Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Marie Rydzynski-Ferrarella. Todos los derechos reservados.

CORAZÓN AMADO, Nº 1951 - septiembre 2012

Título original: Once Upon a Matchmaker

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0815-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

ES un buen hombre —dijo Sheila Barret.

Se refería a su sobrino, el chico al que había acogido en su casa cuando su hermana y su cuñado habían fallecido en un accidente de tráfico.

De eso habían pasado casi veinte años. Micah Muldare era más un hijo que un sobrino para ella y, como madre, se preocupaba por él. En su opinión, tenía motivos para estar preocupada. Micah se había convertido en un hombre emocionalmente solitario.

—Desde que su mujer, Ella, falleció, solo se dedica a trabajar —añadió, apretando los labios para intentar contener la ola de tristeza que la invadía al pensar en él—. Es como si siempre estuviese intentando dejar atrás el dolor.

Sheila no solía sincerarse tanto con nadie, ni siquiera con su buena amiga Maizie Sommers, pero había llegado a un punto en el que necesitaba ayuda con su sobrino, ya que la situación estaba cada vez peor.

—¿Y con sus hijos? —le preguntó Maizie—. ¿No me has dicho que tiene dos niños? ¿Cómo es con ellos?

Sheila asintió e hizo una breve pausa para dar un trago al té exótico que había pedido. Maizie, que era agente inmobiliaria, había sugerido que quedasen en aquella cafetería para charlar de lo que le preocupaba. Al parecer, aquel era un trabajo ideal para ella.

Además de tener su propia empresa inmobiliaria, Maizie, junto con sus dos mejores amigas de toda la vida, Theresa Manetti y Cecilia Parnell, se entretenían haciendo de casamenteras. Habían empezado emparejando a sus propios hijos y habían tenido tanto éxito que, después, habían empezado con los de sus amigos. Sheila lo sabía y por eso, preocupada por Micah, había acudido a ella.

—Gary y Greg —le confirmó Sheila—. Tienen cuatro y cinco años, y los adora. Pero los pobres cada vez ven menos a su padre porque este se pasa el día trabajando. Y eso no es bueno, para ninguno.

—El trabajo nunca es un buen sustituto de una buena relación —afirmó Maizie.

Sheila no podía estar más de acuerdo.

—Los niños necesitan una madre y Micah, alguien a quien querer y que lo quiera —le dijo a su amiga, un tanto incómoda—. No suelo inmiscuirme en su vida…

—Y seguro que él te lo agradece, pero a veces hay que dar un pequeño empujón a aquellos a quienes queremos. No hay nada de malo en ello —le aseguró Maizie.

—Se disgustaría mucho si se enterase de que estoy hablando de su vida así…

Maizie sonrió a su amiga.

—No te preocupes. Trataremos el tema con la máxima discreción. A ver qué puedo hacer. No falta mucho para el día de la madre —comentó—. Te llamaré antes.

Maizie empezó a darle vueltas al asunto. La operación Micah Muldare había comenzado en el momento en que Sheila se había sentado con ella a la mesa.

Capítulo 1

ASÍ que a esto se debía tanto secreto, tantas risas y murmullos».

Micah Muldare estaba sentado en el sofá, mirando el regalo con el que sus hijos lo habían sorprendido. Un regalo que no había esperado, ya que conmemoraba un día que, a su parecer, nada tenía que ver con él. Lo acababa de desenvolver y estaba encima de la mesita del café.

Sus hijos, Greg, de cuatro años, y Gary, de cinco, estaban sentados encima de él, cada uno a un lado, sin parar de moverse. Los dos eran rubios, de ojos azules y constitución delgada, eran idénticos.

«Iguales que Ella».

Micah intentó no pensarlo. Ya habían pasado dos años, pero seguía sin estar preparado.

Tal vez lo superase algún día, pero todavía no lo había hecho.

—¿Te gusta, papá? —le preguntó Gary, el más vivo de los dos, sonriendo ligeramente y mirándolo con toda su atención.

Micah miró la taza que había encima de la mesa.

—La verdad es que no me esperaba algo así —le contestó a su hijo—. Lo cierto es que no esperaba ningún regalo hoy.

Era el día de la madre. Era evidente que llevaba dos años haciendo de padre y de madre, pero no había imaginado que le harían un regalo aquel día.

