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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Melissa Martinez McClone. Todos los derechos reservados.

FUTURO INCIERTO, Nº 1947 - noviembre 2012

Título original: The Billionaire’s Wedding Masquerade

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1199-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Por qué estás sonriendo, Henry? –preguntó el abogado Cade Waters sentado frente a él–. Este tipo de restaurantes siempre me han gustado más a mí que a ti.

–Eso era antes de descubrir que ella trabaja aquí –dijo Henry Davenport mientras observaba a la rubia camarera.

–No es tu tipo –repuso Cade.

Era cierto, pero a Henry le había gustado. Dejando a un lado la minifalda rosa, la camisa blanca, el delantal lleno de manchas, los horribles zapatos blancos y las medias de color carne que ni su ama de llaves sería capaz de ponerse, era perfecta. Desnuda rozaría la perfección.

–Ha sido una buena idea parar aquí –dijo Henry–. Estoy seguro de que la comida será deliciosa. De momento, la vista es très magnifique.

–Sólo quería comer algo antes de llegar a la cata de vinos –dijo Cynthia, la prometida de Cade–. ¿Serías capaz de salir con una camarera?

–¿Por qué no? –dijo Henry–. He salido con actrices, modelos y bailarinas. Incluso contigo.

–Sólo fue una vez, gracias a Dios.

Cade rodeó con su brazo a su prometida.

–Tuve mucha suerte de que no congeniarais como pareja.

Ella se inclinó hacia él.

–Yo tuve suerte de encontrarte.

La sonrisa dulce de Cynthia enterneció a Henry. Una vez más sus dotes como casamentero habían funcionado. Había pocas cosas que Henry disfrutara tanto como ver que sus amigos encontraban la pareja perfecta. Cade sonrió acariciando la mano de su novia y observó que sus uñas lucían una perfecta manicura francesa.

–Te han crecido las uñas –observó Cade.

–Por fin –dijo Cynthia, moviendo los dedos–. Después de la aventura en la isla desierta, nunca pensé que mis manos volverían a ser las de siempre. Aun así todavía tengo algunas heridas.

Cada año, el día uno de abril, Henry daba una fiesta de cumpleaños y enviaba a dos de sus amigos a una aventura con el fin de que acabaran enamorándose. Era el mejor modo para garantizar la felicidad de sus amigos.

–Es el precio que hay que pagar por la felicidad –apuntó Henry.

–¿El precio? –dijo Cynthia frunciendo el ceño–. Me clavé un palo de bambú en un pie y tuvieron que operarme.

–Siento lo de tu pie –dijo Henry. Todavía le enviaba un ramo de flores diario para compensarla por su operación–. Fue un desafortunado accidente. Nunca antes nadie se había herido.

–Los accidentes ocurren sin preverlos–dijo Cynthia mirándolo con los ojos entornados–. ¿Quién sabe lo que ocurrirá en tu próxima aventura?

–Que otras dos personas acabarán enamorándose –contestó Henry–. Lo mismo que te pasó a ti. Y a Brett y Laurel Matthews. Admítelo, querida. Me he convertido en todo un casamentero.

–Has conseguido hacer dos parejas y ya se te está subiendo el éxito a la cabeza –dijo Cynthia y suspiró–. Ahora querrás que te llamemos Cupido.

–No está mal ese nombre, pero prefiero Henry.

Cynthia se echó hacia delante.

–¿Sabes una cosa, Henry? No está bien andar por ahí jugando con la vida de otras personas.

–Está bien, querida –dijo Henry esbozando una seductora sonrisa. Desde luego que ella era inmune a sus encantos, pero quizá la camarera le prestara atención. Le gustaba flirtear y lo que ello conllevaba–. De hecho, es una obligación que tengo para con los que quiero. Si no fuera por mí, no estaríais ahora comprometidos.

Cade asintió con la cabeza.

–Ahí tiene razón.

–Te estoy muy agradecida por haberme presentado a Cade, pero tiene que haber otras maneras más fáciles de encontrar el amor que organizando tus estúpidas aventuras –dijo Cynthia. Henry sabía que no pretendía ofenderlo–. Alguien podría resultar herido y no me refiero a lastimarse un pie sino a acabar con el corazón roto. O peor.

