Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Marion Lennox. Todos los derechos reservados.
VIAJE AL CORAZÓN, N.º 2507 - mayo 2013
Título original: Her Outback Rescuer
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
© 2013 Marion Lennox. Todos los derechos reservados.
OLAS DE EMOCIÓN, N.º 2507 - mayo 2013
Título original: A Bride for Maverick Millionaire
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicadas en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-3072-1
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
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Viaje al corazón
Olas de emoción
EL LIBRO tenía un título fascinante, Estructura e historia del granito. El mayor Hugo Thurston sintió curiosidad, aunque los libros no estaban en ese momento en su lista de prioridades; como miembro de un comando de élite de las Fuerzas Armadas de Australia, lo habían adiestrado para tomar decisiones con rapidez. Y decidió que la lectura de la desconocida que estaba al otro lado de la mesa era perfectamente inocua.
Sin embargo, las cosas no eran siempre lo que parecían; así que observó la escena con más atención.
La desconocida no estaba sola; la acompañaba una segunda mujer, que tampoco llegaba a los treinta años. Hugo pensó que su juventud podía ser un problema, teniendo en cuenta que su abuela estaba a punto de llegar; pero se tranquilizó al ver el título del libro que estaba leyendo, La prehistoria en piedra.
–Estoy aquí, abuela...
Antes de que Maudie pudiera protestar, Hugo la sentó y llamó al camarero para que se acercara a la mesa. Con un poco de suerte, las dos jóvenes seguirían leyendo y no le causarían ningún trastorno.
Él no quería estar allí. Viajaba con su abuela en el Ghan, el legendario tren que cruzaba el interior de Australia. Sus billetes eran de primera clase, lo que significaba que podían cenar en un comedor privado; pero Maudie se había empeñado en cenar en el público con el argumento de que su difunto esposo lo habría querido así.
Al final, Maudie se había salido con la suya. Y como el tren estaba abarrotado de gente, no tendrían más remedio que compartir mesa con la chica del granito y con la chica de la prehistoria.
Hugo cruzó los dedos para que la cena fuera más agradable que la comida. En su primer día en el tren, habían tenido que coincidir con dos personas de mediana edad que reconocieron a Maud y se mostraron irritante y excesivamente simpáticos.
–Leímos la noticia de la muerte de su esposo. Es una pena –dijo una–. Pero tuvo una vida fabulosa... y no se llora mucho a un hombre tan rico que muere tan viejo, ¿verdad?
Como Maudie no contestó, se giraron hacia él.
–Y usted vuelve a casa para hacerse cargo de la empresa de su abuelo... Ya era hora. Hace años que su vida es la comidilla de la prensa. Siendo tan rico, nadie entiende que lleve tanto tiempo en el Ejército y en lugares tan terribles.
Si hubiera estado solo, Hugo habría dicho alguna grosería y los habría puesto en su sitio; pero la silenciosa dignidad de su abuela lo instó a responder de forma casi civilizada. Y como su abuela siempre había sido una mujer valiente, había querido arriesgarse otra vez y volver al vagón comedor para cenar.
–¿Les importa que compartamos mesa con ustedes? –preguntó Maudie a las dos jóvenes.
La chica del granito dejó de leer el libro y la miró. Era rubia y tenía una expresión tan ausente que Hugo se preguntó si habría estado enferma.
–No, en absoluto. ¿Verdad, Amy?
Amy, la chica de la prehistoria, bajó su libro. Hugo pensó que podían ser hermanas. Las dos eran rubias y de ojos marrones; las dos estaban delgadas y, además, debían de medir más o menos lo mismo, poco más de metro sesenta.
Hugo estuvo a punto de soltar un suspiro de alivio cuando la del granito siguió leyendo y la otra se limitó a sonreír a Maudie y a decir que no había ningún problema. Su abuela, que tenía ochenta y tres años, le preocupaba; la muerte de sir James la había sumido en una depresión profunda y no tenía fuerzas para enfrentarse a entrometidos como los que habían comido con ellos.
Un momento después, su mirada se cruzó con la de Amy.
Y se quedó asombrado.
Era exquisita, absolutamente adorable. Llevaba leotardos negros, zapatillas de ballet y un jersey azul. Tenía el pelo recogido en un moño del que se había soltado algunos mechones y se había pintado los labios de color rojo; pero Hugo pensó que, con una sonrisa tan bella como la suya, no necesitaba carmín.
Se sintió como si un rayo de sol lo hubiera cegado.
–Además, así no tendré que leer más páginas de rocas –añadió Amy, sin dejar de sonreír–. Rachel, mi hermana, cree que disfrutaré más del viaje si entiendo lo que veo; pero a pesar de eso...
