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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harlequinibericaebooks.com

 

© 2014 Anna Turró Casanovas

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Cuando no se olvida, n.º 30 - mayo 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4335-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

 

 

Para Marc, Ágata y Olivia

 

 

«Conservar algo que me ayude a olvidarte sería admitir que te puedo olvidar”

 

William Shakespeare

Ayer

 

 

Hay amores imposibles, personas que no van a conocerse nunca, personas con vidas tan distintas y tan dispares que es imposible que coincidan y que, en el improbable e inexplicable caso de que lo hagan, no se fijarán la una en la otra pues ni siquiera se ven. Existe la teoría de que a veces la luna elige a dos de esas personas, dos personas tan distintas como las estrellas lo son de las nubes que acarician el sol, y se enamoran. Es un amor que puede con todo, como tiene que ser, pues tendrá que enfrentarse a muchos obstáculos para sobrevivir. Y, si lo consigue, será un amor inigualable, de esos que inspiran poemas y que hacen que las personas más sensatas pierdan la cabeza, o que las más perdidas encuentren su rumbo. La luna elige a muy pocas de esas parejas tan improbables y tan mágicas, de hecho, hace años que no elige a ninguna, porque la última vez que eligió una fue cuando decidió que el arcoíris se casaría con la tormenta, y por todos es sabidos que ellos dos nunca han conseguido estar juntos.

 

Leyenda de la abuela Celine.

(la abuela preferida de Amanda)

Prólogo

 

Amanda Perrault tenía un físico que no encajaba para nada con lo que la gente esperaba de ella al oír su nombre o al descubrir la historia de su familia. Amanda era francesa, como su nombre indicaba, y su familia tenía un restaurante, francés, por supuesto, en el barrio irlandés de Boston. Sí, en el barrio irlandés; Boston, como la gran mayoría de ciudades de Estados Unidos, también carecía del buen gusto necesario para tener un barrio francés. O eso solía decir siempre el padre de Amanda.

Cuando alguien oía el nombre de Amanda Perrault y averiguaba que su familia poseía un restaurante esperaban ver una joven de piel blanca y pelo negro y resplandeciente, cortado justo debajo la oreja probablemente. Unos ojos grandes y también oscuros, algunas pecas, quizá, y una innegable tendencia a vestir con colores apagados y llevando siempre bailarinas en los pies y una boina en la cabeza.

Amanda era rubia, muy rubia, y sí, tenía unas cuantas pecas esparcidas por la nariz. Tenía los ojos de un color verde claro, ojos mágicos según su abuela Celine, y siempre sonreía. Carecía por completo de la frialdad de sus compatriotas y era muy cariñosa, y tenía una extraña tendencia a meterse en líos y a rescatar animales en peligro. Y un don extraordinario para los dulces, en especial para el pastel de manzana con crema de caramelo.

Amanda nació una noche de verano, su madre estaba en la cocina del restaurante cuando rompió aguas y su padre la llevó al hospital todavía con el uniforme de camarero. Después de los días de rigor en el hospital, Amanda y su madre Shopie volvieron a casa, y Amanda prácticamente se crio en la cocina. Quizá por eso quería ser cocinera, o quizá había sido justo al revés, quizá ese local se había convertido en un restaurante porque sabía que algún día Amanda crecería en él.

Ella era así, Amanda, soñadora, optimista, luchadora. De pequeña fue al colegio del barrio, las aulas estaban repletas de irlandeses e italianos, todos de Boston, claro, pero todos con las raíces repartidas por Europa.

Y así se hizo mayor Amanda, soñando con un continente que no había pisado jamás, convencida de que algún día viajaría allí y aprendería a cocinar. En su sueño, aunque su físico seguía sin encajar, Amanda se veía convertida en cocinera de un prestigioso restaurante francés. En chef, como decían allí. Pero como ella no era ninguna idiota, y su abuela Celine le había enseñado bien, sabía que los sueños no aparecen por arte de magia bajo la almohada y que hay que trabajar muy duro para conseguirlos. Y empezó a trabajar desde pequeña. Repartió periódicos por el barrio, paseó perros, hizo de niñera de los bebés de los vecinos… Sus trabajos iban cambiando a medida que se hacía mayor.