La taza había estado envuelta en lo que parecía un rollo entero de papel de regalo. Gary había anunciado orgulloso que había sido él quien la había envuelto.

—Yo he puesto el celo —había añadido Greg enseguida.

Y Micah había alabado el trabajo de ambos.

La taza llevaba una inscripción que decía: A la mejor mamá del mundo, y estaba decorada con flores rosas y amarillas. Micah la miró y sonrió mientras sacudía la cabeza. Al menos, sus hijos tenían el corazón donde tenían que tenerlo.

—Umm, chicos, creo que estáis un poco equivocados con el concepto —les dijo.

Gary lo miró confundido.

—¿Qué es un concepto?

—Es una idea, una manera de…

Micah se interrumpió bruscamente. Era ingeniero y trabajaba en el departamento súper secreto de sistemas de defensa con misiles de Donovan Defense, una importante empresa nacional, así que estaba acostumbrado a dar explicaciones enrevesadas. Dada la tierna edad de sus hijos, decidió que lo mejor sería ser breve y conciso.

Así que volvió a intentarlo.

—Es una manera de entender algo. Lo cierto es que estoy muy emocionado, chicos, pero tenéis que entender que yo no soy vuestra mamá. Soy vuestro papá.

Luego miró a los dos niños por si tenían alguna pregunta o duda.

—Ya lo sabemos —le respondió Gary—, pero a veces haces cosas de mamá.

—Sí, como preparar galletas cuando estoy enfermo —añadió Greg.

Y Micah no pudo evitar pensar que aquello sucedía con demasiada frecuencia. Greg había sido prematuro y había tenido varias complicaciones de salud que habían hecho que tuviese que entrar y salir del hospital con cierta frecuencia hasta los dos años.

Y debido a toda la medicación que había tenido que tomar, su sistema inmunitario se había visto afectado. Por eso se ponía enfermo con más asiduidad que su hermano.

Y cada vez que eso ocurría, Micah estaba muy atento por si desarrollaba otro brote de neumonía. La última vez, un año y medio antes, Greg había estado a punto de morir.

Micah se aclaró la garganta y puso los hombros rectos. Su difunta madre, Diane, lo había enseñado a aceptar todos los regalos con agradecimiento.

—Bueno, entonces, muchas gracias —les dijo a sus hijos, sonriéndoles de oreja a oreja.

Los niños sonrieron también.

—Nos ha ayudado tía Sheila —le contó Gary.

—Sí, nos llevó a la tienda —intervino Greg—, pero el regalo lo elegimos yo y Gary. Y lo compramos con nuestro dinero.

—Gary y yo —lo corrigió Micah automáticamente.

El niño negó con la cabeza.

—No, papá, tú no, yo —insistió—. Yo y Gary.

Micah pensó que ya tendría tiempo para corregir su gramática cuando fuese un poco mayor.

—Qué maravilla —dijo en voz alta—. Estáis creciendo demasiado deprisa. Cuando queramos darnos cuenta, estaréis casados y tendréis vuestras propias familias.

—¿Casados? —repitió Greg con el ceño fruncido.

—¿Con una niña? —preguntó Gary con incredulidad, horrorizado con la idea.

—Sí, claro —respondió Micah a sus hijos, intentando no reírse de sus caras.

—¡Qué asco! —exclamó Gary, tapándose la cara.

—Sí —gritó Greg también, imitando a su hermano—. ¡Qué asco!

Micah puso un brazo alrededor de los delgados hombros de su hijo pequeño y lo acercó a él. Echaría de menos aquello cuando los niños creciesen, echaría de menos los momentos en los que sus hijos hacían que se sintiese como si fuese el centro del Universo.

—Ya me lo diréis dentro de diez o quince años —bromeó.

—Claro que sí, papá —le contestó Gary muy serio.

—¡Claro que sí! —repitió Greg para no quedarse fuera.

Sheila Barrett, tía de Micah, observó la escena desde la puerta del salón con una amplia sonrisa. Vivía cerca de allí, pero en casa de su sobrino se sentía más a gusto que en la suya propia. Cuidaba de los niños cuando Micah estaba trabajando, salvo si alguno estaba enfermo, cosa que ocurría con frecuencia.

—Han elegido la taza ellos —le dijo a Micah, para que no pensase que había sido idea suya—. Cuando la han visto, no han querido ninguna otra cosa. Han pensando que era perfecta para ti.

