Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

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DULCES CARICIAS, Nº 67 - julio 2012

Título original: Resisting Mr. Tall, Dark & Texan

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0682-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

NO me hagas esto, Lizzie. Sabes que no puedo vivir sin ti. Lizzie Landry comenzó a dudar. ¿Sería verdad lo que decía? Ella no quería hacerle daño.

Trató de controlarse. Después de cinco años con Ethan Traub estaba ya casi inmunizada contra sus encantos y sus palabras aduladoras, pero odiaba tener que dejarle cuando más la necesitaba. Que era casi siempre.

No. Tenía que ser fuerte y romper con él definitivamente.

—Ethan —dijo ella con la expresión más seria que pudo—, llevamos así varios meses. Esto no puede seguir así. Tenemos que hablar en serio de una vez.

Ethan la miró con sus profundos ojos oscuros de terciopelo, capaces de derretir a las piedras.

—No hay nada de qué hablar. Mira, vamos a hacer una cosa: te vas a venir conmigo a Montana y si, después de unos días, ves que no eres feliz…

Lizzie levantó la mano, interrumpiéndole.

—Yo soy feliz contigo, Ethan. Me gusta trabajar contigo. Con nadie he trabajado más a gusto que contigo.

—Muy bien, entonces no veo ningún problema. Seguirás trabajando para mí.

—No, no pienso hacerlo. Quiero independizarme, ser mi propio jefe. Esa ha sido siempre mi meta y creo que esta es la ocasión. Ya te dije que estaba decidida a marcharme. Te lo he dicho más de una vez. Me quedaré solo dos semanas más. Creo que es lo justo.

Ethan se levantó del sillón de su despacho, con cara descompuesta. Tenía un aspecto impresionante, con su metro noventa y su figura de seductor irresistible.

—¡Dos semanas! Eso es imposible. En dos semanas no se puede encontrar a otra persona que ocupe tu lugar. Olvídalo, es una insensatez. Nos iremos el jueves.

—Ethan, ¿cómo quieres que te lo diga? No pienso ir contigo a…

—Oh, sí, claro que vendrás conmigo. Y por muchas razones.

—Por favor, no empieces otra vez con tus famosas razones. Ya las he oído todas.

—Pues ahora vas a escucharlas otra vez.

—¿Me queda otra opción?

—No —replicó él muy seguro de sí, procediendo a contarle una vez más lo de que no podía vivir sin ella y que no tenía ningún sentido romper su relación en ese momento—. Sabes que necesito tiempo, Lizzie. No va a ser fácil encontrar a una secretaria tan eficiente como tú. Tan inteligente y tan flexible para prolongar la jornada cuando el trabajo lo requiere. No, no va ser fácil encontrar una persona con la que me sienta tan a gusto como contigo y que a la vez sepa llevar la oficina y me guarde las espaldas con los clientes y los empleados tan bien como tú.

Ethan siguió diciendo muchas cosas, en ese mismo sentido. Todas muy halagadoras para ella. Se había sentido muy orgullosa la primera vez que las había oído, pero ahora, después de meses escuchándolas ya no le surtían efecto. Le sonaban huecas y vacías.

—Nunca me ha llamado la atención Montana. Yo soy de Texas, nacida y criada en Midland y aquí pienso quedarme. Abriré una panadería como tenía previsto. Ve haciéndote a la idea porque no vas a conseguir que cambie de opinión. Esta vez, no.

—Traub Oil te necesita.

—Traub Oil se las ha arreglado muy bien sin mí durante más de treinta años.

—Está bien. Si es eso lo que quieres oír, te lo diré: te necesito —dijo él inclinándose hacia ella, que seguía sentada al otro lado de la mesa.

Lizzie estuvo tentada de ponerse de pie, para no dejarse apabullar. Después de todo, era solo unos pocos centímetros más baja que él y podía hablarle de igual a igual y a la misma altura.

Pero prefirió quedarse en su asiento y demostrarle, de forma serena, su firme resolución.

—Tú no me necesitas, Ethan. Estarás bien sin mí. No creo que me eches de menos.

