cover.jpg

portadilla.jpg

 

 

Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Trish Morey. Todos los derechos reservados.

EL AMOR NO ESTÁ EN VENTA, Nº 1578 - julio 2012

Título original: The Italian’s Virgin Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0716-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Domenic Silvagni sólo había leído una tercera parte del informe cuando sonó el interfono por segunda vez en los últimos cinco minutos. Gruñó enfadado al tiempo que golpeaba la estilográfica contra la mesa.

Otra vez su padre.

Nadie podría haberse saltado la férrea defensa de la señora Hancock, el rottweiler humano que le habían asignado como secretaria durante su visita al hotel que la cadena Silvers poseía en Sydney. Tan despiadada eficiencia era precisamente lo que Domenic necesitaba si quería terminar de analizar aquel informe. Entre la tremenda montaña de datos y cifras que se desplegaba en aquel análisis de mercado se encontraba la solución para los pobres resultados que estaba obteniendo la cadena hotelera en Australia. Y Domenic estaba empeñado en dar con ella antes del vuelo que esa misma noche lo llevaría a Roma.

Pero parecía que no había servido de nada que pidiera que no le pasaran llamadas porque ahí estaba su padre abusando de sus privilegios. Domenic no estaba de humor para aguantar otro sermón, sobre todo si estaba relacionado con las dichosas fotos. Las dos fotos que habían aparecido en el periodicucho Pillados in fraganti. Él siempre había creído que su vida privada era únicamente asunto suyo, pero la revista acababa de convertirlo en algo público.

Guglielmo Silvagni sabía perfectamente que la imagen de playboy que habían dado de su hijo era pura invención, pero aun así estaba muy disgustado.

–Podrías encontrar algo mejor que esas modelos y esas actrices –le había reprendido su padre–. Búscate alguien inteligente, una mujer con agallas que te haga sufrir un poco.

Emma y Kristin se habrían ofendido, no sin razón, si hubieran podido oír la opinión que su padre tenía sobre ellas. Al fin y al cabo, ni siquiera las modelos o las actrices en ciernes podían conseguir nada sólo gracias a su belleza, aunque la tuvieran a raudales.

También tenían celos de sobra. Ambas se habían enfadado muchísimo al ver las fotos en la revista.

Sin duda alguna, aquel asunto había resultado muy molesto para todos, pero no por eso iba a sentar la cabeza como su padre le sugería. Él no andaba buscando esposa o familia, por muchas veces que su padre le insistiera en que no debía dejarlo para demasiado tarde.

¡Demasiado tarde! Pero si sólo tenía treinta y dos años. Estaba en la flor de la vida.

La luz siguió parpadeando en el interfono. «Mentiroso», parecía estar diciéndole. Domenic volvió a gruñir, esa vez de frustración, «resulta que estoy empezando a pensar como mi padre»... y levantó el auricular.

–Dígale a mi padre que lo llamaré más tarde. Cuando haya terminado con este informe.

–Lo siento, señor Silvagni, pero no... no es su padre...

Domenic aguzó el oído. Algo iba mal. La señora Hancock había cambiado su tajante tono de voz e incluso parecía algo nerviosa.

–Es una mujer...

Domenic apretó los dientes. Podía comprender que Guglielmo Silvagni hubiera traspasado las líneas defensivas; al fin y al cabo, él era Silvers Hotels. Junto a su padre, el abuelo de Domenic, había convertido una pequeña pensión de Nápoles en un éxito internacional de cinco estrellas. Aunque vivía retirado en una villa de la Toscana después de ganarle una larga batalla al cáncer y era Domenic el que dirigía ahora la empresa, su padre todavía ejercía mucho poder. Pero, ¿una mujer?

–Le dije que no me pasara ninguna llamada.

–Es que no está al teléfono –lo interrumpió ella hábilmente antes de que tuviera ocasión de terminar la frase–. Está aquí. Dijo que se trataba de algo urgente, que usted querría verla.

Domenic se recostó sobre el respaldo de la butaca de cuero mientras tamborileaba con los dedos en el borde de la mesa.

