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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1996 Candace Camp. Todos los derechos reservados.

ESCÁNDALO, Nº 10 - agosto 2012

Título original: Scandalous.

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Publicado en español en 1998.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0763-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Uno

 

Había un hombre desnudo en la puerta de su casa.

Priscilla estaba sentada en el salón, leyendo un libro, cuando oyó unos fuertes golpes en la puerta de entrada. Se puso en pie de un salto, algo alarmada, puesto que era bastante tarde para recibir visitas. Además, la persona que llamaba parecía impaciente. Encendió una lámpara de aceite y corrió a la puerta. Cuando la abrió encontró a aquel hombre. No llevaba nada de ropa, y tenía la piel cubierta de sudor y arañazos. Respiraba con agitación.

Se quedó mirándolo. Por primera vez en su vida se había quedado sin palabras.

Era un hombre muy alto, que parecía llenar el porche de Evermere Cottage. Priscilla no había visto nunca tanta piel junta, toda ella bronceada, musculosa e intensamente masculina.

El hombre la miró. Parecía aturdido y agotado.

–Ayúdeme –murmuró.

Después cayó al suelo, inconsciente.

Priscilla dejó escapar un grito y se agachó para intentar levantarlo, pero pesaba demasiado y su piel desnuda y húmeda se le escurría entre los dedos.

Se abrió la puerta del estudio de su padre, y Florian Hamilton asomó la cabeza. Tenía el pelo revuelto, a causa de su manía de pasarse los dedos por él cuando estaba absorto en sus pensamientos.

–¿Qué ha sido ese ruido? –preguntó–. ¿Ha venido alguien?

Su voz interrumpió la parálisis momentánea de Priscilla.

–No pasa nada, papá. Yo me encargaré de todo.

Volvió al porche para evaluar el problema. El hombre estaba tendido en el suelo, de lado. La mayor parte de su pecho y sus brazos estaban dentro de la casa, y sus largas piernas y el resto de su torso, en el porche. Resultaba evidente que no podía moverlo ella sola.

Se preguntó quién sería, y qué haría allí, desnudo e inconsciente. Se le ocurrió que podía tratarse de una broma. Parecía algo típico de Philip o de Gid. No obstante, no creía que ninguno de sus hermanos fuera capaz de enviarle un hombre desnudo a casa, ni que hubieran conseguido convencer a alguien para que lo hiciera. Aunque sólo fuera porque estaban a principios de primavera y hacía bastante frío, sobre todo por las noches. Llegó a la conclusión, a su pesar, de que no podía ser una broma.

Observó la cara del hombre. Sus rasgos estaban muy marcados. Tenía la mandíbula ancha y los pómulos sobresalientes, una boca firme y carnosa y una larga nariz recta. No era exactamente guapo; resultaba demasiado duro. Pero emanaba fuerza, incluso en su estado. Con los ojos cerrados tenía un aspecto indefenso que hizo que se le encogiera el corazón. Se inclinó para mirarlo de cerca.

Estaba recién afeitado. Tenía la piel suave y más bronceada de lo habitual en aquella época. Tenía un arañazo en la mandíbula, y otro en la frente. Su pelo era denso, castaño rojizo, como la caoba pulida. Una mecha le caía por la mejilla. De forma inconsciente, alargó la mano para apartársela. Él gimió y se tumbó de espaldas.

Priscilla bajó la vista por su ancho pecho musculoso, ligeramente recubierto de vello oscuro, y por su estómago plano. Empezó a bajar más aún...

–¡Pero bueno!

Priscilla se sobresaltó al oír la voz de su padre. Se volvió frunciendo el ceño.

–Me has asustado.

Florian no le prestó atención. Estaba mirando atónito al hombre que yacía a sus pies.

–¿Quién es este tipo?

–No tengo la menor idea. He abierto la puerta y estaba aquí.

–Pero ¿qué hace en el suelo?

–Se ha desmayado.

Florian levantó las cejas.

–No tiene pinta de ser de los que se desmayan, ¿verdad? ¿Y qué hace vestido así?

–Papá...

–Oh. Lo siento. Supongo que tampoco lo sabes.

Inclinó la cabeza, examinando al hombre detenidamente.

–Parece que no lo ha pasado muy bien, ¿eh? –comentó.

Priscilla volvió a mirar a su visitante.

–Parece que ha estado corriendo desnudo entre zarzas –observó unas manchas oscuras que no había visto antes–. Mira, también tiene golpes.

–Es verdad –Florian se subió las gafas y se inclinó para mirarlo más de cerca–. Yo diría que ha estado metido en una pelea o algo así, además de haber corrido entre las zarzas –miró a su hija con curiosidad–. Es misterioso, ¿verdad? ¿Qué crees que habrá pasado? ¿Y qué hace aquí?

–Sí –contestó Priscilla–. Esto parece una novela de misterio.

–¿Verdad que sí? –se detuvo en seco–. No será que Philip... No, seguro que no.

Priscilla sonrió. La fama de su hermano era bien conocida.

–No, yo tampoco lo creo.

De repente oyeron una exclamación. Una mujer alta y delgada estaba en la escalera. Llevaba un camisón de algodón, de manga larga, un chal alrededor de los hombros y el pelo cubierto con un gorrito, que se había desplazado dejando ver varias mechas atadas con trapos, probablemente en un intento de rizárselo. Tenía los ojos como platos.

–¿Está muerto? –susurró.

–No. Sólo está inconsciente.

La mujer contuvo la respiración y se llevó la mano al pecho, en un gesto tan dramático que Priscilla se preguntó cómo se habría comportado de encontrarse ante un cadáver. Florian, que nunca había visto a la señorita Pennybaker ataviada para la noche, se quedó mirándola boquiabierto, aunque a Priscilla no le llamó la atención su atuendo.

Se acercó para examinar más de cerca al hombre que había tendido en el suelo.