Con veinte años Amanda estudiaba Literatura francesa en la universidad, trabajaba en el restaurante de su padre, igual que sus hermanos, y siempre que podía, o que la llamaban, hacía de camarera en una empresa de catering de un conocido de la familia.

Y fue esa empresa de catering la que cambió el destino de Amanda… ¿o fue la luna?

 

 

Tim Delany tenía un físico que encajaba a la perfección con lo que la gente esperaba de él en cuanto oían su nombre y averiguaban quién era. Tim Delany era en realidad Timothy Delany Jr., es decir, hijo. Tim era el hijo mayor del senador Tim Delany padre (que también había sido junior en su momento), era alto, rubio, de piel morena, dientes perfectos y mandíbula fuerte. Lo único que no encajaba con Tim eran sus ojos, eran demasiado profundos, poseían demasiados sentimientos, y si uno cree que los ojos son el espejo del alma, puede afirmar que los ojos de Tim correspondían a un alma que estaba sufriendo. Pero ¿qué motivos podía tener Tim para sufrir? Él iba al mejor colegio de Boston, tenía los mejores coches, la ropa más impresionante, la casa más lujosa. ¿Qué más podía pedir? De pequeño, no demasiado. Tim aprendió pronto, demasiado pronto, que sus padres estaban siempre muy ocupados y que no podían dedicarle tiempo. Ante las cámaras, o ante sus amistades, eran siempre cordiales, fríos pero cariñosos, de mano firme y halago escueto, pero cuando estaban a solas sencillamente desaparecían. Sin embargo, el pequeño Tim se hizo mayor y descubrió que sí que podía hacer algo para llamar la atención a sus padres; podía beber, estrellar algún coche, dejar que lo arrestasen, drogarse, acostarse con una cualquiera en su casa.

En realidad él no disfrutaba en especial haciendo ninguna de esas cosas, sencillamente le gustaba dejar de ser invisible durante un rato. Con el paso de los meses esos actos de rebeldía también fueron perdiendo eficacia y entre Tim y sus padres se instaló una especie de tregua que consistía en que ellos le dejaban hacer lo que quisiera siempre que cumpliera con unas expectativas mínimas. Y una de esas expectativas fue estar presente en la fiesta que habían organizado en la mansión familiar para celebrar la última victoria política del senador Tim Delany (padre).

Tim no sabía qué hacer con su vida, el senador y su esposa se las habían ingeniado para coartar y destrozar todos sus sueños. «No puedes estudiar Arte, Tim». «¿Psicología infantil? Vaya estupidez.» «¿Por qué quieres ir a ayudar a reconstruir un poblado en África?». Lo único que parecía encajar era el fútbol, ese deporte sí que contaba con la aprobación del senador, al fin y al cabo era el pasatiempo preferido de Norteamérica.

Tim no era consciente de estar apagándose, lo que él sentía era una asfixia continua con la que había aprendido a convivir. Igual que un pez al que sacan del agua pero vuelven a meterlo dentro de vez en cuando para que nunca llegue a asfixiarse. Tim era ese pez y ya se había olvidado de hacia dónde quería nadar.

Hasta que un día el senador le obligó a asistir a esa fiesta… ¿o fue la luna?

1

 

 

Amanda estaba muy cansada, se había pasado la semana entera sobreviviendo a un examen tras otro y trabajando por las noches en el restaurante de su padre. Estaba en su tercer año en la universidad y las asignaturas habían empezado a complicarse; en realidad se habían complicado ya en el primer curso pero a Amanda le gustaba creer que en esa época sabía lo que hacía.

