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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Janice Maynard

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Inocente y sensual, n.º 1963 - febrero 2014

Título original: Taming the Long Wolff

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4040-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

Larkin Wolff se detuvo frente al dispositivo de control de entrada, apretó un botón y mostró su identificación. Se iluminó una luz verde y se abrió la puerta. Larkin atravesó una entrada serpenteante construida de piedra blanca. Muchos de sus clientes vivían en propiedades aisladas pero Larkin había visto pocos lugares tan tranquilos e idílicos como aquel, con los campos de color esmeralda, robles majestuosos y bosques de sauces llorones que bordeaban un arroyo serpenteante.

A pesar de que tenía la sensación de que en aquel lugar se detenía el tiempo, no podía evitar estar alerta. Era vigilante de sistemas electrónicos de seguridad y de otros cibernéticos más sofisticados. Por ello, había desarrollado lo que sus hermanos y primos denominaban un sentido exagerado de la inseguridad.

Haber crecido en Wolff Mountain había hecho que se convirtiera en un hombre, y a pesar de ser el hijo mediano y de tener un pasado problemático, había conseguido que la confianza en sí mismo permaneciera grabada en su ADN. Sin embargo, ese día se encontraba inquieto a causa de aquella reunión y no sabía por qué.

Finalmente aparcó delante de la casa. En el vecindario de los alrededores de Nashville vivían leyendas de la música country, magnates de la industria de la música y todos aquellos para los que el dinero no suponía un problema. La casa de dos plantas de ladrillo rojo se alzaba con elegancia en el terreno, y sus numerosas ventanas brillaban con el sol de la tarde.

Larkin recogió su cuaderno y su ordenador portátil y salió del coche, inhalando el aroma de las rosas y la tierra mojada. A pesar de que se había criado en un castillo moderno, aquella fachada lo impresionaba.

Llamó al timbre con forma de cabeza de león y esperó. De pronto, se abrió la puerta y apareció una mujer delante de él. Era bajita y apenas le llegaba a la altura de los hombros. Iba descalza y vestía un peto corto que le llegaba por la rodilla. Aparentaba unos dieciocho años, era rubia y su cabello ondulado enmarcaba un fino rostro. Con cautela, lo miró con sus ojos color verde y lo saludó:

–Hola.

Larkin sonrió un instante tratando de no fijarse en la camiseta blanca que llevaba bajo el peto y que dejaba en evidencia que no llevaba sujetador. La curva de sus generosos senos se marcaba bajo la tela.

–Me llamo Larkin Wolff –dijo él–. He venido a ver a la señorita Winifred Bellamy.

Winnie se sintió ligeramente mareada. Hacía mucho tiempo que un hombre atractivo y viril no traspasaba el umbral de su puerta.

–Yo soy Winifred –dijo ella, mirándolo de arriba abajo–, pero por favor, llámeme Winnie –dio un paso atrás y esperó a que entrara para acompañarlo hasta el salón.

Se sentó en una butaca y gesticuló para que su invitado se sentara en el sofá.

–Gracias por venir tan rápido, señor Wolff.

Él se encogió de hombros.

–Su nota indicaba cierta urgencia.

–Sí –experimentó una sensación de miedo y ansiedad y trató de combatirla. No era una víctima. Tenía el control–. Imagino que leyó el artículo que adjuntaba.

Él asintió.

–Así es.

Winnie Bellamy había aparecido en la revista Arista Magazine dentro de la lista de las veinte mujeres más ricas de América.

–¿Y por dónde empezamos? –dijo ella, tratando de aparentar seguridad en sí misma.

Larkin Wolff no estaba seguro de qué era lo que ella quería de él.

–Cuénteme cosas de su familia. ¿Cómo ha terminado entre la lista de mujeres ricas?

