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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Heidi Betts. Todos los derechos reservados.

DESEO Y TRAICIÓN, N.º 1934 - Agosto 2013

Título original: Project: Runaway Heiress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3494-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

Imposible. Era imposible.

Lily Zaccaro maximizó la ventana de su navegador y se aproximó aún más para examinar la foto en la pantalla del portátil. Tecleó con furia para minimizar la ventana y abrir otra.

Ventana tras ventana, la presión arterial le iba subiendo.

Volvió a teclear con rabia para poner en marcha la impresora, de la que fueron saliendo las fotos, o, como ya comenzaba a considerarlas, las pruebas.

Tomó las fotos de la bandeja y las llevó a una mesa larga y ancha, donde las colocó en fila.

El corazón le palpitaba como si hubiera corrido los cien metros lisos. Allí, frente a sus ojos, tenía la prueba de que alguien le estaba robando sus diseños.

Volvió a estudiar las fotos. Los tejidos eran distintos, desde luego, al igual que algunas líneas y cortes, pero era indudable que se trataba de sus diseños.

Para asegurarse de que no se imaginaba cosas ni se estaba volviendo loca, Lily abrió un cajón donde guardaba los esbozos de sus diseños y buscó una carpeta que llevó a la mesa.

Sacó los bocetos en los que había estado trabajando la primavera anterior y que formarían la colección de aquel otoño.

Tras un corto periodo de prueba tuvo cada esbozo situado al lado del correspondiente a su rival. El parecido le provocó náuseas.

Volvió a preguntarse cómo había podido suceder algo así.

Se devanó los sesos tratando de determinar quién podía haber visto los bocetos mientras trabajaba en ellos ¿Cuánta gente había entrado y salido del estudio? No mucha.

Zoe y Juliet, por supuesto, pero confiaba en ellas plenamente. Sus hermanas y ella compartían aquel espacio para trabajar. Las tres habían alquilado el edificio entero en Nueva York y utilizaban uno de los pisos como vivienda, que también compartían; y el otro como lugar de trabajo de la empresa: Modas Zaccaro.

Aunque a veces se enfadaran entre ellas, o sus horarios se solaparan, lo cierto era que trabajar como socias estaba funcionando muy bien. Lily enseñaba sus bocetos a sus hermanas y les pedía su opinión; y viceversa.

Pero ni Zoe ni Juliet le robarían los bocetos ni la traicionarían de ningún otro modo. Estaba totalmente segura.

Entonces, ¿quién había sido? A veces iba gente al estudio, pero no era habitual. Cuando tenían algún asunto que resolver lo hacían en la sede de la empresa, en Manhattan, donde estaban las máquinas de coser, los empleados, un despacho para cada hermana y una pequeña tienda que esperaban ampliar muy pronto.

Ese sueño sería imposible si les robaban sus creaciones y las sacaban al mercado antes que ellas.

Recogió los bocetos y las fotos y comenzó a recorrer el estudio.

¿Qué podía hacer?

Si supiera quién era el culpable sabría qué hacer. Sin embargo, como no tenía ni idea de quién estaba detrás de aquello, no sabía por dónde empezar.

Tal vez sus hermanas pudieran sugerirle algo, pero no quería mezclarlas en aquello.

Ella era la que había ido a una escuela de diseño y la que había pedido un préstamo a sus padres para montar su propio negocio. Y aunque ellos eran muy ricos y le habían dicho que le regalarían el dinero, ella deseaba construir algo por sí misma.

Se había marchado a Nueva York para hacerse un nombre, y Zoe y Juliet habían ido después, dejando sus empleos en Connecticut.

Las dos habían supuesto una gran contribución a Modas Zaccaro. La ropa que diseñaba Lily era fabulosa, desde luego, pero los zapatos de Zoe y los bolsos y accesorios de Juliet habían hecho famosa la marca Zaccaro.

El dinero estaba en los accesorios. A las mujeres les gustaba comprarse una nueva prenda, pero también todo lo que la acompañaba. Que pudieran salir de Modas Zaccaro con todo lo necesario para vestirse era lo que las hacía volver y recomendar la tienda a sus amigas.

Pero no estaban robando los diseños de sus hermanas, y Lily no quería que se inquietaran por su futuro.

Tenía que enfrentarse a aquello sola, al menos hasta que supiera algo de lo que sucedía. Volvió adonde estaba el portátil y se sentó en el taburete frente a él. Los dedos le vacilaron sobre el teclado, pero comenzó a escribir y, aunque no estaba segura de que lo que iba a hacer fuera lo correcto, decidió seguir su instinto.

