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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Janice Maynard

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El hijo perdido, n.º 1980 - mayo 2014

Título original: A Wolff at Heart

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4283-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

Pierce Avery no tenía un buen día. De hecho, no había tenido un día tan malo en su vida. La tensión se había adueñado de su estómago y le retumbaba la cabeza. Le sudaban las manos. Ni siquiera debería conducir en aquel estado de ánimo.

Su primera reacción ante una crisis así habría sido irse al río con su piragua. En una calurosa tarde de agosto como aquella, no había nada como sentir la humedad en la cara para atraer, paradójicamente, tanto la euforia como la tranquilidad. Desde niño sabía que no estaba hecho para trabajar tras una mesa. La madre naturaleza lo llamaba, lo seducía, lo reclamaba.

De joven, había encontrado un empleo en el que le pagaban por ser temerario. Esos empleos eran escasos y no se encontraban con facilidad, así que había acabado creando su propia empresa. Ahora se dedicaba a enseñar actividades al aire libre a grupos de universitarios, a ejecutivos sedentarios y a jubilados llenos de energía. Montar en bicicleta, senderismo, rápel, espeleología y su favorito, el piragüismo. Amaba su trabajo, amaba la vida. Pero ese día, había sufrido un duro revés.

Aparcó en una tranquila calle del centro de Charlottesville. Las clases todavía no habían empezado en la universidad de Virginia, así que apenas había gente en las terrazas de las cafeterías. El alma máter de Pierce lo había moldeado a pesar de sus intentos por rebelarse. Se había graduado con honores en un máster de administración de empresas solo porque su padre había insistido en que estuviera a la altura de su potencial.

Pierce se lo debía todo a su padre. En la actualidad, años más tarde, su padre lo necesitaba y no podía hacer nada por él.

Mientras cerraba el coche con manos temblorosas, se quedó contemplando la discreta entrada de la oficina que tenía ante él. Una placa grabada flanqueaba el timbre y había una maceta de geranios junto al muro de ladrillo. El único detalle discordante era un pequeño cartel de «se alquila» que colgaba del interior de la ventana, tras unas cortinas de encaje antiguo. Podía haber sido cualquier negocio, desde la consulta de un doctor a una empresa de auditoría.

El próspero centro de Charlottesville era prolífico en artesanos, así como en negocios tradicionales. Una exnovia de Pierce tenía un estudio de cerámica en la misma calle. Pero ese día, nada de eso le interesaba.

Pierce tenía una reunión con Nicola Parrish. Llamó a la puerta con los nudillos y entró. La zona de recepción estaba fresca, iluminada y había un olor a hierbas proveniente de las plantas que había en el mirador.

Una mujer madura levantó la vista del ordenador y sonrió.

–¿Señor Avery?

Pierce asintió nervioso. Llegaba con veinte minutos de antelación porque había sido incapaz de permanecer un segundo más en su casa.

La recepcionista sonrió.

–Siéntese. La señorita Parrish estará con usted enseguida.

Quedaban dos minutos para la hora fijada para la cita cuando volvió a buscarlo.

–Le está esperando.

Pierce no sabía lo que le esperaba. Su madre había concertado aquella reunión que él no deseaba. De hecho, daría cualquier cosa por marcharse sin mirar atrás. Pero el recuerdo de la mirada angustiosa de su madre impidió que sus pies se movieran.

La mujer a la que había ido a ver se levantó y extendió la mano.

–Buenas tardes, señor Avery, soy Nicola Parrish, encantada de conocerlo.

Le estrechó la mano y sintió su firmeza, sus dedos delgados y su piel suave.

–Gracias por recibirme tan pronto.

–Su madre dijo que era urgente.

–Sí y no. De hecho, no sé muy bien por qué estoy aquí o qué puede hacer…

–Siéntese –dijo extendiendo el brazo–. Vayamos por orden.