—Lizzie, Lizzie, Lizzie… —exclamó él, negando con la cabeza, y luego añadió dejándose caer en su confortable sillón giratorio de cuero—: ¿Qué te parecería una bonificación o una buena indemnización? Quédate conmigo un tiempo más. Saldrás ganando.

«No le hagas caso», le dijo una voz interior.

Pero el dinero era el dinero. Ella sabía lo que era pasar penurias económicas y no quería volver a revivir esa amarga experiencia.

—¿De qué cantidad estamos hablando? —preguntó ella, y añadió luego al ver la cara sonriente de él—. No estarás bromeando, ¿verdad?

—No, estoy hablando muy en serio.

Lizzie comenzó a flaquear. Se sentía algo culpable de dejarle en ese momento en el que él tenía tanta ilusión puesta en sus proyectos de Montana. Tal vez debería quedarse un poco más…

Un brillo especial pareció iluminar la mirada de Ethan. Sabía que había vuelto a convencerla.

—Piensa en ello, Lizzie. Esa bonificación te daría mucha tranquilidad. Cuesta mucho arrancar un negocio, ¿sabes? Siempre se necesita más dinero de lo que uno había previsto.

Sí, en eso no le faltaba razón, se dijo ella.

—Y, ¿cuánto tiempo más crees que tendría que quedarme contigo?

—Bueno —replicó él, encogiéndose de hombros—. Con unos meses sería suficiente.

—¿Unos meses? ¿Tres, por ejemplo? —dijo ella, recelosa y con el ceño fruncido.

Él puso una sonrisa que habría encandilado a la beata más estricta y austera.

—Piensa en ello. Es todo lo que te pido. Ya discutiremos los detalles más tarde.

—Pero, Ethan, yo…

—¡Uf! Mira qué hora es ya… —dijo él echando una ojeada a su Rolex.

—Ethan…

—Y tengo una reunión con Jamison a las cinco. Deberías habérmelo recordado.

—Solo un minuto… Tenemos que dejar clara esta situación.

—Ahora no puedo, lo siento. Piensa en mi propuesta —dijo él, levantándose del sillón de nuevo.

—Ya lo he pensado y…

—Lo siento. En serio. Me tengo que ir.

Ethan salió del despacho y Lizzie se dejó caer rendida en la silla.

Pero no estaba dispuesta a darse por vencida tan fácilmente. De un modo u otro, le dejaría claro ese mismo día su deseo de irse de la empresa.

«Pónselo por escrito», pensó ella, en un principio. «De esa manera no tendrá más remedio que aceptar lo inevitable».

Pero no. Ella no podía hacer eso a Ethan. No solo era su jefe sino también su mejor amigo. La única persona que, de hecho, le había ayudado en los momentos difíciles.

Tenían que llegar a un acuerdo. Él no podía seguir rehuyéndola indefinidamente. Sobre todo, teniendo en cuenta que vivían en la misma casa.

Ethan salió satisfecho de su reunión con Roger Jamison.

Roger se quedaría a cargo de la compañía mientras él estuviese en Montana. A la vuelta, si todo salía como había pensado, le propondría oficialmente para el cargo que él venía ocupando hasta ahora: director general financiero de Traub Oil Industries.

Pensó en volver al despacho, pero desistió de hacerlo. Lizzie le estaría esperando detrás de la puerta para decirle una vez más que pensaba dejar la compañía.

Había quedado con su padrastro, Pete Wexler, para almorzar en el club a mediodía. Así que decidió presentarse allí una hora antes de lo previsto. Pidió una Coca Cola y se sentó en la terraza del club a disfrutar del sol de finales de mayo.

Pete se presentó poco después y le dio un abrazo muy efusivo.

—Me alegra que hayas salido antes de la oficina, así podremos charlar un rato tranquilamente —dijo Pete, dándole a Ethan una palmadita amistosa en el hombro—. ¿Pasamos adentro?

Los dos hombres se sentaron en una mesa con una vista espléndida al campo de golf.

Tan pronto como el camarero les tomó nota, Pete se dirigió a Ethan.

—Tengo entendido que te vas el jueves, ¿no?

—Sí, en efecto.