–¿Quién es? –preguntó al tiempo que su mente hacía un rápido repaso del paradero de sus últimas conquistas. Lo último que había sabido de Emma era que estaba en Texas rodando una película, Kristin estaba en Marruecos haciendo un reportaje para Vogue. De todos modos, ninguna de las dos le dirigía la palabra desde la publicación de aquellas malditas fotos, así que ninguna de las dos sabía siquiera que se encontraba en Australia.

–Su nombre es Opal Clemenger. De Clemengers... Los propietarios de tres prestigiosos hoteles. Hay uno aquí cerca, en...

–Ya sé lo que es Clemengers y dónde están sus hoteles –la interrumpió bruscamente–. ¿Qué quiere?

–Dice que tiene un negocio para usted. Una oportunidad que no podrá rechazar. ¿La hago pasar?

 

 

Opal contuvo la respiración apretando con fuerza los documentos que había reunido con la esperanza de poder reunirse con él sin previo aviso. Seguramente ya había conseguido despertar su curiosidad; estaría preguntándose qué hacía en su oficina la propietaria del único hotel de seis estrellas de Sydney.

Y tendría que acceder a verla. El futuro de Clemengers y de sus empleados dependía de ello.

–Dígale que concierte una cita –dijo la voz al otro lado del interfono–. Yo estaré de vuelta en dos semanas. Por cierto, voy a quedarme aquí trabajando. ¿Podría traerme un café y algo de comer?

La recepcionista levantó la mirada hacia Opal al tiempo que la voz de su jefe desaparecía.

–Lo siento, querida. No es normal que yo lo interrumpa mientras trabaja, por eso pensé que se sentiría intrigado por verte. Me temo que tendrás que volver dentro de dos semanas.

Opal meneó la cabeza sin decir nada. Dentro de dos semanas sería demasiado tarde. Sólo disponía de dos días para cerrar el trato, sólo dos días para encontrar a alguien que invirtiera en Clemengers, alguien que comprendiera y continuara el negocio como si fuera el suyo. Alguien completamente diferente a McQuade, un buitre de los negocios que sólo buscaba un terreno barato en el que demoler todo lo que hubiera para después construir más carísimos apartamentos de lujo.

En sólo dos días se cerraría el concurso y, a menos que encontrara un caballero andante que acudiera al rescate de Clemengers, la empresa de su familia perdería todo por lo que habían trabajado y unos doscientos empleados perderían sus empleos.

Y, desde luego, ella no estaba dispuesta a permitir que el hotel acabara en manos de McQuade.

–Tengo que verlo hoy –afirmó Opal con gravedad–. No tengo otra alternativa –se alejó de la mesa de la señora Hancock mientras ella encargaba lo que le había pedido su jefe. Tenía la mirada perdida en la elegante alfombra que cubría el suelo bajo sus pies.

Tenía que encontrar una solución. Quizá se le había escapado algo. Abrió la carpeta que aún tenía en la mano y hojeó de nuevo los recortes que había reunido al enterarse de la visita de Domenic. Quizá entre aquellos papeles se escondía lo que necesitaba.

Entre los recortes de periódico apareció la colorida página de una revista.

Allí, bajo el titular Playboy de cinco estrellas, había dos fotografías de Domenic, cada una con una mujer diferente; las dos muy jóvenes, muy rubias y muy bellas. Si ése era el tipo de mujer que le interesaba, no le extrañaba que no sintiera la más mínima curiosidad por el talento de la recatada mujer que lo esperaba en el vestíbulo de su despacho.

Los ojos de Opal se centraron en ese momento en el hombre al que ambas jóvenes miraban extasiadas. Desde luego que era digno del apelativo de «cinco estrellas». El título le iba tanto como el traje hecho a medida que lucía en una de las fotografías o la camisa de seda negra que lo cubría en la otra. Tenía unos ojos oscuros por los que cualquier mujer en su sano juicio estaría dispuesta a matar. Tenía el flequillo ligeramente más largo que el resto del pelo y unos labios fuertes que le daban a su boca la interesante expresión de estar ocultando un importante secreto. Su mandíbula bien definida parecía ser un indicio del poder y la influencia que aquel hombre poseía.

