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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Harlequin Books S.A.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

En lo bueno y en lo malo, n.º 142 - enero 2014

Título original: The Secret Heir

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

™ Harlequin Oro ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4105-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

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El legado de los Logan

 

Porque el derecho de nacimiento tiene sus privilegios, y los lazos de familia son muy fuertes

 

Una vez estuvieron locos el uno por el otro, pero después perdieron aquella magia. Cuando un niño adorable volvió a unirlos, esta pareja aprendió que algunas veces el amor está destinado a durar para siempre...

 

Jackson Reiss: cuando descubrió su verdadera ascendencia, Jackson se dejó invadir por el resentimiento. Sin embargo, cuando su hijo Tyler se puso enfermo, Jackson se dio cuenta de que algunas cosas tenían prioridad. La salud de su hijo y... tener a su esposa a su lado.

 

Laurel Reiss: después de una infancia tormentosa, Laurel se entregó por completo a Jackson hasta que las circunstancias los distanciaron. Cuando el pequeño Tyler enfermó, ella se dedicó por completo a su cuidado... y sintió que aquella fuerte pasión por Jackson renacía.

 

Jack Crosby: el patriarca se había mantenido a distancia de su hijo biológico. Sin embargo, ante una situación difícil para los Reiss... ¿sería capaz Jack de darle a su hijo el apoyo que pudiera necesitar?

1

 

Laurel Phillips Reiss era una mujer fuerte, competente, segura de sí misma. Todos los que la conocían lo aseguraban. Ella podía enfrentarse a cualquier cosa.

A cualquier cosa, salvo a aquello.

Mientras retorcía un pañuelo de papel, miró a través de sus pestañas al hombre que estaba sentado junto a ella en la sala de espera del hospital. Tenía el pelo, rubio dorado, revuelto de pasarse las manos una y otra vez por la cabeza. Sus ojos azules estaban oscurecidos por las emociones fuertes que estaba experimentando y que le habían endurecido los rasgos faciales como si fueran de granito. Años de trabajo físico habían fortalecido su cuerpo. Jackson Reiss era fuerte y duro, lo suficiente como para superar cualquier adversidad.

Salvo aquélla.

Sus miradas se cruzaron.

—¿Estás bien?

Ella asintió, pero incluso aquella respuesta silenciosa era una mentira. No estaba bien en absoluto.

Las sillas verdes en las que estaban sentados Laurel y Jackson estaban tan juntas que sus rodillas casi se rozaban. Sin embargo, ninguno de los dos hizo el más mínimo esfuerzo por superar aquella distancia tan pequeña. Laurel tenía las manos en el regazo y Jackson tenía los puños apretados sobre las rodillas. Ella llevaba una sencilla alianza de oro en el dedo anular de la mano izquierda. Él llevaba las manos desnudas, debido a que los anillos y las joyas podían resultar peligrosas en las obras en las que trabajaba.

Era como si los separara un muro.

Un hombre moreno, que tendría unos diez años más que los veintiséis de Laurel, se acercó a ellos con una expresión respetuosa y de cansancio. Llevaba una bata blanca y una placa con su nombre en el pecho: doctor Michael Rutledge.

—¿Señor y señora Reiss?

Laurel se puso en pie y Jackson hizo lo mismo.

—¿Cómo está Tyler? —le preguntó ella con ansiedad—. ¿Qué le ocurre?

—Síganme, por favor. Podremos hablar más cómodamente en la sala de reuniones.

A Laurel se le encogió el corazón. Si el médico quería hablar con ellos en privado, entonces algo debía de ir mal, pensó con desesperación. ¿No les habría dado ya las buenas noticias si las hubiera?

Sintió el cuerpo rígido y entumecido y se tambaleó ligeramente. Jackson la agarró inmediatamente para ayudarla. Durante un instante, ella se permitió apoyarse en él. Sin embargo, rápidamente irguió los hombros y se alejó.

—Estoy bien —murmuró.

Su marido asintió y se metió las manos en los bolsillos del pantalón. Ambos siguieron al médico a la sala de reuniones y, allí, los tres se sentaron alrededor de la mesa.

—¿Qué le ocurre a nuestro hijo?

Antes de que el médico pudiera responder, una mujer de unos cuarenta años, con el pelo rojizo y el rostro lleno de pecas, entró en la sala con un expediente entre las manos.