—Tu madre y yo trataremos de estar allí el viernes por la mañana. Es muy importante para nosotros estar en la boda de tu hermano.

Corey, el tercero de los hermanos, detrás de Ethan, se iba a casar el sábado. Corey y su novia, Erin, se habían establecido en Thunder Canyon, una bonita ciudad no lejos de Bozeman. La zona contaba ya con un buen contingente de miembros de la familia Traub. Dillon, el doctor de la familia, y hermano mayor de Ethan vivía allí, al igual que varios de sus primos.

También iban a estar presentes en la boda, el resto de los hermanos de Ethan: Jackson, Jason y Rose. Toda la familia estaría presente en la boda.

Ethan se arrellanó en el asiento. Miró a Pete fijamente mientras le hablaba y trató de recordar el tiempo que había tardado en aceptarlo en la familia y en perdonarle que hubiera ocupado el lugar de su padre, Charles Traub, en el corazón de su madre. Casi veinte años.

Pero al final, tanto él como su hermana y sus cuatro hermanos, habían acabado aceptándolo. Pete era una buena persona. Amable, afectuoso y con un gran corazón. Adoraba a la madre de Ethan y había hecho todo lo posible por ayudar a sus cinco hijos.

El padre de Ethan había sido un hombre altivo y orgulloso que se había hecho a sí mismo y había conseguido hacerse millonario a los treinta años. Había muerto en una plataforma petrolera hacía veintiocho años, cuando Ethan solo tenía nueve.

Pete se había acercado a Claudia, la madre de Ethan, desde aquel mismo día del accidente, lo cual había suscitado las habladurías de toda la ciudad. Ethan y sus hermanos habían llegado más de una vez a casa con la nariz rota o un ojo morado por defender el honor de su madre, y por extensión el de Pete. Pero, a pesar de ello, seguían mirando con recelo a aquel hombre que decía amar a su madre pero al que, tal vez, le moviesen otros intereses.

Pete Wexler era paciente, pero concienzudo en todo lo que hacía. Eso, a veces, le sacaba de quicio a Ethan. Sin embargo, adoraba a Claudia y había sido para ella un marido ejemplar durante los veintiséis años que llevaban juntos. El año anterior, había tenido un ataque al corazón. Fue un suceso que asustó a todos, pero que contribuyó a que se dieran cuenta de lo mucho que significaba para ellos.

Ahora, Pete, totalmente recuperado, procuraba cuidarse más. A raíz del ataque al corazón, la madre de Ethan y él habían hablado de jubilarse y dejar la empresa petrolífera, pero últimamente los dos se sentían perfectamente bien y dirigían los destinos de TOI, Traub Oil Industries, él como presidente del consejo de dirección y ella como directora ejecutiva.

Ethan sabía que todos los hermanos dependían de Pete, pero sabía también que él acabaría siendo, algún día no muy lejano, el jefe de TOI. Y, cuando lo fuese, llevaría a cabo una política mucho más agresiva de la que habían venido practicando Pete y su madre. Ethan había dedicado toda su vida a TOI, había aprendido el negocio desde abajo, desde la base. Era el director financiero desde hacía seis años. Las prospecciones y la expansión de la empresa eran los aspectos claves para él. Si quería más oportunidades, tendría que ir a buscarlas. Por eso, iba a ir a Montana.

El camarero llegó con los platos. Nada más irse, Pete aprovechó para sacar el asunto del complejo turístico en el que la empresa tenía proyectos de inversión.

—Sobre el complejo de Thunder Canyon, tu madre y yo hemos estado analizando la información que tus hermanos nos han mandado y no vemos claro si vale la pena el riesgo.

Dillon y Corey se habían mostrado partidarios de invertir una parte del capital de TOI en aquel complejo turístico de lujo, ubicado en un lugar paradisíaco de montaña.

—Yo no diría que ese complejo es un riesgo. Las cifras demuestran que ha tenido este año más beneficios que el pasado. La cadena hotelera McFarlane está también interesada en esa inversión. He estado en contacto con Connor McFarlane, el vicepresidente de la cadena y le he visto muy convencido del éxito del negocio.

—¿Vas a entrevistarte con McFarlane personalmente?

