cub_hqn_28.jpg

portadilla.tif

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harlequinibericaebooks.com

 

© 2014 Pamela Fernández Tovar

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Las lágrimas de Uriel, n.º 28 - abril 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4333-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Agradecimientos

Manuscritos

 

A mi madre.

Que donde quiera que esté se sienta orgullosa.

 

Si, a la postre, siento por fin el amor,

será en brazos de un vampiro ensoñado,

embriagada por la musicalidad de un

salón dorado, fuera de espanto.

Sumida en su frío y su calor.

 

VICTORIA FRANCES, Favole, 1:5

Prólogo

 

Soul Hollow, Nebraska, enero de 2008.

 

 

—Vale, ¿cuándo es el momento en el que coges un bate de béisbol y te cargas el adorado Jaguar de tu marido? —se preguntó Cordelia Adams en voz alta antes de mirar de nuevo la foto que tenía en la mano y arrugarla con saña—. Cuando descubres que el muy cabrón te la está pegando con otra mujer que es diez años más joven que tú.

Dios, cuanto más lo pensaba, más se cabreaba. Le daba igual que fuera el aparcamiento de un motel a las afueras del pueblo y que estuviera prácticamente desierto; bien podría haber sido el Ritz y se hubiera presentado allí para cobrarse su particular venganza igualmente.

Tiró la foto hecha una bola por encima del hombro, meció el bate con las dos manos y lo estrelló a toda potencia contra uno de los faros traseros. El coche empezó a pitar, pero nadie se dignó a salir de las habitaciones ni siquiera para curiosear.

Bueno, tanto mejor. Así podría destruirlo con más calma. Se encogió de hombros y volvió a usar el bate con inquina.

Disfrutó destrozándolo lo que hacía años que no se divertía en la cama.

Ya le había roto los dos faros delanteros, los traseros, los retrovisores, le había abollado todo el parachoques y el maletero, y hundido las puertas además de haberle rajado las cuatro ruedas y rallado la carrocería. En cuanto acabara el trabajito con las lunas y las ventanillas, se marcharía a casa y solicitaría el divorcio.

«Con tanto ruido y todavía no se ha presentado el ejército para comprobar si ha caído una bomba», pensó. «De verdad que no me lo explico».

Eso le ensañaría a Rick, desde ese momento apodado «el cerdo», a ser un poquito más selectivo a la hora de elegir hotel para llevar a sus citas. Y sí, eran citas en plural. Cuando una amiga suya, Sally, que trabajaba en el comedor público, le había dicho que había visto a su marido en la ciudad mientras se suponía que estaba de viaje de negocios, Cordelia había empezado a sospechar y las cosas que, en un principio, le habían parecido detalles sin importancia como que empezara a ir más al gimnasio, que se comprara ropa nueva, que estuviera más tiempo trabajando o que, de repente, hubiera descendido su ya de por sí muy escasa vida sexual, casi confirmaron lo obvio.

Como no quería cometer el error de muchas mujeres y actuar movida por celos sin sentido, contrató los servicios de un detective privado, un poco caro, pero muy bueno en su trabajo.

¡¡¡Y tenía la prueba en sus manos!!!

Bueno, en realidad, la había tirado en alguna parte del aparcamiento, pero eso daba igual. El caso es que se la había pegado, así que el muy imbécil se iba a enterar de lo que valía un peine. Se acercó a la luna delantera con toda la intención de hacerla añicos cuando, de la oscuridad del aparcamiento, surgió un grupo de figuras un tanto extrañas. Todas eran grandes, por lo que pudo percibir, casi como montañas, y parecían muy fuertes...

«Por el amor de Dios, ¿qué clase de esteroides han tomado para acabar así?».

Pero todo pensamiento racional se le fundió en el cerebro cuando posó la mirada en los ojos más oscuros que hubiera visto jamás.

Allí estaba, con un bate de béisbol en la mano, un coche destrozado a un lado, un pitido tan fuerte que tendría que haber encendido la alarma del pentágono y casi llegando al orgasmo con la mirada de un desconocido.

«Muy bien, ahora estás perdiendo la puñetera cabeza. Es lo que podríamos considerar un buen avance», pensó sarcásticamente.