—Y tú no has intentado hacerles cambiar de opinión, ¿verdad?

Sheila se encogió de hombros.

—Yo creo que tienen el mismo derecho a desarrollar el gen de ir de compras que una niña.

—Qué democrática —dijo Micah sonriendo.

Su tía Sheila siempre había ido un poco contra corriente. Y él había aprendido a pensar de manera poco ortodoxa gracias a ella.

—Bueno, para agradecéroslo, os voy a invitar a comer a todos.

—¿A tía Sheila también? —preguntó Greg.

—Por supuesto, sobre todo a tía Sheila —le respondió Micah a su hijo pequeño—. Al fin y al cabo, ella sí que es aquí como una mamá.

Claramente confundido, Greg se giró a mirar a la mujer que los llevaba todos los días al colegio. Por las tardes los recogía y estaba con ellos hasta que su padre volvía a casa, en ocasiones, ya era de noche cuando se marchaba a su casa.

—¿Tía Sheila tiene hijos? —le preguntó Greg a su padre, sorprendido.

Sheila sonrió.

—Tengo a tu padre —contestó.

Tenía un vínculo muy especial con el hijo de su hermana. Micah tenía doce años cuando sus padres habían fallecido en un accidente de tráfico durante las vacaciones. El niño también había resultado herido y había tenido que ser ingresado en el hospital. En cuanto Sheila se había enterado, había dio a buscarlo. Se había quedado a su lado hasta que se había recuperado y después, se lo había llevado a casa y lo había criado como si hubiese sido suyo.

Greg la estaba mirando con los ojos muy abiertos.

—¿Papá también fue pequeño?

—Por supuesto que fue pequeño —le aseguró ella—. Y bastante granuja.

—Eso se lo acaba de inventar —le dijo Micah a sus hijos—. Era un niño muy bueno.

—Cuando estabas dormido —admitió Sheila.

—¿Nos cuentas alguna historia de cuando papá era niño? —le pidió Gary entusiasmado.

Sheila estaba sonriendo tanto que casi no se le veían los ojos.

—Por supuesto.

—De eso nada —intervino Micah—. Ya os las contará cuando seáis mayores.

Gary frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Eso también os lo explicaré cuando seáis mayores —le prometió su padre antes de cambiar de tema de conversación—. Ahora, ¿a quién le apetece una pizza?

—¡A mí! —gritaron los niños al unísono.

Micah miró a su tía, que se había sentado en el cómodo sillón que había enfrente del sofá en el que estaba él con los niños.

—¿Qué te parece si vamos a ese restaurante italiano que te gusta tanto, Giuseppe’s?

Los niños se pusieron a dar saltos. Sheila se puso en pie también.

—Menos mal que es un sitio en el que lo niños son bien recibidos —comentó Micah.

—Sí, menos mal —comentó Sheila, poniendo una mano en el hombro de cada niño para llevarlos hacia la puerta.

—Ya no queda nadie a quien impresionar —le dijo Kate Manetti Wainwright a su amiga, Tracy Ryan, asomando la cabeza por la puerta de su despacho.

Era domingo y el bufete estaba cerrado. O tenía que haberlo estado. Tracy pensó que Kate debía de haberla oído escribir en el ordenador.

Levantó la vista del documento en el que estaba trabajando.

—Estás aquí —le dijo.

—Aunque se supone que no debería estarlo —comentó ella—. Solo he pasado a recoger el jersey que me olvidé el viernes. Y, además, yo no cuento.

—Para mí sí que cuentas —le dijo Tracy, sonriendo a su amiga—. Y, para tu información, no estoy intentando impresionar a nadie, solo intentaba quitarme algo de trabajo.

Kate puso los ojos en blanco.

—Ya trabajas el doble que el resto. ¿Cómo es posible que tengas que adelantar trabajo?

Tracy encogió los delgados hombros.

—Ya basta —le dijo a la que había sido su amiga desde la universidad—. ¿No deberías estar en otra parte?

Al fin y al cabo, era el día de la madre y Kate tenía la suerte de tener todavía a la suya.

—Sí, y quiero que me acompañes —le contestó esta, como si se le acabase de ocurrir la idea.

