Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Marie Rydzynski-Ferrarella. Todos los derechos reservados.

UN PASADO EN COMÚN, N.º 10 - octubre 2012

Título original: Montana Sheriff

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-1101-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

COLE James parpadeó varias veces con la esperanza de que la imagen desapareciera.

No habría sido la primera vez que los ojos le jugaban una mala pasada.

Al principio, poco después de que Veronica McCloud se marchara de Redemption y lo abandonara, hacía poco más de seis años, la había visto por todas partes. La veía caminando por la calle principal del pueblo o esperando a la puerta del cine al que tantas veces habían ido juntos, o pasando por la oficina del sheriff que, en los últimos cuatro años, se había convertido en la segunda casa de Cole.

No habría sabido decir las veces que había creído verla mirando por la ventana con una tenue sonrisa en los labios, esa sonrisa que siempre había conseguido que se le parara el corazón. Pero siempre que había intentado ir tras ella, o cruzar la calle, o llamarla, había descubierto que no era Ronnie sino alguien que se le parecía.

Lo peor era cuando descubría que en realidad no había nadie, que había sido producto de su imaginación, que se empeñaba en torturarlo.

Con el tiempo, aquellas «apariciones» de Ronnie se habían ido haciendo cada vez menos frecuentes. Habían empezado a pasar días y luego semanas sin que creyera ver a la mujer que le había pisoteado el corazón y luego había desaparecido deliberadamente de su vida hacía ya seis veranos.

El sheriff Cole James frunció el ceño mientras observaba a la mujer que iba caminando por la acera de enfrente hacia el edificio de madera que había a mitad de la manzana, la tienda de alimentación para animales de Ed Haney.

Por mucho que la mirara, no desaparecía.

De hecho, parecía tener intención de entrar a la tienda. Como había hecho tantas veces Ronnie cuando su padre la enviaba al pueblo.

Lo curioso de aquel espejismo era que, a diferencia de todas las otras veces que había creído ver a Ronnie, ahora no tenía el mismo aspecto que la noche del lago.

La noche que llevaría grabada en la memoria para siempre. Ella llevaba la rubia melena suelta, cayéndole sobre los hombros y una blusa color crema de pronunciado escote que había estado a punto de dejarlo sin respiración.

Siempre que creía ver a Ronnie era ese demonio de ojos verdes, con su eterno femenino y, al mismo tiempo, esa actitud fiera y algo masculina. Esa mujer que conseguía que le temblaran las rodillas con una simple mirada.

Pero esa vez el espejismo, Ronnie, estaba distinta. Esa vez se parecía mucho a la fotografía que le había enseñado una vez de su difunta madre, Margaret, de joven. Una foto que le habían tomado poco después de que se casara con el padre de Ronnie, Amos.

Ya fuera una imagen reciente o antigua, el caso era que no desaparecía como otras veces y Cole empezaba a inquietarse.

«Maldita sea», protestó en silencio. Se levantó el sombrero y se pasó la mano por el pelo castaño oscuro, casi negro. La impaciencia estaba apoderándose de él, pero no iba a acercarse a comprobar qué ocurría. La gente del pueblo lo admiraba y lo veían como una especie de guía. Como era más que obvio, el sheriff de Redemption, una pequeñísima población a unos ochenta kilómetros de Helena, en el orgulloso estado de Montana, no podía permitirse sufrir alucinaciones. Al menos sin haber fumado algo, cosa que no había hecho nunca excepto una vez cuando tenía quince años. En alguna ocasión tomaba un trago de whisky, pero solo cuando hacía mucho frío y nunca tomaba más de un vasito. E, incluso en esas ocasiones, lo hacía simplemente para entrar en calor, nada más.

En ese momento no necesitaba entrar en calor, aunque estaban en septiembre y ese año las temperaturas ya habían empezado a ser muy bajas por las noches. Pero, a pesar de todo el tiempo que había pasado, solo pensar en Ronnie bastaba para calentarlo más que de sobra.