Dios, ¿cómo era posible que estuviera montando una escena de celos y muriéndose por trepar por el macizo cuerpo de aquel hombre?

Él la miró de arriba abajo haciendo que el calor que sentía se multiplicara por mil, después miró el coche destrozado, luego el bate y, por último, de nuevo a ella enarcando una ceja con un brillo divertido en el interior de sus insondables ojos negros.

Y Cordelia supo que no volvería a ser la misma.

Por un instante, sintió una conexión tan profunda con él que lo olvidó todo. Olvidó dónde estaba o que había, al menos, cinco hombres más allí con ellos; que era madre de tres niños pequeños o que iba a cumplir treinta años e iba a tener como regalo una demanda de divorcio. El mundo a su alrededor, simplemente, dejó de existir y, durante un momento, se sintió libre y feliz.

Todo terminó mucho antes de lo que Cordelia hubiera querido. Él volvió a desaparecer entre las sombras con sus amigos y ella se quedó allí sola de nuevo.

Suspiró, sintiéndose triste de repente.

«Confirmado», se dijo. «Mañana mismo pido asilo en un psiquiátrico y si tiran la llave al río, mejor».

Con una última mirada de anhelo hacia la dirección en la que ese hombre monumental se había marchado, Cordelia dejó que los últimos rescoldos de rabia que aún guardaba en su interior se esfumaran antes de arrastrar los pies con cansancio hasta donde había aparcado su pequeño utilitario. Desde luego que no era tan impresionante como el coche que acababa de destrozar, pero era eso, útil, y, por el momento, lo único que le importaba era que iba a llevarla a casa.

Por el camino, se detuvo cerca de un contenedor, tiró el bate para no dejar pruebas incriminatorias y recorrió las pocas calles que le quedaban. Cunando quiso llegar a su sombrío hogar, el reloj marcaba las dos de la madrugada.

Se dirigió a las habitaciones de sus hijos sintiendo que llevaba el peso del mundo sobre los hombros. Les echó un vistazo a los tres, recogió un poco por encima y se fue al sofá del salón. No volvería a acostarse en la cama que había compartido con el cerdo; antes la quemaba.

Se puso la manta por encima y suspiró. Mañana sería otro día. Podría pensar en todo lo que le esperaba y en lo que debía hacer. Seguramente, su madre no la apoyaría en la decisión que había tomado. Para ella, si un hombre le era infiel a una mujer, esta debía mirar para otro lado y perdonar el desliz en aras de mantener la paz conyugal. Cordelia no era así. Se había casado muy joven y había tenido el primero de sus hijos con diecisiete años. Había tomado malas decisiones y se había equivocado, pero era fuerte y podía aceptar las consecuencias de sus acciones. Lo mismo tendría que hacer Rick.

Cuando todo terminara, seguiría adelante.

Cerró los párpados y se relajó. Lo último que vio antes de dormirse fueron unos cálidos ojos oscuros que la miraban divertidos desde las sombras.

Sonrió.

Capítulo 1

 

Soul Hollow, Nebraska, Navidad de 2011.

 

 

Cordelia se secó el sudor de la frente y continuó moviendo las cacerolas. Tenía que terminar de guisar antes de ponerse a fregar. ¿Quién habría dicho que trabajar en un comedor público sería tan duro? Y más cuando faltaba gente. Sally se había tenido que marchar porque su abuelo había sufrido un ataque al corazón y le habían ingresado en el Memorial. Siendo como era su única pariente viva se tenía que encargar de todo el papeleo, los seguros, las preguntas desagradables... No, no la envidiaba en lo más mínimo aunque, la verdad, su vida tampoco era para echar cohetes. Por lo menos, el buen hombre había tenido la suerte de que le sucediera mientras estaba en el centro de día. Tal vez, el bingo había sido demasiada actividad para su pobre corazón. Nunca se sabía.

El caso es que ahora estaba sola en la cocina cuando, por norma general, su jefe, Sam, se encargaba de la mitad de la faena.

No es que se quejara. Era plenamente consciente de que el abuelo de Sally no habría podido evitar el ataque más de lo que ella era capaz de detener una riada con una mano. Simplemente, se sentía hecha polvo y las fechas tampoco ayudaban. Si tenía que volver a escuchar Jingle Bells otra vez, juraba por su abuela —que en paz descansara— que se pegaba un tiro para acabar con su desgracia.