–Es que son rocas muy interesantes –comentó Maudie, sonriendo.
Hugo se alegró al ver su sonrisa. A fin de cuentas, estaba allí por eso.
Maudie había planeado aquel viaje con mucha antelación; quería llevar a su esposo con la esperanza de que recobrara la salud, pero sir James falleció antes y Maudie quedó tan destrozada que Hugo decidió sustituir a su difunto abuelo y viajar con ella. Pero hasta ese momento, no había servido de nada. Y de repente, gracias a una desconocida, había recuperado la sonrisa.
–Tú eres bailarina... –continuó su abuela.
–Sí, lo soy.
Hugo las miró con perplejidad. No esperaba que, en lugar de ser la joven quien reconociera a Maudie, fuera Maudie quien la reconociera a ella.
–Dios mío, eres Amy Cotton... bailaste en Giselle, en julio. Me acuerdo porque fuimos a los camerinos y nos presentaron.
–Pero no tenía un papel principal. ¿Cómo es posible que... ?
–Oh, conozco a todas nuestras bailarinas –explicó Maudie–. Además, has sido primera bailarina en otras funciones.
–Sí, aunque ha pasado mucho tiempo desde la última vez –declaró con tristeza–. Ahora estoy retirada.
–Lo siento mucho, querida –Maudie se inclinó hacia delante y la tomó de la mano con afecto–. ¿Sabes que mi James murió hace un mes? Detesto que la gente me hable todo el tiempo de su muerte y, sin embargo, acabo de hacerte lo mismo que me hacen a mí... lamento haberte recordado que ya no bailas. Lo lamento sinceramente. ¿Prefieres que hablemos otra vez de rocas? ¿O seguir leyendo, quizás?
Rachel apartó la vista de su libro e intervino en la conversación.
–No hace falta que leas, Amy. Solo era una sugerencia para que...
–¿Para que se distrajera un poco? –dijo Maudie con humor–. Igual que mi nieto. Hugo insiste en intentar animarme... cada vez que ve un camello o una montaña por la ventanilla del tren, me lo señala como si fuera un tesoro. No entiende que no hay camellos ni montañas que puedan borrar a James de mi pensamiento. Y sospecho que los libros sobre rocas serán aún peor.
Hugo sintió pánico cuando su abuela se refirió a él. La muerte de James no había servido para que Maudie olvidara su obsesión favorita, la de buscarle pareja. Y la presencia de dos mujeres jóvenes y bellas podía complicar mucho su situación.
Tenía que andarse con cuidado. Cerrar la boca y mantenerse al margen.
–Bueno, no es para tanto –dijo Amy–. Han pasado tres meses desde que me retiré, y ya debería haberlo superado. Pero la muerte de su esposo...
–Oh, no me hables de usted, querida. Tutéame.
Amy sonrió.
–Sesenta años de matrimonio con un hombre como sir James... Tu esposo y tú hicisteis mucho por el ballet. No imaginas cuánto lo agradecemos en mi profesión ni cuánto se echa de menos a tu difunto marido.
Maudie le devolvió la sonrisa.
–Supongo que las dos tendremos que acostumbrarnos a nuestras respectivas pérdidas, ¿verdad? Y pensándolo bien, quizás deberíamos dar alguna oportunidad, de vez en cuando, a los camellos y las rocas.
Maudie se giró hacia la ventanilla del tren y añadió, súbitamente:
–Hablando de camellos... ¡Mirad!
Todos se giraron. Cuatro camellos salvajes corrían junto al tren. Los camellos habían llegado a Australia en el siglo XIX, para usarlos como medio de transporte; pero con el tiempo habían dejado de ser útiles y ahora vagaban por los desiertos del interior.
–Son increíbles... –dijo Amy.
–Fantásticos –declaró Maudie.
–En Alice Springs organizan carreras de camellos, pero no habrá ninguna cuando lleguemos. Por eso, Rachel ha propuesto que nos concentremos en las rocas.
Amy lo dijo con un tono de resignación tan desesperado que Maudie rio, Rachel rio y hasta el propio Hugo se sorprendió sonriendo.
Se sorprendió y se preocupó. En primer lugar, porque hacía tiempo que ninguna mujer le hacía sonreír y, en segundo, porque la mujer en cuestión era bailarina.
Y el ballet era la pasión de Maudie. Con su metro cincuenta de altura, jamás habría podido ser una profesional; pero adoraba la danza y no se perdía ni una representación de las grandes compañías que visitaban Australia.