Incluso sin el dinero, Domenic Silvagni habría sido un buen partido; pero con su dinero, bueno, seguramente tenía toda una corte de mujeres dispuestas a hacer cualquier cosa por él.

«Buena suerte para ellas», pensó Opal con cierta amargura. Cualquiera que se casara con un playboy merecía todo lo que le sucediese. Eso era algo que ella había aprendido gracias a su madre.

Pero, pese a cómo fuera él en el terreno personal, ella lo necesitaba. Al menos necesitaba su dinero y lo necesitaba ya.

–Esperaré, si no te importa –decidió de pronto–. En algún momento tendrá que salir.

La señora Hancock la miró con el ceño fruncido. Miró a su alrededor como para comprobar si había alguien que pudiera oírla. Y a pesar de que no se veía un alma en el largo pasillo que salía de aquel vestíbulo, la recepcionista se inclinó sobre la mesa y le susurró en tono de conspiración:

–Yo tengo que irme un momento y están a punto de traer la comida. No irás a hacer ninguna tontería, ¿verdad?

En los labios de Opal se dibujó una sincera sonrisa, la primera desde que tres meses antes se había enterado de la peligrosa situación a la que se enfrentaba Clemengers. Y aquella sonrisa la había provocado Deirdre Hancock, la que había sido secretaria de su padre hacía ya unos veinte años.

Nada más reconocer a Deirdre al entrar, Opal había sabido que era una buena señal. Ella se había puesto en pie de un salto y había acudido a darle un fuerte abrazo, como si todavía fuera la muchachita con trenzas de la época en la que ella trabajaba para su padre.

No sabía exactamente cuál era la función de Deirdre en Silvers, pero podía suponer que trabajar para Domenic Silvagni no debía de ser nada fácil. Por lo que había oído a través del interfono, aquel tipo era muy brusco, mientras que Deirdre era un verdadero tesoro. Cierto era que podía parecer un dragón, pero como recordaba haberle oído decir a su padre, Deirdre era eficiente, organizada y correcta. Y ahora estaba haciendo todo lo que estaba en su mano para ayudarla a que se reuniera con su jefe. Domenic no la merecía.

–Por supuesto que no –respondió Opal guiñando un ojo.

La adrenalina le inundó las venas al mismo tiempo que caía en la cuenta de lo que la eficiente secretaria estaba arriesgando.

–Escucha, Deirdre, no quiero que te despidan por mi culpa.

La señora Hancock le lanzó una mirada traviesa mientras se ponía en pie.

–¿Quién sabe, querida? Quizá acabe agradeciéndomelo. Además, la semana que viene me jubilo. ¿Qué va a hacer... despedirme? Bueno, he desviado las llamadas a la sala de las fotocopiadoras, que es donde voy a estar; así nadie os interrumpirá.

Opal no pudo ni darle las gracias antes de que desapareciera. Un minuto después se acercó el muchacho que llevaba la comida.

–El pedido de la señora Hancock –anunció el joven extrañado.

–Ahora mismo vuelve.

El muchacho pareció quedarse satisfecho, así que dejó allí el carrito y se marchó abandonando a Opal a su nerviosismo.

Respiró hondo poniéndose en pie.

Capítulo 2

 

Quién es usted?

Opal no había dado ni dos pasos dentro del despacho cuando el hombre que estaba sentado al otro lado del precioso escritorio de caoba levantó la vista y se encontró con ella.

–¿Dónde está la señora Hancock?

Por una décima de segundo, Opal se creyó incapaz de moverse siquiera, pero tenía que acercarse un poco más a él; desde tan lejos no podría exponer su caso. Sin apenas mirarlo por si acaso su aspecto era tan imponente como su voz, empujó el carrito hacia la mesa.

–Le traigo la comida.

–Eso ya lo veo –gruñó él–. ¿Pero cómo ha entrado aquí?

