucho que a ella le encantara verlo, hubiera preferido que pasara sus días de asueto con una mujer que lo mereciera y con la que pudiera tener una relación.

—Entonces, al menos podríamos decir que lo hemos intentado —insistió Paulette. Colocó la mano encima de la de su amiga y la miró a los ojos—. ¿No te acuerdas cómo solíamos ir los seis de vacaciones cuando nuestros esposos estaban aún con vida y cómo tú y yo soñábamos con que David y Kara se casaran mientras veíamos cómo jugaban?

—Mientras veíamos cómo se peleaban —le corrigió Lisa—. De todos modos, de eso hace mucho tiempo. Hace mucho que ya no estamos los seis juntos. Thomas y Neil ya no están aquí…

Aquellas últimas palabras le pesaron profundamente. Después de tantos años, aún seguía echando de menos a Thomas como si hubiera muerto el día anterior. De hecho, dudaba que el dolor pudiera desaparecer.

—Razón de más para hacer que nuestros hijos acaben juntos. Además, ya tienen sus añitos…

—No se puede decir que no lo hayamos intentado antes —le recordó Lisa.

Efectivamente, lo habían intentado en más de una ocasión, pero siempre había surgido algo en el último minuto y lo había evitado. Habían pasado muchos años desde que Kara y Dave habían estado juntos en la misma habitación.

—Bueno, eso siempre ocurría en ocasiones como Navidades o Acción de Gracias —especificó Paulette—. Uno o el otro siempre decía que tenía que trabajar. Creo que Kara debe de hacer más horas extras que ningún otro ser humano, con la posible excepción de Dave. En mi opinión, son perfectos el uno para el otro. Lo único que tenemos que hacer es que ellos se den cuenta. Antes no había presión alguna. Siempre fue algo sin importancia. Sin embargo, en esta ocasión, debemos ir a por todas —anunció—. Esto va a ser mucho más que un encuentro casual. Jamás sabrán lo que se les viene encima.

A Lisa seguía sin gustarle. Le gustaba la relación que tenía con su hijo. No hablaban tanto como a ella le gustaría, pero él la llamaba y se presentaba en su casa en muchos de los días que tenía libres, y que eran bastante escasos. No quería poner en peligro su relación.

—Pero nosotras sí que lo sabremos…

—¿Desde cuándo eres tan negativa? —le preguntó Paulette a su amiga de más de cincuenta años.

Lisa se encogió de hombros y trató de explicar su punto de vista.

—Si no hacemos nada para tratar de unir a Kara y a David, siempre puedo esperar que ocurra algún día. Si lo intentamos y nos sale el tiro por la culata, no habrá ninguna posibilidad más. El sueño se habrá esfumado para siempre. Prefiero tener un sueño cálido y agradable que un trozo de fría y dura realidad.

Paulette pareció desilusionada.

—La Lisa que conocí y con la que fui al colegio no tenía miedo de nada. ¿Dónde está? ¿Qué le ha ocurrido?

—La Lisa que tú conociste era mucho más joven. Hoy en día me gusta más la paz y la tranquilidad. Y un hijo que llama a su madre de vez en cuando.

—Entonces, ¿no le vas a pedir a Kara si le puede conseguir ese juego a Dave para que él se lo pueda dar a Ryan? —le preguntó Paulette. El suspiro que se le escapó de los labios podría haber rivalizado con un huracán.

Lisa frunció el ceño. Sabía cuándo había perdido. Paulette sabía manejar la culpabilidad como un arma bien afilada.

—No me gusta que pongas esa cara tan larga…

La cara larga desapareció inmediatamente y se vio reemplazada por una sonrisa de satisfacción.

—Lo sé.

Le tocó suspirar a Lisa.

—Creo que, si alguien debería pedir algo, deberías hacerlo tú. Si no, Kara va a sospechar. Yo nunca la llamo, por lo que el hecho de recibir una llamada mía podría alertarla y hacerle pensar que estamos tramando algo. Además, así, cuando Kara y Dave decidan echarnos a los leones, creerán que todo ha sido culpa tuya.