—Lo siento —murmuró—. Me he retrasado.

—No se preocupe —dijo el doctor Rutledge mientras se levantaba para presentar a la enfermera—: Señor y señora Reiss, les presento a Kathleen O’Hara, la enfermera que le ha sido asignada a Tyler. Ella será la persona que responderá a todas sus preguntas durante el tratamiento de su hijo.

Jackson asintió ligeramente a modo de saludo. Esperó a que todos estuvieran sentados de nuevo y repitió la pregunta:

—¿Qué le ocurre a nuestro hijo?

Laurel intentó concentrarse en la información, bastante técnica, que les dio el doctor durante los diez minutos siguientes. Sin embargo, sólo pudo entender lo suficiente como para enterarse de que su precioso hijo de tres años tenía un defecto en una de las válvulas del corazón. Un defecto que podía ser mortal.

—La buena noticia es que lo hemos sabido muy pronto —les dijo el médico—. A menudo, los primeros problemas causados por esta enfermedad se producen cuando el paciente está en su juventud. Normalmente, en varones de dieciocho o veinte años, que caen fulminados mientras hacen deporte. Eso no va a ocurrir con Tyler porque sabemos a qué nos estamos enfrentando.

—Ha dicho que habrá que operarlo dos veces. Una ahora, la otra cuando crezca —dijo Jackson con la voz ronca. Al mirarlo, Laurel se dio cuenta de que estaba muy pálido—. ¿Son peligrosas esas operaciones?

—No voy a mentirles: siempre hay riesgos en intervenciones quirúrgicas de este tipo —respondió el doctor. Después enumeró las posibles complicaciones durante varios minutos.

Mientras el médico hablaba, Laurel tuvo que hacer un gran esfuerzo para poder permanecer sentada en silencio. Su instinto maternal le gritaba que fuera corriendo a buscar a su hijo para tomarlo en brazos y protegerlo. El doctor Michael Rutledge no estaba hablando de cualquier niño enfermo con aquellos términos ininteligibles. Aquel niño era su hijo.

La única parte perfecta de su vida.

Jackson se puso en pie y comenzó a pasear por la habitación como si fuera un tigre enjaulado.

—¿Cómo ha ocurrido esto? —preguntó—. ¿Nació Tyler con esta enfermedad o la ha desarrollado desde entonces?

—Es un defecto congénito. Nació con ello.

Laurel se preguntó si aquello sería culpa suya. Se había cuidado mucho durante el embarazo; había dejado a un lado la cafeína y el alcohol, se había alejado del humo del tabaco, había comido muchas verduras y fruta, se había tomado las vitaminas... todo lo que le habían aconsejado que hiciera. ¿Habría cometido algún error, después de todo?

—Esta enfermedad casi siempre es hereditaria —siguió explicando el médico—. Y se da principalmente en los varones. Quizá sepa usted de algún tío o primo, incluso algún hermano que muriera de un fallo cardiaco durante la infancia o la juventud.

Laurel miró a Jackson, que también la estaba mirando a ella, y sacudió la cabeza. Su padre se había marchado de casa cuando ella era pequeña, pero lo recordaba como una persona aficionada al deporte que alardeaba de la buena salud que siempre había gozado su familia.

La familia de su madre también era longeva. Los dos abuelos maternos de Laurel vivían todavía en Michigan, que ella supiera, aunque se habían distanciado de su madre desde que se había ido a vivir a Portland, Oregón, cuando Laurel era un bebé. La madre de Laurel, Janice, le había dicho fanfarroneando a menudo que esperaba llegar a vieja, ya que todo el mundo de su familia vivía mucho tiempo, incluso los que fumaban, bebían y comían todo lo que querían.

Janice había muerto joven, pero su muerte se había debido a la estupidez más que a la genética. Había sufrido un accidente cuando conducía borracha después de una fiesta.

—No recuerdo ningún caso en la familia de mi padre ni de mi madre, pero se lo preguntaré —dijo Jackson, mientras se pasaba una mano por el pelo.

Laurel se apretó las manos en el regazo.

—¿Significa eso que mi marido podría tener el mismo defecto? ¿Que él también corre el mismo riesgo?

—Tengo treinta y un años —le recordó Jackson—. Jugué al fútbol en el instituto y he trabajado en la construcción durante años sin problemas.