—Sí. Tenemos una reunión concertada para la próxima semana en Thunder Canyon.

—Muy bien.

—Los propietarios del complejo están haciendo algunos cambios organizativos y tienen pensado dirigirse a un colectivo más amplio de clientes, sin menoscabo, eso sí, de la reputación y prestigio que ha hecho del lugar una referencia de lujo y calidad.

—Sí, pero lo que no veo es la necesidad de precipitarse a tomar una decisión que podría…

—No habrá ninguna precipitación, no te preocupes —le tranquilizó Ethan—. Analizaré con todo detalle el plan de negocio, revisaré las cuentas más a fondo, me reuniré con el director general y me recorreré palmo a palmo todo el complejo antes de tomar una decisión.

—Sé que lo harás —replicó Pete, asintiendo con la cabeza.

Pete pasó luego a comentar el proyecto de Ethan de obtención de petróleo por destilación de la pizarra bituminosa que había en Montana en abundancia. El mismo blablablá de siempre, pensó Ethan: que el proceso no era rentable, que podía tener mucho impacto medioambiental.

Ethan le recordó que la rentabilidad del proceso iría mejorando conforme las reservas de hidrocarburos convencionales se fueran agotando y subiese el precio del barril. Por otra parte, los avances tecnológicos eran cada día más prometedores y TOI no podía quedarse anclada en el pasado si quería tener un futuro.

Pete acabó quedándose sin argumentos en contra del proyecto.

Cuando terminaron el almuerzo, se dirigieron al aparcamiento y se despidieron allí cordialmente con otro abrazo.

—Sé que tengo tendencia a ser, tal vez, demasiado precavido —dijo Pete—. Pero quiero que sepas que tanto tu madre como yo no solo te queremos mucho, sino que nos hubiera gustado que te quedaras aquí en Midland con nosotros para siempre. Comprendemos también que quieras salir en busca de nuevos horizontes. Y te admiramos mucho por eso, hijo.

Ethan sonrió a su padrastro con una mirada llena de amor y respeto.

—Gracias, Pete. Siempre fuiste por delante del resto de nosotros. Reconozco que tardé algún tiempo en darme cuenta de ello.

—Nos veremos en la reunión de dirección —replicó Pete, tratando de ocultar su emoción.

—Sí, hasta entonces.

Ethan se dirigió de vuelta a la oficina.

Lizzie le estaba esperando, sentada en la mesa que tenía junto a la entrada de su despacho.

—Ethan, yo… —dijo ella, levantándose de la silla.

—Ahora no, Lizzie. Tengo que hacer algunas llamadas muy importantes.

—Pero…

—Más tarde, por favor —dijo él, cerrando deprisa la puerta del despacho.

Ethan se pasó las horas siguientes respondiendo a los mensajes que había recibido tanto por el móvil como por el correo electrónico y luego despachó la mayor parte de los asuntos que tenía pendientes. Lizzie y él saldrían el jueves a primera hora hacia Thunder Canyon y quería dejarlo todo en orden.

El consejo de dirección iba a tener lugar en la sala principal de conferencias y eso significaba que tendría que salir del refugio de su despacho y volver a pasar por la mesa de Lizzie.

—No me pases ninguna llamada. Deja que salte el contestador automático y registre los mensajes. Yo los contestaré mañana.

Ella ni siquiera levantó la vista. Sabía que no había ninguna posibilidad de tratar el asunto que quería. Tendría que esperar a otro día.

Durante la reunión, que se prolongó hasta más de las ocho de la tarde, se distribuyó un catering. Ethan no tenía ganas de volver a casa tan temprano. Lizzie le estaría esperando.

Porque Lizzie además de ser su secretaria era su ama de llaves. Un ama de llaves un tanto especial que vivía en su propia casa.

Así que llamó a unos amigos y se fue a tomar unas cervezas con ellos. En el bar había un par de pantallas gigantes donde estaban echando un partido de Los Rangers, su equipo favorito. Se quedaron en el bar hasta ver cómo Los Rangers ganaban al equipo de Los Ángeles por cinco a cuatro.