Cole se mordió el labio para no maldecir de nuevo y un segundo después dio la vuelta en redondo con la camioneta mientras se decía a sí mismo que ya era oficialmente el tonto del pueblo. Detuvo la camioneta frente a la tienda de comida para animales.

El espejismo había entrado, así que Cole trató de ver algo a través del escaparate. Su alucinación estaba hablando con Ed Haney, el propietario de la tienda. Ed respondía con normalidad. Cole parpadeó una vez más, pero la imagen seguía sin desaparecer así que, o estaba teniendo un sueño tremendamente real o…

Ni siquiera se atrevía a pensarlo, se negaba a permitirse imaginar algo así.

O…

No, no podía terminar.

Porque no era real. Lo sabía con la misma certeza con la que sabía su propio nombre.

Veronica McCloud se había marchado aquel verano hacía seis años, había abandonado Redemption y a él. Se había ido después de que hubieran compartido la que había sido, probablemente, la mejor noche de sus vidas, sin duda había sido la mejor de la vida de Cole. Y desde entonces no había vuelto por allí ni una sola vez, ni de visita, ni para hablar o, al menos, para discutir con él. Simplemente, no había vuelto.

No había escrito ni llamado, nunca le había enviado una paloma mensajera con una notita atada a una de las patas. No había intentado ponerse en contacto con él de ningún modo. Más de media docena de veces, Cole había salido de su casa con la idea de ir a ver al padre de Ronnie o a su hermano, Wayne, para pedirles su dirección o su número de teléfono, cualquier cosa que le sirviera para contactar con ella, pero todas y casa una de esas veces se había dado la vuelta a medio camino.

El orgullo no le había dejado hacerlo.

Después de todo, había sido ella la que se había marchado, la que le había dejado. Si no hubiese querido desaparecer para siempre, si alguna vez hubiese deseado volver a su vida, sabía perfectamente dónde encontrarlo porque Cole seguía teniendo la misma dirección y el mismo número de teléfono de siempre. Ninguna de las dos cosas había cambiado desde que eran niños y crecían sin separarse el uno del otro.

En aquella época, Ronnie era una muchacha dura y activa, más ágil que cualquiera de los niños del pueblo. Cole siempre había sospechado que aquella actitud se debía, en parte, a un intento por conseguir la atención y el cariño de su padre. Siempre había sido muy competitiva.

El caso era que habían sido inseparables casi desde que habían nacido. Lo compartían todo, se apoyaban el uno al otro y se divertían juntos en una zona del país que aún seguía relativamente ajena a las exigencias del progreso.

En Redemption todo el mundo conocía a todo el mundo. La gente del pueblo siempre estaba dispuesta a ofrecer apoyo a aquel que estuviese pasándolo mal y aún más dispuesta a unirse a cualquier celebración cuando las cosas iban bien.

Por supuesto que la población había sufrido ciertos cambios con la llegada del siglo XXI, pero tampoco muchos. Desde luego no había cambiado tanto como para hacer que Cole deseara vivir en otra parte.

Pero Ronnie era distinta. Al llegar a la adolescencia, había empezado a hablar de que algún día quería irse a un lugar donde hubiera más posibilidades y los edificios se alzasen hasta el cielo. «Algún lugar donde no esté atrapada en el rancho si no quiero».

Entonces Cole había pensado que aquello no eran más que palabras o, al menos, había esperado que así fuera.

Hasta que había comenzado a hablar de ello más y más. Soñaba con ir a la universidad, hacerse con ese trozo de papel que demostrara que se había licenciado y le permitiera «ser alguien».

Como si no fuera ya lo bastante buena.

Había sido por esa época cuando habían empezado a discutir. Habían sido peleas de verdad y no simples diferencias de opinión sobre quién tenía el caballo más rápido, que era él, o quién montaba mejor, que era ella.

Ronnie quería que Cole se fuese con ella. Quería que también él fuese a la universidad y se convirtiera en alguien, como si no fuese a ser nadie sin tener una licenciatura de cuatro años.

Pero lo único que quería Cole era ser ranchero como su padre y ella no quería pasarse la vida en un rancho. No quería ser la esposa de un ranchero y, desde luego, no quería vivir y morir en Redemption sin «dejar huella» en el mundo, algo cuyo significado nunca había entendido bien Cole.

