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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Lee McKenzie McAnally

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

De nuevo él, n.º 26 - junio 2014

Título original: Daddy, Unexpectedly

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4340-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

CLAIRE de Angelo pinchó con el tenedor el último trozo de lechuga de su plato. Dos horas antes, no era muy apetitosa. Ahora, caliente y mustia, daba asco, sencillamente. La tiró a la basura, debajo de la pila, y metió los platos de la comida en el lavavajillas.

–Olvídate de comer. Tienes cosas más importantes en las que pensar –regresó decidida a la mesa del comedor, se sentó y abrió la agenda de su ordenador portátil.

Había sido una semana de mucho ajetreo. Claire había cerrado la venta de una casa en Seattle, en el barrio de Victory Heights, y había añadido otras dos a su lista de propiedades en venta. Tenía que enseñar otras tres la mañana siguiente a varias parejas de recién casados que buscaban la casa de sus sueños. Sentiría la tentación de decirles que, una vez pasada la luna de miel, todo iba de mal en peor, pero era agente inmobiliario, no consejera matrimonial.

La empresa que había fundado un par de años antes estaba empezando a despegar en serio, y sus dos socias estaban tan atareadas como ella. Más aún, porque ellas tenían familia. Claire se alegraba por Samantha y Kristi, se alegraba de verdad, pero también sentía un poco de envidia. Desde su infancia, cuando iba de una punta a otra del país, pasando de una base militar a otra, había soñado con tener una casa de verdad, una casa con valla de madera blanca y un gran jardín donde ella y el hombre de sus sueños verían a sus hijos corretear tras el perro y jugar con sus amigos. Técnicamente, ni Sam ni Kristi tenían valla de madera blanca, pero sí todo lo demás que anhelaba Claire.

Se levantó y se acercó a la pared de cristal que daba al estuario de Puget. Tenía un lujoso ático con unas vistas que valían un millón de dólares, un gato déspota que se pasaba casi todo el tiempo durmiendo, cero hijos y un marido que pronto dejaría de serlo. Consultó su reloj. Eran las dos y media de un viernes por la tarde y había hecho todo su trabajo, así que ¿por qué estaba tan inquieta?

–Porque estoy muerta de hambre –la ensalada que se había comido a mediodía se había evaporado sin dejar rastro, lo mismo que la sensación de satisfacción por comer algo sano y casi sin calorías. Volvió a la cocina y echó un vistazo dentro de la nevera. Ingredientes para otra ensalada, cuatro huevos, un frasco de yogur desnatado y una botella de leche descremada. Sacó un recipiente de plástico lleno de zanahorias y apio y abrió un armario. Una caja de cereales para el desayuno con cien calorías por ración y un paquete de tortitas de arroz.

«¿Cómo se te ocurre?», se preguntó. «Se supone que estás a dieta».

Puso la escuálida comida sobre la encimera de granito bruñido. Puaj.

En su teléfono móvil comenzó a sonar La cucaracha. Puaj y más puaj. Tenía asignado aquel tono a un solo número: el de su futuro exmarido. Últimamente lo oía mucho, y aquello empezaba a sacarla de quicio. Le dieron ganas de dejar saltar el buzón de voz, pero entonces él dejaría un mensaje interminable. Y volvería a llamar veinte minutos después para preguntarle si lo había oído.

–Te dije que dejaras de llamarme –dijo, prescindiendo de cortesías.

–Esto es importante.

Siempre lo era.

–¿Qué quieres?

–Mi abogado ya ha terminado de redactar los papeles del divorcio y vamos a mandárselos a tu abogada esta tarde para que los firmes.

Típico de Donald: asumir que accedería a sus condiciones, como había accedido a todo lo que él había querido durante su matrimonio. Habían comprado el piso de lujo que él había querido, habían pospuesto el tener familia porque él no estaba listo. Pues el divorcio lo harían a su manera, maldita sea.