El restaurante de su padre, el Sena (el nombre no era muy original), las cosas iban bien. Gozaban de mucha popularidad en el barrio y tenían una clientela bastante regular, además de los turistas ocasionales que entraban de vez en cuando. Amanda solía trabajar allí todas las noches, y no solo porque su padre le dejaba quedarse con todas las propinas que se ganaba, sino también porque cada noche preparaba uno de sus platos antes de que empezase el turno y después observaba fascinada las reacciones de los comensales que lo probaban.

Ya había preparado dos de pescado, uno de carne y tres pasteles que se habían ganado un lugar fijo en la carta. El próximo reto iba a ser una sopa.

Pero no iba a hacerla hoy. Era viernes y estaba exhausta, en cuanto terminase de servir el último café subiría a su cuarto y se quedaría dormida hasta el sábado por la tarde. O el domingo por la mañana, todavía no lo había decidido.

–¡Amanda! –la llamó su padre–, descuelga el teléfono. Es para ti. Es Jason, creo que quiere pedirte un favor.

Amanda cerró los ojos y se planteó pedirle a su padre que le mintiera a Jason y le dijera que se había muerto, o fugado a Alaska. Pero no lo hizo, Jason no se merecía que le diese aquel susto, era un hombre de sesenta años con problemas cardíacos, y ella necesitaba el trabajo. A Amanda no le hacía falta hablar con Jason para saber que la había llamado por eso, seguro que se le había puesto enferma alguna camarera.

–¡Voy! –le contestó a su padre resignada, y se levantó del sofá en busca del teléfono–. Hola, Jason, ¿en qué puedo ayudarte?

–Amanda, eres un cielo.

«Sí, se le ha puesto enferma una camarera.»

–¿Qué pasa, Jason? Dime.

–Tengo un compromiso enorme esta noche, una fiesta en casa de un ricachón en la ciudad. –Jason hablaba así, como sacado de una serie de dibujos animados–. Me han fallado tres chicas, he encontrado a dos pero no tienen experiencia y esta noche tiene que salir todo perfecto. No puedo jugármela, necesito a alguien que las vigile. Dime que vas a venir.

–Jason, yo…

–Te pagaré el doble.

–Está bien –aceptó sumando mentalmente la cantidad que iba a ingresar en su fondo «para Europa»–. ¿A qué hora tengo que estar allí?

–¿Dentro de media hora?

–Jason, acabo de llegar de clase.

–Está bien, dentro de una hora. Y tráete el uniforme. ¡Gracias, princesa, te debo una!.

Amanda oyó que su interlocutor colgaba sin esperar a que ella se despidiera y se desplomó de nuevo en el sofá.

Tenía que alargar esos diez minutos de descanso como fuera. Cerró los ojos y cruzó los dedos para que la fiesta de la que le había hablado Jason tuviese pocos invitados y terminase pronto. Los abrió poco tiempo después porque notaba que iba a quedarse dormida y no podía correr ese riesgo. Se levantó del sofá y fue a ducharse.

El agua fría la ayudó a quitarse de encima parte del cansancio y tras secarse se vistió con unos vaqueros, una camiseta y un jersey. Se recogió la melena rubia en un moño en la nuca, asegurándose de que no le quedaba ningún mechón suelto y de ofrecer su aspecto más profesional. Se calzó unas deportivas floreadas que le había regalado su hermano mayor por su cumpleaños y buscó el uniforme de la empresa de catering en el armario. Descolgó la percha, la guardó con cuidado en la funda para transportar trajes y después colgó en el exterior la bolsa con las medias y los zapatos de tacón.

La empresa de Jason, Silver Fork, se esmeraba en ofrecer a sus clientes una imagen elegante, sofisticada y muy profesional. Nadie que viera a Jason lo creería, pues el hombre tenía una barriga digna de rivalizar con la de Papá Noel y siempre la cubría con camisas de vistosos estampados hawaianos, pero tenía una excelente visión comercial y un don innato para los negocios. Además, Amanda le quería mucho pues era el mejor amigo de su padre y una especie de tío adoptivo que solía malcriarla cuando no le pedía que sustituyese a una camarera un viernes después de una de las peores semanas de su vida.