Miró a Amy y se preguntó si tendría uno de esos cuerpos de sílfide que parecían flotar. No había estado en un ballet desde los dieciséis años, cuando aún seguía traumatizado por el último escándalo público de su padre. Por entonces, sus abuelos estaban en la mira de la prensa y, como buen adolescente, pensó que todos los espectadores del teatro le observaban. Pero a pesar de ello, el espectáculo le gustó. Y hasta entendió por qué le gustaba tanto a su abuela.
Ahora, a sus treinta y siete años de edad, se sintió como si estuviera viendo un reflejo del mundo que había visto veinte años antes.
Sacudió la cabeza y se intentó concentrar en la conversación. Amy hablaba con Maudie como si fueran viejas amigas, mientras Rachel se mantenía en segundo plano, como si ardiera en deseos de volver a su lectura.
–Supongo que los camellos se ponen a correr cada vez que pasa un tren. ¿No te parece que son maravillosos? Parecen tan libres...
–Y tan jóvenes –puntualizó Maudie–. Corren tanto que les van a doler las patas.
–Como sigan así, tendrán que tomar antiinflamatorios y ponerse bolsas de agua caliente para poder dormir.
Maudie soltó una carcajada y Hugo pensó que en las palabras de Amy había algo más que ironía; también había dolor y coraje.
Pero no quería interesarse por una desconocida que viajaba en el mismo tren, así que borró el pensamiento de su cabeza y se limitó a observar.
Rachel se puso a leer al cabo de un rato.
Amy se guardó un trozo de carne en el bolso.
Y Hugo, que no lo pudo creer, pensó que su imaginación le estaba gastando una broma.
Durante los minutos siguientes, se dedicó a mirarla con más atención. De vez en cuando, cortaba un pedazo de su filete y lo guardaba rápida y subrepticiamente en el bolso, sin dejar de hablar con Maudie en ningún momento.
Como militar que era, Hugo estaba acostumbrado a fijarse en los pequeños detalles. Había estado en Iraq y en Afganistán y sabía que cualquier cosa fuera de lo normal podía ser un peligro. Pero ya no se encontraba en zona de guerra. No podía quitarle el filete y exigirle que le diera una explicación.
Justo entonces, sus miradas se encontraron.
Amy debió de notar que se había dado cuenta, porque sus ojos parecieron rogar que guardara silencio y que no se lo dijera a nadie.
Aquello aumentó el interés de Hugo hasta el punto de que, poco después, cuando el camarero le sirvió su propio filete, cortó unos pedacitos, los metió en una servilleta y se los pasó a Amy por debajo de la mesa.
Al hacerlo, le rozó la rodilla. Amy lo miró con sorpresa, pero sonrió cuando sus manos se encontraron y comprendió lo que estaba haciendo.
–¿Ocurre algo? –preguntó Maudie.
–No, no... –respondió Amy–. ¿Qué tal está tu pescado?
–Excelente. Aunque no puedo decir lo mismo de la guarnición.
Hugo decidió romper su silencio.
–Tu carne debía de estar muy buena, Amy. Has dejado el plato completamente limpio.
–Es que tenía hambre.
–Yo no tengo mucha, pero me voy a terminar mi filete. Entre la cena y el desayuno hay demasiadas horas... Deberían ofrecer bocadillos a medianoche, ¿no te parece? Me pregunto si tendrán pan para prepararlos.
Amy lo miró fijamente y él se recostó en la silla. Se estaba empezando a divertir.
Segundos más tarde, un camarero pasó a su lado y le ofreció la excusa perfecta para seguir divirtiéndose a costa de la joven.
–¿Podría traerme otra servilleta, por favor? He perdido la mía.
Amy lo volvió a mirar con cara de pocos amigos.
–Entonces, ¿os bajáis en Alice Springs? –preguntó Maudie.
El Ghan terminaba su recorrido en Darwin, pero muchos pasajeros se bajaban del tren en el interior para admirar las formaciones rocosas: las Olgas, Monte Connor y Uluru, que durante un tiempo se había llamado Ayers Rock.
–Sí, por supuesto que sí. Dedicaremos unos días a la exploración. Hay tantas rocas grandes... ¿Qué podría hacer más feliz a Rachel?
Rachel sonrió, pero la miró con seriedad.
–¿Vais a subir al Uluru? –se interesó Maudie.
–No, el Uluru es sagrado para los indígenas; no permiten que nadie lo escale. Pero subiremos a las Olgas... ¿Sabías que se llama así en honor a la reina Olga de Wurtenburg? El nombre de los indígenas era Kata Tjuta, pero se lo cambiaron. Igual que hicieron con Uluru, aunque luego se lo volvieran a cambiar. Es curioso, ¿no?
–Sí –contestó Hugo.