Normalmente, Larkin habría abierto el ordenador y estaría tomando notas, pero no quería perderse las expresiones de Winnie. Su postura y sus movimientos proyectaban dignidad. Se movía con elegancia, como si se hubiese formado en una escuela de élite para señoritas en Suiza. Y quizá lo había hecho.

Ella tardó unos instantes en contestar.

–Mis padres me tuvieron cuando ya tenían cuarenta y tantos años. Mi madre se sintió avergonzada por haberse quedado embarazada. Ambos eran académicos, y poseían un coeficiente intelectual muy alto. Estoy segura de que el embarazo accidental hizo que parecieran humanos y de que no les gustó nada.

–¿Han fallecido?

–Sí. Ambos tenían titulación en Antropología y Arqueología y continuamente viajaban por el mundo por motivos laborales. Los contrataban para dar conferencias en universidades y en cualquier sitio donde pudieran permitirse pagar sus desorbitadas tasas.

–¿Así es como amasaron su fortuna? –preguntó él arqueando una ceja.

–No, por supuesto que no. El dinero siempre estuvo allí. Durante la Primera Guerra Mundial, el tatarabuelo de mi madre inventó y patentó un tipo de motor, y la familia de mi padre tenía una importante editorial en Londres.

–¿Y dónde se quedaba usted mientras sus padres viajaban?

–Tenía institutrices o tutoras, pasaba semestres en colegios internos... Todo lo que un niño podía necesitar.

–Excepto unos padres que le dieran un beso de buenas noches –la lástima que sentía por ella estaba provocada por sus propios recuerdos del pasado.

–No –dijo ella–. Eso no lo tenía. Pero hay cosas peores, se lo aseguro.

–Sin duda. Pero puesto que yo me crie sin madre y con un padre que solo se dedicaba a su trabajo, la compadezco, señorita Bellamy.

–Le agradecería que me llamara Winnie. Señorita Bellamy suena demasiado formal y, sinceramente, odio el nombre Winifred; me suena a bibliotecaria solterona.

Él sonrió.

–Queda muy lejos de algo parecido.

–He hecho algunas indagaciones acerca de usted, señor Wolff –se sonrojó y él estaba seguro de que era la reacción a su cumplido.

–No tengo problema al respecto. Ha de poder confiar en la persona que va a encargarse de su seguridad.

–¿Por qué su empresa se llama Leland Security? El apellido Wolff atraería a más clientes.

–Tengo todo el trabajo que puedo manejar y además...

–¿Sí? –lo miró fijamente.

–Bueno, al principio era porque era el típico hijo mediano. No quería que mi hermano mayor ni mis primos me hicieran sombra. Quería dejar huella en el mundo y ese tipo de cosas. Afortunadamente superé todo eso hace tiempo, pero descubrí que si iba a tratar asuntos delicados tenía sentido pasar desapercibido. Leland es mi segundo nombre.

–Cuénteme, señor Wolff.

–Larkin, puede tutearme –insistió él.

–Larkin. ¿Podrías hacer un trabajo a largo plazo? ¿Tienes personal? ¿Quedan huecos en tu agenda?

–Antes de contestarte tengo una última pregunta: ¿cuándo y cómo murieron tus padres? ¿Temes por tu seguridad personal a causa del artículo? ¿Es eso?

Ella encogió las piernas y se abrazó las rodillas. No llevaba nada de maquillaje y su tez era pálida y ligeramente salpicada de pecas.

–Mis padres no tienen nada que ver con esto –dijo ella–. Murieron en un tsunami. Estaban viviendo con los habitantes nativos de una de las islas más remotas de Indonesia.

–¿Recuperaron los cuerpos?

–Al final sí. Pero no quedaba mucho que enterrar. Los incineraron y me llevé las cenizas a casa. Confirmaron su identidad gracias a la prueba de ADN. Los abogados no están dispuestos a gestionar una fortuna de millones de dólares sin una prueba definitiva.

Su tono de voz sereno no disminuía el terror de su historia. Larkin tenía sus propios demonios a los que enfrentarse, pero aquella mujer sabía lo que era sufrir de verdad.