Todo era culpa de Jamie. Se había pasado las dos últimas semanas cantándola a pleno pulmón, el muy sinvergüenza...

A pesar de todo, no pudo evitar que se le pusiera una gran sonrisa en los labios al pensar en él. Ese muchachito era un encanto aunque nadie lo diría con las pintas que se gastaba.

Cordelia casi soltó una carcajada.

Llevaba el pelo por la mitad de la espalda y tan oscuro que muchas veces era imposible diferenciarlo del color de las camisetas que se ponía. Llevaba un piercing en la nariz y otro en la comisura del labio y medía, prácticamente, lo mismo que ella, alrededor de metro setenta y cinco. Era muy vivaracho, uno nunca se lo pasaba mal cuando él estaba cerca. Se podía decir que el jovencito tenía el don de aligerar el ambiente.

—Cory —hablando del diablo. Cordelia se dio la vuelta para ver a Jamie entrar con una olla tan grande que él mismo podría haber cabido en ella—, necesito más sopa. ¿La tienes lista?

—En un momento. Dame un par de minutos y luego dile al jefe que entre a por ella.

—Vale —levantó un pulgar y le lanzó un beso antes de desaparecer por la puerta de nuevo.

—Este chico... —negó con la cabeza.

Al ser Nochebuena, no iban a cumplir el horario habitual así que tenía que hacerlo todo casi en la mitad de tiempo.

—¡Jefe, esto ya está! —gritó.

A los dos segundos, apareció Sam con las mangas de la camisa arremangadas. Si bien era cierto que no se podía comparar a su hombre de ojos oscuros, el jefe también estaba de muy buen ver. Alto, fuerte y de pelo oscuro aunque no tanto como Jamie, tenía unos impresionantes ojos grises y un corazón de oro. Si no lo conociera, jamás se le hubiera pasado por la cabeza que tal clase de persona existiera en el mundo.

Lástima que no hubiera más como él.

Y que todavía estuviera solo.

«Aunque mejor eso que mal acompañado», pensó amargamente. Hizo una mueca, negó para sí misma y continuó dándole vueltas al estofado.

La tarde pasó en un suspiro. Poco a poco, la gente se fue marchando y los voluntarios también. Tenían que regresar a sus casas para ayudar con su propia cena.

No sabía muy bien en qué consistiría la suya. Iba a ir a casa de Donovan. Al final, había terminado por convencerla después de haber estado insistiendo durante varios días. Sus hijos iban a quedarse en la casa de su padre esas vacaciones. Ese año le tocaba a él.

Removió la comida con más fuerza mientras su mente se dirigía al inequívoco camino de los recuerdos.

Su divorcio podría calificarse de cualquier cosa menos de amistoso. Rick se había puesto como un energúmeno al descubrir lo que le había pasado a su coche. Sin embargo, no pudo probar que se lo hubiera destrozado ella. Después de todo, no había tenido testigos —el ojos oscuros y sus amigos no contaban. No los habían podido encontrar— y su ex había estado en una habitación insonorizada con su fulana de turno. Resulta que aquel motelucho de carretera era parte de un club privado de sexo; no muy bueno en opinión de Cordelia si permitían que se jugara al béisbol con los faros —y lo que no eran los faros— dentro del aparcamiento.

Lo único que había evitado que hubiera acabado con el culo al aire fue que la demanda la había interpuesto ella y que había alegado infidelidad repetida, aportando pruebas de ello. Se había quedado con la mitad de todo. Habían vendido la casa donde vivían y se había mudado con sus hijos a una más pequeña, pero más acogedora en el mismo barrio residencial.

Como si todo eso no hubiera sido ya suficientemente traumático, Rick decidió que iba a ser un padre ejemplar a partir de entonces por lo que solicitó la custodia total de los niños.

Utilizó todos los medios a su alcance, que eran muchos, pero lo mejor que pudo conseguir fue la custodia compartida; pasaban la mayor parte del tiempo con Cordelia mientras que él se los llevaba los fines de semana y algunas vacaciones.