Cada vez estaba más interesado por ella. Había hablado con pasión, pero también con un fondo de indignación, como si el asunto de los nombres le importara especialmente.
La miró con detenimiento y descubrió detalles que había pasado por alto. Amy era tan rubia y de aspecto tan anglosajón como Rachel, pero las dos tenían una piel morena muy poco habitual entre los anglosajones.
–¿Tienes sangre indígena? –se interesó.
–Has acertado de pleno –respondió Amy–. Mi hermana y yo descendemos de irlandeses, pero nuestra abuela por parte materna era de una tribu de la zona de Alice. Dejó a su gente cuando era muy joven.
–¿Y no volvió nunca?
–Me temo que no; falleció cuando nosotras éramos unas niñas. Pero nos contaba tantas historias de Kata Tjuta y Uluru que le prometimos que iríamos algún día –respondió Amy–. Y ahora, con las rocas de Rachel...
–¿Vais a escalar el Kata Tjuta?
–Dudo que Rachel pueda. Ha estado enferma... pero yo subiré, recogeré las muestras que quiere y haré fotos.
–Lo cual es un gran problema –Rachel rompió su silencio–. Las fotografías de Amy suelen ser imágenes acarameladas de nubes o instantáneas de los hombres que le gustan.
–Eso no es justo –protestó su hermana–. Puedo hacer fotografías magníficas.
–Si tú lo dices...
–Mi nieto es un fotógrafo excelente –dijo Maudie, que ya había empezado a ejercer de Celestina–. Y si Rachel necesita muestras de rocas...
–Sí, las necesito. El Kata Tjuta y el Uluru son de un tipo de roca arenisca muy particular. Tienen cristales rosados de feldespatos sobre los que hay mucha controversia. He conseguido que me den permiso para analizarlos y confirmar su composición.
–Hugo os podría echar una mano con las piedras. Es muy fuerte. Es miembro de un comando de élite.
–Pensaba que los comandos de élite cargaban ametralladoras, no piedras –ironizó Rachel.
–Ametralladoras, piedras y pedacitos de filete –dijo Hugo con humor–. De hecho, mi última misión ha consistido en robar pedacitos de filete.
Amy, que estuvo a punto de atragantarse, decidió intervenir.
–De todas formas, no estamos aquí para trabajar. Estamos de vacaciones.
–Igual que nosotros –afirmó Maudie–. ¿Os vais a alojar en algún hotel de Uluru?
–No, tenemos habitación en un hostal que...
–Oh, no, no, de ninguna manera –la interrumpió Maudie–. Hugo y yo nos alojaremos en la Thurston House, una casa de campo que en general se alquila a altos ejecutivos. Es muy grande y tiene piscina y empleados que se ocupan de las necesidades de los clientes. ¿Por qué no os quedáis con nosotros? Hugo tiene que visitar una de nuestras minas y yo odio estar sola... ¿Sabes jugar al Scrabble, Rachel?
–Sí, claro –admitió, confundida–. Pero...
–No –dijo Amy con firmeza–. No sabemos.
–Claro que sabemos –declaró Rachel, más confundida que antes.
–Bueno, es verdad... –su hermana la miró con exasperación–. De hecho, a Rachel le gustan los juegos de palabras casi tanto como las piedras. Pero no necesitamos alojamiento, Maudie. Te agradezco el detalle.
–Oh, vamos. Si tu hermana ha estado enferma, habrá cosas que no pueda hacer contigo. Y a mí me pasa lo mismo con mi nieto... no estoy en condiciones de acompañarlo a las minas ni de subir montañas con él. A decir verdad, nos haríais un favor. La casa tiene cuatro dormitorios y, como ya he dicho, es muy grande. Además, Hugo ha contratado un servicio de coches de alquiler para que nos lleven de vuelta al tren. Viajaríamos juntos y nos divertiríamos.
–Abuela, no podemos... –empezó Hugo.
–Ni nosotras –se sumó Amy–. Gracias, pero...
–Aún tengo veinticuatro horas para conseguir que cambiéis de opinión –afirmó Maudie, entusiasmada–. Y Rachel no querrá andar por ahí con los macutos a cuestas, ¿verdad?
–No, pero...
–¿Lo veis? Pues no hay más que hablar –sentenció Maudie–. Entre tanto, si os apetece jugar al Scrabble por la mañana, nos podéis encontrar en los compartimentos 4 y 5 del segundo vagón. Tenemos una salita preciosa.
Amy se sintió completamente atrapada. Casi tanto como el propio Hugo.
–Bueno, será mejor que me acueste –dijo Rachel, que seguía confundida–. Si me perdonáis...