–¡Dios mío! –dijo sonrojándose–. ¡Dios mío! Está... Está...

–Sí, ya lo sé –dijo Priscilla en tono cortante–. Lo que tenemos que decidir es qué hacemos con él.

–Pero no deberías... No es una visión adecuada para una chica soltera. Deberías venir conmigo y dejar que tu padre se encargue de él.

–¿Él solo? Pesa demasiado.

No tuvo que recordarle lo que ambas sabían: que su padre no estaba acostumbrado al trabajo físico. Normalmente empleaba su considerable intelecto en la ciencia. Era un experto en varios campos y los científicos de todo el mundo le pedían sus opiniones. Pero físicamente no era ningún Hércules.

La señorita Pennybaker, que había vivido con ellos desde que Priscilla tenía cuatro años, conocía a Florian Hamilton tan bien como su hija. De hecho, solía ser ella la que se ocupaba de hacerlo salir del estudio por lo menos dos veces al día para que comiera, y la que encontraba siempre su pipa o sus gafas cuando las perdía. Sabía tan bien como Priscilla que su inesperado huésped podría seguir en el suelo cuando se levantaran a la mañana siguiente, y que Florian pasaría toda la noche en vela intentando inventar una máquina que sirviera para transportarlo.

–Sí, por supuesto, pero no es decente que...

Se detuvo, y con una sonrisa de triunfo, se quitó el chal. A continuación se acercó al hombre con los ojos entrecerrados y le cubrió las caderas.

–Ya está –dijo satisfecha–. Sigue sin ser muy decente, pero es mejor que nada.

Priscilla contuvo una sonrisa.

–Gracias. Ahora vamos a organizarnos. Papá, sujétalo por un brazo y yo lo sujetaré por el otro. ¿Puedes empujarlo tú por los pies, Penny?

La otra mujer la miró anonadada ante la idea de tocar cualquier parte del cuerpo del hombre.

–¿Crees que debemos meterlo en casa?

–Ya está casi dentro. Sólo tenemos que meterlo del todo para poder cerrar la puerta.

–Quiero decir... ¿te parece prudente? –lo miró con desconfianza–. A mí me parece un rufián. Puede asesinarnos a todos.

–Eso es cierto –convino Florian–. No sabemos nada de él, salvo que parece que ha estado en una pelea.

–¡Una pelea! –repitió la señorita Pennybaker horrorizada.

–Sí. Está lleno de arañazos y contusiones.

La señorita Pennybaker se atrevió a mirar más de cerca a su visitante, y arrugó la nariz disgustada.

–Además está mojado.

–Debía de estar sudando. Aunque a juzgar por el estado de sus piernas también es probable que haya atravesado un par de arroyos –dijo Priscilla.

Los tres miraron los pies y las pantorrillas del hombre. Estaba lleno de barro, y el vello mojado se le pegaba a la piel. La señorita Pennybaker se apartó rápidamente.

–Tienes razón –dijo Florian–. Siempre he dicho que no se te escapa ningún detalle. Parece que ha estado metido en el agua hasta las rodillas. Habrá cruzado un arroyo poco profundo, tal vez el Slough –se agachó y le despegó una hoja húmeda del pie–. Parece que también ha pasado por un sitio donde hay hayas. Yo diría que ha venido por los bosques del este.

–Pero seguimos sin saber quién es, ni qué ha estado haciendo –les recordó la señorita Pennybaker, nerviosa–. No parece una buena persona.

Priscilla examinó su rostro.

–Bueno, tal vez no sea muy amable, pero tampoco parece un monstruo. Yo diría que es... –inclinó la cabeza–. No sé, bastante duro. Eso no tiene por qué ser malo.

–¡Pero ha estado en una pelea!

–¿Y si lo han atacado? –señaló Priscilla–. Tendría derecho a defenderse. No creo que un hombre se dedique a atacar desnudo a la gente.

–A no ser que esté loco, no –convino Florian.

La señorita Pennybaker contuvo la respiración.

–¡Oh, no! ¿Cree que es posible que se haya escapado de un manicomio?

–A lo mejor es el primo demente de algún vecino, que lo tenía encerrado en el ático –bromeó Florian.

–¿Cree que es posible? –preguntó el ama de llaves–. Eso fue lo que le ocurrió a una pobre mujer, en un libro que leí. Lord Comfrey tenía un tío loco, que se escapó del torreón y...

–No –contestó Priscilla, sonriendo–. Me parece muy poco probable. Lo más seguro es que le hayan robado la ropa. Pero se ha escapado atravesando el bosque, ha pasado por algún arroyo poco profundo de los que hay en Ridley Bottoms y ha llegado hasta aquí. Probablemente ha visto la luz de nuestra casa y ha venido a pedir ayuda. Si tuviera malas intenciones no habría llamado a la puerta. Habría dado una vuelta en busca de una ventana abierta.

La señorita Pennybaker miró a su alrededor, nerviosa.

–Tal vez deberíamos cerrar las ventanas.

–Ha llamado a la puerta –reconoció Florian–. Hasta lo he oído desde el estudio. Tengo la impresión de que era alguien que buscaba ayuda, más que un ladrón.

–Pues si alguien lo perseguía –intervino Priscilla– será mejor que lo metamos en casa, ¿no os parece? Sería mejor que quedarnos aquí hablando de él.

–Tienes razón –dijo Florian–. Bueno, vamos allá.

Priscilla se inclinó y levantó el brazo izquierdo del hombre. Tenía la piel llena de sudor, y cuando lo levantó tuvo una extraña sensación. Nunca había tocado la piel desnuda de un hombre, excepto cuando sujetaba a sus hermanos por los brazos, y tocar a aquel musculoso desconocido era algo muy distinto.