–Lo siento –dijo él, deseando poder hacer algo más para rebajar la tensión.

–Han pasado casi diez años –dijo ella. Se puso en pie y pasó la mano por encima del piano. Era un gesto delicado, cariñoso, sensual...

Larkin sintió que su cuerpo reaccionaba. Nunca había conocido a una mujer menos interesada en resaltar su aspecto y, sin embargo, Winnie Bellamy lo tenía fascinado.

–¿Tocas? –le preguntó.

Cuando Winnie levantó la vista parecía como si se hubiese olvidado de que él estaba allí, inmersa en los recuerdos del pasado.

–Para mí... en ocasiones.

–Me gustaría oírte alguna vez –dijo él.

Ella frunció los labios.

–No creo.

–¿Por qué?

Lo miró en silencio y no contestó. Quizá lo consideraba un impertinente. Se volvió y se acercó a un antiguo escritorio. Sacó una llave del bolsillo, abrió el cajón del centro y sacó algo que él no llegó a ver.

Cuando regresó junto a Larkin dejó un pedazo de papel sobre la mesa. Él se quedó boquiabierto. Aunque su cartera de valores personal ascendía a un número de siete cifras, sin contar la parte de Wolff Enterprises que sería suya en un futuro, no todos los días recibía un cheque de medio millón de dólares. Aunque Winnie había firmado el cheque, había dejado en blanco la línea de «páguese por este cheque a...».

–¿Qué es esto? –preguntó él.

–Eso debería cubrir todo lo que necesito que hagas, pero he de saber que la información será completamente confidencial.

Él dejó el cheque sobre la mesa.

–No soy un cura, ni un médico, ni un abogado –dijo él–. Si estás metida en algo ilegal, iré directamente a la policía. Puedes comprar mi lealtad y discreción pero no que haga la vista gorda.

Ella pestañeó.

–Lo tienes muy claro.

–No aceptaré tu dinero bajo un falso pretexto.

 

 

Winnie no se sintió amenazada por la actitud de desaprobación de Larkin Wolff. Al contrario, estaba fascinada. Cuando se levantó y comenzó a pasear de un lado a otro, lo observó con atención. Tenía la constitución de un jugador de béisbol. Era alto y de cuerpo atlético. Pero no podía considerarse un hombre muy atractivo. Tenía el ceño fruncido permanentemente y también un bulto en el puente de la nariz que indicaba que había tenido una rotura en el pasado.

Sus ojos eran de color azul acerado y, según el humor que tuviera, podían derretir o dejar de piedra a alguien con una mirada. Iba vestido con una camisa formal, tenía un aspecto poderoso y muy masculino. Su cabello era negro salpicado de algunas canas grises.

Winnie había averiguado que tenía treinta años recién cumplidos, pero su rostro y su manera de comportarse hacían que pareciera mucho mayor.

–Siéntate, Larkin. Te aseguro que soy una ciudadana que cumple con la ley.

Él la miró fijamente. Ella suspiró.

–Desde que se publicó ese artículo he recibido montones de llamadas, paquetes y a más de un visitante no deseado. Un día incluso tuve que llamar a la Unidad Especial de Explosivos. Por suerte fue una falsa alarma, pero no puedo arriesgar la seguridad y el bienestar de mis empleados. He recibido seis propuestas de matrimonio y una de ellas era de un preso condenado por delito sexual. Mi cuenta de correo electrónico fue atacada la semana pasada y el pirata informático envió imágenes pornográficas a todos los contactos de mi lista. Hay que evitar todo esto, y pronto.

Larkin se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas.

–Puedo ocuparme de todo eso por una pequeña cantidad de dinero. ¿Por qué tienes tanta prisa? ¿Qué es lo que no me estás contando? Siempre que aparece carne fresca surgen nuevos cotilleos. Estoy seguro de que en un par de meses no tendrás nada por lo que preocuparte.