Serían alrededor de las once cuando salieron del bar. Uno de los amigos propuso ir a tomar la última copa a su casa. Ethan fue el primero en aceptar y el último en marcharse.

Cuando llegó a su moderna casa de más de cuatrocientos metros cuadrados, eran más de las dos. Todo parecía en calma. Solo las luces de afuera estaban encendidas. Lizzie debía haberse dado por vencida y estaría en la cama durmiendo. Perfecto.

Con mucho cuidado para no hacer ruido pasó desde el garaje hasta el vestíbulo de la planta baja. La habitación de Lizzie estaba allí cerca y no quería despertarla. Todo estaba oscuro y tranquilo. La casa olía a bollos recién hechos en el horno.

Se le hizo la boca agua. ¿Pastas? No, olía más a… muffins. Tal vez de arándanos. A él le gustaban mucho los muffins de arándanos que hacía Lizzie. Se comería uno ahora mismo.

Guiado por el aroma, se dirigió a la cocina, de puntillas y a oscuras.

Solo había puesto un pie dentro cuando se encendió de repente la luz de la cocina.

—Lizzie, ¿qué demonios haces aquí?

Estaba apoyada en la mesa, donde había una fuente de muffins dorados y crujientes. Llevaba una bata que parecía hecha con la colcha de la cama de alguna anciana venerable.

—¡Vaya! ¡Por fin estás aquí! —exclamó ella—. Estaba empezando a preguntarme si llegarías a casa alguna vez… Esto se está convirtiendo en algo ridículo, ¿no te das cuenta?

—¿Son de arándanos? —preguntó él con una sonrisa.

Ella asintió con la cabeza, sin apartarse de la mesa, por lo que él no se atrevió a tomar uno.

—Tenemos que hablar —dijo ella, con un suspiro de resignación—. ¿Quieres un café?

Él tuvo el presentimiento de que ella estaba decidida a dejarle. Lo sabía. Ella tenía un sueño al que no estaba dispuesta a renunciar. Pero tenía que convencerla para que siguiera con él.

—Creo que te he pagado demasiado bien estos años —dijo él con una de sus sonrisas más seductoras—. Gracias a eso, has conseguido ahorrar mucho en relativamente poco tiempo.

—Sí, lo reconozco —replicó ella, encogiéndose de hombros y mirándose las zapatillas de felpa de color azul desvaído, a juego con su bata de señora mayor—. Te has portado muy bien conmigo… No sé que habría hecho sin ti cuando mi padre murió…

Poco a poco, alzó la cabeza hasta que se cruzaron sus miradas.

—Sí, creo que tomaré un poco de café —dijo él.

Ella sabía que no le gustaba el descafeinado, pero sabía también que el café le desvelaba por las noches, por eso preparó descafeinado para los dos. Así era Lizzie. Sabía lo que él quería y lo que le gustaba, sin necesidad de que él tuviera que decírselo.

Ethan tomó un muffin y una servilleta y se sentó a la mesa, junto a la ventana arqueada que daba al jardín. Ella usaba una cafetera exprés de cápsulas, por lo que los descafeinados estuvieron listos en menos de un minuto. Llevó las tazas a la mesa y se sentó enfrente de él.

Ethan se llevó a la boca un trozo del muffin de arándanos que ella había hecho hacía un par de horas. Estaba delicioso. ¿Cómo se las arreglaría para que aquella especie de magdalenas le salieran tan sabrosas y a la vez tan ligeras? Le encantaba todo lo que ella hacía, ya fueran pastas, galletas, pasteles, tartas o panecillos. Sí, se sentía muy a gusto con ella en esa casa.

—He estado pensando en esa indemnización de la que me hablaste.

Ethan saboreó otro trozo del muffin antes de contestar.

—Puedes contar con ella. Solo tienes que estar tres meses más conmigo. Eso es todo.

—Es demasiado tiempo —replicó ella, moviendo la cabeza con gesto negativo.