–¿No me digas que quieres que deje mis aventuras?

–Así es –contestó Cynthia.

–Mis amigos se llevarían un gran disgusto si dejo de hacerlo.

–No todos –repuso Cade–. Ya haces mucho por tus amigos organizando viajes y fiestas y todo tipo de cosas divertidas. Esas aventuras no son necesarias.

–Sí que lo son y no voy a dejar de hacerlas.

Al principio Henry había planeado aquellas aventuras para entretenerse él y sus amigos. Pero cuando se dio cuenta de lo mucho que sus amigos disfrutaban y del éxito que tenía como casamentero decidió que no podía prescindir de ellas.

–Es hora de que te enfrentes a la vida real, Henry –dijo Cynthia–. Si supieras lo que se siente al ser enviado a una aventura, cambiarías de opinión.

–Me encantaría ir a una de esas aventuras.

–¿De verdad? –preguntó Cynthia.

–Ten cuidado con lo que dices –advirtió Cade.

–Sería divertido –dijo Henry sin dudarlo. Nadie se había molestado nunca en organizar una de aquellas aventuras para él. Requerían mucho esfuerzo y nadie tenía tiempo suficiente para dedicárselo.

–Me alegro de oírte decir eso –dijo Cynthia enderezándose en el asiento.

La guapa y joven camarera salió de la cocina en dirección a ellos. El sensual bamboleo de sus caderas lo hipnotizó. Luego, se fijó en su rostro ovalado y sus ojos se encontraron con los ojos azules de ella.

–Bienvenidos al café Berry –dijo ella dándoles la bienvenida con una cálida sonrisa–. Soy Elisabeth, su camarera, ¿qué desean tomar?

Su voz era suave, perfecta para susurrarle dulces palabras al oído.

–¿Tienes algo especial comparable con tu deslumbrante sonrisa, Lizzie? –dijo Henry confiando en que ella se mostrara coqueta.

–Lo que hay es lo que pone en la carta y mi nombre es Elisabeth.

No era sólo una bonita cara. Era evidente que no se dejaba embaucar con facilidad y eso le gustaba. –Lo siento, Elisabeth –se disculpó. Aquella mujer suponía todo un reto para él.

–¿Saben ya lo que van a tomar? –repitió Elisabeth.

–Denos un momento, por favor –dijo Cade.

–Yo quiero agua mineral con una rodaja de limón –dijo Cynthia.

Viéndola alejarse, Henry deseó seguirla. Aquello no era sólo un reto, era algo diferente. Estaba sorprendido por la atracción que sentía hacia aquella mujer.

–¿De verdad te gusta ese tipo de chicas? –preguntó Cynthia mirándolo fijamente.

–Yo la encuentro guapa –admitió Cade antes de que Henry contestara.

–Soy la única chica guapa para ti –dijo Cynthia dándole un codazo.

–Por supuesto. Pero no por ello voy a dejar de opinar.

Y de disfrutar de la visión, pensó Henry.

De camino a la cocina, Elisabeth recogió algunos floreros de las mesas libres. Con su camisa blanca y las manos llenas de flores, parecía una novia a punto de casarse. Henry se la imaginó con un vestido de novia hecho de la mejor seda blanca, con un vaporoso velo sujeto por unas flores y un ramo en sus manos. Y se la imaginaba como su novia. Aquel pensamiento lo sorprendió, aterrorizándolo. Nunca antes había sentido deseos de casarse. Aquella camarera de un pequeño pueblo al límite de Oregón lo había impresionado.

–Vayámonos a otro restaurante –dijo Henry de repente.

–¿Qué hay de malo en éste? –preguntó Cynthia arrugando la nariz.

–El servicio –contestó.

–No puede ser la camarera –añadió Cynthia–. Además, tú mismo dijiste que era encantadora.

–No, sí,... o sea, quiero decir que sí que es encantadora. Pero no lo he dicho. Bueno sí, lo he dicho, pero... –balbuceó Henry moviéndose en su asiento–. ¿Podemos irnos ya?

–Bueno, bueno. Esto se pone interesante –dijo Cynthia con una sonrisa pícara en los labios–. De todas las mujeres del mundo, una camarera de un pequeño pueblo ha impresionado a nuestro Henry.