Todavía le fastidiaba, pero, en el fondo, se sentía aliviada, muy aliviada, puesto que podría haber sido muchísimo peor.

Lo último que había sabido de él era que se había casado con una mujer sumisa que creía que el sol salía porque Rick así lo ordenaba. Le daba bastante pena que fuera tan tonta, pero bueno, ella misma también había pecado de ignorancia al principio.

Suspiró. No tenía sentido lamentarse por lo que había sido y ya no era.

—¡Cory! ¡Que se quema! —fijó la mirada hacia la cazuela y le llevó un momento darse cuenta de que había empezado a salir humo negro. Maldijo por lo bajo y retiró la cacerola antes de apagar el fuego. Jamie llegó a su lado con otra cacerola limpia para echar allí todo lo que pudieran salvar—. ¿Dónde tenías la cabeza?

—En las nubes, por lo visto —probó el guiso y torció el gesto. Pocos segundos más y no se hubiera podido hacer nada para arreglarlo. Sacó una sartén, el ajo, uno poco de aceite de maíz y las especias. Al poco, tuvo preparado el segundo plato—. Ya lo tienes. ¿Por qué no le pides a Sam que lo lleve?

—Está ocupado. Acabamos de abrir, pero con este frío estamos ya hasta la bandera.

—Venga, entonces, no podemos entretenernos. Te ayudaré a sacarlo y me pondré a hacer la segunda tanda. Parece que será una tarde movidita.

Y lo fue. No tuvo ni un instante para tomarse un respiro. Antes de darse cuenta, ya estaba lavando los cacharros para irse a casa. Quería darse un baño, cambiarse de ropa y coger la botella de vino que había comprado. Había quedado con Donovan sobre las nueve así que tendría tiempo de sobra.

De fondo, oyó a Jamie y al jefe hablar sobre lo que harían. Sam lo había adoptado y se había hecho cargo de él cuando sus padres lo habían echado a la calle. Era parte de su familia.

Mientras Jamie le estaba echando la bronca a Sam sobre el exceso de trabajo de Lu, su hermano —el del jefe, no el de Jamie; hasta donde ella sabía, el muchachito era hijo único—, oyó que se abría y se cerraba la puerta de la calle. Frunció el ceño al ver la hora que era. Las ocho menos veinte.

¿Quién podría ser? ¿Y cómo es que le había dejado pasar Donovan? Por su constitución y envergadura muscular era el encargado de la puerta y el que evitaba que hubiera demasiados problemas en el comedor, aunque era más bueno que el pan.

—Perdone, señora —dijo Jamie educadamente—, ya hemos acabado por hoy. Puede regresar mañana si lo desea.

Cordelia sintió curiosidad y se acercó a la ventana en forma de rombo de la puerta de la cocina para ver qué pasaba. Cerca de la salida había una mujer tan frágil que se le encogió el corazón y pudo comprender por qué el osito de peluche talla XXL no le había negado la entrada. Se notaba que la chica había pasado hambre. Estaba muy delgada a pesar de que iba bastante abrigada y llevaba una mochila a la espalda. Vio que pasaba el peso de un pie a otro antes de responder con la voz más suave que hubiera escuchado nunca:

—Lo siento, no lo sabía. ¿No podrían darme algo caliente, por favor? Prometo no tardar mucho —Cordelia dirigió la mirada al jefe sabiendo que él no se negaría.

Obviamente, no lo hizo.

—Claro, no hay ningún problema. Por algo hoy es Nochebuena, ¿no?

Vio que Sam sacudía la cabeza, se acercaba para apartar un plato de sopa a la jovencita y lo calentaba en el microondas antes de servírselo. Le pareció que el hombre estaba actuando de un modo un poco extraño, pero no sabría decir en qué, así que se encogió de hombros y regresó a su trabajo.

Acabó varios minutos después y guardó los cacharros con la rapidez que daba la práctica. Cogió un trapo y fue al comedor para avisar de que se marchaba.

—Jefe —lo llamó, mientras se secaba las manos—, ya he terminado por hoy. Solo queda el plato de la niña.

No sabía si Sam la había oído porque no respondió de ninguna manera. Miraba embobado a la muchacha. Parecía que sus días de soltería acababan de toparse con un profundo obstáculo.