Era rubia y llevaba melena a la altura de la barbilla. A pesar de que se le movía cada vez que giraba la cabeza, estaba seguro de que ningún mechón quedaba fuera de su sitio. Era esbelta, pero no delgada, y alta, apenas unos centímetros menos que él.

Contempló la pared que había tras ella. Facultad de Harvard, título en estudios forenses, varios galardones. Aquella información, unida al aspecto que le daba el traje negro que llevaba, transmitía la imagen de una mujer inteligente, aplicada y profesional. Si era o no buena obteniendo información y respuestas, estaba todavía por ver.

De repente se levantó.

–Quizá estemos más cómodos aquí.

Sin esperar a que la siguiera, salió de detrás del escritorio y se dirigió a una pequeña salita. Tenía unas piernas muy atractivas. Eran la clase de piernas que hacían que los adolescentes y los hombres maduros creyeran en la existencia de un creador benevolente.

Se sentó en una butaca mientras la abogada tomaba una cafetera de plata.

–¿Café?

–Sí, gracias, solo y sin azúcar.

Le sirvió el café y, al dárselo, sus dedos se rozaron. No llevaba anillos en las manos. Pierce se bebió media taza de un sorbo, haciendo una mueca cuando su lengua sintió la temperatura del líquido. Un trago de whisky le habría venido mejor.

La mirada de la abogada era amable, pero expectante.

–El reloj corre, señor Avery. Hoy solo tengo cuarenta y cinco minutos.

Pierce se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza en las manos.

–No sé por dónde empezar.

Se sentía derrotado, indefenso. Esas sensaciones eran tan desconocidas para él que estaba enfadado y frustrado.

–Lo único que me ha dicho su madre es que necesita investigar una posible negligencia médica cometida hace más de tres décadas. Creo que tiene que ver con su nacimiento.

–Así es.

–¿Estamos hablando de un caso en el que un bebé ha podido ser entregado a los padres equivocados?

–No es tan simple.

Quizá debería haber acudido antes a un psiquiatra. Los abogados estaban entrenados para observar, no para meterse en la cabeza de otras personas. Aunque lo cierto era que no quería que nadie se metiera en su cabeza. Si eso pasaba, sería incapaz de ocultar la enorme confusión que sentía.

–¿Señor Avery?

Respiró hondo y clavó las uñas en la tapicería.

–Mi padre se está muriendo de un tumor en el riñón.

El brillo de compasión que asomó a sus ojos gris azulados parecía sincero.

–Lo siento.

–Necesita un trasplante. Está en lista de espera y el tiempo se le acaba. Así que decidí darle uno de los míos. Hicimos las pruebas y…

Se detuvo. Un nudo en la garganta le hizo imposible seguir hablando.

–¿Y qué?

Pierce se levantó y empezó a pasear por la pequeña sala. Reparó en la ostentosa alfombra oriental en tonos rosas y verdes. El resto del suelo era de tarima.

–No soy su hijo.

Se había repetido aquellas palabras cientos de veces durante los últimos tres días. Pronunciarlas en voz alta no hacía que la realidad fuera más fácil de aceptar.

–¿Lo adoptaron? ¿No lo sabía?

–No, ese no es el caso.

–¿Una aventura entonces?

–No lo creo. Mi madre es mujer de un solo hombre. Adora a mi padre. Por un momento pensé que me habían ocultado que fuera adoptado. Pero vi su cara cuando el doctor nos dio la noticia. Estaba desolada. La noticia le sorprendió tanto como a mí.

–¿Así que la única explicación posible es que fue cambiado en el hospital, no?

–La tía de mi madre, mi tía abuela, era la médico de guardia aquella noche. Dudo mucho que hubiera permitido una equivocación así.

–¿Qué quiere que haga?

Pierce apoyó el brazo en la repisa de la chimenea y se quedó contemplando el retrato de Thomas Jefferson que colgaba de la pared. Aquel expresidente había sido padre de un número indeterminado de niños. La gente seguía debatiendo sobre su paternidad incluso en la actualidad.