–Claro que no –dijo Henry, pero en el fondo su amiga tenía razón.

–Estás pálido –añadió Cade.

–Será porque estoy hambriento –dijo Henry.

–Entonces, vamos a quedarnos a comer algo y así podremos dejarle una buena propina a tu camarera –dijo Cynthia.

–No es mi camarera. No me interesa.

–Nunca te había visto reaccionar así por una mujer –dijo Cynthia mirándolo con incredulidad–. Te gusta de verdad.

–Me gusta su físico, pero no la conozco ni la conoceré –protestó Henry y miró hacia la cocina confiando en que su turno hubiera acabado–. Ella es una camarera y yo soy... Yo soy yo. ¿De qué hablaríamos?

–¿Sólo quieres hablar con ella? –preguntó Cade con ironía.

–No quiero nada con ella. ¿Podemos irnos?

–Está bien. Vamos a dejarlo –dijo Cynthia y mirando a Cade añadió–. Discúlpame cariño, voy a retocarme el maquillaje –y se puso de pie.

–Elisabeth parece muy dulce, muy ingenua.

–Eso nunca ha sido un obstáculo para ti –dijo Cynthia antes de irse.

Era cierto. Cuanto antes saliera de aquel pueblo, mejor para él.

 

 

Al colocar la botella de agua sobre la bandeja, Elisabeth se percató de que su mano temblaba. No podía creer que el cliente de la mesa cuatro, tan guapo con sus ojos verdes y su seductora sonrisa, había coqueteado con ella y ella no había sabido responderle. Tenía que haberle seguido la corriente y así habría conseguido una buena propina. Aquellos tres tenían dinero. Los zapatos era siempre una buena manera de saberlo.

Kathy Alexander le puso un pequeño plato con rodajas de limón en la bandeja.

–Gracias.

Kathy era la dueña del restaurante Berry que durante diecinueve años y hasta dos semanas antes, se había llamado Kathy’s Corner Kafe. Berry Patch, aquel pueblo de Oregón, buscaba llamar la atención de los visitantes de los viñedos.

–¿Esto es para la mesa cuatro?

Elisabeth afirmó con la cabeza.

–Esos dos hombres son muy guapos. Especialmente el castaño con los ojos marrones.

–Verdes –la corrigió Elisabeth–. Sus ojos son de color verde.

No le había gustado el modo tan intenso en que aquellos ojos la habían mirado. Se había sentido intimidada y había deseado salir corriendo.

–Me ha llamado Lizzie. Cada vez que oigo ese nombre, me acuerdo de Lizzie Borden matando a sus padres con un hacha. Me pone enferma.

–A mí podría llamarme como quisiera –suspiró Kathy.

–Es un hombre muy guapo y lo sabe.

–Recuerdo cuando aún te fijabas en los hombres.

–De eso hace mucho tiempo.

–No tanto, cariño –dijo Kathy–. Y ese hombre de la mesa cuatro parece que lo único que desea es a ti.

–No estoy en el menú.

–Pues no deberías desechar la idea –observó Kathy entornando los ojos–. ¿Has encontrado a alguien que sustituya a Manny?

–No. Creí que volvería enseguida, pero su madre ha empeorado.

Manny Gallegos se ocupaba de los cultivos de su granja. Entre los niños y su trabajo como camarera, hacía lo que podía para sacar adelante los cultivos con la ayuda de Manny, pero hacía unas semanas que había regresado a México para visitar a su madre enferma.

–Deberías despedirlo.

–No puedo despedirlo sólo porque su madre esté enferma. Tiene que estar con ella en estos momentos.

–Y, ¿qué pasa contigo? –preguntó Kathy–. Tú también lo necesitas.

Ya estaban a comienzos del mes de octubre y necesitaba a alguien que la ayudara a preparar las tierras para el invierno. Alguien con dos brazos fuertes dispuesto a trabajar duro.

–Sólo necesito encontrar alguien que me ayude provisionalmente.

–¿Y cómo vas a arreglártelas para pagarle si sigues pagando a Manny su salario?