Amanda bajó al restaurante cargada con el portatrajes, la bolsa de los zapatos y un bolso en el que llevaba un pequeño neceser con los utensilios de maquillaje y varias docenas de aspirinas. Le dio un beso a su padre, otro a su madre y a la abuela Celine, que estaba sentada en la barra leyendo el periódico e inspeccionando a todos los clientes que entraban.

–¿Adónde vas? –le preguntó la abuela.

–Jason me ha pedido que le haga un favor –le contestó Amanda robándole una rebana de pan del plato que tenía delante–. Le han fallado tres camareras y tiene una fiesta muy importante.

–Vaya, y yo que creía que ibas a cometer la locura de irte de fin de semana como una chica cualquiera de tu edad –se burló Celine.

–Me ha dicho que me pagará el doble –se defendió Amanda, que sabía que no era normal que tuviese que defenderse por trabajar y no querer salir de fiesta.

–Fantástico, así tendrás más dinero cuando caigas rendida por ahí. Europa no se irá a ninguna parte, Amanda –le recordó su abuela con cariño.

–Lo sé. –Amanda se agachó y le dio otro beso en la mejilla–. Pero ya tengo veinte años.

–Ah, claro, me había olvidado de que en Europa te echan por vieja.

–¡Abuela! –Amanda se rio–. Lo digo por las escuelas de cocina.

–Lo sé. –Celine le dio unas palmaditas en la mano–. Vamos, vete, o llegarás tarde.

Amanda caminó hasta la parada de autobuses y esperó a que llegase el que la acercaba más a las oficinas de Silver Fork. No tardó demasiado en llegar a su destino y una vez allí se bajó del autobús y fue en busca de Jason y del resto de chicos y chicas que iban a trabajar en la fiesta de esa noche.

Y cuando vio la cantidad de personal que había allí reunido supo que sus plegarias habían sido en vano y que no iba a meterse en la cama hasta bien entrada la madrugada. Suspiró resignada y fue a cambiarse.

 

 

La fiesta iba a celebrarse en una de las mansiones más famosas de Boston; de hecho, probablemente la más famosa: la mansión de la familia Delany. Si en Estados Unidos existiera la realeza, los Delany serían condes, o incluso duques, decretó una de las compañeras de Amanda de esa noche. El motivo de la fiesta era que el senador Delany había sido reelegido por otra legislatura. A diferencia de su primera candidatura, esta segunda había estado más reñida, así que el senador no había reparado en gastos para restregar su victoria por la cara de su adversario.

La mansión Delany estaba situada en las afueras de Boston, era una magnífica casa señorial que había sido construida a principios del siglo pasado por el primer senador Delany, padre del senador actual. La fachada era de piedra caliza blanca, donde resaltaban las rejas negras y las columnas que presidían la escalinata principal rodeada de césped. Había flores por todas partes, arbustos perfectamente podados, y antorchas y velas que marcaban el camino.

Cuando la furgoneta en la que viajaba Amanda giró para dirigirse a la puerta trasera de la mansión, ella tuvo incluso la sensación de haber viajado en el tiempo y de estar viviendo una escena sacada de El gran Gatsby. Si bien Jason solía tener clientes muy selectos, jamás había tenido ninguno tan importante, no era de extrañar que la hubiese llamado tan nervioso cuando vio que le habían fallado tres chicas. Y tampoco que quisiera asegurarse de que todo saliera a la perfección. Si esa noche era un éxito, seguro que pronto tendría más clientes. Amanda se alegró mucho por él y se prometió que intentaría hacer todo lo posible para que esa noche los camareros, la comida y la bebida fueran como la seda.