—Pues hasta para eso tendrán que estar juntos —comentó Paulette sonriendo—. Bueno, sea como sea, es una situación en la que solo se puede ganar. Decidido —añadió muy contenta—. De repente, tengo mucha hambre.

Paulette tomó el menú. Lisa entornó la mirada y observó a su mejor amiga. Comprendió que, una vez más, había hecho lo que ella quería.

—Pues, de repente, yo no.

Paulette miró a Lisa con sus hermosos ojos azules.

—Come. Vas a necesitar la fuerza.

Eso era precisamente lo que más miedo le daba a Lisa.

Algo iba mal en el universo. Podía sentirlo. Cerró los ojos y se tomó un respiro de cinco segundos.

Kara Calhoun, ingeniera de control de calidad de Dynamic Video Games, trató de convencerse de que su inquietud se debía a que estaba permitiendo que el juego que tenía que probar la derrotara.

Después de trabajar en aquella versión en particular, con magos, guerreros y brujas durante más de veinte días, sin contar las horas extra, estaba empezándose a sentir enganchada con el juego. Aquello no era precisamente lo que le habría recomendado a alguien que deseara mantenerse aferrado a la realidad.

Por suerte, ella era más fuerte que la mayoría en aquel sentido. Le habían encantado los videojuegos desde la primera vez que entró en su primer salón de juegos a la edad de cuatro años. Le habían encantado las luces y los sonidos, pero, principalmente, el desafío de derrotar a cualquier adversario con el que se encontrara.

A pesar de todo, siempre lo mantenía todo en perspectiva. Estaba trabajando con aquellos juegos. Nada más. Sabía que no representaban en modo alguno la vida real.

Ciertamente, no la suya.

No iba a permitir bajo ningún modo que le ocurriera a ella lo que le había pasado a su compañero Jeffrey Allen. Él había empezado a creer que los personajes del juego se comunicaban con él para advertirle de algún desastre inminente. Evidentemente, había perdido el contacto con la realidad.

A pesar de todo, no se podía quitar de encima la sensación de que estaba ocurriendo algo, que, de algún modo, el destino le tenía algo esperando en el horizonte, algo que sin duda llevaba su nombre.

Tal vez necesitaba unas vacaciones.

Se puso a jugar de nuevo y descubrió otro error del programa. El Caballero Negro no podía entrar en el mar con su caballo del mismo color y mucho menos galopar las olas con él. Sacudió la cabeza. Parecía que, cada vez que señalaba un error y que los programadores lo solucionaban, surgían dos más. Lo peor de todo era que la fecha límite de la empresa se estaba acercando y que ella estaba empezando a tener serias dudas de que el juego estuviera listo para llegar a las tiendas en la fecha prometida.

Desgraciadamente, sabía muy bien cómo funcionaba el mercado. En ocasiones, los juegos se comercializaban sin haber resuelto todos los problemas informáticos, con la esperanza de que los compradores no descubrieran los errores. Imposible.

Cuando el teléfono empezó a sonar, Kara dudó si contestar o no. Después de todo, tenía que encontrar la razón exacta por la que el caballo no seguía las indicaciones, preferiblemente antes de las seis de la tarde. La idea de, para variar, llegar a casa a una hora normal le parecía algo milagroso.

El teléfono siguió sonando. Kara suspiró. Con la suerte que tenía, seguramente sería alguno de los jefes, que seguiría llamando hasta que ella contestara. Lanzó una maldición y tomó el auricular.

—Soy Kara. Habla.

—Dios mío, ¿es así cómo respondes el teléfono en el trabajo?

—Hola, mamá —dijo Kara. Inmediatamente pensó en su sensación de que ocurría algo malo. Tal vez su intuición no andaba muy descaminada—. ¿Qué puedo hacer por ti? Habla rápido porque tengo una fecha límite.