Dos minutos después tenía la dirección de una empresa de detectives, y cinco minutos más tarde había concertado una cita para la semana siguiente. No estaba segura de lo que les pediría que hicieran, pero, tras haberla escuchado, tal vez le dieran alguna idea.

Después prosiguió buscando información sobre la empresa rival: Ashdown Abbey.

La había fundado Arthur Stratham, hacía más de un siglo, en Londres. Trabajaban en ropa deportiva y de trabajo, y aparecían en muchas revistas de moda. Tenían cincuenta tiendas en todo el mundo y sus ventas les dejaban más de diez millones de beneficios anuales.

Entonces, ¿por qué le estaban robando sus ideas?

Modas Zaccaro se hallaba en los inicios y apenas daba para ir devolviendo mensualmente el préstamo a los padres de Lily y para que sus hermanas y ella vivieran sin problemas.

La copia de los modelos procedía de la sucursal de Ashdown Abbey en Los Ángeles, por lo que Lily buscó más información sobre ella. Según la página web de la empresa, su director era Nigel Stratham, descendiente de Arthur Stratham.

Pero la sucursal de Los Ángeles solo llevaba abierta un año y medio y trabajaba de modo independiente con respecto a la empresa británica, centrándose principalmente en clientes americanos y, sobre todo, de Hollywood.

Lily entrecerró lo ojos para examinar la foto de Nigel Stratham que había aparecido en la pantalla.

Reconoció de mala gana que era guapo. Tenía el pelo castaño y lo llevaba muy corto; los pómulos altos y la mandíbula fuerte; los labios gruesos, pero no en exceso; y los ojos parecían verdes, pero era difícil saberlo por la foto.

A pesar de sus deseos de despreciarlo, Nigel Stratham tenía una sonrisa encantadora que amenazaba con lograr que las piernas dejaran de sostenerla.

Por suerte estaba sentada y era una mujer fuerte. A primera vista, desde luego, no lo hubiera considerado un ladrón.

Siguió mirando fotos y artículos sobre la empresa, pero la mayor parte se referían a la sede británica y a otras tiendas europeas.

Decidió que no podía hacer mucho más hasta ver al detective con el que se había citado. Miró la hora. Había quedado para cenar con sus hermanas en veinte minutos.

Mientras iba cerrando las diversas ventanas, algo le llamó la atención: una página con oportunidades de empleo en Ashdown Abbey (Estados Unidos), a la que ya había echado una ojeada.

Maximizó la ventana, seleccionó el enlace de más información y lo imprimió.

Se le había ocurrido una locura. Sus hermanas, por descontado, tratarían de disuadirla si se lo contaba; el detective, también, e intentaría convencerla de que dejara el asunto en sus manos por el módico precio de ¿cien, doscientos, quinientos dólares la hora?

Era mucho más sencillo que ella se introdujera en la empresa a ver qué podía averiguar. Conocía el mundo del diseño a la perfección y estaba segura de que la elegirían.

Se estremeció. Era peligroso, claro. Las cosas podían torcerse y verse metida en un buen lío.

Pero no podía desaprovechar la oportunidad. Era como si el destino le indicara el camino.

Tenía que averiguar qué sucedía, cómo había sucedido y detenerlo. Y trabajar para Ashdown Abbey era un buen modo de conseguirlo.

Bueno, no, perfecto.

Nigel Stratham necesitaba una secretaria, y ella era la persona adecuada para el puesto.

Capítulo Dos

 

Nigel Stratham maldijo en voz baja mientras dejaba de golpe el informe financiero trimestral de la empresa sobre la última carta de su padre, que le había hecho sentirse como un niño al que regañaban por alguna bagatela.

La carta, escrita a mano y enviada desde Inglaterra, porque así lo habían hecho siempre sus padres, y porque un correo electrónico era demasiado vulgar para su refinada educación, subrayaba que las ganancias en la sucursal norteamericana eran decepcionantes y que Nigel había fracasado al añadir otra gema a la corona de la empresa desde que lo habían nombrado presidente, hacía dieciocho meses.

A Nigel le pareció que su padre estaba allí hablando con él, con las manos detrás de la espalda y las cejas fruncidas en señal de desagrado: igual que cuando era un niño.

Sus padres siempre le exigían la perfección en todo, y él nunca la había logrado.