Su padre levantó su otro brazo, y la señorita Pennybaker, con una expresión de disgusto, lo tomó por los pies. Aun así, entre los tres no consiguieron levantarlo por completo. Volvieron a soltarlo, y cerraron los ojos al oír el ruido que hizo al golpear el suelo.

La señorita Pennybaker lo rodeó y le sujetó la cabeza, mientras Priscilla y su padre tiraban de sus brazos. Al final, cuando consiguieron meterlo en la casa hasta la cintura, Priscilla le levantó las piernas y le dio la vuelta, para que pudieran cerrar la puerta.

Los tres se quedaron inmóviles durante un momento, contemplando al desconocido, que seguía inconsciente.

–¿Qué vamos a hacer ahora con él? –preguntó Florian.

–Podríamos llevarlo a la habitación que hay al lado de la cocina.

Su padre asintió.

–Muy bien, pero estoy seguro de que debe de haber una forma más fácil de llevarlo. Podríamos moverlo con más comodidad si tuviéramos la palanca adecuada. ¿Cuánto creéis que pesará?

Se quedó pensativo, calibrando el problema, y Priscilla se apresuró a intervenir.

–Podemos tumbarlo encima de una manta, empujándolo. Así lo podremos arrastrar, ¿no crees?

–Por supuesto –dijo Florian sonriendo–. Siempre has sido muy práctica, cariño. No sé a quién habrás salido.

–Probablemente a un ancestro lejano –contestó Priscilla guiñando un ojo, mientras abría el armario del vestíbulo para sacar una manta.

La extendió en el suelo, y entre los tres consiguieron hacer rodar al hombre hasta colocarlo encima. Después les resultó bastante fácil arrastrarlo por el suelo de madera encerada, aunque los tres estaban agotados cuando consiguieron llevarlo al pequeño dormitorio. Priscilla se enderezó, y miró el camastro. No sabía cómo podrían subirlo.

–Creo que será mejor que lo dejemos en el suelo por ahora –dijo Florian–. Es posible que recupere la consciencia y se meta en la cama por sí solo.

Priscilla asintió, frunciendo el ceño.

–¿No te ha dado la impresión de que estaba demasiado caliente?

–Sí –convino Florian–. Es posible que tenga fiebre.

–A lo mejor se ha levantado en mitad de un delirio –intervino la señorita Pennybaker–. Eso podría explicar también por qué está desnudo.

–Supongo. Si tuviera mucha fiebre podría haberse arrancado la ropa para refrescarse.

–La fiebre hace esas cosas –aseguró la señorita Pennybaker–. Es posible que haya salido de la cama y se haya puesto a correr en mitad de la noche.

–Bueno, si es así, será mejor que traigamos a un médico. Tal vez debería ir a buscar al doctor Hightower.

–No –protestó Priscilla–. Si hay algo peligroso fuera, será mejor que no volvamos a abrir.

–Sí, tienes razón.

–Penny y yo hemos cuidado a Philip y a Gid siempre que tenían fiebre. Supongo que también podemos cuidar a este hombre. Si empeora llamaremos al médico.

–De acuerdo. Creo que será mejor que compruebe que todas las ventanas están cerradas.

Priscilla asintió con gesto ausente, arrodillándose en el suelo junto al desconocido. Le puso la mano en la frente. Estaba ardiendo. La señorita Pennybaker fue a la cocina a buscar una lámpara de aceite, y Priscilla pudo ver que tenía el rostro enrojecido. Se movía continuamente, volviendo la cabeza. Se dio cuenta de que tenía la nuca pegajosa.

–¡Es sangre! –dijo mirándose la mano–. Sabía que aquí pasaba algo raro. Alguien lo ha golpeado en la nuca, con bastante fuerza. Vete a buscar agua y un paño, Penny. Tenemos que limpiarle la herida.

–Dios mío, Dios mío –dijo el ama de llaves, sacudiendo la cabeza–. Esto no me gusta nada de nada.

–Claro que no. Es evidente que alguien ha maltratado a este hombre. ¡Mira! –levantó uno de sus brazos–. ¿Ves las marcas rojas que tiene alrededor de las muñecas? Yo diría que lo han tenido atado. Mírale los tobillos. Tiene las mismas marcas.

La señorita Pennybaker se quedó mirando asombrada.

–¡Priscilla! ¿Cómo sabes esas cosas?

–Así tenía Gid las manos aquella vez que estaba jugando a los piratas y se deslizó desde el tejado con una cuerda.

–Es verdad –miró al invitado con incertidumbre–. ¡Ha estado atado! Creía que esas cosas pasaban sólo en las novelas.

Priscilla se encogió de hombros.

–Bueno, parece que también pasan en el mundo real de vez en cuando, ¿no crees? Desde luego, parece que a este hombre le ha pasado.

–Sí, pero quiero decir que no es algo que pueda pasar a alguien que conozcamos. Me pone nerviosa. Estoy segura de que es un rufián.

–Sea lo que sea, tiene fiebre y aquí hace frío. Estoy segura de que podremos con él si intenta atacarnos.

La señorita Pennybaker miró atemorizada los ojos grises de Priscilla, que resplandecían de humor.

–De acuerdo. Adelante. Pensarás que soy una vieja aprensiva, pero recuerda lo que te he dicho.

–¡Vamos, Penny! ¿Dónde has dejado el espíritu romántico?

–Con los caballeros. Este hombre no lo parece.

–Supongo que ya averiguaremos si es un héroe o un villano, pero por ahora será mejor que nos encarguemos de cuidarlo, ¿no te parece? Trae también la tintura de yodo, ¿quieres?

La señorita Pennybaker se fue a la cocina con cierta reticencia, y volvió un momento después con una palangana llena de agua y las cosas necesarias para curar una herida. Priscilla empapó un trapo y empezó a limpiar cuidadosamente la nuca del desconocido. El hombre gimió, pero no se despertó. Priscilla puso unas gotas de yodo en una gasa y frotó la herida con cuidado.

