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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Beverly Beaver. Todos los derechos reservados.

FELICES OTRA VEZ, Nº 1347 - agosto 2012

Título original: Laying His Claim

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0770-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

 

El radiante sol de primavera entraba por las ventanas emplomadas de la vieja iglesia. Construida en 1834 por la familia más acomodada de Prospect, Alabama, la magnífica estructura de ladrillo había aguantado los envites del tiempo, incluso la guerra civil. Y tras varias restauraciones seguía en pie, siendo uno de los edificios más antiguos de la ciudad.

Aunque a veces se sentía fuera de lugar en la iglesia que había levantado la familia de su marido, Kate acudía fielmente cada domingo con Trent y su tía Mary Belle, la gran dama de Prospect y el castigo de su existencia.

Mary Belle no era abiertamente antipática con ella, todo lo contrario. Le sonreía, le daba palmaditas en la espalda y hablaba maravillas de ella. Pero de una forma sutil, nunca la dejó olvidar que no merecía formar parte de la familia de Trenton Bayard Winston IV y, sin que nadie se lo pidiera, se dedicaba a darle consejos sobre cómo debía comportarse en cualquier situación.

Kate se negaba a que Mary Belle le estropease aquel bonito día, el primer domingo de abril, a su hija, Mary Kate. Quería que fuese perfecto para su hija de dos meses, la alegría de su vida. Aunque Mary Belle había elegido tanto su vestido como el de la niña y también lo que se serviría en el almuerzo.

Cada vez que le decía a Trent que debían marcharse de la mansión familiar, otro edificio histórico de principios del siglo XIX, él le daba un beso y le rogaba que fuese paciente con su tía:

–Sé que puede ser un poco pesada, pero lo hace con buena intención –le había dicho muchas veces–. Ésta es mi casa, tu casa, y también la suya. Es como una madre para mí, Kate. ¿Cómo voy a dejarla sola? Además, tú sabes que ella nació y creció aquí. Como yo. Y aquí es donde quiero que crezcan mis hijos.

De modo que durante dos años, Kate tuvo que soportar a la tía Mary Belle, pero desde el nacimiento de la niña la situación había ido a peor. Aunque nunca lo había dicho en voz alta, estaba claro que, en su opinión, era ella y sólo ella quien tendría la última palabra sobre la educación de Mary Kate.

Kate llevaba dos meses sonriendo cuando le hubiera gustado ponerse a llorar. Se había mordido la lengua tantas veces para que hubiese paz en la casa que ya no podía contarlas, pero las cosas tenían que cambiar... y lo más pronto posible.

Quería tener su propia casa y aquella vez, cuando se lo plantease a Trent, no dejaría que la convenciese. Estaba loca por él, pero no pensaba pasar el resto de su vida siendo tratada como una cría ignorante.

–¿Por qué no volvemos a casa paseando? –le sugirió, al salir de la iglesia–. Sólo está a un par de manzanas y a la niña le vendría bien tomar el sol.

Quería estar a solas con su marido para mostrarle una casa en la avenida Madison, la casa Kirkendall. Llevaba años vacía y, aunque necesitaba algunas reparaciones, era preciosa. Debía de tener más de tres mil metros cuadrados, bastantes menos que Winston Hall, que presumía de sus diez mil metros sin contar el jardín.

–Hoy no, Kate. Sabes que la tía Mary Belle ha invitado al reverendo Faulkner y a su familia a comer...

–Por favor, Trent. No llegaremos tarde, te lo prometo.

–Pero hemos venido en mi coche. Recuerda que no quisiste venir con tía Mary Belle y...

–Dile a Guthrie que venga a buscarla –lo interrumpió ella–. Por favor. Esto es importante para mí.

Trent sonrió, pasándole un brazo por la cintura.

–Deja que lleve a Mary Kate en brazos. Cada día pesa más, ¿eh?

Riendo, Kate se puso de puntillas para darle un beso. Si le resultase tan fácil convencerlo para comprar la casa Kirkendall todos sus sueños se harían realidad. Soñaba con tener su propio hogar, un sitio donde no se sintiera como en un museo...

Entonces oyeron un carraspeo tras ellos.

–No es de buen gusto mostrar afecto en público.

–Kate y yo vamos a ir paseando a casa, tía Mary Belle –sonrió Trent–. Pero no te preocupes, no llegaremos tarde a comer.

–¿Y cómo vuelvo yo a casa? No tengo ningún deseo de ir andando –replicó Mary Belle, llevándose una mano enguantada al corazón.

Trent miró a su mujer.

–No podemos dejar que mi tía vaya andando, cariño. No le parece bien que las señoras suden.

–Yo no sudo –le corrigió ella–. Las señoras transpiran. No sudan.

–Dale las llaves del coche. Puede ir en...

–No estoy acostumbrada al coche de Trent –la interrumpió Mary Belle–. Odio conducir, pero si me veo obligada a hacerlo, prefiero mi Lincoln.

–Podrías hacer una excepción por una vez, ¿no? –Kate no tenía intención de perder aquella batalla. Había perdido demasiadas durante su matrimonio.

Quizá exageraba un poco, pero estaba harta de que la tía Mary Belle dirigiese su vida.

–Querida, ¿es tanto pedir que una anciana con tacones no tenga que volver a casa andando? ¿O que no tenga que conducir un coche que no le resulta familiar?

Kate dejó escapar un suspiro y Trent soltó una risita. Él adoraba a su tía y aceptaba sus cosas con buen humor. Una vez le dijo que conocía bien sus defectos y que nunca se la tomaba en serio. Además, la quería. Ella había sido madre y padre para él desde que sus padres murieron en un accidente cuando tenía doce años.