De todos modos, creía que un año y medio no era suficiente para asegurar el triunfo o el fracaso de una sucursal de la empresa en un nuevo país, cuando Ashdown Abbey había tardado casi un siglo en triunfar en Gran Bretaña.

Pensaba que las expectativas de su padre habían sido demasiado elevadas, pero cualquiera se lo decía.

Se recostó en el asiento, suspirando, y consideró cuánto tiempo podría posponer la respuesta a la carta antes de que su padre le enviara otra; o todavía peor, antes de que decidiera tomar un avión y plantarse en Los Ángeles para vigilar a su hijo.

¡Vaya día! Además le aterraba pensar en el asunto de la nueva secretaria.

Ya había tenido tres, jóvenes atractivas y competentes, pero faltas de dedicación.

El problema de contratar a una secretaria en Los Ángeles era, en su opinión, que las candidatas solían aspirar a ser actrices, por lo que se aburrían fácilmente o dejaban el empleo en cuanto las contrataban para hacer un anuncio; o bien aspiraban a ser diseñadoras de moda que se desesperaban cuando no conseguían triunfar con sus creaciones en menos de seis meses.

Y cada vez que una se marchaba, Nigel tenía que empezar de nuevo a formar a la siguiente.

El departamento de Recursos Humanos había contratado a la última en su lugar y le había enviado información profesional y personal de la elegida.

Antes de que tuviera ocasión de volver a leer el currículo, llamaron a la puerta del despacho. Esta se abrió y su nueva secretaria, o al menos eso fue lo que dedujo él, entró.

Era más guapa de lo que parecía en la foto. Tenía el pelo rubio oscuro y lo llevaba recogido en un moño. Iba poco maquillada y sus rasgos eran clásicos y delicados.

Llevaba gafas de montura oscura y aros dorados en las orejas. Vestía una sencilla blusa blanca, una estrecha falda negra que le llegaba por debajo de la rodilla y unos zapatos blancos y negros de tacón alto.

Iba a la moda, pero Nigel se fijó en otros aspectos de ella, como su piel de porcelana, el modo en que la blusa le marcaba los senos o el carmín oscuro de sus labios.

–Señor Stratham, soy Lillian, su nueva secretaria. Aquí tiene su café y el correo de la mañana.

Dejó la taza humeante en el posavasos de cuero del escritorio. Le había añadido un poco de crema de leche, como a él le gustaba. Y colocó el montón de cartas frente a él.

La primera impresión que le produjo a Nigel fue muy positiva.

–¿Desea algo más?

–No, gracias.

Ella asintió, dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

–Señorita George...

Ella se volvió.

–Dígame.

–¿La blusa y la falda que lleva son diseños de Ashdown Abbey?

–Ella sonrió levemente.

–Por supuesto.

Él reflexionó durante unos segundos sin atreverse a creer que su suerte estuviera cambiando. Carraspeó y le preguntó:

–No será usted actriz, ¿verdad?

Ella frunció el ceño.

–No.

–¿Ni modelo?

Ella soltó una breve risa.

–Por supuesto que no.

Él recordó algunos puntos importantes de su currículo. Era licenciada en Ciencias Empresariales y había hecho varios cursos de diseño.

–Y su interés en la industria de la moda es...

Ella replicó en tono firme.

–Estrictamente laboral, además de tener la oportunidad de conseguir nuevos diseños antes que el resto del mundo. Me gusta mucho la ropa –afirmó, y le dedicó una medio sonrisa que hizo que se le formara un pequeñísimo hoyuelo en la mejilla derecha.

Nigel sonrió a su vez, casi contra su voluntad.

–Entonces está en el lugar adecuado. Los empleados tienen descuento en nuestra tienda, como ya sabrá.

–Sí, lo sé.

–Excelente –murmuró él, satisfecho de momento con su nueva secretaria.

Aunque aún no la había visto trabajar, ya había superado el primer obstáculo.

–Si todavía no lo ha hecho, mire mi agenda para la semana. Habrá algunas reuniones y eventos a los que tendrá que venir conmigo, así que preste atención a esas anotaciones. Y compruebe a menudo mi agenda, ya que suelo cambiarla sin previo aviso.

Agarró la taza y dio un sorbo. Tenía muy buen sabor, pues llevaba la cantidad exacta de crema que le gustaba.

–Muy bien.

–Gracias. Eso es todo de momento.

Ella volvió a dirigirse a la puerta y él volvió a detenerla antes de que llegara.