De repente, el hombre abrió los ojos, dejó escapar una maldición y aferró la muñeca de Priscilla con dedos de acero.

Se quedó helada, mirándolo. Tenía los ojos de color verde, como las hojas iluminadas por el sol, claros y penetrantes. Parecía llegar hasta su alma. Se quedó inmóvil. Una vez más, se había quedado sin palabras.

El hombre entrecerró los ojos.

–¿Quién demonios es usted? –preguntó.

–¡Suéltela!

Priscilla había olvidado la presencia de su antigua institutriz, hasta que oyó su voz. La miró. Estaba tan tensa que le temblaba todo el cuerpo.

El hombre se volvió también hacia la señorita Pennybaker, y se quedó boquiabierto.

–¡Dios mío! ¡Estoy en un manicomio!

Soltó la muñeca de Priscilla y se puso en pie de un salto. La señorita Pennybaker se echó hacia atrás con un grito, y Priscilla se levantó para sujetarlo.

El hombre se puso muy pálido y se tambaleó, antes de volver a caer, inconsciente.

Priscilla fue más rápida que la primera vez y lo sujetó por la cintura. El hombre cayó sobre ella, y durante un instante se sintió inmersa en su calor y su olor. Pero no podía con él, y los dos cayeron al suelo.

–¡Priscilla! ¿Te encuentras bien, cariño? –preguntó la señorita Pennybaker, corriendo hacia ellos.

–Sí. Ayúdame a quitármelo de encima.

El hombre estaba tendido sobre ella, aplastándola contra el suelo, pero la turbaba más la sensación de su cuerpo que la de las baldosas. Había sensaciones que no había vivido hasta entonces, y resultaban desagradables aunque a la vez extrañamente excitantes.

La señorita Pennybaker tiró de su hombro, mientras Priscilla lo empujaba desde abajo, y entre las dos consiguieron volver a colocarlo en la manta. Priscilla se quedó sentada durante un momento, intentando recuperar el aliento.

–¿Estás segura de que te encuentras bien? –preguntó la señorita Pennybaker nerviosa.

–Sí –dijo Priscilla, tomando las vendas–. Sujétale la cabeza, ¿quieres?

El ama de llaves obedeció, algo temerosa, y Priscilla le envolvió la cabeza con la venda. A continuación le lavó las muñecas y los tobillos, intentando no prestar demasiada atención al resto de su cuerpo, y se los cubrió con vendas empapadas de yodo.

–Ya está –dijo levantándose y contemplando su obra satisfecha–. Ya he hecho todo lo que he podido. Necesitaremos otra manta para taparlo.

Tomó la palangana. El agua estaba enrojecida por la sangre. Fue a la cocina, seguida por la señorita Pennybaker.

–Creo que tendremos que mantenerlo vigilado para ver cómo sigue –comentó.

–Sí, y para asegurarnos de que no se levanta y decide asesinarnos a los tres mientras dormimos.

Priscilla sonrió.

–Creo que bastará con que cerremos con pestillo. Pero es posible que necesite cuidados. Creo que me voy a quedar a vigilarlo.

–¿Tú sola? Piensa en lo que podría pasar. Recuerda lo que acaba de hacer.

–No me ha atacado.

–Te ha sujetado el brazo.

–Le estaba haciendo daño, y ha sido algo inconsciente. No estaba muy lúcido.

–No puedes quedarte. Es demasiado peligroso –se incorporó, decidida–. Me quedaré contigo.

–No seas tonta. Si quieres tendré un arma a mano. Un rodillo de amasar, por ejemplo. Así podré darle un golpe en la cabeza si intenta estrangularme.

–No es momento para bromear.

–No bromeo. Te prometo que tendré un rodillo a mano. Creo que es mejor que un cuchillo, porque tengo bastante fuerza, pero nunca he apuñalado a nadie y no sabría cómo hacerlo.

–Por lo menos, deja que me quede a montar guardia contigo –insistió el ama de llaves.

–No puedes. Es necesario que duermas, para poder quedarte a vigilarlo mañana.

La mujer se llevó la mano a la garganta, insegura.

–No te preocupes –le dijo Priscilla–. Si no intenta atacarme de noche, no creo que te ataque a ti de día. Además el señor Smithson y mi padre estarán aquí mañana.

–Entonces tu padre puede quedarse a vigilarlo de día, y yo me quedaré contigo esta noche.

–Mi padre no sabría qué hacer con un enfermo. En unos minutos se pondría a idear algún experimento, y este pobre hombre se moriría sin que nadie se diera cuenta.

La señorita Pennybaker, que había convivido con Florian Hamilton durante años, tuvo que reconocer que Priscilla estaba en lo cierto. Aun así, protestó débilmente durante unos minutos, hasta que por fin se dejó convencer y se fue a la cama. Priscilla miró a su paciente, que dormía profundamente en el suelo, y acompañó a la señorita Pennybaker al piso superior para buscar un par de mantas. De repente oyó que alguien llamaba a la puerta.

Se giró y empezó a correr escaleras abajo, pero su padre llegó a la puerta antes que ella. Cuando abrió aparecieron en el umbral los personajes más sospechosos que Priscilla había visto en su vida. Uno de ellos era alto y de rasgos angulosos, y miraba a su alrededor con los ojos entrecerrados. Su acompañante era más bajo y corpulento. Tenía los brazos muy musculosos, y su nariz tenía el aspecto de haber estado rota en más de una ocasión.

Priscilla escondió rápidamente las mantas detrás de la escalera, donde no pudieran verlas, y se acercó a la puerta. Al acercarse se dio cuenta de que por lo menos uno de ellos olía a alcohol. Esperaba que su confiado padre no decidiera ser sincero con ellos. También se le ocurrió que se sentiría más segura si tuviera un rodillo de amasar en aquel momento.