—Siempre tienes fechas límites. Es lo único que oigo siempre. Ya nunca te veo, Kara —se quejó su madre.

—Pues saca las fotos que insististe en tomar en Semana Santa y míralas, mamá. No he cambiado desde entonces.

—¿Y tampoco has engordado? —se lamentó Paulette.

—Eso es bueno, madre —replicó Kara. Decidió bajar la voz. No quería que ninguno de sus compañeros escuchara su conversación—. ¿Me has llamado para descubrir si como?

—No. Te he llamado para pedirte un favor. Tu empresa es la que tiene el juego ese de Kalico Kid, ¿verdad?

Aquello era una trampa de alguna clase. Kara se lo olía. ¿Qué era lo que estaba tramando su madre?

—Ya sabes que sí.

—¿Podrías conseguir una copia?

—Probablemente, teniendo en cuenta lo mucho que trabajé en ese juego durante seis meses. No me irás a decir que, de repente, te han empezado a gustar los videojuegos.

—No. Dave, el hijo de Lisa, necesita una copia para el niño de su prima. Se trata de Ryan, el hijo de Melissa. Va a cumplir pronto años y… bueno, al pequeño Ryan le encanta ese juego. ¿Podrías conseguir uno o vamos a dejar que se le rompa el corazón el día de su cumpleaños?

—Bueno, veré lo que puedo hacer —dijo Kara. Tomó el calendario y un bolígrafo—. ¿Para cuándo lo necesitas?

—Para mañana.

—¿Para mañana? Mamá, es un… —dijo, pero se interrumpió inmediatamente. Sabía muy bien que no le iba servir de nada discutir con su madre—. Veré lo que puedo hacer, mamá.

—Esa es mi chica. Le dije a Lisa que lo conseguirías. Por cierto, ¿te importaría dejárselo a Dave cuando lo tengas? Mañana trabaja en la clínica de la calle Diecisiete. Es voluntario allí, ¿sabes?

Como si su madre no se lo hubiera dicho ya muchas veces.

—¿No me digas?

—Esa clínica no te queda muy lejos —continuó Paulette sin prestar atención alguna al sarcasmo que se había reflejado en la voz de su hija.

Kara contuvo un suspiro. Si suspiraba demasiado a menudo, iba terminar hiperventilando. Peor aún. Su madre iba a empezar a preocuparse por ella y eso era lo último que necesitaba.

—Sé dónde está la calle Diecisiete, mamá.

—Maravilloso. Entonces, ya lo hemos solucionado. Dave estará allí todo el día —afirmó Paulette—. Ese joven es muy generoso. Jamás se toma tiempo para sí…

Aquello era ya demasiado. Kara empezó a sospechar algo.

—Mamá…

—Bueno, tengo que dejarte. Ya hablaremos en otro momento, Kara. ¡Adiós!

Su madre le había impedido hablar. Le había colgado sin dejar que ella dijera una sola palabra. Kara comprendió que había estado en lo cierto. Algo parecía acecharle. Solo tenía que averiguar de qué se trataba.

Había días, como aquel, que el doctor David Scarlatti deseaba haber nacido con otro par de manos. O eso, o haber aprendido a acrecentar su energía y poder trabajar dos veces más rápido de lo que lo hacía normalmente. Parecía que el día nunca tenía las horas suficientes para que él pudiera hacer todo lo que debía.

Eso era especialmente cierto cuando trabajaba como voluntario en la clínica. Llevaba allí desde las siete y no parecía estar haciendo progreso alguno. Por cada paciente que veía, parecían surgir dos más. Después de trabajar durante más de seis horas, la sala de espera seguía estando a rebosar, tanto que algunos de los pacientes estaban sentados en el suelo.

Nadie acudía allí para nada tan mundano como un chequeo rutinario. Todo el mundo tenía algo, normalmente algo que llevaban soportando durante al menos varias semanas antes de tragarse el orgullo y dirigirse a la clínica.