Elisabeth podía hacer el trabajo ella sola, pero entonces tendría que dejar el trabajo en el restaurante. Pero por desgracia con lo que sacara de los cultivos, no tendría suficiente para mantener a su familia. Sintió un nudo de pánico en la garganta.

–Me preocupas, cariño. Eres demasiado joven para hacer todo esto tú sola.

Elisabeth puso hielo en tres vasos y los colocó sobre la bandeja. Ya lo había pasado mal antes y había sido capaz de superarlo. Esta vez también lo haría. Los ojos se le llenaron de lágrimas y parpadeó rápidamente para evitar que se derramasen.

–No tengo otra opción.

–Tómate unos minutos de descanso –dijo Kathy–. Iré a tomar el pedido y tú les servirás ahora cuando vuelvas.

–Disculpe –dijo una voz femenina. Elisabeth se giró y vio a la rubia de la mesa cuatro detrás de ella. Con lo que costaba el diamante del anillo que lucía en su mano, probablemente se podría alimentar a un país del tercer mundo durante todo un año–. ¿Me podría traer unas rodajas de lima también?

–Enseguida, señorita –dijo Kathy y mirando a Elisabeth, añadió–. Tómate un respiro.

No debía llevarle la contraria a su jefa y menos aún delante de un cliente. Además, necesitaba estar unos minutos a solas. Salió fuera, aspiró profundamente y dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas.

 

 

Cuando Elisabeth volvió a la cocina, se sorprendió al ver a Kathy hablando con la clienta de la mesa cuatro. La bandeja estaba sobre la mesa. Nada más verla, dejaron de hablar.

–¿Estás mejor? –preguntó Kathy.

–Sí.

–Te sentirás mejor dentro de unos minutos –dijo Kathy tomando la bandeja–. Elisabeth Wheeler, ella es Cynthia Sterling, la respuesta a tus oraciones.

Kathy se giró y regresó a la cocina. Elisabeth no entendía lo que estaba pasando. Cynthia dio un paso hacia ella.

–Antes me pareció oír que necesitabas ayuda para cultivar tus tierras –dijo Cynthia y Elisabeth asintió con la cabeza–. Siento haberlo escuchado, pero después de que salieras Kathy me dijo cuál era tu situación. Lo siento. Quiero ayudarte.

Elisabeth odiaba que sintieran lástima por ella. Había tenido que soportarlo de sus amigos, vecinos e incluso de desconocidos durante mucho tiempo y no estaba dispuesta a aceptar ningún acto de caridad.

–Gracias, pero no veo cómo podría... –comenzó a decir mientras limpiaba el mostrador.

–Mi amigo Henry, el que está sentado frente a mi prometido, necesita un trabajo. Es un hombre bueno, pero no supo invertir bien su dinero y lo ha perdido todo. Necesita rehacer su vida y creo que trabajar en tus tierras puede ser una oportunidad para él.

Tenía que ser una broma. El amigo de Cynthia iba vestido con ropa cara: chaqueta de cuero, camisa impecablemente planchada y pantalones con raya.

–Es un trabajo duro, manual y que requiere pasar muchas horas al aire libre.

–Eso es exactamente lo que a Henry le gusta hacer. Le gusta mancharse las manos.

No podía estar hablando del hombre de la mesa cuatro. Elisabeth estaba agradecida de que Cynthia tratara de ayudarla, pero Henry no era lo que ella necesitaba.

–No puedo permitirme pagar a otro trabajador. Estoy pagando al capataz aunque esté fuera.

–Yo me ocuparé de sus gastos y de su sueldo.

Elisabeth se las arregló para no mostrarse sorprendida. ¿Henry trabajaría para ella y no le costaría un centavo? Aquello era demasiado bueno para ser realidad. Esas cosas no le pasaban a nadie y menos a ella.

–Es muy amable de su parte, pero ¿por qué no le da el dinero y ya está?

–Henry es un hombre muy orgulloso que no aceptaría la caridad de sus amigos.

–Lo entiendo –dijo Elisabeth. Ella sentía lo mismo desde la muerte de sus padres.

–Ésta sería la manera perfecta para mi prometido y para mí de ayudar a Henry. Y tú tendrías la ayuda que necesitas.