—Está bien, dos entonces —dijo él con cara de pena—. Solo dos meses. Lizzie. Tienes que darme un poco de tiempo…

¡Un poco de tiempo! ¿Estaría de broma? Gracias a ella, llevaba una vida feliz y despreocupada, sin compromisos, ni ataduras. Él trabajaba duro durante el día, pero cuando llegaba a casa, no se encontraba nunca una mala cara ni un solo reproche, solo el dulce aroma de las exquisiteces que ella preparaba en el horno, y una copa. O un descafeinado con un muffin de arándanos, para antes de irse a la cama, como esa noche.

Él era feliz con ella. Por eso tenía que convencerla de que no se marchara y renunciase a su viejo sueño de abrir una panadería. Necesitaba que siguiera trabajando con él. Y que siguiera siendo su mejor amiga.

Tomó un sorbo de café, con aire pensativo.

Lizzie le miró con gesto receloso. Se imaginó que debía estar urdiendo algo.

—Montana te gustará, ya lo verás —dijo él, poniendo la expresión más neutral que pudo—. Además, será un cambio de aires y eso siempre sienta bien a todos.

—¿Piensas abrir una oficina en Thunder Canyon y quedarte a vivir allí?

—Sí, esa es mi idea. Tengo familia allí: dos hermanos y varios primos. Y mi hermana y mis otros hermanos también ven con buenos ojos la idea de establecerse allí.

—La invasión de los Traub, ¿no? —dijo ella con una leve sonrisa.

—Bueno, yo no lo llamaría así exactamente. Además, he encontrado ya una casa allí.

—Querrás decir que yo la he encontrado. Eso sí, por encargo tuyo, naturalmente.

—Sí, tienes razón. Hiciste un buen trabajo.

Ninguno de los dos había estado allí todavía pero, a juzgar por las fotos, la casa parecía muy bonita y estaba situada en un lugar precioso. El contrato del alquiler era solo por seis meses, por lo que si a él no le gustaba podría buscar otra.

Ella vio que él empezaba ya con su vieja y conocida técnica de halagos, pero estaba decidida a no dejarse convencer fácilmente.

—Mira a ver qué te parece esta idea —dijo ella—. Tú te vas, yo me quedo aquí y me encargo de buscar a una persona que me sustituya y la voy formando durante tu ausencia.

—Olvídate de eso —replicó él, probando otro bocado del muffin—. He cambiado de opinión. Quiero que estés conmigo en Montana un par de meses. Olvídate de la formación de tu sustituta. Yo me encargaré personalmente de buscar a mi nueva secretaria.

—¡Uf! Montana —dijo ella arrugando la nariz con gesto de desdén.

—No hables mal de un sitio sin conocerlo. Thunder Canyon es el lugar ideal para los que sueñan tener una casa en la montaña. Tiene un paisaje espectacular —dijo Ethan muy sonriente, y añadió luego al ver que ella no parecía participar de su entusiasmo—: Recuerda que recibirás una generosa bonificación por los años de servicio prestados a la empresa. Y solo será cuestión de dos meses.

—Está bien, dos meses. Pero ni un día más —dijo ella mirándole de soslayo.

—Como tú digas.

—De acuerdo, entonces. Iré a Montana. Estaré contigo dos meses. Tendré mi bonificación y tú te encargarás de encontrar a tu nueva secretaria.

—Trato hecho —dijo él tomándose el último trozo del muffin de arándanos.

Se estrecharon las manos para sellar su acuerdo.

Él la miró fijamente tratando de no exteriorizar lo que de verdad estaba pensando en ese momento. Todo había sido una argucia. De ninguna manera iba a dejarla marchar. Solo estaba tratando de ganar tiempo para convencerla.

Dos meses en Thunder Canyon le brindarían la ocasión.

Capítulo 2

EL jueves por la tarde, según lo previsto, Ethan llegó a Thunder Canyon y aparcó el todoterreno que había alquilado en Main Street. Brillaba el sol de principios de junio. Hacía buena temperatura pero soplaba el viento fresco de la montaña.

Pensó en ir andando hasta el restaurante del Hitching Post que había unos metros más arriba, justo en la confluencia de Main Street con la carretera de Thunder Canyon. Pero al pasar por una tienda vio a una atractiva joven morena a través del escaparate. Era su cuñada Erika. Y estaba acompañada por una rubia, no menos atractiva que conocía también, pues era Erin Castro, la prometida de su hermano Corey.