–¿Sí? –dijo Florian con voz helada–. ¿Se dan cuenta de la hora que es? Me parece demasiado avanzada para andar haciendo visitas, ¿no les parece?

Priscilla estuvo a punto de suspirar aliviada. Evidentemente, su padre había desconfiado inmediatamente de aquellos hombres. Sus palabras tuvieron el efecto deseado. El más bajo pareció encogerse, y el más alto se quitó la gorra.

–Disculpe la molestia, pero se trata de una emergencia.

–¿De verdad? –preguntó Florian con incredulidad.

–Sí, estamos persiguiendo a un loco peligroso, y hemos pensado que podría haber venido aquí.

–¿Un loco, aquí? Me parece muy poco probable.

–Es que lo estábamos llevando a casa de su familia, y de repente se puso violento y se escapó.

–¿Así que han perdido la pista a la persona a la que se supone que estaban custodiando? –preguntó Florian con disgusto.

–No fue culpa nuestra –protestó el hombre más bajo–. Podría haberle pasado a usted.

–Tal vez, pero a mí no me ha pasado. Tal vez porque no he vaciado una botella de ginebra.

Sus palabras sirvieron para acallar al hombre, que apartó la vista. Florian los contempló con curiosidad, como si estuviera examinando una rara especie de insecto, hasta que el silencio se hizo tenso.

–Bueno –dijo al fin–, me temo que no puedo hacer nada por ustedes. Tendrán que seguir buscando.

–¿No ha visto a nadie?

–Es lo que acabo de decir, ¿no? ¿O es que dudan de mi palabra? –añadió con sorna–. Casi me siento inclinado a pensar que son ustedes los que se han escapado de un manicomio, o tal vez, que han bebido demasiado. Ahora les ruego que se retiren. Están asustando a mi hija.

Priscilla se colocó detrás de su padre, intentando comportarse con timidez. El más alto de los hombres hizo una mueca. No parecía decidido a marcharse, pero no tuvo elección, puesto que Florian estaba cerrando la puerta. Después la aseguró con la barra metálica y se volvió, sonriendo a su hija.

–¿Te ha gustado mi actuación? –susurró.

–Excelente –contestó Priscilla, sonriendo–. Durante un momento me has recordado al viejo duque.

–La verdad es que intentaba imitar al primo de mi padre, pero me conformaré con que me compares con Ranleigh.

–Me alegra que hayas decidido protegerlo.

–No creo que esos dos tipos lo busquen para nada bueno. Aún no sé si nuestro invitado es un rufián, como dice Penny, pero no hace falta mucha imaginación para darse cuenta de que esos dos hombres sí que lo son –se detuvo, pensativo–. Me pregunto qué habrá pasado.

–Tal vez lo averigüemos cuando se despierte nuestro visitante. Hace unos minutos ha recuperado el conocimiento, pero ha intentado levantarse y se ha vuelto a desmayar.

–Sí, parece que es aficionado a desmayarse.

–Creo que he encontrado el motivo. Tiene una herida en la nuca. Tenía el pelo lleno de sangre.

–¿Así que le han dado un golpe en la cabeza?

–También he descubierto otra cosa. Ha estado atado de pies y manos. Tiene quemaduras de cuerda en las muñecas y en los tobillos.

Florian levantó las cejas.

–Así que lo tendrían prisionero. Esto se va poniendo interesante por momentos. ¿Quiénes crees que serían esos hombres? ¿Y quién será él? ¿Se tratará de una riña entre malhechores, o será un inocente al que persiguen con fines aviesos? Hasta es posible que sea cierto que está loco.

–No me han parecido muy sinceros, y dudo que los contrataran en ningún manicomio.

–Si está loco y es fuerte, pueden haberse visto obligados a contratar a matones profesionales. ¿Ha dicho algo mientras estaba despierto?

–Sólo me ha preguntado que quién era. Después, al ver a la señorita Pennybaker con esas cosas en la cabeza, ha dicho que estaba en un manicomio. Entonces se ha puesto de pie y se ha vuelto a desmayar.

Florian se rió y se pasó la mano por el pelo.

–No podemos echarlo en mitad de la noche y en ese estado, aunque no me gusta la idea de tener un desconocido en casa. Aunque supongo que no constituye una amenaza seria, si se desmaya siempre que se pone de pie.

–Probablemente no –convino Priscilla–. De todas formas, tengo intención de quedarme a vigilarlo toda la noche.

–¿Para qué?

–No sólo tiene una herida en la cabeza. También tiene mucha fiebre. Será mejor mantenerlo vigilado, por lo menos durante unas horas. Si empeora tendremos que llamar al médico.

–Me quedo contigo –murmuró Florian, frunciendo el ceño–. Puede ser peligroso.

–Como tú mismo has dicho, está demasiado débil para levantarse, así que difícilmente podrá hacerme daño. Además, he prometido a Penny que estaré armada.

–¿Se puede saber qué vas a utilizar como arma?

–Había pensado en un rodillo de amasar.

–Tal vez sea mejor que uses esto –dijo sacándose una antigua pistola del bolsillo.

–¿La pistola del abuelo? ¿Qué haces con eso?

–He pensado que era mejor abrir la puerta armado, por si acaso.

–¿Así que has sacado la vieja pistola y la has cargado?

–Oh, no, está descargada. No tengo munición, y no estoy seguro de que funcione, pero parece bastante amenazadora.

–Sí, a no ser que se descubra la trampa.

–Siempre puedes darle la vuelta y darle un culatazo. Tal y como está el pobre, creo que será bastante.

Priscilla tomó la pistola y se la guardó en el bolsillo de la falda.

–De acuerdo.

–De todas formas, debería quedarme contigo.

–No digas tonterías. Puedo valerme por mí misma, y tengo la pistola. Además, no vas a estar muy lejos. Siempre puedo gritar.