–Yo también me voy –Amy se levantó del asiento–. Muchas gracias por la oferta, Maudie, pero no podemos aceptar. Ya hemos reservado la habitación. Buenas noches.
Amy ya se disponía a marcharse cuando Hugo la llamó. Había estado cortando más pedazos de filete.
–¿Amy?
–¿Sí?
Hugo le dio una servilleta con los pedazos. Amy la miró con asombro y la guardó rápidamente en el bolso.
–Gracias.
Luego, las dos hermanas se alejaron.
–Son encantadoras, ¿verdad? –dijo Maudie unos segundos después.
–Sí, lo son.
–Nos vendría bien su compañía.
–Pero la han rechazado.
–No lo decían en serio... es evidente que Amy está preocupada por su hermana. Le gustaría que se quedara en un lugar cómodo mientras ella y tú os dedicáis a explorar. Aunque vayas a visitar esa mina, tendrás mucho tiempo libre. Me pregunto qué le habrá pasado a Rachel.
–No es asunto nuestro, Maud.
–Por supuesto que lo es. Amy fue bailarina de una compañía de ballet que prácticamente fundamos tu abuelo y yo. Me he llevado un buen disgusto al saber que se había retirado... suelo estar informada de todo lo que ocurre en la compañía, pero ya sabes que la enfermedad y el fallecimiento de James me alejaron de esas cosas.
Maudie sacudió la cabeza y siguió hablando.
–Sin embargo, la que ha estado enferma es Rachel. Y ella no es bailarina. Si estuviera en casa, haría unas cuantas llamadas telefónicas y...
–No es asunto nuestro –repitió él.
–Por supuesto que lo es –repitió ella–. Son dos chicas maravillosas que tienen algún tipo de problema. Estamos en la obligación de ayudarlas... y por cierto, has actuado como un caballero al dar a Amy tu filete.
Hugo se quedó atónito. No sabía que se había dado cuenta.
–Bueno...
–Aunque el filete frío estará espantoso. Si Amy quiere asegurarse de que su hermana coma algo, tendría que darle dulces. Lo cual me recuerda que tenemos chocolates en nuestro compartimento... –dijo, pensativa–. Deberíamos llevárselos.
–No. Además, no sé en qué compartimento están.
–Si quisieras, podrías averiguarlo.
–Pero no quiero.
–Hugo... –su voz sonó cargada de reproche.
–No.
–Pues es una pena. Pero supongo que las veremos por la mañana. Y si no las vemos entonces, las veremos después –declaró, absolutamente convencida–. Cuanto más lo pienso, más me gusta la idea de que se alojen con nosotros. Nos divertiríamos. Y Dios sabe que necesitamos divertirnos.
Hugo se dijo que su abuela tenía razón.
Maudie necesitaba divertirse. Pero con dos mujeres solteras, los problemas estaban asegurados.
–¿LOS conocías? –preguntó Rachel.
Amy se quedó desconcertada con la pregunta de Rachel, pero respiró hondo y siguió dando los pedacitos de filete a Buster.
Buster era un fox terrier pequeño, del tamaño de un gato, que Rachel había encontrado en la calle doce años antes. Le faltaba una oreja y cojeaba, pero se había empeñado en quedárselo y Amy se lo había concedido a pesar de que, por entonces, eran dos jovencitas que vivían en una casa de acogida. Rachel lo adoraba; y como en el tren no aceptaban animales, lo habían escondido en un bolso y lo habían subido sin que el revisor se diera cuenta.
–¿Los conocías? –insistió.
Amy se giró hacia su hermana.
–La anciana es Maud Thurston, una de las mecenas más importantes del ballet australiano. Su difunto esposo era casi tan encantador como ella... hicieron una fortuna con las minas y crearon una fundación dedicada a la cultura y la beneficencia.
–¿Y él?
A Amy no le apetecía hablar de Hugo. Por algún motivo, la incomodaba.
–No lo había visto antes. Como ya sabes, es su nieto.
–Pero seguro que sabes algo de él...
Rachel se sentó y la miró con intensidad. Al parecer, Hugo le interesaba. Y Amy sintió una punzada en el corazón al recordar lo que había sucedido dos años antes, cuando Rachel se presentó en los camerinos y se fijó en Ramón, un bailarín que trabajaba con ella. Había sido el principio de una tragedia que terminó destrozando a su hermana.
–No me malinterpretes, Amy –dijo Rachel, adivinando sus pensamientos–. Es un hombre muy atractivo, pero no estaba pensando en mí, sino en ti. Es obvio que le has gustado.
–No es cierto.
–Lo es.
–Rachel...