La furgoneta se detuvo y Amanda, que iba en el asiento del acompañante, fue la primera en bajar. Dirigió a sus compañeros mientras descargaban las bandejas y el resto de utensilios y buscó con la mirada al organizador del evento. Tenía que haber uno, en esa clase de fiestas siempre lo había.

Lo encontró, una mujer estirada de unos cuarenta años con un pinganillo en la oreja. Se acercó a ella y se presentó. La mujer, la señora Watts, no le ofreció su nombre, le indicó dónde estaba la cocina y la sala que habían adecuado para que dejasen sus cosas. Amanda tuvo la impresión de que a esa mujer no le gustaba que ella fuese tan joven, pero no le dijo nada. Se despidió de ella estrechándole la mano y volvió con el resto de empleados de Jason para prepararse para la larga noche que les esperaba.

Los chicos y las chicas que trabajaban para Jason eran principalmente estudiantes de escuelas de hostelería de la zona. Amanda había coincidido con varios en anteriores ocasiones y sabía que podía confiar en ellos. Tal vez les faltara veteranía, como diría su padre, pero sabían lo que hacían y tenían recursos de sobra para reaccionar ante cualquier incidencia. Las únicas que le preocupaban a Amanda eran esas dos chicas nuevas que Jason había contratado para esa noche a última hora. Las dos eran muy agradables y estaban predispuestas a trabajar, pero también estaban muy nerviosas y muy alteradas porque iban a ver a «gente famosa» toda la noche.

Amanda intentó tranquilizarlas, les dijo que mantuviesen la mirada fija en lo que estaban haciendo y que no prestasen atención a quién era quién. Rose y Emma, así se llamaban las dos camareras novatas, parecían incapaces de serenarse, así que al final Amanda optó por encargarle a Rose que se ocupase de recoger las copas y los vasos vacíos que los invitados dejaban esparcidos por cualquier rincón imaginable. A Emma le encargó la supervisión de las botellas de vino, agua, zumos y licores que servían cuatro barmans profesionales en las barras que había instaladas en el salón. Convencida de que así las tendría a las dos ocupadas haciendo algo útil y que sin duda ayudaría al resto de sus compañeros, Amanda se dispuso a comprobar cómo iba la preparación de la comida.

Una hora más tarde salió de la cocina y suspiró aliviada al ver que la fiesta era un éxito. Los casi trescientos invitados hablaban entre ellos con sonrisas en los labios, la música flotaba con suavidad en el aire, los camareros se movían con fluidez por el salón y por las zonas del jardín que habían decorado para la ocasión. Los periodistas que habían asistido a la primera media hora de la cena habían fotografiado las mesas con las creaciones de los cocineros de Silver Fork y seguro que más de una invitada contrataría los servicios de la empresa de Jason después de esa noche.

A Amanda le dolían los pies y si pudiera detenerse un segundo y apoyarse en una pared, o en una puerta, se quedaría dormida, pero estaba contenta y se sentía muy satisfecha de sí misma. Tal vez incluso podría irse, pensó, podría decirle a Marnie, una de las camareras con más experiencia de Silver Fork, que la dejaba al mando e irse a casa.

Sí, ya habían empezado a servir los cafés y en la cocina estaban recogiendo los utensilios que habían utilizado para preparar los primeros platos.

Entonces oyó el distintivo sonido de varias copas rompiéndose a la vez y vio a Rose salir de una puerta de caoba que había al fondo del salón –y donde se suponía que no debía entrar– con lágrimas en los ojos.

Corrió hacia ella. Por fortuna para todos, el estruendo de las copas aconteció en el mismo instante en que la orquesta de música de cámara elevaba el volumen. Amanda lo había oído porque estaba cerca y porque esa clase de sonido formaba parte de su día a día y lo reconoció de inmediato.

–¿Qué ha sucedido? –le preguntó a Rose, asegurándose de que no tenía ningún corte ni ninguna herida.

Rose sollozó histérica y se abrazó a ella.

–Un hombre, allí dentro –balbuceó–. Me ha asustado.