Después de la discusión que habían tenido esa noche en el lago y, sobre todo, después de la manera en que se habían reconciliado, Cole había creído que el problema había quedado completamente zanjado para siempre.

A su favor.

Pero evidentemente se había equivocado al creer tal cosa, pues al despertar por la mañana en el lago, no encontró a Ronnie acurrucada junto a él como cuando se habían quedado dormidos.

No la encontró por ninguna parte.

Lo primero que pensó era que podía haberle pasado algo, así que reunió el valor necesario y fue a su casa con la esperanza de encontrarla allí. Preguntó por ella a su padre, que se quedó mirándolo durante unos segundos que se le hicieron eternos tras los que le dijo que acababa de marcharse. Su hermano la había llevado al pueblo de al lado, desde donde tomaría un tren que la llevaría a Great Falls. Allí había un aeropuerto, aviones que la alejarían de allí. Y de él.

El recuerdo de todo aquello volvía a hacerle sentir la misma punzada en el corazón que había sentido aquella horrible mañana.

–Oye, sheriff, ¿vas a estar toda la mañana ahí sentado sin hacer nada?

Cole miró hacia atrás y vio a Wally Perkins sacando la cabeza por la ventanilla de su camioneta. No parecía muy contento con que el sheriff se hubiese detenido de pronto, impidiéndole el paso.

Cole pensó que también podía adelantarle, pero seguramente no era lo más adecuado, teniendo en cuenta que él era el representante de la ley.

–Perdona, Wally. Me he despistado, pensando –se disculpó Cole antes de ponerse en marcha para aparcar en el primer sitio que encontró, que fue frente al edificio siguiente, a solo unos metros de la tienda de comida para animales.

Después de parar el motor, se quedó un poco más allí sentado.

Si tenía un poco de sentido común, volvería a poner en marcha el motor y se iría a la oficina a realizar el informe mensual que debía entregar cada treinta días. Era una labor tediosa porque tenía muy poco que contar, pues los delitos de un pueblo de tres mil habitantes se limitaban a unas cuantas alteraciones del orden público y poco más.

Bien era cierto que hacía dos semanas había habido un terrible accidente de tráfico en el que se habían visto implicados Amos McCloud y su hijo Wayne, con un camionero de fuera del pueblo. Pero eso no era un delito, no como esos que aparecían en las noticias. Según había demostrado la investigación que había llevado a cabo, la culpa había sido del mal tiempo y de unos frenos en mal estado, que habían hecho derrapar al camión. Amos no había podido parar su camioneta a tiempo pero, por suerte para Wayne y para él, Cole se encontraba muy cerca y había podido sacarlos a los dos de la camioneta. De no haber estado él allí, no habría quedado nada de ellos. Le había costado especialmente sacar a Wayne del amasijo de metal en que se había convertido la parte delantera de la camioneta, pero lo había logrado solo unos segundos antes de que todo explotara.

No había muerto nadie en el lugar del accidente, pero aún no podían estar tranquilos. El camionero y Amos habían salido bastante bien parados, aunque Wayne había sido trasladado inconsciente al hospital.

Allí seguía aún.

¿Sería por eso por lo que estaba Ronnie allí?

Cole se puso recto en el asiento. Él mismo podría haberse puesto en contacto con ella para informarla de lo ocurrido si hubiese sabido cómo hacerlo, pero Ronnie había conseguido desaparecer por completo.

–Maldita sea, no está aquí, como no estaba ninguna de las otras veces que has creído verla –se dijo a sí mismo con rabia.

Si entraba en la tienda a comprobarlo personalmente, se sentiría como un verdadero idiota al darse cuenta de que no era ella. Lo más probable era que fuera otra mujer. O quizá no hubiera nadie.

Pero si no iba y volvía a su oficina para intentar trabajar, se pasaría el resto del día pensando en ello. De eso estaba seguro. Sobre todo porque hacía algún tiempo que no había tenido esas visiones; hacía casi un mes que no había «visto» a Ronnie.