Era la una. Normalmente, las puertas de las consultas estaban cerradas a aquella hora para que los médicos se fueran a almorzar, pero para David, el almuerzo era tan solo un sueño lejano. Aparte de una chocolatina, no había comido nada. No había tenido tiempo.

Aquel día, era el único médico que había allí. Una de las enfermeras no se había presentado y la otra, Clarice, iba a medio gas. Había estado de baja una semana y, evidentemente, necesitaba un par de días más. Era una pena que ni él ni la clínica pudieran permitirse aquella clase de lujo.

Dave se dirigió al mostrador de recepción para tomar el siguiente expediente.

—¿Cuántos más nos quedan, Clarice?

—No creo que lo quiera saber.

Desde que la clínica se abrió al público, Clarice Sánchez había visto cómo los médicos llegaban, se quemaban y se marchaban. Clarice hacía que la clínica funcionara incluso cuando trabajaba muy por debajo de su normalmente elevado nivel de eficiencia.

Dave estaba a punto de llamar a su siguiente paciente cuando oyó que alguien lo llamaba a él.

—¡Dave!

Se olvidó momentáneamente de Ramón Mendoza y miró a la sala de espera para ver quién se había dirigido a él por su nombre de pila, algo que, por respeto, nadie hacía allí. Cuando sus pacientes se dirigían a él, siempre lo hacían con el máximo respeto y voz agradecida.

Sus ojos se centraron en una rubia muy sexy que le resultaba vagamente familiar y que se dirigía hacia él a toda velocidad. Por la expresión de su rostro, parecía estar algo agitada.

Antes de que pudiera reconocerla, Clarice intervino.

—Ya le he dicho —le espetó a la rubia— que va a tener que esperar su turno, señorita.

—Solo necesito ver al doctor durante un minuto —insistió la rubia.

—Eso es lo que dice todo el mundo —replicó Clarice fríamente—. Ahora, o se sienta y espera su turno o voy a tener que llamar a alguien para que la saque de aquí.

Kara decidió que lo iba a intentar una vez más y que luego se iba a marchar. Su hora de almuerzo estaba a punto de terminarse y ella tenía hambre. Además, no necesitaba que la hablaran de aquella manera.

—Dave —le dijo, ignorando deliberadamente a la mujer—. Soy Kara Calhoun. Tu madre me ha enviado.

Capítulo 2

DAVE observó a la rubia completamente atónito. El rostro le resultaba vagamente familiar, pero no había ninguna duda de que conocía el nombre.

Solo conocía una Kara. Que Dios le ayudara.

Era la única hija de Paulette Calhoun, la mejor amiga de su madre. Todos los recuerdos que tenía asociados a Kara Calhoun iban asociados a la vergüenza o la frustración… o a las dos cosas. No podía recordar ni un buen momento que hubiera pasado en su compañía.

Cuando él era un niño, sus padres y los de ella se reunían con frecuencia. Todos los recuerdos de las vacaciones de verano de su infancia contenían a Kara. Kara, el torbellino. Él había sido un niño bastante tímido e introvertido. Kara, que era dos años más pequeña, era justamente lo contrario. Salvaje como un huracán e igual de temible. Dave se había sentido inadecuado.

Por suerte, justo cuando él cumplió los trece años, la empresa de su padre comenzó a trasladarlo de un lugar a otro. Cambiaban tan frecuentemente de dirección que a él le resultaba difícil tener amigos, pero al menos no tenía que pasarse el tiempo de sus vacaciones de verano con una niña salvaje, contando las horas para que llegara septiembre y volviera a empezar el colegio.

Si, después de todos aquellos años, aquella hermosa mujer era Kara Calhoun, decidió que Dios debía de tener un sentido del humor algo macabro y sádico.

Hizo pasar a su paciente a la consulta.