–Eso es cierto.

Priscilla se despidió de su padre con un beso y lo miró divertida mientras volvía corriendo a su estudio, probablemente pensando ya en el experimento que se trajera entre manos. Se volvió y entró en la cocina.

Un brazo la sujetó de repente, inmovilizándola. A la vez, una mano le cubrió la boca.

Dos

 

Priscilla se debatió, intentando liberarse, pero el brazo que la sujetaba era demasiado fuerte. Pensó en la pistola que le había dado su padre, que no le servía de nada en el fondo del bolsillo. Había subestimado a su paciente, y se maldijo por haber sido tan confiada.

–¿Quién demonios eres? –susurró el hombre a su oído–. ¿Qué hago aquí? ¿Dónde está mi ropa?

Priscilla emitió un sonido de irritación. No sabía cómo esperaba aquel hombre que hablara si le estaba tapando la boca.

–Quitaré la mano –prosiguió– si me prometes no gritar. Un chillido y te estrangulo, ¿entendido?

Priscilla asintió. El hombre aflojó lentamente la mano con que le tapaba la boca, y se la puso en la garganta. Priscilla se estremeció. Podía sentir los músculos de su cuerpo contra la espalda, y no dejaba de pensar que estaba desnudo.

–Contesta –dijo el hombre en su oído.

Priscilla se aclaró la garganta.

–Me llamo Priscilla Hamilton, y estamos en Evermere Cottage. En cuanto a lo que hace usted aquí, esperaba que me lo explicase cuando recuperase el conocimiento.

–¿Hamilton? –repitió–. No te conozco.

–No. Ni yo a usted. Lo único que sé es que se ha desmayado en nuestra puerta hace aproximadamente media hora.

–¿Por qué?

Priscilla tuvo la impresión de que el hombre hablaba consigo mismo, más que con ella.

Le quitó la mano de la garganta y se la llevó a la cara. Se tambaleó un poco y se apoyó en la pared, aflojando la mano con que le sujetaba las muñecas.

Priscilla supo que era el mejor momento. Le dio un fuerte pisotón y se adelantó con todas sus fuerzas. El hombre dejó escapar un sonido de dolor y sorpresa y la soltó. Volvió a intentar sujetarla de inmediato, pero era demasiado tarde. Priscilla sacó la antigua pistola y lo apuntó.

El hombre se quedó boquiabierto.

–Eres una de ellos, ¿verdad?

–¿Una de quiénes? Póngase contra la pared. Ahora soy yo quien hace las preguntas.

El hombre se apoyó en la pared, más para sujetarse que por obedecer la orden. Estaba muy pálido y tenía la frente cubierta de sudor. A juzgar por la expresión de su cara, Priscilla sospechaba que le daba vueltas la cabeza. Entrecerró los ojos. Se sentía bastante molesta en compañía de un hombre desnudo, aunque él no parecía dar demasiada importancia a su falta de ropa.

No quería mirarlo, pero le resultaba difícil mirar en otra dirección. No pudo evitar fijarse en la anchura de sus hombros y en los músculos de su pecho. Nunca había visto a un hombre desnudo, pero no creía que ninguno de sus conocidos se pareciera a él. Los cuerpos huesudos de sus hermanos eran completamente distintos al del desconocido, e incluso Alec, que hacía mucho deporte, estaba bastante delgado.

Pero aquel hombre, que le sacaba casi treinta centímetros, no estaba delgado en absoluto. Su cuerpo parecía esculpido en granito, y no le sobraba ni un gramo. Nunca había pensado que el cuerpo de un hombre pudiera resultar tan intrigante. Bajó la mirada, y apartó los ojos, sonrojándose. Se alegró de que el hombre tuviera los ojos cerrados.

–Creo que será mejor que se siente mientras hablamos. De lo contrario volverá a desmayarse.

El hombre abrió los ojos y la miró.

–He perdido el conocimiento, ¿verdad?

–Sí. Ya van dos veces.

El hombre movió la cabeza con incredulidad.

–¿Qué me pasa? –se llevó la mano a la cara–. Estoy sudando a chorros, y me da vueltas todo.

Miró a Priscilla como si ella fuera la culpable.

–Sospecho que eso se debe al golpe que tiene en la cabeza, y al hecho de que tiene fiebre. Ahora le recomiendo que vuelva al dormitorio y se tumbe en la cama –señaló las mantas, que habían caído al suelo–. Puede taparse con eso.

El hombre se volvió, se inclinó con cuidado y tomó una de las mantas. Se envolvió en ella y caminó lentamente por la cocina, hacia la habitación. Cuando se dejó caer en el camastro tuvo que contener un gemido. Priscilla no pudo evitar sentir lástima.

–Lo siento –le dijo–. Le daría un poco de láudano, pero no es conveniente cuando se tiene una herida en la cabeza.

–No entiendo. ¿Por qué me ha traído la manta? ¿Por qué me ha vendado la cabeza?

–¿Por qué no iba a hacerlo? Está herido, y... bueno, necesitaba una manta. Cualquier persona habría hecho lo mismo.

–¿No está trabajando para ellos?

–No sé a quiénes se refiere, pero no trabajo para nadie.

–No sé cómo se llaman. Los dos tipos que me ataron. El borracho y el otro.

–¿Un hombre alto y delgado, con una cicatriz?

–Sí, exactamente. ¿Qué relación tiene usted con él?

–Absolutamente ninguna. Hace un momento ha estado aquí, con otro hombre que parecía haber bebido bastante, y han preguntado por usted.

El desconocido la miró confuso.

–¿No me ha entregado?

–No. Mi padre les ha dicho que no había visto a nadie. No le han parecido de confianza.

–Así que no trabaja para ellos –se tranquilizó–. Menos mal. Entonces, ¿por qué me apunta con la pistola?