–Hablaré con mi abogada, a ver qué le parece –de pronto la invadió la sensación de que había comido hacía dos días, en vez de hacía dos horas, y supo que no iba a conformarse con un trocito de zanahoria cruda. Tenía unas ganas inmensas de comer algo rico, dulce y chocolateado.

–Es un acuerdo muy sencillo –añadió Donald–. Lo dividimos todo a partes iguales y nos repartiremos los gastos de la venta del ático... aunque no podemos venderlo si no lo pones en venta, claro.

Claire agarró una tortita de arroz y se imaginó un gofre con una montaña de nata batida encima y un montón de fresas frescas, todo ello generosamente salpicado con virutas de chocolate.

–Todavía no he encontrado un sitio donde vivir –le recordó.

–Eres dueña de una agencia inmobiliaria, Claire. Has tenido meses para encontrar otra casa. No es tan difícil.

Para él no lo había sido, desde luego. Al marcharse del ático, se había instalado directamente en el piso de su nueva novia, Deirdre. Claire no la conocía, pero se la imaginaba como a Cruella de Vil, solo que aún peor.

–Mi abogada llamará al tuyo –dijo.

–Una cosa más.

«Como siempre, contigo».

–¿Qué? –preguntó. Hundió una cuchara imaginara en unas natillas cubiertas de chocolate y se imaginó rechupeteándola. ¡Qué delicia!

–Hemos calculado un reparto equitativo de bienes, y quiero ese libro que te regaló mi abuela.

A Claire casi se le cayó el teléfono. ¿Hemos? ¿Quiénes? ¿Donald y su abogado? ¿Donald y Deirdre?

–Ni pensarlo. Fue un regalo para mí, así que es mío.

–Eso no importa –repuso él–. Te lo regaló un miembro de mi familia y quiero recuperarlo.

Su suegra le había regalado un horrible bolso de vinilo rojo el año anterior, por su cumpleaños. ¿También lo quería?

–Es un libro infantil –le recordó–. ¿Para qué lo quieres? –a no ser que... ¿Estaría embarazada Deirdre? Tras empeñarse en no querer tener hijos con ella, aquel sería el insulto definitivo.

–Por lo visto, es un ejemplar de coleccionista y pertenecía... pertenece a mi familia.

Naturalmente. No se trataba de una cuestión sentimental relacionada con su familia o con los niños, ni siquiera con la literatura. Claire conservaba aún todos sus libros favoritos de cuando era niña, y con los años había ido aumentando su colección. La abuela de Donald también había sido muy amante de los libros, y había tenido la ilusión de conocer a sus bisnietos algún día. Justo antes de morir, le había regalado el libro a Claire y le había hecho prometer que se lo leería a sus hijos.

Donald seguramente ni siquiera recordaba que era una primera edición de Beatrix Potter. Para él, todo era cuestión de dinero. Siempre el dichoso dinero. En fin, peor para él. Si creía que iba a recuperar aquel libro, iba listo.

–He tenido una semana muy ajetreada y tengo que volver al trabajo. Mi abogada llamará al tuyo cuando haya echado un vistazo a esos papeles.

Donald seguía despotricando cuando colgó.

Le temblaban las manos y notaba el estómago como un balón desinflado. Al cuerno la dieta. Tiró a la basura las verduras crudas y las tortitas de arroz, agarró su bolso y se dirigió a la puerta. Pensó si dejar el teléfono en casa y enseguida descartó la idea. Si había algo peor que recibir otra llamada de la cucaracha, era perderse la llamada de un cliente.

 

 

De vuelta a su edificio, Claire tuvo que esquivar un montón de postes que había sobre la acera. Suspendido a un metro por encima del suelo, había un andamio de limpieza de cristales y una cuadrilla de operarios estaba cargando su equipo en una camioneta.

–¿Claire? ¿Claire de Angelo? ¿Eres tú?

Se giró bruscamente, agarrando con fuerza una bolsa de papel llena de placeres culpables. ¿Quién rayos...? Levantó la mirada hacia el hombre subido al andamio y dejó de respirar. Habría reconocido aquella sonrisa traviesa en cualquier parte.