—Eso son buenas señales, pero un examen físico minucioso no estaría de más —le aconsejó el médico.

Laurel y Jackson se habían distanciado durante los tres años anteriores, pero ella no quería pensar en que él pudiera estar en peligro. De hecho, le sorprendía la fuerza de su reacción al enfrentarse a aquella posibilidad.

En aquel momento, se concentró de nuevo por completo en su hijo.

—¿Cuándo podré ver a Tyler?

El doctor Rutledge separó la silla de la mesa y se puso en pie.

—Vamos a hacerle un par de pruebas más, pero estará en su habitación en media hora, más o menos. Mandaré a alguien a la sala de espera para que los avise en cuanto el niño esté listo. Mientras, Kathleen tiene que hablarles de varios permisos y formularios que deben cumplimentar. Ella les explicará más cosas que van ocurrir durante las próximas semanas y responderá a todas las preguntas que tengan que hacerle. Yo los veré pronto a los dos.

—Gracias —dijo Jackson.

Laurel sólo pudo asentir. Se sintió incapaz de darle las gracias al médico por haberle dado la noticia más horrible de su vida. Si algo saliera mal... Si perdiera a Tyler...

No podía soportar pensarlo.

—El doctor Rutledge ha programado la operación de Tyler para el viernes a las siete y media, pasado mañana —comenzó a decir Kathleen, mientras abría la carpeta del primer formulario—. Comenzaremos con el examen preliminar a la operación esta misma tarde. Le haremos radiografías del pecho, un electrocardiograma, un ecocardiograma... Mañana podrán conocer a los otros miembros del equipo cardiológico de Tyler, el anestesista y el personal de cuidados intensivos que atenderá a Tyler después de la operación. Tendrá respiración asistida durante varias horas después de la intervención, quizá hasta la media noche, hasta que esté lo suficientemente despierto, y su corazón lo suficientemente fuerte como para retirársela. Estará en el hospital de siete a catorce días, dependiendo del ritmo de su recuperación. Se les dará un informe completo de su recuperación antes de que el niño obtenga el alta.

Respiración asistida. Laurel tragó saliva. Apenas estaba oyendo nada de lo que le decía aquella mujer tan profesional. Aquella pesadilla era cada vez más espantosa.

Jackson le hizo varias preguntas a Kathleen y ella intentó prestar atención. Sin embargo, ella no tenía nada que preguntar. Le costaba pensar con coherencia.

Después de que Jackson hubiera firmado todos los formularios, la enfermera cerró la carpeta.

—Iré a ver a Tyler. Ustedes pueden quedarse en esta sala durante unos minutos más si quieren hablar en privado. Se les avisará si alguien necesita usar la sala de reuniones.

Laurel asintió de nuevo, apretando la mandíbula para contener el grito que quería escapársele de la garganta.

 

 

Jackson observó cómo la enfermera salía de la sala. Se tiró del cuello de la camisa como si le estuviera ahogando y después recorrió la habitación de cuatro zancadas.

Le vibraba el cuerpo entero de la necesidad de hacer algo para resolver aquella crisis. Aquélla era su responsabilidad, ¿no? Mantener a salvo y feliz a su familia. No lo había hecho muy bien en lo último, sobre todo con su esposa, pero sí había hecho todo lo posible por que estuvieran a salvo. Y en aquel momento, incluso aquello se había escapado a su control.

¿De qué servía un padre que no era capaz de proteger a su hijo?

Angustiado, se volvió hacia Laurel. Ella estaba sentada al borde de la silla, con la espalda muy recta y las manos apretadas en el regazo. El pelo rubio le caía por los hombros y la chaqueta roja que llevaba se le adaptaba perfectamente al cuerpo delgado. En contraste con el vivo color de su ropa, tenía la cara pálida, tanto que parecía una estatua de mármol.

Cuando se habían conocido, cuatro años antes, Laurel siempre estaba riendo, en estado de ebullición, de fiesta en fiesta. Jackson se había sentido tan atraído por su espíritu alegre que, tras un noviazgo relámpago, le había pedido que se casaran rápidamente. Apenas diez meses después había nacido su hijo.