Opal hizo caso omiso a lo que oía y se centró en el contenido de la bandeja: en un plato había pasta con alcachofas y bacon y en el otro escalopes de ternera con espárragos.

–Supongo que primero la pasta –anunció colocando el plato en un hueco del escritorio.

Domenic se puso en pie y se dirigió a la puerta.

–Señora Hancock –gritó furioso–. ¡Señora Hancock!

–La señora Hancock está en la sala de fotocopias y yo no quería que se le enfriase la comida.

Por fin se volvió a mirarla fijamente.

–¿Quién demonios es usted?

Opal sintió una oleada de calor que trató de sofocar tomando aire antes de mirarlo directamente a los ojos. Allí estaba, Domenic Silvagni; aquellos ojos negros, aquella mandíbula. Debería haber estado preparada, pero las fotografías de la revista no eran más que una mera copia del original que se encontraba frente a ella. Aquellas fotos no daban fe del poder y la fuerza masculina que proyectaba aquel hombre.

¡Y el calor!

Bajo el traje de seda, notó cómo se le estremecía la piel. Tragó saliva y percibió el sabor del miedo, pero inmediatamente levantó la cabeza y se recordó qué hacía allí. Tenía un trabajo que hacer y él no era más que un hombre, un playboy. La peor clase de hombre.

–Opal Clemenger –dijo por fin tratando de buscar las palabras que deberían haber salido con mayor facilidad–. Gracias por recibirme, sé que está usted muy ocupado.

Domenic resopló y le abrió la puerta de par en par.

–Yo no la he recibido, le dije que podía volver en dos semanas. Pero rectifico, será mejor que no vuelva por aquí –añadió señalándole la puerta–. Y ahora si me disculpa, tengo mucho trabajo pendiente.

–Pero todavía no me ha dado oportunidad de contarle mi propuesta.

–¿Y no se le ha ocurrido pensar que a lo mejor es porque no me interesa lo más mínimo?

Pero Opal no se movió ni un ápice.

–Se le está enfriando la pasta.

–Entonces, cuanto antes se vaya, antes podré comer.

–Podemos hablar mientras come.

–Mi intención era trabajar mientras comía.

–Eso no es bueno para la salud.

–Lo que no es bueno es discutir con alguien que no se da cuenta de que no es bienvenida. Márchese.

–No hasta que no haya oído lo que quiero proponerle.

–¿Es que quiere que la ayude a marcharse? –dijo con mirada imperturbable y tan evidentemente enfadado que Opal se asustó de verdad. Si se atrevía a tocarla siquiera...

–Tengo una oportunidad para usted –las palabras salieron de su boca antes de pararse a pensar en la situación–. La oportunidad de darle a Silvers Hotels la posición de ventaja que está buscando... y que necesita.

–Veo que voy a tener que hacerla marchar –se alejó de la puerta y se acercó a ella, lo que la obligó a dar un paso atrás de manera instintiva. No había ido preparada para aquella presencia animal. En aquel momento se sintió como una presa más que como la propietaria y gerente de la más prestigiosa cadena de hoteles australiana.

Tenía que hacer algo para que le hiciera caso, tenía que impresionarlo antes de perder aquella oportunidad para siempre.

–Necesita algo que saque a Silvers de la mediocridad de cinco estrellas...

–¿La qué? –la interrumpió él deteniéndose en seco.

Opal tuvo la sensación de levantarse sobre su imponente metro ochenta y sus ojos verdes azulados se encendieron con la misma intensidad que los de él. La comisura de sus labios se torció de tal manera que le dio a entender a Domenic que acababa de perder un punto.

Aquella mujer tenía agallas. Había conseguido saltarse la defensa de su secretaria y colarse en su despacho para acusar a su negocio de mediocridad. O era muy valiente o muy estúpida. De cualquier manera, iba a tener que marcharse.

–La mediocridad, señor Silvagni. Las cinco estrellas solían dar a entender que había algo especial, ahora sólo significan más de lo mismo. Y eso no es lo que quiere la gente, la gente quiere una experiencia diferente, quiere sentirse especial.