Pierce nunca había dudado de sus vínculos familiares. Estaba unido a sus padres como cualquier hijo, aunque habían tenido sus diferencias en sus años de adolescente. Descubrir que no era de la misma sangre que su padre lo había perturbado hasta la médula. Si no era Pierce Avery, ¿entonces quién era?

–Mi madre está todo el día en el hospital con mi padre. Confía en que lo estabilicen para que lo manden a casa. Su preocupación es que esté bien.

–¿Y usted?

–He informado a mi equipo de que necesito tiempo para ocuparme de unos asuntos personales. Son muy competentes, así que en ese aspecto estoy tranquilo. Puede contar conmigo para lo que quiera. Tiene que ponerse a investigar enseguida. Le hemos dicho a mi padre que no soy compatible, pero no sabe toda la verdad. Es evidente que esto es muy importante para nosotros. Necesitamos su ayuda.

 

 

Nikki no había conocido nunca a un hombre que pareciera necesitar menos la ayuda de una mujer. Pierce Avery era corpulento, tenía los hombros anchos, medía más de uno ochenta y además era musculoso. Parecía capaz de escalar una montaña con las manos.

También era de la clase de hombre que instintivamente protegían a las mujeres. Podía verlo en su actitud. Su masculinidad le provocaba un cosquilleo en el vientre. Ella tenía formación, era independiente y económicamente estable. ¿Por qué la idea de recibir atención por parte de un hombre fuerte y corpulento hacía que se le doblaran las rodillas?

Aquellas inoportunas y prehistóricas feromonas…

–Creo que el primer paso que tenemos que dar es pedir los informes médicos –dijo ella con tranquilidad.

Era evidente que Pierce Avery quería rapidez.

–El hospital era un centro privado. A mediados de los noventa fue comprado por una compañía y recientemente ha sido demolido.

–Aun así, los informes tienen que estar guardados en alguna parte.

–Eso es lo que esperamos. ¿Cuánto tardará en conseguirlos?

Nikki frunció el ceño.

–¿Cree que el suyo es el único caso que tengo?

–Podemos pagar.

Nikki sintió que su enfado aumentaba.

–No me gusta que los ricos vayan exhibiendo su dinero y esperen que los demás se pongan a bailar a su alrededor.

Él observó los títulos lujosamente enmarcados.

–Estudiar en Harvard no es precisamente barato, señorita Parrish.

Nikki trató de contener su rabia y respiró hondo hasta que pudo controlar la voz.

–Se sorprendería.

Se quedó mirándola.

–Nunca me han interesado los abogados.

Poco a poco la estaba sacando de sus casillas.

–¿Es siempre tan directo?

Se levantó y se alisó la falda.

Pierce acortó la pequeña distancia que había entre ellos y se pasó la mano por su pelo oscuro.

–¿Siempre es tan temperamental?

Sus respiraciones se acompasaron. Podía advertir sus latidos en el cuello. Sus intensos ojos marrones eran demasiado bonitos para un hombre.

–No suelo discutir con mis clientes –murmuró ella–. ¿Qué pasa con usted?

Pierce dio un paso atrás. A Nikki le fastidió que su propia reacción fuera más de desilusión que de alivio.

–Estoy impaciente –dijo algo avergonzado.

–¿Es eso una disculpa?

–Siguen sin gustarme los abogados. Esto no fue idea mía.

–No, su madre le hizo venir –dijo burlándose de él, curiosa por ver si la mandaba al infierno.

Sin embargo, la sorprendió rompiendo en carcajadas. Todo su rostro se iluminó.

–Es la primera vez en mi vida que pago para que me insulten.

Nikki sacudió la cabeza, desconcertada por la instantánea conexión que había surgido entre ellos. Quizá fuera una clase de compenetración negativa, pero desde luego era algo.

–Creo que saca lo peor que hay en mí.

–Lo malo puede ser bueno –dijo él.

Lo había dicho con expresión seria, pero sus ojos brillaban traviesos.