En algún momento durante el curso de su matrimonio, Jackson se había dado cuenta de que la risa y el parloteo de Laurel eran una máscara tras la que escondía sus verdaderos pensamientos y sentimientos. A medida que pasaban los meses en su matrimonio, ella se distanciaba más de él, se encerraba más en sí misma. Jackson podía decir que era más una extraña para él que el día en que se habían conocido.

Lo único que sabía con total certeza era que Laurel adoraba a su hijo. Tenía que estar destrozada en aquel momento, tal y como lo estaba él.

Ojalá se volviera hacia él para buscar consuelo. Al menos, reconfortarla era algo que Jackson sí podía hacer, y quizá el hacerlo le proporcionara algo de seguridad a él también. Sin embargo, desde que la conocía, Jackson nunca había oído que Laurel le pidiera algo. Aquella firme independencia de su mujer lo había atraído al principio, pero durante los tres años pasados los había separado.

De todas formas, Jackson sintió la necesidad de hacer un esfuerzo. Se acercó a ella y le posó una mano en el hombro.

—¿Laurel?

Ella lo miró.

—El doctor Rutledge dijo que Tyler se pondrá bien después de la operación.

Jackson sospechó que ella estaba repitiendo lo que les había dicho el médico para convencerse a sí misma tanto como a él.

—Tyler se pondrá bien, Laurel. Todo va a salir bien.

Ella asintió. Sin embargo, se apretó los dedos con tanta fuerza sobre el regazo que uno de los huesos de la mano le chasqueó.

—Es tan pequeño... —susurró Laurel, con los ojos azul zafiro llenos de lágrimas—. Y van a abrirle el pecho...

Por instinto, Jackson hizo que se levantara de la silla y la abrazó. Al principio ella se quedó rígida, pero después se apoyó en él y comenzó a respirar entrecortadamente. Jackson supo que estaba intentando contener los sollozos.

En aquel momento se abrió la puerta de la sala de reuniones y entró una mujer atractiva de unos cincuenta años, seguida por un hombre algo mayor con una expresión de preocupación en el rostro.

—¡Jackson! —exclamó Donna Reiss, mientras Jackson se apartaba bruscamente—. La recepcionista nos ha dicho que estabais aquí. ¿Qué le ocurre a Tyler?

Al mirar de reojo a Laurel, que había recuperado la compostura y cuyo rostro se había transformado de nuevo en una máscara impenetrable, Jackson supo que su unión momentánea se había roto. En aquel momento, ella estaba escondiendo sus pensamientos, como hacía tan a menudo. No parecía que Laurel lo necesitara, así que se volvió hacia otra persona que sí lo necesitaba.

Tomó las manos temblorosas de su madre y se las apretó para reconfortarla.

—Intentaré explicarte lo que nos ha dicho el médico.

Ella se abrazó a él, mirándolo con amor y miedo en los ojos. A diferencia de Laurel, Donna siempre dejaba traslucir sus emociones.

—¿Se va a poner bien?

—Van a operarlo a corazón abierto, pero el médico confía en que el defecto del corazón es corregible.

—¿Una operación a corazón abierto? —repitió Donna débilmente—. Oh, no...

Jackson notó que se tambaleaba y la ayudó a sentarse.

—Papá, ¿quieres sentarte tú también?

Carl Reiss sacudió la cabeza y se colocó tras la silla de su esposa. Como Jackson, Carl prefería estar de pie, preparado para hacer cualquier cosa que se le pidiera.

—Dinos lo que está ocurriendo, Jay —dijo sencillamente y, después, miró a Laurel—. Quizá tú también deberías sentarte, Laurel. Estás muy pálida.

—Estoy bien, gracias —ella se cruzó de brazos y se mantuvo junto a la pared más alejada. Física y emocionalmente, pensó Jackson.

Consternada, Donna se volvió hacia su nuera.

—Laurel, lo siento. No quería hacerte el vacío. Es que estoy muy preocupada. Pero tú debes de estar frenética. ¿Cómo te sientes?

—Estoy bien, gracias —repitió. Las palabras fueron exactamente las mismas que le había dicho a Carl, pero con un tono más frío, como siempre que hablaba con su suegra.

Donna miró de nuevo a Jackson.

—Cuéntamelo todo.

Él le dijo todo lo que pudo recordar, desde la llamada frenética que había recibido de Laurel aquella misma mañana hasta la charla que habían tenido con el doctor Rutledge.