De hecho, había empezado a albergar la esperanza de que quizá hubiese conseguido olvidarse de ella por fin. Esa vez de verdad, no como cuando se había comprometido con Cyndy Foster. Eso solo había sido un intento desesperado para obligarse a seguir con su vida. Sin embargo, se había dado cuenta de que no podía hacerlo. Una noche había estado a punto de llamarla Ronnie y había tenido que admitir que no estaba siendo justo con Cyndy; había puesto fin al compromiso y había intentado explicarle que merecía algo mejor que pasar el resto de su vida con un hombre que no estaba del todo con ella. Había esperado que Cyndy lo comprendiera y no se lo tomara a mal, pero no había sido así. Le habían estado pitando los oídos durante una semana por culpa de su estallido de furia, una reacción que Cole había merecido sobradamente.

Desde entonces se había dedicado a ejercer su trabajo de sheriff y a ser un buen hijo. Pensaba que, con el tiempo, conseguiría sacarse a Ronnie de la cabeza o se convertiría en un soltero empedernido. Esos últimos meses había llegado a pensar que estaba recuperándose y había aceptado que su vida era la que era.

Menudo genio estaba hecho, pensó sarcásticamente. Si realmente estaba en el camino de la «curación», ¿qué demonios hacía allí, sufriendo otra alucinación?

Llegó a la conclusión de que solo había una manera de enfrentarse a ello y era entrar en la tienda y ver con quién estaba hablando Ed realmente, así acabaría de una vez por todas con esa estúpida inquietud que le había acelerado el pulso.

Así pues, sacó la llave del contacto, salió de la camioneta y fue hasta la puerta de la tienda de alimentos para animales. Evitó deliberadamente mirar al interior por la ventana, para tener unos segundos más para prepararse para la inevitable decepción.

Al abrir la puerta sonó la campanilla de plata que llevaba cincuenta años anunciando la llegada o la marcha de los clientes.

Cole recorrió el interior de la tienda con sus intensos ojos azules. Ed se enorgullecía enormemente de que el establecimiento siguiera teniendo el mismo aspecto que en tiempos de su abuelo, cuando Josiah Haney la había inaugurado. La única concesión que había hecho a la modernidad era la máquina registradora que se había visto obligado a comprar cuando la vieja había dejado de funcionar, pero incluso entonces había intentado encontrar otra manual con la que sustituir la original.

Le había costado toda una semana y los esfuerzos de su nieto aprender a manejar «aquella máquina infernal».

La tienda estaba vacía. Ni siquiera vio a Ed, que debía de haber ido a la trastienda a buscar algo.

«Muy bien», pensó Cole, con alivio y decepción al mismo tiempo, que era lo que sentía siempre que se desvanecía un espejismo.

Ella no estaba.

Solo lo había imaginado, como siempre. Igual que…

Pero entonces lo oyó. Justo cuando se estaba dando la vuelta hacia la puerta para marcharse, oyó su voz.

La oyó a ella.

Se quedó helado, incapaz de moverse o de respirar, mientras el sonido de su voz penetraba en su conciencia. Y le desgarraba el alma.

Lo tentaba.

Casi con miedo, Cole tuvo que obligarse a girarse de nuevo y, al hacerlo, vio aparecer al dueño de la tienda procedente del pasillo que conducía a la trastienda. Iba hablando con alguien. Con una mujer.

Y esa mujer era Ronnie.

Ed Haney tenía una expresión casi angelical mientras charlaba. Parecía encantado mientras asentía una y otra vez.

Ronnie McCloud le sonrió también.

–Le diré a papá que has preguntado por él.

Ed estaba haciendo algo más que preguntar por la salud del ranchero y quería asegurarse de que Ronnie lo sabía:

–Dile a Amos que si puedo ayudarlo en algo, en cualquier cosa, que se olvide de su maldito orgullo y me lo diga. Quiero ayudar. Todo el mundo quiere hacer lo que pueda –afirmó con énfasis y luego añadió algo más en tono de conspiración–: No era necesario que vinieras, aunque debo decir que es un placer volver a verte, Veronica. Te has convertido en una mujer muy guapa. Si tuviera veinte años menos… Bueno, creo que no tengo que explicarte nada más –dijo riéndose–. Ya me entiendes.