–¿Me permite que le recuerde que usted es el que me ha atacado cuando he entrado en la cocina? La verdad es que me parece que he tenido una buena idea al venir con la pistola, teniendo en cuenta que no sé nada de usted.

–Tiene razón –se pasó la mano por la frente–. Disculpe. Me he comportado de forma... muy poco educada –tuvo un escalofrío, y se envolvió más en la manta–. Me siento muy raro.

–Tiene fiebre. ¿Cuánto tiempo ha pasado atado? ¿Ha estado... vestido así todo el tiempo?

El hombre bajó la vista.

–Sí, creo que sí. No recuerdo cuándo... No sé, me desperté y estaba así, pero atado de pies y manos. Estaban allí de guardia, y se turnaban. Primero el uno y luego el otro. Pero era muy difícil mantener la noción del tiempo. Creo que han sido varios días. Me ha parecido una eternidad –volvió a estremecerse–. ¿Hace frío aquí? Tengo mucho frío.

–Iré a buscar la otra manta.

Priscilla fue a la cocina. No tenía demasiado miedo, porque el desconocido parecía demasiado débil para hacerle nada malo, pero tuvo cuidado de no volverle la espalda. Volvió y le tiró la manta, con cuidado de no acercarse suficiente.

De todas formas, el hombre no parecía interesado en atacarla. Se envolvió en la segunda manta y se sentó, temblando.

–¿Le importa? Creo que tengo que tumbarme.

Se recostó de lado en la cama y cerró los ojos.

–Espere –dijo Priscilla, inclinándose para mirarlo–. Aún no me ha dicho qué le ha pasado. ¿Por qué lo perseguían esos hombres?

–No lo sé –le castañeteaban los dientes, y se acurrucó–. Hace mucho frío.

Priscilla dudó. Después se guardó la pistola en el bolsillo y corrió a la cocina. Volvió unos segundos después con más mantas. Antes de entrar en la cocina, abrió la puerta y miró a su alrededor desde fuera.

El hombre seguía en la cama, pero se había tumbado de espaldas y estaba destapado, con los brazos abiertos. Se acercó con prudencia. Estaba bañado en sudor, pero pensó que debería taparlo de todas formas. Se acercó, sintiendo cierta culpabilidad.

Se dijo que era estúpida por sentirse culpable, pero no podía evitarlo. Probablemente porque le costaba resistirse a la tentación de bajar la vista y contemplar lo que había intentado no mirar desde que abrió la puerta.

Se dijo que en realidad sentía curiosidad. Nunca lo había visto directamente. Según le decían, una verdadera dama no sentiría curiosidad por algo así, pero había decidido bastante tiempo atrás que no tenía el alma de una verdadera dama. Las tareas propias de las damas le parecían bastante aburridas, y lo que más le gustaba hacer, con lo que se ganaba la vida, tampoco se podía considerar una ocupación adecuada para una señorita.

Su amor secreto era la escritura. No le gustaba escribir diarios, ni crónicas de viajes, ni los poemas malos que cabría esperar en una jovencita, sino novelas de aventuras. No había nada que le gustara más que imaginar un ambiente desconocido y poner en él a un héroe que se tuviera que enfrentar a innumerables peligros. Los libros la habían transportado a lugares que sabía que no conocería nunca, y le habían presentado a notables personajes que sabía que debían de existir en alguna parte.

Toda su vida había sido bastante apacible, pero en sus sueños vivía las aventuras más emocionantes. No le bastaba con leerlas; otras se formaban en su mente. De modo que había empezado a escribir, creando una especie de hombres perfectos que sólo existían en su imaginación. Hombres que no se quedaban en sus propiedades, haciéndose viejos y cazando zorros. Los hombres de su mente, los que salían de su pluma, eran casi todos valientes y arrojados. Algunos eran canallas y otros eran bellísimas personas, pero todos buscaban algo. Un tesoro, la verdad, un pariente perdido... Eran hombres que lo arriesgaban todo.

El hombre que estaba tumbado delante de ella podría haber pasado por uno de ellos. Tenía el aspecto físico necesario: era alto, bien parecido, fuerte y misterioso, y estaba en peligro. Le parecía exactamente lo que haría un héroe en uno de sus libros: llamar a una puerta para esconderse de sus perseguidores. Naturalmente, estaría vestido, pero nunca se podían prever todos los detalles en la vida real. Aquel hombre era lo más parecido que había llegado a conocer a los que habitaban en sus libros. No tenía nada de raro que sintiera curiosidad.

Por supuesto, las heroínas de sus libros no habrían concebido jamás la idea de mirar a un hombre desnudo. Eran las mujeres decentes que esperaba la sociedad, aunque se metían en líos en los que no se metería una verdadera dama. No obstante, Priscilla sabía que ella no era como sus heroínas. Y sentía verdadera curiosidad por la anatomía masculina.

Pensó en lo que podía ocurrir si el hombre se despertaba y la sorprendía contemplándolo, pero ni aun así fue capaz de apartar la mirada. Se sonrojó profundamente.

De modo que así estaban hechos los hombres. Le parecía muy extraño, muy distinto. Sin embargo, había algo fascinante en ello. Al mirarlo tenía una rara sensación, y sentía la indecente necesidad de tocarlo. Por supuesto, no lo iba a hacer.

El hombre se agitó en el camastro, y Priscilla saltó. Se apresuró a taparlo con una manta, recordándose que estaba enfermo y necesitaba ayuda. Le puso la mano en la frente. Estaba ardiendo.

Fue a la cocina a buscar otra palangana de agua y un trapo y volvió junto a su paciente. Humedeció el paño y se lo puso en la frente. Después volvió a buscar una botella de jarabe que le había dado su amiga Anne la última vez que Philip había tenido fiebre. Recordaba que había funcionado muy bien. La encontró en el fondo de un armario. Echó una cucharada en un vaso de agua.