En vez de negarse automáticamente, Tracy sintió la necesidad de tener más información para poder encontrar un buen motivo para decirle que no. Kate no aceptaba fácilmente un no por respuesta.

—¿Y adónde se supone que tengo que acompañarte?

—A Giuseppe’s. Lilli y yo vamos a llevar a mi madre allí para celebrar el día de la madre —le contó Kate, refiriéndose a la esposa de su hermano Kullen.

Tracy negó con la cabeza.

—Tengo que quedarme a terminar este informe.

—No voy a aceptar un no por respuesta, Trace —informó Kate a su amiga.

—Es el día de la madre —replicó esta—. Seguro que a tu madre no le apetece ir a comer con una oveja perdida.

—Si dices eso es que no conoces a mi madre, además, no eres ninguna oveja perdida —le aseguró Kate—. Eres como de la familia. Como la hermana que mi madre jamás consiguió darme.

Tracy contuvo un suspiro. El día de la madre siempre le resultaba muy duro por dos motivos, porque su madre, a la que había adorado, ya no formaba parte de su vida desde hacía casi tres años. Y, además, porque su fugaz matrimonio, que había empezado y terminado cuatro años antes, la había dejado embarazada y llena de ilusiones. A Tracy siempre le habían encantado los niños y la idea de ser madre la había emocionado mucho, pero la emoción se había tornado en tragedia al dar a luz a un niño prematuro… y muerto.

Aquello, más que el dolorosamente efímero matrimonio, la había dejado con la sensación de que había personas que estaban hechas para vivir siempre solas. Y se enfrentaba a ello del mismo modo en el que se enfrentaba al resto de cosas que la abrumaban: encerrándose en su trabajo. Así evitaba tener tiempo para pensar, para darle vueltas a su situación.

Cuando la soledad la invadía, como le ocurría en ocasiones, trabajaba un poco más hasta que conseguía volver a aturdirse.

Lo importante era no sentir. Dado que era una persona cariñosa, intentaba encauzar sus emociones hacia los casos que llevaba y las personas a las que ayudaba.

—No voy a aceptar un no por respuesta —repitió Kate—. Y no te preocupes, no te he preparado ninguna cita a ciegas. Jackson está fuera de la ciudad, así que iremos solo chicas. Venga. Será divertido.

Al ver que Tracy no cedía, continuó diciéndole:

—Eso puede esperar, no se va a ir a ninguna parte, salvo que de repente le salgan patas.

Kate estaba decidida a que su amiga la acompañase, aunque tuviese que sacarla del despacho y llevarla al restaurante a la fuerza.

Tracy suspiró por fin, se rindió. Se suponía que era mejor estar rodeada de gente agradable a estar allí sola.

—Está bien, supongo que es buena idea, pasar la tarde entre chicas —admitió.

—¡Genial! —exclamó Kate, dándole la vuelta al escritorio para tocar varias teclas y guardar el documento en el que Tracy había estado trabajando antes de apagar el ordenador—. Hecho.

Luego agarró a Tracy del brazo y la ayudó a levantarse del sillón.

—Sabía que vendrías —añadió—. Vamos. No quiero hacer esperar a mi madre. Ah, por cierto, ¿te he contado que Nikki y Jewel también van a venir con sus madres?

Kate habló en tono interrogativo, pero Tracy ya sabía que lo que estaba haciendo su amiga era darle más información poco a poco.

—Espero que no te importe —continuó—. Mi madre y esas mujeres son amigas de toda la vida y se lo pasará mejor si está con ellas.

¿Cuál era el refrán que tanto había utilizado su madre? «De perdidos, al río», recordó Tracy mientras dejaba que su amiga la sacase del despacho.

Tracy había visto a Theresa Manetti un par de veces, en la boda de Kate y en la de Kullen, y le recordaba un poco a su propia madre. Por eso le había caído bien desde el principio, lo mismo que las otras dos mujeres a las que acababa de conocer y que esta le había presentado como «sus mejores amigas desde tercero»: Maizie Sommers y Cecilia Parnell.

Si unía las características de las tres mujeres, se encontraba prácticamente con su madre. Saboreó la experiencia un momento y luego decidió disfrutar de la compañía de cada una de las mujeres de manera individual.

—Ves —le dijo Kate—. Te dije que iba a ser una tarde de chicas.

Theresa se echó a reír.

—Yo creo que dejé de ser una chica el siglo pasado —le dijo a su hija.