Amanda la apartó de ella y la sujetó por los hombros.

–No pasa nada, tranquila. ¿Qué ha pasado?

–He entrado allí –señaló la puerta con un dedo tembloroso–… y se me ha caído la bandeja. Se han roto todas las copas.

Rose volvió a llorar desconsolada.

–No llores, Rose –la consoló Amanda–, ve a la cocina y quédate allí. Enseguida nos iremos, ¿de acuerdo?

–De acuerdo –aceptó Rose aliviada y con el rímel resbalándole por las mejillas–. Gracias.

–De nada. Vamos, ve.

Rose caminó apresuradamente hacia la cocina, intentando no llamar la atención. Amanda se esperó a verla entrar antes de apartarse y dirigirse a la misteriosa puerta de caoba.

Colocó una mano en el picaporte y antes de hacerlo girar miró a ambos lados para asegurarse de que no la veía nadie. Lo giró y entró.

La habitación estaba a oscuras, la única luz que había la proporcionaban los rayos de la luna que se colaban por las dos ventanas que daban al jardín trasero de la mansión. Era una biblioteca, dedujo Amanda al ver la estantería que había al fondo, precedida por dos butacas orejeras. En el centro había una mesa de billar. Las cortinas estaban parcialmente echadas, y había una parte de la estancia completamente a oscuras. En el lateral creía adivinar un mueble bar y un sofá chaise long. Un destello captó su atención y vio el estropicio de copas en el suelo. Sin encender la luz para no captar la atención de nadie que pudiese estar paseando por el jardín, Amanda se dirigió con una bandeja a recoger los cristales.

Se arrodilló delante y empezó a colocarlos con cuidado encima de la bandeja.

–Vaya, deduzco que no eres la boba asustadiza de antes.

La voz le sorprendió pero no se asustó, ya había visto antes la silueta de su propietario sentado en la última butaca que había en medio de las dos ventanas.

–Y yo deduzco que usted es el cretino que la ha asustado y que no se ha dignado a ayudarla.

Y entonces sucedió lo más sorprendente: la voz se rio.

2

 

Tim llevaba seis meses sin ver a sus padres, o tal vez más. Durante ese periodo de tiempo se había roto un brazo, el equipo de fútbol americano donde jugaba había ganado cuatro partidos y empatado otros dos, había pasado tres fines de semana en el extranjero, se había puesto enfermo, había aprobado dos asignaturas muy importantes en la facultad de Derecho y había decidido matricularse a escondidas en Psicología infantil.

Ni el senador ni su esposa se habían enterado de nada. No le habían llamado y no se habían interesado por él en ningún sentido. Y él ya no recordaba si le importaba o no, sencillamente sabía que así era como funcionaban las cosas.

Ese fin de semana Tim tenía planes, iba a pasarlo con un grupo de amigos en Nueva York. Habían organizado una fiesta para celebrar que su equipo se había clasificado para la final de la liga universitaria. Para muchos era su último año y habían organizado una gran fiesta en el hotel donde tenían las habitaciones reservadas. Iba a ser espectacular, pero a Tim no le había apetecido tanto ir hasta que apareció el secretario de su padre y le dijo que le esperaban «en casa» el fin de semana. Tim echó a ese energúmeno de la residencia universitaria donde vivía y le dijo que podían esperarle sentados. A la mañana siguiente apareció su padre. El senador que no había podido asistir a ningún partido ni había podido aconsejarle sobre ninguna asignatura, el mismo que no se había presentado cuando se rompió el brazo por tres sitios y tuvieron que sedarle para poder colocárselo en su lugar, apareció casi por arte de magia el viernes en el dormitorio de su hijo.