Veronica McCloud se rio también.

–Sí, te entiendo.

Ed estaba bromeando, pero lo primero lo había dicho en serio, lo de ofrecer su ayuda. Edwin Haney, al que Ronnie conocía de toda la vida, era un hombre íntegro, aunque le recordara un poco al huevo Humpty Dumpty. Realmente quería ayudar en lo que pudiera, igual que los demás. Algo de lo que jamás se podría acusar a los habitantes del pueblo era de indiferencia. Tanto era así que a veces parecía que se metían demasiado en los asuntos de los demás. Una persona reservada no tenía nada que hacer en Redemption porque la gente acababa logrando que uno desvelara sus más íntimos secretos sin darse cuenta.

Sabía que lo hacían con la mejor intención posible, pero durante la adolescencia lo había sentido como una invasión, una violación de sus derechos. Habría querido tomar las decisiones sin la presencia de un comité que siempre tenía algún comentario que hacer.

Quería mucho más de lo que podía ofrecerle Redemption.

Aun así, debía admitir que era reconfortante, especialmente en un momento difícil como aquel, saber que su padre tenía gente con la que podía contar. Dios sabía que iba a necesitarlos cuando ella se fuera y volviera a casa, pensó. A su nueva casa, matizó, porque en otro tiempo su casa había estado allí.

–Hola, sheriff, ¿qué puedo hacer por ti? –la voz de Ed interrumpió sus pensamientos. Se dirigía a alguien que había a su espalda.

El sheriff. Ronnie sonrió, segura de que se trataba de Paul Royce, que debía de tener al menos setenta años. Se dio la vuelta con una sonrisa en los labios, esperando ver al alegre anciano.

Pero la sonrisa se le heló de inmediato.

No se encontró con los ojos negros del sheriff Paul Royce, sino con los profundos ojos azules del nuevo sheriff. Y de pronto deseó con todas sus fuerzas estar en cualquier otro lugar del mundo.

Pero no era así.

Estaba allí, con la mirada clavada en aquellos ojos azules que siempre la habían hipnotizado y se le quedó la mente en blanco.

–Hola, Ronnie.

CAPÍTULO 2

DE CAMINO a Redemption, Ronnie se había asegurado a sí misma que dispondría de un poco más de tiempo antes de tener que enfrentarse a él. Pero Cole había aparecido de pronto, cuando ella aún no estaba preparada para que se cruzaran sus caminos.

¿A quién quería engañar? Por mucho tiempo que hubiera tenido nunca habría estado preparada para aquel primer encuentro después de tantos años.

Y Cole no ayudaba mucho con el aspecto que tenía. La dureza de aquella tierra solía pasar factura a los hombres y mujeres que vivían en ella. Sin embargo, en él no parecía tener el menor efecto de desgaste.

¿Por qué al menos no había empezado a echar tripa como muchos otros hombres de apenas treinta años?

Su padre, por ejemplo, aparentaba unos ochenta años en lugar de los sesenta que tenía en realidad. Y la última vez que había visto a su hermano, Wayne, la tierra ya había empezado a dejar huella en él; le había curtido la piel del mismo modo que se curtía el cuero.

Eso no quería decir que Cole no hubiese cambiado, lo que ocurría era que los cambios que había experimentado le habían sentado muy bien. Había perdido esa cara de buen chico que tenía en otro tiempo, aunque tenía las pestañas más largas que nunca. Pero ahora su mirada y todo su aspecto eran los de un hombre y no los de un muchacho. Un hombre fuerte cuyos rasgos ya no eran tan dulces, eran mucho más marcados.

No obstante, su rostro aún hacía que se le parara el corazón un momento antes de acelerársele peligrosamente.

Eso sí que no había cambiado a pesar del empeño que había puesto Ronnie en convencerse de que ya no sería así.