—Lo importante es la actitud —le advirtió Maizie—. Yo no envejezco nunca.

Theresa contuvo una carcajada y le preguntó a Cecilia:

—¿Cómo se llama la Peter Pan femenina?

—Felicidad —contestó Tracy sin dudarlo.

Maizie asintió y sonrió al oír aquello.

—Me gusta tu manera de pensar, Tracy —dijo antes de tomar la carta y empezar a leerla—. ¿Qué os gusta?

—Él —respondió Theresa Manetti, que no estaba mirando la carta, sino al hombre que había tres mesas más allá.

Maizie miró al hombre moreno al que se refería su amiga y fingió sorpresa. En realidad, las tres, Cecilia, Theresa y ella, sabían dónde estaría sentado Micah Muldare, ya que habían hablado de ello con Sheila.

—¿Qué decías de Peter Pan? —bromeó Maizie, inclinándose hacia delante—. Creo que conozco a la mujer que está con él.

Todas las mujeres de la mesa miraron en la misma dirección que Theresa.

—¿No es un poco mayor para él? —preguntó Cecilia.

—Es su tía, Sheila Barret. Le vendí un piso hace unos años —les explicó Maizie, mirando concretamente a Tracy.

—Entonces, en realidad es una clienta no una amiga —dijo esta.

—Es ambas cosas —respondió Maizie sonriendo.

—Mamá enseguida hace amigos —comentó Nikki.

Tracy miró hacia la mesa en cuestión.

—Qué niños tan ricos —dijo sonriendo ampliamente.

Maizie asintió.

—Sí, y he oído que el padre está haciéndolo fenomenal, educándolos él solo. Sheila lo ayuda siempre que puede, por supuesto, pero no hay nada que pueda sustituir el amor de una madre, ¿verdad?

La pregunta iba dirigida a Tracy, pero fue su propia hija, junto a las de Theresa y Cecilia, la que respondió:

—No, madre, claro que no.

Maizie rio con suavidad. Aquello tenía muy buena pinta. Tracy sonreía con sinceridad al mirar a los niños y eso era muy importante.

Pronto tendrían otra pareja más.

Solo era cuestión de tiempo.

Capítulo 2

MAIZIE esperó a que Sheila mirase hacia su mesa para saludarla con la mano.

Al verla, Sheila sonrió y le devolvió el saludo. Eso hizo que los hijos de Micah se diesen la vuelta para ver quién saludaba a su tía.

—Gary, gírate —le pidió Micah a su hijo mayor.

—Ya estoy girado —le contestó el niño.

Micah tardó un momento en darse cuenta del problema de comunicación. Con cinco años, su hijo lo entendía todo de manera literal.

—Vuelve a girarte hacia este lado —le dijo.

—Ah, de acuerdo.

Gary volvió a sentarse recto y miró a su tía.

—¿Conoces a esas señoras? —le preguntó muy serio.

—¿A qué señoras? —preguntó Micah, girándose él también, pero no viendo nada fuera de la normal.

Gary se volvió otra vez y señaló con el dedo.

—A esas señoras.

—No señales —lo reprendió pacientemente su padre.

El niño lo miró confundido.

—Si no señalo, papá, ¿cómo vas a saber en qué mesa están las señoras?

Sheila contuvo una sonrisa.

—En eso tiene razón, Micah —le dijo a su sobrino.

—Lo sé —admitió este suspirando antes de alborotar el pelo de Gary—. Tiene todo lo necesario para ser un buen abogado. Qué pena que no pueda serlo ya, me vendría bien.

—¿Por qué? —le preguntó Sheila, más tensa de lo normal—. ¿Estás diciendo que necesitas un abogado, Micah?

—Probablemente —le respondió este—. Olvídalo. No vamos a estropear el día hablando de abogados. Solo quiero disfrutar de una cena con mis tres personas favoritas.

Pero Sheila no se quedó satisfecha con la respuesta. Tocó la mano de su sobrino y lo miró a los ojos.

—Pues yo no voy a poder disfrutar si no me prometes que me contarás qué ocurre en cuanto lleguemos a casa.

—De acuerdo.

—No se me va a olvidar —le advirtió ella.

—Lo sé.

—Está bien —le dijo Sheila, abriendo la carta—. Que empiece la fiesta.