Tim no se inmutó al ver a su padre esperándolo en la silla que él utilizaba para estudiar. El senador había llegado de incógnito, llevaba gafas y traje negro, no había acudido allí en viaje oficial. No hacía falta que le sacasen ninguna foto, de hecho, se había asegurado de que nadie supiese que estaba allí. El padre de Tim le hizo saber que si no se presentaba en casa esa noche con sus mejores galas y su mejor sonrisa para celebrar la victoria electoral de su progenitor, este dejaría de pagarle todos esos lujos que le gustaban tanto. Y antes de que Tim abriese la boca y le dijese que siempre podía recurrir al fondo que le había dejado su abuela, el senador le recordó que él seguía teniendo el permiso de vetarlo. Tim lo fulminó con la mirada, cerró los puños y odió que le temblase la mandíbula porque los dos sabían que esa noche iba a estar en casa listo para la maldita función.

Después de que el senador se fuera, sin despedirse, obviamente, Tim se quedó en la habitación el resto de la tarde furioso consigo mismo porque, a pesar de los desengaños que había acumulado con los años y de lo mucho que había cambiado debido a ellos, había momentos en que se olvidaba de todo lo que había aprendido y volvía a ser el de antes.

Ese Tim jamás habría sobrevivido, pero el de ahora sí. Era una pena que sus amigos no estuviesen en la ciudad, habría podido tomarse una cerveza con ellos antes de irse a hacer el pamplinas. Se le ocurrió una idea brillante, acudiría a la fiesta y haría el mono como su padre le había pedido, ordenado en realidad, pero se encargaría de que el senador se arrepintiese de haberlo hecho aparecer. Y cuando el ambiente se calentase los dos se alegrarían de que se marchase antes de que terminase el fin de semana. Sí, pensó satisfecho, tal vez incluso podría llegar a Nueva York y reunirse con sus amigos. Preparó una bolsa con algo de equipaje, en la mansión ya no quedaba nada suyo de verdad, y abandonó Harvard.

Llegó a la mansión dos horas antes de que empezase la fiesta y la casa ya estaba infestada de camareros que iban de un lado al otro, preparándolo todo para la gran noche. Mientras cruzaba uno de los pasillos vio por el rabillo del ojo a la señora Watts, la arpía que sus padres solían contratar como organizadora de eventos, pero no reconoció el uniforme de los camareros y pensó que la última empresa de catering por fin había decidido tirar la toalla y dejar de soportar las exigencias absurdas de sus padres. Entró un momento en la cocina, cogió una cerveza y después siguió caminando hacia su dormitorio. Se pondría la ropa de deporte y saldría a correr un rato, le iría bien para desahogarse, después se ducharía y se pondría un traje de esos con los que su madre insistía en llenarle el armario y saldría a recibir a la prensa con sus padres. Seguro que encima del escritorio que había frente a la ventana de su habitación encontraría un horario detallado de lo que se esperaba de él esa noche. Nadie había ido a recibirle, excepto el jefe de seguridad de su padre que le riñó por no haberle informado de su llegada. Tim se limitó a sonreírle de oreja a oreja y siguió caminando. Él siempre se había negado a llevar seguridad, le parecía ridículo e innecesario, y al parecer era lo único en que sus padres y él coincidían. Giró por un pasillo y llegó a la zona de la casa por la que iban a pasearse los invitados de esa noche. La decoración era muy elegante sin llegar a ser ostentosa, proclamaba a los cuatro vientos que los Delany hacía siglos que tenían dinero y, desde varias generaciones, también poder. Tim no la reconocía, ver ese vestíbulo y aquel salón tan preciosos no le causaba ninguna emoción, era como si se estuviera paseando por entre las páginas de una revista. Hasta que vio la foto.

Allí, colocada estratégicamente en un extremo de un impresionante mueble de cajones de madera, junto a un jarrón lleno de tulipanes casi perfectos, había una foto de Max.

Se le revolvieron las entrañas y estuvo a punto de vomitar. La sangre le hirvió tan rápido que notó que le temblaban las sienes. ¿¡Cómo se atrevían!?

Dejó la cerveza encima de la mesa que tenía al lado y caminó decidido hacia el resplandeciente marco de plata. Lo cogió, los dedos le temblaron al apretarlo con fuerza, y se alejó de allí ante la mirada atónita de uno de los camareros.