—Ahora le están haciendo más pruebas —concluyó—. En cuanto podamos verlo nos dirán más.

Con una mano en la garganta, Donna sacudió la cabeza con incredulidad.

—Gracias a Dios que Beverly es auxiliar de enfermería y supo reconocer los síntomas. Si no hubiera sido por ella, no nos habríamos dado cuenta de que algo iba mal hasta que hubiera sido demasiado tarde.

Laurel se acercó con brusquedad hacia la puerta.

—Disculpadme. Necesito... ir al baño. Avísame si vienen a buscarnos —le dijo a Jackson mientras salía.

Jackson sabía que ella no quería que la siguiera, así que no lo intentó.

 

 

En la dudosa privacidad del servicio de señoras, Laurel se permitió llorar por fin. No podía enfrentarse a todo aquello, pensó. No podía.

Quizá si ella hubiera sido una madre mejor, más atenta, si se hubiera quedado en casa cuidando de Tyler como había hecho Donna Reiss con su hijo... entonces habría sido Laurel, y no la niñera de Tyler, la que habría notado que el niño tenía los labios ligeramente azules después de haber estado corriendo, o que a veces jadeaba.

Pese a todas las veces que había jugado con su hijo, le había hecho cosquillas y había echado una carrera con él, Laurel nunca había notado aquellas señales de advertencia. Quien se había dado cuenta había sido la niñera, una antigua auxiliar de enfermería.

Laurel se sentía un fracaso como madre. Aquello era algo que había temido desde el día en que había sabido que estaba embarazada. Aún no se había acostumbrado a la idea de ser una esposa, y había sentido pánico ante el hecho de ser madre. ¿Qué sabía ella de ser madre, cuando no había tenido una de la que aprender?

Durante tres años, había hecho todo lo que había podido para ser una buena madre. Había leído todos los libros, se había dedicado a cumplir su papel con una intensidad que había ensombrecido todos los demás aspectos de su vida. Y dos años más tarde, después de llegar a la conclusión de que estaba al borde de la depresión y de que sería mejor madre si se sintiera más realizada personalmente, había retomado su trabajo de asistente social. Sin embargo, siempre había intentado mantener un horario razonable, pensó defensivamente. Mucho más razonable que el de Jackson, que casi nunca estaba en casa.

Laurel había entrevistado a muchas posibles niñeras y había seleccionado a la mujer que había considerado mejor para cuidar a su hijo, aunque Jackson había protestado por el coste que supondría tener una niñera. Pagar el cuidado de su hijo se llevaba gran parte del sueldo de Laurel, pero pese a las sospechas de Jackson, ella no trabajaba realmente por el dinero. Necesitaba sentir que estaba haciendo algo útil. Algo que la hiciera sentirse competente y valiosa.

En aquel momento pensó que debería haberse contentado con ser madre y esposa a tiempo completo. Sin embargo, al contrario que su trabajo, que le inspiraba confianza en sus capacidades, aquellos otros papeles la habían dejado desconcertada. Como la perfecta madre de Jackson acababa de señalar, había tenido que ser la niñera de Tyler la que se diera cuenta de que el niño estaba gravemente enfermo.

¿La estaría juzgando todo el mundo por no ser ella la que se había dado cuenta? ¿O era la única que no podía perdonárselo?

Sabía que tendría que salir del baño en algún momento, así que se lavó la cara con agua fría y respiró profundamente para recuperar la compostura. Después se encaminó hacia la sala de espera, donde encontró a su marido y a sus suegros. Donna y Jackson estaban sentados en un sofá de vinilo. Donna tenía la cabeza apoyada en el hombro de su hijo. Carl se movió nerviosamente desde un revistero a un acuario, que sólo mantuvo su atención durante unos segundos.

Laurel nunca había llegado a conocer bien a su suegro. Carl Reiss tenía sesenta y un años y era mecánico. Era una persona buena, aunque muy callado. Tenía la piel envejecida y el pelo gris cada vez era más escaso. Tenía los ojos marrones y perpetuamente entrecerrados, como si hubiera estado horas mirando al sol.

Aunque Jackson se parecía mucho a su padre en la forma de ser, físicamente era como su madre. Tanto Jackson como Donna eran rubios y tenían los ojos de color azul oscuro. A Laurel le habían contado que, en su juventud, Donna era despampanante, y a los cincuenta y dos años seguía siendo esbelta y llamativa. Jackson había heredado el buen físico de su madre.