—¿Jefe? —se quedó con las ganas de decirle «tierra llamando al jefe, ¿me responde?», pero ella no era Jamie, se suponía que tenía que actuar como una mujer madura.

—¿Qué? —Cordelia enarcó una ceja sin poder evitarlo cuando, finalmente, contestó medio aturdido—. Ah, sí. No pasa nada. Yo me encargo.

Poco más y lo vería babear sobre la chica allí mismo. Desde luego, no era algo... común. De ahí, la gracia que le hacía. Con una sonrisa amplia en los labios salió del comedor, dejó el trapo colgando del horno, se puso el jersey y el abrigo, y se marchó a casa.

El frío logró que se le borrara toda expresión de la cara. Maldijo en silencio al darse cuenta de que tendría que sacar las manos de los bolsillos para abrir el coche. Esperaba que no se le gangrenaran los dedos y tuvieran que amputárselos. ¿Cómo iba a trabajar si no? No creía que sus novelas se escribieran solas y no le iban esos programas de reconocimiento de voz. Ya lo había intentado una vez y fue un completo desastre. Su editor casi la había matado por retrasarse en el plazo de entrega. Prefería evitarlo cuando se ponía peliculero. Para colmo, justo en ese momento le sonó el móvil. Se estremeció mientras hacía malabarismos con el bolso buscando el teléfono.

—Ya voy, ya voy, ya voy. ¡Qué frío, por Dios!

Lo primero que encontró fueron las llaves así que se metió en el coche, lo encendió y puso la calefacción. Acto seguido, se puso a rebuscar otra vez hasta dar con aquel aparatejo del infierno.

«Tecnología, ¿quién la necesita?», pensó despectivamente hasta que vio el nombre en la pantalla y sonrió de nuevo con mucho más ánimo que antes.

—¿Diga?

—Hola, mamá. Feliz Navidad.

—Hola, cariño, Feliz Navidad a ti también. ¿Qué tal os lo estáis pasando con papá y Maggie? —preguntó con un nudo en la garganta. Ni muerta estaría dispuesta a reconocer que le daba un miedo atroz que un día sus hijos le dijeran que preferían quedarse con su padre.

—Bien, pero te echo de menos, mami —respondió la vocecita infantil. Su hija más pequeña, Astrid, tenía siete años y era idéntica a su padre. Tenía el pelo rubio platino espléndido y era algo bajita para su edad.

Lo mismo le pasaba a Rick que, aunque estaba de muy buen ver, todavía le faltaban unos centímetros. Eso siempre le había acomplejado bastante.

—Yo también te echo de menos, corazón. ¿Estás comiendo todo lo que te pone papá en el plato?

—Sí.

—¿Incluso las verduras?

—Sí.

—¿De verdad?

—Sí. De verdad de la buena.

—¿Y tus hermanos?

—Tommy está aquí conmigo y Ethan está viendo la tele —Tommy tenía diez años y Ethan, quince. Su hijo mediano era una mezcla que había heredado rasgos tanto de Rick como de ella, pero el mayor era casi completamente una copia suya, con unos cuantos centímetros de más.

—¿Me los pasas para que pueda saludarlos?

—Claro. Un beso.

—Un beso y un abrazo muy fuerte, cariño. Pórtate bien, ¿de acuerdo?

—Que sí... —Cordelia sonrió al escuchar el tono de voz. Esa exasperación infantil le dieron ganas de meterse en la línea telefónica y salir por el otro lado para rodearla con los brazos, hacerle cosquillas y comérsela a besos.

—¡Mamá! Feliz Navidad —gritó el niño.

—Feliz Navidad, cielo, ¿qué tal te lo estás pasando?

—Bien.

—Me alegro. ¿Te estás comportando?

El niño dudó unos segundos antes de responder.

—Sí.

—Tommy...

—Mama... —respondió con la misma voz que había usado ella. Suspiró, era imposible enfadarse con él.

—No quiero que, después, tu padre me diga que ha habido problemas, ¿eh?

—Vale.