–Lo que tú digas –se burló–. Pero háblame de él de todas formas.
–No nos vamos a quedar con ellos.
–Por supuesto que no. Y ahora, dime lo que sepas.
–No sé demasiado; solo lo que se rumorea en los círculos del ballet. Y ya sabes que las bailarinas solo nos preocupamos por nosotras.
–Pero sabes algo.
Amy asintió a regañadientes.
–Bueno, sir James era el propietario de Thurston Holdings. ¿Sabes que es una de las empresas mineras más importantes del mundo? Seguro que lo habrás visto alguna vez en los periódicos... con tanto poder y dinero, es imposible que la prensa no se fije en ti.
–Sí, leí la noticia del fallecimiento de sir James... ¿Y quién dirige la empresa? ¿El padre de Hugo?
–No, su padre ha muerto. Pero Bertram era un desastre.
–¿Un desastre?
–La Thurston Holdings invierte mucho dinero en ballet, teatro, investigación médica y ayuda a los más necesitados. Hay muchas organizaciones que dependen de ellos –contestó–. Sin embargo, Bertram no era tan generoso como sus padres. Todos daban por sentado que, cuando sir James muriera y él heredara la empresa, pondría fin a ese tipo de inversiones.
–Comprendo.
–Dicen que era un vividor. Por lo visto, iba de fiesta y fiesta y de mujer en mujer... Se casó una vez y su matrimonio duró dos minutos. Se rumorea que su esposa se suicidó, aunque también corren rumores de que fue por una sobredosis –Amy se sentó en el borde de su cama–. En cualquier caso, su forma de vida era tan desenfrenada que rompió el corazón a sus padres.
–¿Cómo es posible que no me suene nada?
–No tiene nada de particular. Ten en cuenta que eso pasó cuando tú y yo éramos niñas –contestó, paciente–. Lo sé porque Bertram murió en circunstancias desagradables hace ocho años, cuando empecé a trabajar en la compañía de ballet. A nuestro director le faltó poco para organizar una fiesta. Por entonces, nadie sabía si Hugo sería mejor que su padre, pero todos sabían que Bertram nos habría retirado la financiación de la Thurston Holdings.
–¿Y Hugo?
–Se alistó en el ejército cuando era un adolescente. Volvía muy pocas veces a Australia y, cuando lo hacía, los periodistas se abalanzaban sobre él... decían que era el soltero más deseado del país. Y por lo visto, Hugo lo detestaba.
–Pero ha vuelto para sustituir a su abuelo en la empresa.
–Supongo que sí.
–No tiene aspecto de hombre de negocios. Parece...
–Un guerrero –dijo Amy, que ya se había entusiasmado con la conversación–. Ese pelo negro, esos músculos, esa cara como esculpida en piedra... ¿Te has fijado en lo tensa que le quedaba la camisa? Se nota que hace mucho ejercicio. Y qué decir de sus ojos azules... es verdaderamente impresionante.
–Vaya, lo has mirado muy bien –dijo Rachel con humor.
Amy sonrió a su hermana.
–No hay nada malo en disfrutar de la belleza. A una distancia prudencial, por supuesto –puntualizó.
–¿Te has fijado en lo anchos que son sus bíceps? Seguro que los tiene así por el combate cuerpo a cuerpo.
–Sí, con luchadores de sumo –ironizó–. Supongo que derriba a diez todos los días, antes de desayunar.
–Y pensar que Buster se está comiendo el filete de un hombre tan magnífico... –Rachel miró al perro–. Oh, Buster, ¿cómo has podido?
Las dos mujeres rompieron a reír.
Y en ese momento, vieron otro camello por la ventanilla.
–Mira...
El hecho de que el animal estuviera solo les llamó poderosamente la atención. Pero el compartimento solo tenía ventanilla en el lado derecho del tren, así que Amy abrió la puerta y salió al pasillo para asomarse por las ventanillas del lado contrario y comprobar si había más camellos.
Y los había. Cinco más.
–Qué maravilla –dijo Rachel–. Me pregunto si Maudie también los habrá...
–¡Oh, no!
Amy no tuvo tiempo de reaccionar. En sus prisas por salir del compartimento, se habían olvidado de cerrar la puerta; y el viejo y tranquilo Buster, que se pasaba el día durmiendo y que jamás se alejaba de ellas, vio los camellos que corrían y se lanzó en su persecución por el pasillo del tren, aullando como un lobo.
Por suerte, la aventura de Buster terminó a pocos metros, cuando llegó al final del vagón. Amy lo alcanzó y se lo metió debajo del jersey, para esconderlo.
Justo entonces, aparecieron un anciano y una mujer con un niño.