Erin se puso en ese momento de espaldas y apoyó la cabeza en el escaparate con gesto desolado. Ethan pudo escuchar su voz entremezclada con un llanto apenas reprimido.

—No me lo puedo creer. Hablé con él ayer mismo.

—Lo siento mucho, Erin —dijo Erika—. Pero no parece que haya nadie aquí. Todo está vacío.

—¿Cómo puede haber pasado esto? ¡Oh, Erika! ¿Qué voy a hacer ahora? La boda es el sábado.

Erika se acercó a Erin y se apoyó también en el cristal de la vitrina.

—No me puedo creer que haya desaparecido de esta manera. Tiene que haber una explicación —dijo Erika, y añadió luego al ver a Ethan a través del escaparate—. ¿Ethan? No sabía que hubieras llegado ya a la ciudad.

—Sí, llegué hace una hora. Mi secretaría me expulsó de casa. No quería que estuviera mientras deshacía el equipaje, para que no viera sus objetos personales —dijo Ethan con una sonrisa—. Pero, ¿qué está pasando aquí? Tengo la impresión de que tenéis algún problema.

Erin dejó escapar otro sollozo y señaló con el dedo pulgar, por encima del hombro, al letrero del escaparate que decía: Cerrado indefinidamente.

La tienda era una panadería, llamada La Boulangerie.

—Vine a pagarle la tarta de la boda y me he encontrado con que el dueño parece haberse ido de la ciudad.

—Ya le había adelantado una señal del sesenta por ciento —dijo Erika—. ¿Lo puedes creer? Esto es un fraude, una estafa. Así de simple.

—Un desastre, eso es lo que es —dijo Erin apartándose el pelo de la frente con un gesto de impaciencia—. El dinero es lo que menos me importa en este momento. El verdadero problema es que estamos a jueves y…

Rompió a llorar desconsolada. Erika le pasó un brazo por el hombro para tranquilizarla.

—Deja de llorar. Ya se nos ocurrirá algo, mujer. No es la única pastelería de la ciudad.

—No me lo puedo creer —volvió a repetir Erin, con sus enormes ojos azules bañados en lágrimas—. A cuarenta y ocho horas de la boda y… sin tarta.

Ethan no pudo soportar tantas lágrimas. Había comprendido el problema y sabía la solución.

—Erin, seca esas lágrimas. Venid las dos conmigo. Tengo el coche aquí al lado.

Las mujeres lo miraron como si él fuera el último par de sándwiches en un día de picnic.

—Ethan, las dos estamos encantadas de verte y nos encantaría estar un rato contigo —dijo Erin—. Pero no te ofendas si te digo que en este momento lo que más necesitamos es encontrar con urgencia a alguien que pueda hacernos una tarta de boda de seis pisos para el sábado.

—Lo sé, lo sé —dijo Ethan tomando a Erin del brazo y ofreciendo el otro a Erika—. Venid conmigo. Lo creáis o no, conozco al mejor pastelero de todo Texas.

—Eso está muy bien, Ethan —replicó Erin, no muy convencida—. Pero no tenemos tiempo para que venga nadie desde Texas a Montana, a cuarenta y ocho horas vista de la boda.

—Lo sé. Pero eso no es ningún problema. El pastelero del que yo hablo está aquí en la ciudad. De hecho, estará ahora poniendo en orden la casa que he alquilado.

—Y, ¿se puede saber quién es ese fenómeno?

—En realidad, es una mujer. Se llama Lizzie. Ya la conoceréis cuando lleguemos a casa.

Lizzie estaba en el cuarto de estar de la casa que había alquilado para Ethan, comprobando, BlackBerry en mano, las tareas que había hecho y las que le quedaban por hacer.

La casa estaba totalmente amueblada. Ella había contratado los servicios de una agencia de limpieza para que quedara todo brillante e inmaculado. Había hecho luego un pedido a un supermercado de la ciudad y tenía ahora la despensa y el frigorífico repletos.