—Que no se te olvide que tenemos un trato. Papá Noel se sentirá muy decepcionado contigo si tiene que dejarte carbón debajo del árbol por segundo año consecutivo —le pareció oír un pequeño quejido que hizo que se le estrujara el pecho. Se dio un pequeño masaje sobre el esternón para tratar de aliviar la presión que se le había formado ahí—. Anda, pásame a tu hermano.

—Vale. Nos vemos dentro de unos días.

—Sí. Un beso y pórtate bien.

—Sí. Te paso a Et.

Esperó unos instantes antes de que oyera la voz de su hijo mayor. Como era lógico, fue el que peor había llevado lo del divorcio, pero, finalmente, se aclimató.

—Hola, mamá.

—Hola, cariño, ¿cómo estás? —se había enterado por casualidad de lo que había hecho su padre y, aunque aún era bastante joven, sabía muy bien lo que significaba. Cordelia todavía no podía creerse que hubiera estado casi un año sin hablarle.

—Bueno, tirando, ¿y tú?

—Igual.

Ethan suspiró.

—Preferiría estar en casa.

—Yo también, pero tu padre lleva esperando con mucha ilusión estas vacaciones para poder estar con vosotros.

—Lo sé.

—Sé bueno, hijo. Rick ha cometido errores, pero a vosotros os quiere muchísimo. Las cosas de pareja son solo de pareja.

—Eso no es cierto cuando las decisiones que se toman afectan a todos.

—Lo sé.

De fondo, oyó la voz de Rick que los llamaba para cenar.

—Me tengo que ir.

—Espera. ¿Has tenido algún tipo de...?

Su hijo se quedó en silencio unos segundos antes de contestar seriamente:

—No.

—De acuerdo. Muchos besos a todos.

—Mamá —hizo un ruidito de asco completamente fingido.

—Te quiero.

—¡Mamá!

—No nos está escuchando nadie.

—Me da vergüenza —Cordelia se rio.

—Espero que cuando tengas novia no sientas lo mismo.

—Tonta... —aunque pudo oír la alegría de nuevo en la voz de Ethan. Se sintió más ligera.

—Hasta dentro de unos días.

—Sí, adiós —colgó.

Se quedó unos minutos mirando por la ventanilla del coche sin ver nada más que la nieve que había empezado a caer en algún momento durante la conversación. Era tan limpia, tan pura, como si los ángeles lloraran y ese manto sirviera para erradicar el pecado del mundo. De repente, un viento fuerte la sacó de su estado de trance al balancear su vehículo con el mismo entusiasmo de una pareja de adolescentes retozones. Se dio cuenta de que seguía en la parte trasera del comedor público, encendió el motor y se puso en marcha. No le hacía ninguna gracia quedarse en un sitio sola y a oscuras. Podía ser peligroso.

Se internó en el escaso tráfico de esas horas. Casi todo el mundo ya debía de andar en sus casas rodeados de pavo, salsas y pudin.

Suspiró y se frotó los ojos, estaban empezando a escocerle por la fatiga. Miró el reloj del salpicadero, lo que le arrancó un gemido de lo más triste. Las ocho y veinte. Eso solo podía significar una cosa: adiós a su baño con burbujas. Se tendría que conformar con una ducha rápida. Aparcó el coche en el garaje y salió a recoger el correo que llevaba un par de días acumulándose en el buzón. Después, entró con un escalofrío y conectó la alarma. Nunca estaba de más ser precavida.

Se quitó los zapatos allí mismo, junto con el abrigo, y corrió descalza al comedor para dejar el bolso, el periódico y las cartas aún sin mirar.

Subió las escaleras a toda prisa y no habían pasado ni veinte minutos cuando ya estaba de regreso al volante.

—Tanto estrés por una estúpida cena —se quejó en voz alta. Con una última mirada anhelante, dio marcha atrás y se dirigió a casa de Donovan, sin dejar de arrepentirse todo el camino por haber aceptado.

«Con lo bien que estaría yo ahora en mi casita, remojándome en la bañera hasta convertirme en una pasa y perdiéndome en mis fantasías con mi macizorro de ojos oscuros».

Daba pena, cierto. Estaba totalmente obsesionada con un hombre al que solo había visto una vez, pero eso no parecía importarle a su libido. Era solo pensar en él y ponerse más a tono que una ninfómana en medio de la grabación de una peli porno.