–Gracias por su sagacidad, señorita Clemenger, pero si necesito que analicen mi negocio, estoy seguro de que hay gente mucho más capacitada para hacerlo que usted.

–¿Ah, sí? Y si es tan fácil, ¿qué ha venido usted a hacer a Sydney? Tiene usted a su disposición todo un equipo de asesores que pueden elaborar la estrategia que Silvers necesita. Y usted tendrá cosas más interesantes a las que dedicar su tiempo.

Domenic se puso en tensión al admitir, al menos ante sí mismo, que había fracasado en su intento de hacerla perder confianza. La señorita Clemenger estaba empezando a hacerle sentir cierta curiosidad. Al fin y al cabo, era cierto que Silvers tenía un problema. ¿Qué daño podría hacerle escuchar lo que tenía que decir? Así que se cruzó de brazos y se apoyó en el borde de la mesa.

–Tiene usted cinco minutos –concedió por fin–. Hable.

Por un momento, Domenic tuvo la sensación de que su contrincante se había quedado sin palabras y se sintió más tranquilo. Por primera vez no tuvo que concentrarse en lo que decía y podía fijarse en su aspecto.

Mirarla no resultaba tan desafiante como escucharla. Pelo castaño, labios carnosos, piel clara, casi traslúcida y unos ojos que reflejaban inteligencia y emoción. Se había fijado en cómo se habían abierto de par en par cuando por fin lo había mirado cara a cara. En ellos había visto algo que no sabía si era sorpresa o miedo. Desde luego si había sentido miedo, no se había dejado amedrentar. Y eso le gustaba.

Su mirada continuó explorándola.

Llevaba un traje azul cobalto que dejaba adivinar sin llegar a mostrar claramente sus curvas. Quizá si se sentaba pudiera comprobar si el resto de sus largas piernas estaban tan bien formadas como sugerían sus pantorrillas.

Pero siguió en pie.

–Señor Silvagni.

Su atención abandonó las piernas y volvió a su boca... a aquellos labios.

–Llámeme Domenic.

Ella lo miró y por una décima de segundo él llegó a pensar que también iba a discutirle eso. Después asintió levemente.

–Domenic –dijo con suavidad como si estuviera practicando. A él le gustó cómo sonaba su nombre en aquellos labios. Tenía una voz cálida con un ligero acento australiano que suavizaba el ritmo de las sílabas. Tenía el tipo de voz con el que no le molestaba a uno que lo despertaran... eso sí, ahora que la desesperación había desaparecido–. Como el resto de cadenas hoteleras australianas e incluso las internacionales, los hoteles Silvers están sufriendo una caída en las cifras de ocupación. Parece que sencillamente no hay el número de viajeros suficiente para llenar los hoteles. Quizá el marketing pueda hacer que los beneficios de una cadena suban ligeramente por encima de las otras, pero eso no es más que una ganancia a corto plazo que desaparece en el momento que cualquier otra realiza una campaña publicitaria.

Domenic se movió incómodo y descruzó los brazos. Nada de lo que había dicho le resultaba nuevo, era exactamente lo mismo que había estado leyendo en el informe que seguía sobre su mesa.

–Y suponiendo que dicha valoración sea cierta, imagino que tendrás la solución –añadió con incredulidad.

Ella apretó las manos, lo que hizo que él se fijara en sus largos dedos y las uñas pintadas sólo con brillo. Ningún anillo a la vista.

–Tengo una oportunidad para Silvers Hotels, si tienes la perspicacia suficiente para apreciarla.

–Ya –dijo él sin hacer caso de la nada sutil reprimenda–. ¿Y de qué se trata esa «oportunidad»?

Opal respiró hondo. No le podía pasar desapercibido teniendo su pecho a la altura de los ojos. Debajo de aquel traje había formas. Era más que una insinuación. Había pechos, caderas y una estrecha cintura. Aquella mirada fue recompensada con un evidente rubor en sus mejillas. «Vaya. Resulta que es tímida».