Solo le quedaba preparar algo para la cena. Tendría que ser algo que no se estropeara o que pudiera conservarse en el frigorífico por si acaso Ethan llegara tarde a casa con el estómago vacío. Unas pastas o unas galletas de mantequilla de nuez podrían ser la solución. Era una receta que había aprendido de su madre y a Ethan le encantaban. Igual que el plum cake o la tarta de manzanas o de frutas. Y no digamos ya la de chocolate.

Ella se sentía feliz preparando esas cosas. Le traía recuerdos de su infancia, de cuando se sentaba en la pequeña mesa que había en Las Campanillas de Texas, la panadería que tenía su familia en Midland, y escuchaba a su madre cantando Au clair de la lune o Frère Jacques, mientras decoraba una tarta de boda de varios pisos o le pedía a ella que le ayudase a trabajar con el rodillo la masa del pan de jengibre.

Cada vez que hacía algo en el horno le parecía estar viendo a su madre, con sus mejillas sonrosadas y su sonrisa radiante. Recordaba igualmente a su padre, joven y feliz. Había conocido a su madre cuando estaba en el ejército, destinado en Francia. Lo suyo había sido un amor a primera vista. Se había enamorado locamente de ella, se habían casado y la había puesto al frente de la panadería que él había heredado de sus padres. Su padre había adorado toda la vida a su madre. Pero cuando su madre murió…

Lizzie trató de olvidar aquellos recuerdos y concentrarse en lo que tenía que hacer para la cena. Tendría que mezclar la masa de mantequilla y azúcar con las nueces tostadas, hacer pequeñas bolas y luego aplastarlas y cortarlas con un vaso para darles la forma redonda de las galletas y las pastas.

Se dirigía hacia la cocina cuando oyó que se abría la puerta.

Ethan apareció en el recibidor, acompañado de una rubia llamativa y de una morena, no menos espectacular, de grandes ojos y curvas seductoras.

—Lizzie, permíteme que te presente a Erin Castro, la prometida de Corey, y a Erika, la esposa de Dillon —dijo Ethan muy sonriente—. Mis hermanos son dos hombres muy afortunados.

—Hola, encantada de conoceros —saludó Lizzie.

Tanto Erin como Erika se limitaron a contestar con un simple «hola». Lizzie vio que parecían un poco… tristes e incluso, tal vez, algo preocupadas. Especialmente, Erin.

—Pero pasad y sentaos —invitó Lizzie—. Iré a la cocina a preparar un poco de café y veré si hay algo para acompañar.

—Con el café será más que suficiente —dijo Ethan—. En realidad, hemos venido a verte a ti.

—¿A mí? —exclamó Lizzie.

Las cuñadas se intercambiaron una mirada de complicidad. Erin fue la que habló.

—Ethan piensa que tú podrías salvarnos del desastre.

—¿Ha habido algún desastre?

—Ciertamente. La tarta de mi boda. Fui esta mañana a la pastelería a pagarla y vi que la tienda estaba cerrada y que el dueño se había ido de la ciudad.

—Pero, ¿cómo puede haber sido eso? La boda es este sábado, ¿no?

—Sí, así es —replicó Erin con un suspiro de resignación.

—Les dije que eras una virtuosa de la cocina y que estabas pensando en dejarme para abrir una pastelería —explicó Ethan con fingida inocencia.

—No estarás pensando en que yo haga la tarta de la boda, ¿no? —dijo Lizzie con una sonrisa.

—Comprendo que sería demasiado egoísta por nuestra parte pedirte una cosa así —dijo Erin—. Siento mucho haberte molestado.

—Esperad. Esperad un momento —pidió Ethan tratando de reconducir la situación.

Pero Erin no parecía dispuesta a escucharle. Se volvió hacia Erika.

—Tenemos que irnos. Tengo que dejar solucionado este problema hoy mismo.

—Eh, yo no he dicho que no —protestó Lizzie, apenada por la angustia que veía en la pobre Erin.

—Pero… ¿serías capaz de hacerla? ¿La harías?

—Claro que sí. Puedes estar tranquila. La haré con mucho gusto. Será un honor para mí. Necesitaré disponer de algunos utensilios, pero la tarta en sí no va a ser ningún problema.

—¿Estás segura? —preguntó Erin, con cara de sorpresa—. Es para trescientas personas.