Eran pasadas las nueve cuando llegó a casa de Donovan. Su amigo le abrió la puerta casi nada más llamar al timbre.

—¡Gracias al cielo por los pequeños favores! Creí que me congelaría si tenía que pasar más de cinco minutos en la calle —se quejó mientras se quitaba el abrigo, el gorro, la bufanda y lo guantes—. Todavía no me explico cómo pueden soportarlo esos pobres que vienen al comedor.

—Porque no les queda otro remedio, Cory. Ya sabes que todos los años fallecen muchos vagabundos por culpa del clima.

Cordelia asintió tristemente. Era un hecho contra el que luchaban las ONG al repartir mantas, comida caliente y ropa de invierno, pero, con la crisis, cada vez se hacía más difícil.

—Venga, arriba esos ánimos. Nosotros hacemos lo que podemos. No se puede pedir más.

—Ya, pero nunca parece ser suficiente.

Don la miró fijamente antes de hacer un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Se acomodaron delante de la chimenea con un vaso del vino que había llevado ella:

—¿Qué te pasa hoy? Normalmente, no eres tan pesimista.

—No lo sé. Supongo que son las fechas. Ya sabes que no me gusta nada la Navidad.

—¿Estás segura de que no hay algo más?

—¿Como qué? —inquirió extrañada.

—No lo sé, por eso te lo pregunto.

—No hay nada. Oye, que una puede sentirse un poco «chof» de vez en cuando.

Donovan sonrió.

—Eso no te lo discuto. ¿Quieres cenar ya?

—¿No va a venir nadie más?

—No. Este año solo estamos tú y yo.

—Vaya, señor Atherton, no me diga que lo tenía todo planeado para seducirme esta noche.

—Me ha pillado, señorita Adams, ¿qué tal si nos saltamos los preliminares y vamos directamente al postre?

—Que no soy su tipo. Me falta pelo en el pecho —fingió lloriquear.

Donovan se rio mientras tiraba de ella hacia la cocina.

Cinco minutos más tarde y armados con dos platos cada uno, se pusieron delante de la tele para ver el maratón de películas antiguas que echaban todos los años. Iban desde El mago de Oz hasta ¡Qué bello es vivir!, pasando por Chaplin y haciéndole una visitilla a Fred Astaire.

Sin embargo, en medio de la mítica frase «no hay lugar como el hogar», la película se interrumpió para dar paso al avance informativo de ámbito nacional.

Cordelia intercambió una mirada llena de aprensión con Donovan. Aquello no podía ser bueno.

—Sube el volumen, porfa —le pidió.

 

 

La víctima es una joven inglesa de diecinueve años que estaba pasando las vacaciones invernales con su abuela. Acababa de regresar de la iglesia cuando alguien la abordó, según testigos presenciales. No se sabe con certeza lo que ocurrió. La mujer apareció muerta en el parque Riverside a la intempestiva hora de las once y media de la noche cuando la encontró una pareja que regresaba a su hogar después de una noche de celebración. Este hecho ha escandalizado a la pequeña comunidad ya que nunca había sucedido nada similar antes. Lo más escabroso de todo, según afirman fuentes fidedignas, es que a la joven le faltaba el ojo derecho. Por lo que se comenta, el asesino debe de habérselo llevado como recuerdo. Se ruega encarecidamente a todos los ciudadanos que extremen las precauciones mientras se llevan a cabo las investigaciones...

 

 

Cordelia se llevó una mano a la boca. Justo lo que necesitaban, un asesino en la puerta de al lado.

—¿Me puedo quedar esta noche aquí?

—Ya tienes la habitación de invitados preparada.

Cory lo miró enarcando una ceja:

—¿Sabías que te lo iba a pedir?

—Había una posibilidad muy grande de que te durmieras en el sofá.

—Lo dices como si sucediera siempre que vengo.

—Bueno, no siempre, pero sí dos de cada tres veces —sonrió.

Era bueno que Donovan fuera su mejor amigo desde la escuela secundaria. Al menos, había podido contar con él en los peores momentos. Se acurrucó contra su costado y con el calor y la sensación de seguridad se quedó dormida.