Ella tragó saliva para deshacer el nudo que sentía en la garganta y cruzó las manos para evitar que le temblaran.

–Aunque haya reaccionado de manera exagerada tengo derecho a contratarte y a pedirte ciertas cosas, ¿no es así?

–Por supuesto, pero parte de mi trabajo es avisarte. Y no es necesario que tires el dinero.

–No tiraré ni un céntimo –dijo ella–. Para empezar, quiero que instales todo lo que haga falta para proteger mi parcela. Y quiero que contrates guardas que trabajen las veinticuatro horas durante un periodo de tiempo indefinido.

–Y que solucione los problemas de las llamadas y de Internet.

–Sí.

–¿Qué más?

Ella dudó un instante.

–Quiero que aceptes el cheque y lo rellenes antes de que continuemos.

–Ya te lo he dicho. Es demasiado.

–Entonces firmaré dos cheques. Uno para Leland Security y otro para la asociación benéfica que elijas. Quiero un servicio de protección de medio millón de dólares. ¿Puedes o no puedes ofrecérmelo?

–¿Alguna vez te han llamado paranoica?

Ella tragó saliva.

–Supongo que un hombre como tú no comprende lo que significa ser físicamente vulnerable. Las mujeres son más fuertes que los hombres en muchos aspectos, pero siempre saldremos perdiendo ante un ataque de alguien más fuerte.

–¿Te has sentido amenazada físicamente desde que se publicó el artículo?

–No. Pero hay otros asuntos. En cuanto confirmes que la casa y el terreno están protegidos, quiero que me lleves a algún lugar seguro dos o tres semanas. Haremos que los periodistas se enteren de que estoy huyendo, pero confiaré en ti para asegurarme de que mi vía de escape es segura.

–Winnie, he de decirte que me confundes. Y no me gusta.

Ella se mordisqueó el labio inferior. Larkin Wolff no era una marioneta que ella pudiera manipular a su voluntad. Era un hombre inteligente y su intuición le decía que ella le estaba mintiendo. Al menos por omisión. Podía verlo en su rostro.

–Antes de avanzar más... ¿Me prometes que la información acerca de mi vida personal estará tan a salvo como mi bienestar físico?

–De acuerdo. Mantendré todo en secreto, pero necesito saberlo.

–Te mofas de mí.

–Supongo que entiendes que mis empleados tendrán que estar informados de cualquier amenaza potencial...

A Winnie no le gustaba, pero él tenía razón. Sin embargo, cuanta más gente estuviera implicada más probabilidad había de que su secreto saliera a la luz.

–Lo entiendo –murmuró ella–. Y también supongo que investigarás acerca de mi pasado.

Él se rio.

–¿Tú qué crees?

Estaba claro. Necesitaba a Larkin Wolff, y la única manera de que él pudiera ayudarla era confiándole su secreto.

Se puso en pie y notó que le temblaban las piernas y le sudaban las manos. Si cometía un error, las consecuencias podían ser desastrosas.

–Sígueme, por favor.

Él se levantó también.

–Lo que tú digas.

El cheque seguía sobre la mesa. Intentar comprar su silencio había sido un error. Larkin Wolff tenía su propio código ético.

Atravesaron la casa y Winnie se detuvo al llegar a una galería acristalada que estaba en la parte trasera. Desde allí, la vista era preciosa. Hacía un cálido día primaveral bañado por los rayos del sol.

–Allí –dijo ella señalando, hasta que se percató de que le temblaba la mano y la bajó despacio–. Esa es mi mayor preocupación.

El edificio, una réplica pequeña de la casa principal, estaba a cierta distancia. Larkin lo miró y apretó los dientes.

–¿Qué tiene de especial ese sitio?

Ella se estremeció y sintió que le flaqueaban las piernas. Muchas personas confiaban en ella. Con lágrimas en los ojos, se aclaró la garganta.