–¡Luke!

Él saltó por encima de la barandilla de seguridad, aterrizó ágilmente de pie, delante de ella, y le dio un abrazo entusiasta.

–Sabía que eras tú. ¿Qué haces aquí?

–Estaba tomándome un descanso –señaló el portal de su bloque de pisos–. Voy para casa, y de vuelta al trabajo.

Luke le plantó un beso en la frente.

–¿Cuánto tiempo hace?

–No estoy segura. Desde la universidad, creo.

–Vaya. Qué casa tan chula –dijo–. Me alegro por ti. Y estás guapísima.

Él también. En la universidad, Luke tenía los ojos más azules que Claire había visto nunca y una sonrisa que había derretido el corazón de un montón de chicas. Enseguida vio que eso no había cambiado. Lo demás, sí. Luke siempre había sido muy deportista, pero ahora el mismísimo Adonis envidiaría su cuerpo. Tenía la camiseta negra salpicada de agua y polvo, y olía a trabajo duro y a testosterona. Cuando por fin la soltó, Claire se sintió ligeramente helada.

–¿Estás casada? ¿Tienes hijos?

Ella negó con la cabeza, todavía un poco aturdida por el encuentro.

–Estoy separada. Casi divorciada, en realidad. Y no tengo hijos. ¿Y tú?

–No. Soltero y libre como el viento.

Ese era Luke, sí señor. El amigo de la universidad al que había conocido y querido, y que todavía era capaz de hacerla reír. Se habían conocido en historia de América, en primer curso, cuando les habían emparejado para hacer un trabajo sobre la Guerra de Secesión. Después, Claire se había decantado por una licenciatura en Literatura Inglesa y Luke había optado por convertirse en un enorme imán para las chicas. A veces, después de una de sus muchas rupturas, Claire había hecho el papel de amante platónica para que su ex creyera que tenía nueva novia. Siempre le había sorprendido que sus novias se lo creyeran, porque, sinceramente, la seria, estudiosa y un poco gordita Claire de Angelo no era precisamente su tipo.

Unos años antes, se había encontrado con uno de los chicos con los que Luke había compartido residencia en la universidad, y le había dicho que Luke había ingresado en el Cuerpo de Policía de Seattle. Enterarse de que era policía había sido una sorpresa, pero verlo allí, trabajando como limpiacristales, la dejó completamente a cuadros.

–Libre como el viento, ¿eh? Como en los viejos tiempos –comentó.

–Qué va. Tuve una novia bastante seria una temporada, pero la cosa no funcionó –su sonrisa se apagó unos cuantos vatios.

¿Cómo? ¿Luke Devlin con el corazón roto? Imposible.

–Bienvenido al club.

–¿En serio? El tío que te haya dejado debe de estar chiflado.

–Ese adjetivo le va bastante bien.

Luke le sonrió.

–A las penas les gusta la compañía, ¿no dicen eso? Deberíamos quedar para picar algo cuando salga de aquí. De trabajar, quiero decir. Así nos pondremos al día después de tantos años.

Después de la semana de locura que había tenido, y sobre todo después de hablar por teléfono con su ex, ¿por qué no? No había salido con nadie desde que se había marchado Donald, lo que significaba que técnicamente no había salido con nadie desde antes de casarse. Una invitación a «picar algo» no constituía una cita, claro, pero sería más divertido que comerse una ensalada a solas.

–Podríamos cenar, sería genial –dijo–. ¿A qué hora?

–Yo salgo a las cinco. ¿Qué te parece a las seis?

–Estupendo, a las seis. Nos vemos en mi portal.

Luke la besó de nuevo, esta vez en la mejilla. Mientras se alejaba, Claire casi esperó que le diera una palmada en el trasero, como solía hacer años atrás, pero, al parecer, hasta los tipos como Luke maduraban, al menos un poco. Miró hacia atrás cuando llegó al portal, pero él ya había vuelto a subirse al andamio. Fue entonces cuando reparó en las letras rojas de la espalda de su camiseta. Lucky Devil, «diablo con suerte», con tres puntas en el rabillo de la letra «y». Seguía riéndose cuando entró en el portal. En la universidad, habría dado casi cualquier cosa por tener una auténtica cita con Luke Devlin. Ahora, sabía que no le convenía entregarse a un chico malo, expolicía y reconvertido en limpiacristales, pero, por primera vez desde hacía siglos, tenía planes para cenar.