–Un perro. ¿Ha visto un perro por aquí? –preguntó el anciano–. Juraría que he oído unos ladridos...
–Habrá sido fuera del tren.
–No, yo también lo he oído –dijo la mujer–. Y odio los perros... mi hija, Polly, es alérgica.
–Pues yo no he visto ninguno.
–¿Usted tampoco lo ha visto? –preguntó la mujer a Rachel.
–¿Un perro? Ah, sí... no era un perro, sino un dingo –mintió–. Estaba fuera ladrando a los camellos.
–A mí me ha parecido que sonaba dentro. Deberíamos llamar al revisor.
Amy y Rachel se disculparon y volvieron rápidamente al compartimento. Rachel no dejaba de reír, pero Amy estaba tan seria que su hermana intentó tranquilizarla.
–No te preocupes, no hablará con el revisor. Tiene que cuidar a su hija... que, por cierto, es horrorosa. La vi hace un rato en el cuarto de baño.
–Pero el anciano podría hablar...
–No importa. Buster está a salvo.
Amy se levantó el jersey y dejó el perro en el suelo.
–¿Y qué pasará si alguien lo busca?
–No lo buscarán –insistió Rachel–. Pero si te quedas más tranquila, lo meteré conmigo en la cama y lo taparé con el edredón... De ese modo, si el revisor aparece en mitad de la noche, no verá nada.
Amy no pareció muy convencida.
–Me gustaría darme una ducha, pero me quedaré unos minutos contigo, por si acaso.
–Como quieras.
Rachel se metió en la cama con Buster.
Y Amy esperó media hora entera, conteniendo la respiración.
Pero no pasó nada.
Al final, agarró el pijama y una toalla y se dirigió al cuarto de baño, que estaba al final del vagón. Una vez dentro, se duchó, se lavó el cabello e intentó dejar de fantasear con Hugo Thurston y pensar en Rachel.
Su hermana estaba contenta. Por primera vez en mucho tiempo, había vuelto a sonreír. Y si Rachel estaba contenta, ella también debía estarlo.
Recogió su ropa y se puso un pijama de satén rosa y unas zapatillas. Normalmente, Amy dormía con una simple camiseta; pero como estaban en un tren y compartían servicio con otros viajeros, Rachel le había prestado uno de sus pijamas.
Cuando salió del cuarto de baño, se sentía limpia y feliz y tenía un aspecto razonablemente respetable.
–Señorita... ¿Ha visto un perro?
Amy se detuvo en seco. Era el revisor, que acababa de cruzar la puerta que separaba los vagones.
–¿Un perro? No.
–Es que nos han informado de que han visto uno y tenemos órdenes de revisar los compartimentos.
–Ah... ¿Ya ha entrado en el nuestro?
–¿Cuál es?
–El siete.
–No, solo he comprobado el uno y el dos. Estaré con ustedes dentro de un momento –respondió con seriedad.
–No creo que sea necesario. Mi hermana se ha quedado dormida y ha estado tan enferma que... preferiría que no la molestaran.
–Lo siento, señorita. No tengo otra opción.
–Pero...
–Lo siento –repitió–. No puedo hacer excepciones.
–Está bien. En ese caso, le ruego que no haga mucho ruido. Rachel... Oh, vaya, acabo de recordar que había quedado con alguien. Es posible que no esté en el compartimento cuando llegue.
Eran las diez de la noche y Hugo no sabía qué hacer.
Maudie estaba agotada y se había acostado después de cenar, dejándolo en el saloncito que separaba sus dos lujosos compartimentos. Pero Hugo no se llevaba bien con el lujo; por su profesión, estaba acostumbrado a dormir en camastros o en el suelo. Y aunque llevaba un mes de civil, seguía teniendo problemas para dormir en una cama.
Además, se aburría; ardía en deseos de volver con los chicos de su unidad.
Y se negaba a ver la televisión.
Solo podía leer o salir del compartimento y charlar con alguien. Pero solo tenía una novela de misterio que ya había leído y, en cuanto a la posibilidad de charlar con alguien, solo había una persona en el mundo con quien le apeteciera intercambiar impresiones: una bailarina de ojos marrones que se guardaba trocitos de filete en el bolso.
Sonrió para sus adentros y se dijo que Maudie se pondría muy pesada si llegaba a saber lo que estaba pensando.
Un momento después, llamaron a la puerta.
Hugo estaba tan ansioso por librarse de su aburrimiento que abrió con brusquedad y asustó al hombre que había llamado.
Era Henry, el camarero que habían asignado a su compartimento. Y por algún motivo, estaba tan incómodo que no podía hablar.
–¿Sí? –dijo para animarlo.