Volvió junto a su paciente. Estaba agitándose, inquieto, y ya se había bajado la manta hasta la cintura. Murmuró algo ininteligible, mientras Priscilla se arrodillaba en el suelo, a su lado.

–¿Se puede sentar? –le preguntó–. Le he traído un jarabe.

Al ver que no se despertaba, le dio unos golpecitos en el hombro con precaución. Tenía la piel ardiendo.

–Despierte, por favor.

El hombre abrió los ojos y volvió la cabeza. Parecía tener la mirada nublada.

–¿Qué? –se pasó la lengua por los labios cortados–. Tengo mucho calor. ¿Dónde estoy?

–En Evermere Cottage –contestó Priscilla con calma–. Ya se lo he dicho. ¿No se acuerda?

El hombre negó con la cabeza, lentamente, y se volvió a humedecer los labios.

–Tengo sed.

–Ahora le traigo agua, pero antes tiene que tomarse esto. Lo ayudará a reponerse. ¿Se puede sentar?

El hombre asintió, pero sólo consiguió incorporarse un poco, apoyándose en los codos. Priscilla le sujetó la cabeza con una mano mientras le llevaba el vaso a los labios. El hombre empezó a beber con avidez pero se apartó, haciendo una mueca.

–¿Qué demonios es esto? ¿Intenta asesinarme?

–No, es un jarabe para bajar la fiebre. Tiene que tomárselo. Ya sé que tiene un sabor horrible, pero es necesario que beba un poco más.

–Nada de eso.

Priscilla lo miró con determinación. No en vano llevaba varios años enfrentándose a sus hermanos.

–Sí –le dijo con firmeza–. Es necesario. Abra la boca.

–Quiero agua –contestó él con la misma obstinación.

Su gesto se parecía tanto al de un niño enfadado que Priscilla no pudo contener la risa.

–Le traeré agua en cuanto se tome la medicina.

El hombre la miró durante largo rato. Ella le devolvió la mirada con tranquilidad. Al final se dio por vencido.

–De acuerdo.

Apuró el vaso de un trago y después se dejó caer en la cama, torciendo la boca de forma expresiva.

–Sabe a veneno. ¿Quién la ha contratado?

–Nadie me ha contratado. Intento ayudarlo porque me da la gana, pero debo decir que me está obligando a replantearme mi decisión.

El hombre sonrió débilmente, y Priscilla se fue a buscar un vaso de agua. Cuando volvió vio que el desconocido había vuelto a cerrar los ojos. Dejó el vaso encima de la cómoda y volvió junto a la cama. Sudaba con profusión, y había vuelto a quitarse la manta. Priscilla se la colocó bien y después se sentó en un taburete, a su lado. Mojó el paño en la palangana y le refrescó la cara.

El agua fría pareció apaciguarlo un poco, aunque siguió moviendo la cabeza y murmurando palabras ininteligibles. Varias veces se bajó la manta con impaciencia. La fiebre seguía subiéndole.

Priscilla recordó que cuando sus hermanos tenían mucha fiebre les daba friegas en el pecho, pero le resultaba un poco violento hacerlo con un desconocido. No obstante, al cabo de un rato decidió que no tenía elección. Hundió el paño en el agua, lo escurrió y empezó a frotarle con él el pecho, bajando hacia el estómago. Cuando se calentó volvió a hundirlo en el agua fresca y empezó otra vez.

El paño era fino, y podía sentir en la palma la forma de sus músculos y la dureza de sus costillas y su clavícula. Sintió un extraño estremecimiento en el abdomen. Una vena le latía en el cuello, y sintió la tentación de tocarla. Por fin lo hizo, con un dedo. Tenía la piel muy suave, a pesar de la fortaleza de su cuerpo. Su pulso latía contra el dedo de Priscilla, firme y rápido, haciendo que a ella se le acelerase también.

Apartó la mano, sorprendida por las extrañas sensaciones que experimentaba. Nunca había sentido un hormigueo como el que sentía cuando le pasaba el paño por el pecho; nunca había sentido aquellos vuelcos en el abdomen. Era a la vez raro, excitante y agradable.

Volvió a humedecer el paño en el agua fría y le frotó el pecho de nuevo. Su paciente gimió y se volvió hacia ella, apartándose la manta una vez más. Priscilla sacudió la cabeza, y empezaba a subírsela otra vez cuando su mirada cayó sobre el mismo miembro que antes se había atrevido a mirar de reojo. Se detuvo, sobresaltada.

Había cambiado.

Ahora era más largo y grueso, y parecía estar levantándose. Parpadeó y apartó la mano. Empezó a lavarle el pecho de nuevo, sin poder dejar de pensar en lo que acababa de ver. Cuando bajó hacia el estómago vio un movimiento. Se detuvo, sorprendida, y volvió a pasarle el paño por el abdomen. De nuevo, la masculinidad de su paciente se movió y pareció crecer.

Miró su cara. Seguía dormido, con los ojos cerrados, pero parecía más relajado.

Volvió a humedecerse los labios. Priscilla lo miró. Entonces, sin saber muy bien por qué, hundió un dedo en el vaso de agua y se lo llevó a los labios. Sintió su aliento en la mano, y de nuevo, una bandada de mariposas pareció aletear en su estómago.

Priscilla hundió de nuevo el dedo en el agua, y se lo pasó al hombre por los labios. Él adelantó la lengua, y de repente, abrió los ojos. La miró sin reconocerla, como antes, y sonrió.

–Me gusta –subió la mano y le acarició la mejilla–. ¿Cuánto?

–¿Cómo dice? –preguntó Priscilla desconcertada.

–Por la noche –dijo él en voz baja–. Por ti –bajó la mano por su pecho hasta tocarle los senos–. Mmmm. Madam Chang siempre sabe escogerlas.