—Estaré enseguida con usted, señor Mendoza —le prometió.

Entonces, se dirigió hacia la hermosa rubia de largas piernas.

No podía ser Kara.

Sin embargo, ¿por qué iba decir que lo era si no era cierto? No iba tener paz alguna hasta que descubriera con toda seguridad si era realmente ella.

—¿Eres Kara?

—Sí. Ya te lo he dicho.

Dave aún no podía creerlo. ¿Por qué, después de tantos años, ella iba a presentarse allí, en un lugar que, evidentemente, no era su elemento? Solo los zapatos que llevaba puestos costaban lo mismo que el sueldo de una semana de uno de sus pacientes, y eso los que tenían trabajo.

—Kara Calhoun —dijo tratando de reconciliar la imagen de una muchacha delgada con coletas y un desagradable sentido del humor con la de la hermosa mujer que estaba en la sala de espera. Evidentemente, la naturaleza podía obrar milagros.

—¿Quieres ver mi permiso de conducir? —le preguntó ella con cierto sarcasmo.

Aquello fue lo que Dave necesitó para convencerse de su identidad.

—Sí, ya veo que eres tú. Sigues teniendo la misma disposición alegre de un armadillo.

Ella forzó una sonrisa.

—Y tú has ensanchado un poco desde la última vez que te vi —dijo. Efectivamente así era. Por el modo en el que la bata blanca se le ceñía al cuerpo, aquel hombre tenía músculos en unos brazos que antes habían sido como palillos—. Es una pena que tu personalidad no haya seguido el mismo camino.

A Dave nada le habría gustado más que darse la vuelta y marcharse, pero la curiosidad por saber lo que Kara estaba haciendo allí se lo impidió.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Yo misma me estaba preguntando lo mismo —replicó. Cuando vio que él, tras perder la paciencia, comenzaba a darse la vuelta para marcharse, adoptó otra actitud—. Te he traído una copia de la última versión del videojuego Kalico Kid. Tu madre le dijo a la mía que el niño de tu prima va a cumplir años pronto y que se moría de ganas por tenerlo.

Si hubiera sido otra persona, Dave habría expresado su gratitud, le habría pagado el juego y lo habría aceptado, pero las reglas normales no se aplicaban en el caso de Kara. Aún recordaba los desagradables trucos a los que le había sometido cuando él solo tenía doce años y ella diez.

—¿Dónde está el truco? —le dijo tras indicarle que se acercara un poco para que nadie más pudiera escuchar.

—¿Truco? Bueno, que tienes que convertir toda la paja de una habitación en oro para mañana por la mañana.

—¿Puedes hacer eso? —le preguntó el único niño que había en la sala de espera.

Kara se dio la vuelta y vio que se trataba de un niño de ocho o diez años. Parecía bastante pequeño y frágil, por lo que también podría haber sido mayor. Sin embargo, el niño tenía la sonrisa más amplia que había visto en su vida.

Estaba muy pálido y, a pesar del calor poco propio de la estación en la que se encontraban, llevaba un gorro de lana azul. Sospechaba que su madre se lo había puesto para que la gente no se fijara en él. El estigma de una cabeza sin pelo en alguien tan joven era difícil de soportar.

—Estaba bromeando, Gary —le dijo Dave al niño—. Eso sí que lo sabe hacer —añadió. Entonces, miró de nuevo a Kara—. ¿Cuánto te debo por el juego?

Kara ya no le estaba prestando atención a él, sino al niño.

—¿De verdad tienes ese juego? —le preguntó Gary a Kara.

—Sí…

Kara se metió la mano en el enorme bolso que llevaba y rebuscó hasta que localizó lo que estaba buscando. En vez del juego que había llevado para Dave, sacó una consola. Por el modo en el que se iluminaron los ojos del niño, no solo no tenía una copia del juego, sino tampoco consola.

—¿Quieres jugar? —le preguntó mientras le ofrecía la consola.