Tyler era rubio y también tenía los ojos azules. Era una réplica en miniatura de su padre. Pero... ¿de quién había heredado aquel corazón defectuoso? Laurel no podía evitar hacerse aquella pregunta con el corazón encogido.

Jackson se puso de pie cuando Laurel se acercó.

—¿Estás bien?

Ella no se molestó en mentirle de nuevo.

—¿Aún no han dicho nada de cuándo podemos entrar a ver a Tyler?

—No. Todavía no.

Laurel se volvió hacia el mostrador.

—Esto es absurdo. Quiero ver a mi hijo.

Jackson la acompañó y, durante un instante, ella creyó que iba a intentar detenerla. En vez de eso, la tomó por el brazo y la acompañó al mostrador de recepción.

—Nos gustaría ver a nuestro hijo —le dijo a la enfermera.

—Estoy segura de que los avisarán en cuanto esté preparado, señor Reiss.

—Vamos a entrar a hora —respondió él, dirigiéndose ya hacia las puertas—. Si no llama a alguien para que nos acompañe, encontraremos a Tyler nosotros mismos.

—Eh... un momento, por favor.

La mujer tomó rápidamente el auricular del teléfono. Unos momentos después, apareció una enfermera de aspecto severo que los acompañó.

Jackson Reiss siempre sabía cómo conseguir lo que quería, pensó Laurel con melancolía.

Por desgracia, parecía que aquélla era la primera vez en cuatro años que los dos querían la misma cosa.

2

 

Tyler se echó a llorar en cuanto vio a sus padres y extendió los brazos hacia Laurel. Ella lo abrazó, hundiendo la cara en su pequeño cuello.

—¿Ves? —le dijo, con la voz alegre—. Te dije que papá y mamá estarían aquí al lado.

—Quiero ir a casa.

—Lo sé, cariño —respondió Laurel, y se lo colocó sobre la cadera. El niño se aferró a su madre de tal manera que ella supo que no la soltaría de nuevo sin una batalla—. Tenemos que quedarnos aquí por el momento, pero mamá se va a quedar aquí contigo, ¿de acuerdo?

—Quiero ir a casa —repitió Tyler con la barbilla temblorosa, mientras miraba a su padre para que le diera seguridad.

Jackson le revolvió el pelo fino y rubio a su hijo.

—Te llevaremos a casa en cuanto el doctor diga que estás bien, cariño.

En aquel momento apareció una enfermera con una sonrisa agradable y señaló una butaca que había en un rincón de la habitación.

—Esa butaca se convierte en una cama individual. Uno de ustedes puede quedarse a pasar la noche con Tyler.

En el otro rincón había una mecedora, en la que Tyler estaba sentado cuando Laurel y Jackson habían entrado en el cuarto. Laurel tomó el pingüino de peluche que Tyler había dejado en la cama y se sentó en la mecedora con el niño en el regazo. Dejó a Jackson hablando con la enfermera y se concentró en animar a su hijo.

—Tú y yo vamos a pasar la noche aquí, Tyler. Yo dormiré a tu lado.

Tyler lloriqueó.

—¿Angus también?

—Claro que sí —respondió ella, y le dio unos golpecitos al niño con el pingüino en la cabeza—. Y mira, tenemos una televisión y un montón de tebeos. Están algunos de tus favoritos. Los leeremos juntos, ¿de acuerdo?

Tyler asintió tímidamente. La promesa de que se quedaría con él lo había calmado un poco, aunque estaba claro que el niño aún sentía desconcierto por todo lo que estaba ocurriendo.

Laurel también lo estaba. Había seguido la recomendación de Beverly Schrader, su niñera, de que llevara a Tyler al hospital para que le hicieran una revisión aquella preciosa mañana de jueves de principios de abril, aunque durante todo el tiempo había intentado convencerse de que Beverly exageraba. Sin embargo, le mencionó al pediatra todos los síntomas que había enumerado la niñera y el médico se lo había tomado todo muy en serio. Le había hecho unas pruebas al niño y, casi sin darse cuenta, Laurel se había visto sentada en una de las salas de espera del Hospital General de Portland mientras los especialistas se hacían cargo de Tyler.