–Señor...
–¿Qué ocurre?
–Ha llegado una mujer, señor. En pijama... Afirma que usted la ha invitado.
–¿Una mujer? ¿En pijama?
–Una joven –puntualizó.
–¿Le ha dicho su nombre?
–Sí, se llama Amy Cotton. Lleva un bolso grande y dice que trae algo que la señora Maud necesita.
–¿Y va en pijama?
–En efecto, señor. De color rosa –contestó con toda la dignidad que pudo–. ¿Quiere que le diga que se marche?
Hugo pensó que habría sido lo más adecuado. Amy Cotton era sinónimo de problemas, y en pijama, aún más.
–No, no... le dijo a mi abuela que le traería unas recetas de comida fría. Lo hablaron durante la cena. ¿Dónde está ahora?
–Al final del vagón. Como sabe, nadie puede pasar a primera clase sin permiso previo.
–Pues tiene mi permiso. Hágala pasar, por favor.
Cuando Amy terminó de hablar con el revisor, esperó a que entrara en el compartimento siguiente y se dirigió al que compartía con su hermana. Al llegar, sacó un bolso grande, escondió a Buster, y corrió al vagón donde viajaban Hugo y su abuela.
Sin embargo, descubrió que nadie podía pasar a primera clase sin la autorización de la persona a quien se fuera a visitar. Y ahora estaba allí, en pijama, esperando a que un hombre vestido de camarero avisara a Hugo Thurston. Era una situación humillante. Amy pensó que seguramente la habría tomado por una prostituta.
Cuanto más tiempo pasaba, peor y más desnuda se sentía. Quería vestirse. Y huir.
–Amy...
Amy se giró y vio que Hugo y el camarero se acercaban por el pasillo.
–Hola –dijo con voz débil.
–Tengo entendido que traes algo para mi abuela.
Ella bajó la cabeza y miró el bolso.
–Así es.
–Excelente. Pasa a nuestra salita y siéntate. Estoy seguro de que mi abuela querrá darte las gracias.
Hugo miró al camarero y añadió:
–Ya se puede ir, Henry. Yo me encargo de la señorita Cotton.
Amy no se lo podía creer. Estaba en los dominios de un guerrero multimillonario, en pijama, con zapatillas de andar por casa y un perro metido en un bolso.
Hugo cerró la puerta y la miró como si no fuera una mujer sino una bomba de relojería.
Ella echó un vistazo a su alrededor y se quedó aún más perpleja al contemplar la salita que separaba los compartimentos de Hugo y Maudie Thurston. Sabía que las suites del tren eran grandes porque las había visto en un folleto cuando reservó los billetes, pero no imaginaba que resultaran tan lujosas.
–Supongo que has venido para devolverme mi filete –dijo Hugo.
–Sí, más o menos.
–¿Más o menos?
–Bueno... supongo que, en cierto sentido, tu filete está dentro del bolso –respondió con nerviosismo.
–Ah.
–Lo siento, Hugo. Es que estoy desesperada.
–No me digas –ironizó.
–Yo...
–¿Qué puedo hacer por ti?
Amy suspiró.
–¿Esconder a mi perro?
–¿Tu perro?
Él le dedicó una sonrisa y Amy pensó que tenía la boca más expresiva y más bonita que había visto.
–Lo subimos al tren sin permiso.
–Casi me tranquilizas. Mi abuela pensó que la carne era para tu hermana, pero yo había imaginado que sería para una mascota... y por lo poco que te conozco, no me habría extrañado que fuera una pitón.
–No, solo es un perro.
–Un perro que cabe en un bolso.
–No, qué va, es un San Bernardo –dijo con brusquedad.
Hugo arqueó una ceja y ella se disculpó.
–Lo siento. Es que estoy muy nerviosa.
–Ya me había dado cuenta... ¿Puedo ver a tu perro?
Ella respiró hondo y abrió el bolso. Buster asomó la cabeza, miró el compartimento con interés y saló inmediatamente al suelo para subirse al sofá, donde se sentó e inspeccionó el tablero de Scrabble que Maudie había dejado allí como si reconociera las letras.
–Parece un perro bien entrenado –comentó él.
–Lo está.
–Y por lo visto, sabe jugar al Scrabble.
El nerviosismo de Amy se disipó un poco, pero solo un poco. Hugo se había soltado la corbata que llevaba durante la cena y se había desabrochado varios botones de la camisa. Amy admiró su pecho, moreno y fuerte, de músculos bien definidos, y se estremeció. Como bailarina, estaba acostumbrada a trabajar con hombres de cuerpos perfectos; pero Hugo Thurston los superaba a todos.