Trent tomó a su tía de la mano.

–Ven, iremos todos en el coche. Dejemos el paseo para después de comer, Kate.

«No», pensó ella. «Esta vez no pienso dar marcha atrás. Sólo esta vez, ponte de mi lado. Por favor, Trent, no la dejes ganarme otra vez».

–Ve con tu tía, cielo. Por supuesto, no queremos hacer nada que la disguste –dijo entonces, mirándolo a los ojos–. Mary Kate y yo iremos paseando.

Después, se dio la vuelta y empezó a caminar.

–Kate –la llamó su marido. Pero ella siguió caminando–. ¡Kate!

«No grites, querido, es de mal gusto». Kate casi podía imaginarse el comentario de Mary Belle. Pero estaba demasiado lejos como para oír la conversación.

Iba tan deprisa que su hija empezó a hacer pucheros.

–¿Qué te pasa, cariño? ¿Voy demasiado rápido o te has dado cuenta de que estoy disgustada?

Mary Kate sonrió y ella le ajustó el gorrito rosa, del que se escapaban unos rizos rubios.

Si no podía enseñarle a su marido la casa de sus sueños, al menos podría enseñársela a su hija, pensó. Y estarían el tiempo que le diese la gana. Si llegaba tarde a comer, peor para ellos. Que protestase la tía Mary Belle, que esperasen el reverendo Faulkner y su mujer. Y si Trent se enfadaba, peor para él.

La casa Kirkendall estaba en una esquina de la avenida Madison y, según la inmobiliaria, había sido construida en 1924. Pintada de blanco, con el tejado de teja antigua, una valla rodeando el jardín y un porche amplio, no era una casa elegante, pero sí encantadora, la clase de hogar que Kate había soñado.

–Mira qué porche tan grande –le dijo a su hija–. Pondremos un balancín y un par de mecedoras para tomar el sol. ¿Qué te parece? Mira qué jardín tan grande, Mary Kate. Te haremos una casita para que puedas jugar y...

–¿Señora? –oyó una voz femenina tras ella.

Kate se volvió, sobresaltada. Frente a ella había una chica joven, alta y desgarbada.

–¿Sí?

–Perdone, no quería asustarla. Soy nueva en Prospect. Mi marido y yo nos hemos mudado aquí desde Birmingham y he visto el cartel de Se vende...

Kate se mordió el labio inferior. ¿Querían comprar la casa Kirkendall?

«No, por favor, ésta es mi casa. Yo voy a vivir aquí con mi marido y mi hija. Tendrá que buscarse otra».

–Esta casa es muy vieja y necesita muchas reparaciones. Seguro que pueden encontrar algo mejor.

La joven iba en vaqueros, camiseta y zapatillas de deporte. Tenía el pelo corto y llevaba unas gafas de sol, que no se quitó mientras hablaba con ella.

–Quizá tenga razón. Mi marido preferiría una casa en la que pudiéramos instalarnos enseguida, sin tener que llamar a los albañiles –dijo, acariciando la carita de Mary Kate–. Es muy guapa. ¿Qué tiempo tiene?

–Hará tres meses el día cuatro.

–Nosotros estamos intentando tener un niño, pero... –suspiró la joven entonces, con expresión triste–. ¿Puedo tomarla en brazos?

Kate sintió pena por ella. Debía de ser horrible querer formar una familia y no poder hacerlo. Ella se había quedado embarazada enseguida, sin ningún problema.

–Espero que no se ponga a llorar –dijo, sonriendo–. Por cierto, me llamo Kate Winston y mi hija se llama Mary Kate.

La joven tomó a la niña en brazos.

–Qué rica es... tu mamá tiene mucha suerte, Mary Kate. Yo me llamo Ann Smith –entonces dijo, mirando la casa–. ¿Es usted la propietaria?

–No, pero la verdad es que estoy interesada en comprarla –contestó ella, observando los escalones de madera que llevaban al porche y la puerta flanqueada por dos ventanas emplomadas–. Pensaba enseñársela hoy a mi marido y...

Entonces oyó llorar a Mary Kate y cuando se volvió, vio a la mujer alejándose por la acera. ¿Qué estaba haciendo?

–¡Oiga, vuelva aquí! –gritó Kate, corriendo hacia ella–. ¡Oiga, espere!

Con el corazón en la garganta, llegó a su lado y la agarró del brazo... pero entonces una mano tiró de ella, apartándola de golpe. Kate intentó luchar, pero no podía con el hombre que la tiró al suelo y le dio una patada en el costado.

–¡Sube al coche! –le oyó gritar.

Kate intentó levantarse, pero el hombre la golpeó con el puño en la cara varias veces. Cegada por la sangre, vio cómo metían a la niña en un coche y desaparecían a toda velocidad.

–¡Ayúdenme! ¡Socorro! ¡Por Dios, que alguien me ayude!

Aquello no podía estar pasando, se decía. Era imposible. Eso no podía ocurrir en Prospect, Alabama. Y no a ella, la señora de Trenton Bayard Winston IV.

–Mary Kate... –murmuró, con el rostro bañado en lágrimas.

Entonces oyó pasos y vio gente corriendo hacia ella. Cuando levantó la mirada, reconoció a Portia y Robert Meyer, que vivían cerca de la casa Kirkendall.

–¡Mary Kate! –gritó, abrumada de dolor–. ¡Se han llevado a mi hija!