–El café es excelente. Espero que haga el té igual de bien.

–Lo intentaré.

Salió cerrando la puerta, y Nigel sonrió inesperadamente.

 

 

En cuanto cerró la puerta del despacho y estuvo sola, Lily se dirigió con paso vacilante a sentarse tras su escritorio.

Temblaba de pies a cabeza y el corazón se le había desbocado. Y el estómago... Le parecía estar en un barco que cabeceara en medio de una tormenta. Sería un milagro que no vomitara el desayuno.

Para evitar que sucediera, se inclinó hacia delante y puso la cabeza sobre las rodillas, ya que con aquella falda tan estrecha era imposible ponerla entre ellas.

Lillian era el mejor nombre que se le había ocurrido y al que respondería de forma natural, ya que era una mezcla de los dos suyos: Lily y Ann.

De apellido había elegido uno sencillo y que le resultara fácil de identificar: George, que fue como sus hermanas y ella llamaron al primer perro que tuvieron.

Así que Lillian George era su nuevo nombre, aunque le parecía propio de una bibliotecaria de mediana edad.

Pero parecía una bibliotecaria.

Su estilo habitual y sus propios diseños tendían hacia los colores fuertes y eran atrevidos y desenfadados.

Pero su puesto en Ashdown Abbey le impedía vestir así. Y, además, tenía que hacer todo lo posible para que no la reconocieran ni la relacionaran con Modas Zaccaro.

Esperaba que el cambio de nombre y de estilo de vestir, unido a las gafas y al hecho de haberse oscurecido el pelo, que tenía rubio, fuera suficiente para evitar que alguien de la empresa supiera quién era.

También contribuiría que Modas Zaccaro no fuera muy conocida. Sus hermanas y ella apenas habían aparecido en los medios de comunicación. Las habían fotografiado de vez en cuando y habían salido en revistas o páginas de sociedad, sobre todo por ser hijas de quien eran y por la fortuna de su familia.

Al cabo de unos minutos, el pulso de Lily recuperó la normalidad y dejó de tener arcadas. De momento estaba consiguiendo su propósito. Había superado la prueba de la aceptación de su currículo y la de la entrevista; y la de enfrentarse al presidente de la empresa, Nigel Stratham, sin que la hubieran sacado esposada del despacho.

Todo estaba yendo bien.

En Ashdown Abbey no había el ruido de fondo de voces y máquinas de coser que había en Modas Zaccaro. Pero su empresa no era tan rica como Ashdown Abbey, que tenía las oficinas y los talleres en edificios distintos.

Lily pensó que le gustaría oír el zumbido de las máquinas o la risa de sus hermanas, sobre todo en momentos como aquel, en que lo único que oía era su respiración agitada y una voz interior, aterrorizada, que le decía que estaba loca y que la iban a pillar.

Para no escucharla comenzó a recitar uno de los poemas sin sentido que había aprendido en la escuela primaria. Después se incorporó lentamente.

Nigel Stratham creía que era su nueva secretaria, así que tendría que comportarse como tal.

Acercó la silla al escritorio y comenzó a teclear frente a la pantalla del ordenador. Aunque se había familiarizado con el sistema operativo antes de entrar en el despacho de Nigel, todavía tenía mucho que aprender; por ejemplo, el plan de trabajo de su jefe para ese día.

Se sintió culpable al pensar si sus hermanas ya habrían encontrado la nota que les había dejado y respetarían sus deseos de no decirle a nadie que había desaparecido y de que no intentaran buscarla.

Les había dicho que tenía que resolver un asunto personal, les había asegurado que no correría peligro alguno y les había pedido que confiaran en ella.

No quería que se preocuparan, pero no estaba dispuesta a decirles lo que iba a hacer. Un día se lo contaría ante una botella de vino, y lo más probable era que acabaran riéndose, pero eso sería cuando hubieran desaparecido las amenazas a su empresa.

Antes de marcharse había acudido a la cita con Reid McCormack, de la agencia de detectives McCormack, para que investigara a todos los empleados de Modas Zaccaro. Lily no creía que fuera a encontrar algo comprometedor, pero más valía prevenir que curar.

Le había dicho que se ausentaría de Nueva York durante un tiempo y que lo llamaría una vez a la semana para que la pusiera al día.

Francamente, esperaba que el detective no tuviera que darle malas noticias y que si se las daba no tuvieran relación con Modas Zaccaro.