Pero había tantas cosas que habían cambiado… Todo su mundo se había transformado y no porque hubiese ido a la universidad, o se hubiese licenciado, o porque ahora trabajara para una de las agencias de publicidad más importantes de Seattle. Tampoco tenía nada que ver con el precioso apartamento con vistas que tenía junto a la emblemática torre Space Needle, era más bien por el pequeño que vivía allí con ella.

Christopher, el niño al que habría preferido no llevar consigo a Redemption. Sabía que no podía dejarlo en Seattle con la mujer que se quedaba con él todos los días después de la guardería, a pesar de que Naomi le había asegurado que estaba encantada de hacerlo durante el tiempo que fuese necesario. Siempre se portaba muy bien con Christopher y él parecía tenerle mucho cariño, pero Ronnie no habría podido marcharse sin él, sobre todo sin saber exactamente cuánto tiempo iba a tener que estar fuera.

Una cosa era faltar una noche, como a veces tenía que hacer cuando tenía algún viaje de trabajo, algo que Christopher veía casi como una pequeña aventura. Y otra muy distinta era un viaje de duración indefinida como aquel. Así pues, se había llevado consigo a su hijo de cinco años con la esperanza de que su presencia sirviera para animar un poco a su padre, cuyo estado de ánimo era alarmante.

Entretanto, Ronnie estaba haciendo todo lo posible por controlar la tensión que estaba provocándole el hecho de estar en Redemption con Christopher.

Lo único que la tranquilizaba un poco era que el niño se parecía a ella.

No a su padre.

Esbozó una sonrisa mientras recobraba la compostura y salía poco a poco de la oscuridad que la había absorbido de pronto.

No pudo esperar hasta que dejaran de temblarle las piernas. Si tardaba demasiado en responder, Cole se daría cuenta del efecto que seguía ejerciendo en ella, y eso era lo último que deseaba en aquellos momentos. Ya era bastante con que lo sospechara, cosa que seguramente hacía, pero ella no quería confirmárselo.

Así que sonrió y respondió a su saludo.

–Hola, Cole.

Bajó la mirada hasta la chapa plateada que llevaba Cole en la pechera de la camisa de color caqui. No recordaba que su padre le hubiese contado aquella novedad. No, si lo hubiese hecho, no lo habría olvidado.

Su padre mostraba una sensibilidad poco habitual en él al evitar hacer cualquier referencia a Cole cuando hablaba con ella. Ni siquiera le había preguntado nunca si Cole era el padre de su nieto. Amos McCloud tenía la firme convicción de que todo el mundo tenía derecho a tener un poco de intimidad, por lo que tenía la costumbre de no hacer preguntas y de no contar nada que no le hubiesen preguntado. Ronnie no preguntaba y su padre no le contaba, aunque había veces que se moría de ganas de saber cómo le iba a Cole y qué había sido de su vida. Aun así no se lo preguntaba porque sabía que, si su padre le decía que se había casado o, peor aún, que se había casado y tenía hijos, se le habría roto el corazón en mil pedazos. Prefería mil veces no saber nada.

El problema era que ahora no estaba preparada para encontrarse con él.

Se sentía completamente expuesta.

–Así que ahora eres el sheriff –constató, alegrándose en silencio de ser capaz de ocultar lo que sentía–. ¿Desde cuándo?

–Desde hace cuatro años –respondió Cole y se lo explicó con el menor número de palabras posible–. El antiguo sheriff cayó enfermo y decidió mudarse a un lugar más cálido. Nadie quería ocupar el puesto, así que lo hice yo –añadió encogiéndose de hombros con indiferencia.

Era como si cada uno de sus movimientos la sacudiera por dentro. «Contrólate, Ronnie».

–Está siendo muy modesto –intervino Ed–. Se hizo una votación en el pueblo después de que se marchara Paul y prácticamente todo el mundo eligió a Cole. No podríamos haber encontrado un sheriff mejor –explicó el propietario de la tienda–. Es un muchacho increíblemente honrado. Ni siquiera acepta que le inviten a un café –dijo, riéndose–. Trabaja sin parar –se puso serio antes de añadir–: La verdad es que tenemos mucha suerte de que esté aquí.