–No coqueteo con clientes –dijo ella con firmeza, haciendo oídos sordos.

–¿Por qué se alquila esta oficina?

Aquella pregunta la pilló con la guardia bajada e intentó darle una respuesta ambigua.

–Bueno, yo…

Era fría e implacable en el juzgado, pero después de horas de preparación. En aquel momento sentía que pisaba arenas movedizas.

Pierce ladeó la cabeza.

–¿Un secreto inconfesable?

Ella suspiró.

–En absoluto. Para que lo sepa, dejo el despacho. Me han hecho una oferta para unirme a una firma de abogados de Virginia, a las afueras de Washington D. C.

–Sospecho que hay un pero por alguna parte.

Su mirada curiosa contradecía su previa descortesía.

–He pedido tiempo para pensarlo. Hace seis años que acabé la carrera y nunca me he tomado más de un fin de semana de vacaciones.

–Debe de estar muy segura de su decisión.

–En absoluto, pero aunque no acepte la oferta, quiero hacer algo diferente. Me gustaría trabajar de asesora para una organización benéfica.

–Así no se hará rica.

–¿Ha oído alguna vez la expresión «búsqueda de la felicidad»? Quiero empezar a hacer realidad mis deseos y no esperar a ser vieja.

–Lo entiendo –dijo él, metiéndose las manos en los bolsillos.

Lo dudaba. Tenía toda la pinta de haberse criado entre algodones.

–Seguiremos otro día –dijo ella mirando el reloj–. Tengo una reunión.

–No importa –dijo él–. Ya he averiguado todo lo que necesitaba saber. Veo que me presta atención. Eso me gusta.

¿Era su cabeza o todo lo que decía tenía una connotación sexual?

–Me voy de vacaciones –dijo ella.

–Sí, lo sé. Y a hacer una profunda introspección. A eso puedo ayudarla. Pagaré sus honorarios sean los que sean y juntos sacaremos los cadáveres de mi armario, algo que, si le soy sincero, no deseo. Pero de momento, la ayudaré a comportarse como una persona y no como una abogada estirada.

–No he dicho que haya aceptado su caso. Además, ¿qué le cualifica para lograr ese cambio?

Pierce movió el retrato que había sobre la chimenea hasta que lo enderezó.

–Ya verá, Nicola Parrish, ya verá.

 

 

Pierce había tenido que esperar seis días hasta que Nicola acabara con sus reuniones. Se había ofrecido a ayudarla a sacar sus cosas de la oficina a cambio de un encuentro cara a cara. No le había quedado más remedio que hacerlo; Nikki era muy buena negociando. Por suerte su padre estaba resistiendo, pero Pierce no estaba dispuesto a esperar mucho más para obtener las respuestas que necesitaba.

A petición de Nicola había llevado la furgoneta que su padre y él utilizaban para transportar las canoas. Había un montón de cosas que preferiría estar haciendo en un caluroso día de verano en vez de andar cargando cajas.

Aun así, su estado de ánimo mejoró cuando llamó a la puerta y Nicola lo recibió. Parecía más accesible. Se había puesto una cinta para retirarse el pelo de la cara y llevaba unos pantalones cortos que dejaban al descubierto sus estupendas piernas. El contorno de sus pechos bajo la camiseta blanca ceñida lo dejó con la boca seca. Las alpargatas negras la hacían parecer demasiado joven como para ser una exitosa abogada.

–La furgoneta está fuera.

Su tono sonó más brusco de lo que había pretendido, pero estaba intentando disimular la reacción que le había provocado su aspecto.

–Llega tarde –dijo Nicola frunciendo el ceño.

–Ha habido un accidente y he tenido que desviarme.

Nikki se pasó la mano por la frente.

–Hace mucho calor aquí. Alguien se ha equivocado en la fecha y me ha dejado sin electricidad dos días antes.

Al entrar, no se sorprendió al ver la recepción llena de cajas apiladas.