–¡Tim! –lo llamó la única persona capaz de detenerlo–. ¡Tim, espera!

Tim, que había subido cuatro escalones de la escalera que conducía al piso superior donde se encontraban los dormitorios, se paró sin darse media vuelta.

–No voy a volver a dejarla allí, Tabi.

–Lo sé –respondió ella–. Lo sé. ¿Por qué no te das media vuelta? Hace más de seis meses que no te veo –le riñó con cariño.

Tim se volvió a regañadientes. Quería irse de allí cuanto antes, le tiraba la piel de lo incómodo que se sentía.

–Ya está, ya me he dado la vuelta.

–Y sigues siendo tan malcarado como siempre. –La mujer suspiró resignada y subió los cuatro escalones–. Dame un abrazo –le dijo abrazándolo ella.

Tim no soltó la foto ni la bolsa, pero rodeó durante unos segundos a esa mujer que debía de pesar tanto o más que él.

–Has adelgazado –se burló, porque eso era lo que hacía con Tabita, fingir que era una persona capaz de bromear.

Ella se rio y le dio un beso en la mejilla antes de soltarlo. En el mundo rancio del senador y su esposa, Tabita Simons era su ama de llaves, la encargada de gestionar el resto de miembros del servicio y de asegurarse de que en su día a día ellos no tuvieran que resolver problemas mundanos ni tratar con la gente que los evitaba. Pero en el complicado y desolado mundo de Tim, Tabita era lo más parecido a una niñera que había tenido jamás.

–Eres un canalla –le dijo con una sonrisa; ella solía llamarlo así, y le acarició la mejilla–. Pareces cansado.

Tim tragó saliva y fingió que no le emocionaba ver que se preocupaba por él.

–Estoy bien. –Se encogió de hombros–. Voy a dejar el equipaje en mi habitación y me iré a correr un rato.

–La prensa llegará a las siete –le recordó ella.

–Estaré listo, no te preocupes.

Tabita le sonrió de nuevo, se giró y bajó la escalera a paso lento. A su edad y por culpa del reuma empezaba a costarle un poco moverse.

–Me preocupo –farfulló en voz baja–, me preocupo.

Tim subió el resto de la escalera corriendo, entró en su dormitorio, que por fortuna estaba intacto, y se puso la ropa de deporte. Dejó la foto de Max encima de la cama con el resto del equipaje y salió por la ventana como hacía siempre. Ese roble llevaba allí años y nunca le había fallado.

Corrió por el bosque que se extendía por detrás de la mansión hasta que el aire le quemó en los pulmones. El sudor le resbalaba por la espalda y le cubría la frente y el torso. A pesar de que estaba en excelente forma física porque era quarterback del equipo de fútbol de la universidad, esa tarde necesitaba forzase y correr más. Necesitaba la extenuación y el vacío que sentiría después. Por eso corrió y corrió sin importarle la hora, no paró hasta que los músculos de las pantorrillas le temblaron y se le tensaron los brazos. Solo entonces, cuando empezó a aparecer el dolor, corrió en dirección a la mansión. A medida que iba acercándose supo que el espectáculo estaba a punto de empezar y que tenía que darse prisa. Volvió a trepar por el roble y entró en su dormitorio por la ventana. Se duchó, se peinó y se puso el primer traje negro que descolgó que, evidentemente, era perfecto.

Estaba abrochándose los gemelos cuando alguien llamó a su puerta.

–Adelante.

Se abrió y apareció su madre.

–¿Estás listo, Tim? Tu padre nos está esperando.

–Sí, estoy listo. Estás tan bella como siempre, madre, por ti no pasa el tiempo –añadió con cierto sarcasmo y ella le sonrió, no intentó excusarse por todos los meses que hacía que no lo veía. Y tampoco le preguntó qué había estado haciendo todo ese tiempo.