Cierto. Pero toda aquella situación era extraña.

–Pero...

–Henry no tiene donde vivir –la interrumpió Cynthia. Elisabeth nunca había visto a un vagabundo con tan buen aspecto como aquel hombre–. Necesita un sitio donde dormir.

La idea de abrirle su casa a un completo desconocido no le gustaba. No, aquello no iba a funcionar.

–Lo siento, pero no tengo ninguna habitación libre. Estoy segura de que podrá encontrarle otro trabajo...

–Podría dormir en el establo –dijo Cynthia.

–No permitiría que nadie durmiera en un establo lleno de animales.

–Te entiendo. Ya me parecía que esto era demasiado bueno para Henry –dijo Cynthia y los ojos se le llenaron de lágrimas–. Lo único que quiero es ayudarlo.

Quizá todo lo que deseaba Cynthia era hacer una buena obra. Quizá Henry fuera un hombre bueno.

Elisabeth tenía dudas, muchas dudas. Algo no encajaba en todo aquello. No debía contratar a Henry. Cynthia Sterling no era un hada madrina dispuesta a hacer realidad sus deseos. Era tan sólo una elegante desconocida.

–Lo siento, pero no la conozco a usted ni a Henry. Tengo que hablarlo con mi hermano y mis dos hermanas.

–Te daré sus referencias para que puedas comprobarlas.

Si Manny no se hubiera ido, Elisabeth no estaría en aquella situación.

–Hablaré con ellos, pero no puedo asegurar que acabe contratando a Henry.

–¿Y si te pago? Digamos diez mil.

Elisabeth tragó saliva.

–¿Dólares?

Cynthia sacó una chequera y un bolígrafo.

–Claro. Te pagaré los gastos y el salario de Henry.

Por ese dinero, Elisabeth estaba dispuesta a dormir en el establo y dejarle su habitación a Henry.

«Tranquila, piensa», se dijo.

Tenía que preparar las tierras para el invierno. No podía dejar de trabajar en el restaurante para hacerlo ella sola. No podía dejar que los cultivos se estropeasen. No si quería seguir siendo la dueña de aquellas tierras. Además, diez mil dólares eran mucho dinero y eso podía significar un gran cambio en sus vidas. Después de todo, aquel hombre no se quedaría demasiado tiempo.

–¿Qué pasa si Henry se va?

–Si se va, te quedas con el cheque. ¿Trato?

Su intuición le decía que tomara el cheque y le diera una oportunidad a Henry. Pero a Elisabeth no le gustaba arriesgarse con nadie. No quería exponer a su familia y a ella misma a una nueva decepción. Ya habían sufrido mucho. Pero no podía olvidar la cuestión del dinero. Ni a sus hermanos. Ni la granja.

–Necesito sus referencias.

Cynthia le entregó el cheque y Elisabeth se quedó mirando todos aquellos ceros. Diez mil dólares. Su pulso se aceleró.

–Aquí tengo una lista con sus referencias –dijo Cynthia entregándole su móvil y un trozo de papel con unos números de teléfono apuntados–. Diles primero que Cynthia Sterling ha preparado una pequeña aventura a Henry y después pregúntales lo que quieras.

–¿No necesito su apellido?

–Es Davenport, pero con su nombre de pila lo reconocerán. Averiguarás muchas cosas sobre Henry y eso te ayudará a decidirte. Si no quieres contratar a Henry, devuélveme el cheque con el teléfono cuando acabemos de comer. Si quieres contratarlo, quédate con el cheque. Dime tu dirección y la hora a la que sales de trabajar cuando me devuelvas el teléfono y así lo llevaremos donde nos digas.

–Podemos arreglarlo para que Henry tenga su propia habitación –dijo Elisabeth sin saber muy bien por qué, aunque sospechaba que tenía algo que ver con la desesperación que sentía.

–Eso estará bien –sonrió Cynthia–. Aunque creo que el establo estaría aún mejor.

Al verla regresar a la mesa, Elisabeth apretó con fuerza el cheque deseando que las referencias fueran serias. En aquel momento deseaba creer en aquel hada madrina. Elisabeth estaba segura de que Cynthia Sterling tenía una varita mágica escondida en algún sitio.