 

 

Luke arrojó los dos últimos postes en la parte trasera de la camioneta. «Es alucinante», pensó. Después de tantos años, iba a tener una cita con Claire de Angelo, y tenía el tiempo justo para llevar la carga al almacén y volver allí para encontrarse con ella. Antes de subirse a la camioneta, levantó el brazo y tiró de las cuerdas para asegurarse de que el andamio estaba bien sujeto en la baca. «Más vale que te cambies de camisa, de paso».

A las seis menos cinco, estaba otra vez frente al edificio de pisos de Claire. Había llegado a casa a tiempo para sacar a Rex, su perro, darse una ducha y cambiarse de ropa, y, aun así, había llegado temprano a su cita. No quería hacer esperar a Claire. Porque, para empezar, conociéndola, seguro que no esperaría.

Se apoyó contra una columna con los brazos cruzados y, mientras esperaba, estuvo atento a todo el que entraba y salía del edificio de Claire. Llevaba tantos años trabajando en la policía de Seattle que tenía bien arraigada la costumbre de estar siempre alerta. Claire no sabría que era policía y, teniendo en cuenta lo mal estudiante que había sido en la universidad, seguramente no le habría sorprendido verlo limpiando ventanas. Mejor. Así no tendría que decirle que estaba vigilando su edificio, ni explicarle por qué.

Claire lo dejó sin aliento en cuanto salió por la puerta. La empollona tímida y a veces incluso torpona que había sido amiga suya en la universidad se había despojado de su timidez para convertirse en una mujer preciosa y segura de sí misma. Seguía teniendo los mismos ojos azules claros y seguía llevando gafas en vez de lentillas, seguía vistiendo de manera muy conservadora, pero con mucho más estilo.

Le sonrió al verlo y levantó la mano como si fuera a saludarlo agitándola.

–¡Claire! –un hombre se dirigió hacia ella con paso decidido.

Claire se quedó parada y su sonrisa se desvaneció.

Allí pasaba algo raro. Luke se incorporó y se acercó a ella.

–Donald, ¿qué haces tú aquí? –preguntó Claire.

–Me colgaste. Tenemos que hablar de vender el ático, Claire. Y quiero ese libro.

Ah, sí. Su ex. Era un tipo un poco más alto que ella, muy bien vestido y engreído a más no poder.

–Ahora no –a Claire pareció costarle algún esfuerzo conservar la calma–. Tengo planes –miró a Luke como si quisiera que se lo confirmara.

Como a Luke no le gustó el aspecto de aquel tipo, accedió encantado a seguirle la corriente. Pasó un brazo por sus hombros y le tendió la otra mano a su exmarido.

–Luke Devlin. Creo que no nos conocemos.

El ex de Claire pareció desconcertado un momento. Luego le lanzó una mirada gélida. Aceptó a regañadientes su mano y se la estrechó. A Luke, su apretón le gustó tan poco como él.

–Donald Robinson –dijo y, tras retirar la mano, clavó la mirada en Claire–. No puedes seguir dándome largas.

Aquel tipo no se daba por enterado. Luke se arrimó un poco más a ella.

–Como te decía Claire, ahora no es buen momento. Deberíamos irnos, nena. No queremos llegar tarde.

Ella lo miró con los labios un poco entreabiertos y le lanzó una sonrisa de esas que parecían sugerir que había algo entre ellos. Como Donald no sabía que en realidad no lo había, Luke bajó la cabeza y le dio un beso ligero, pero largo.

–¿Verdad que es adorable? –le preguntó a Donald.

Donald balbució algo que sonó más a excusa que a disculpa y retrocedió.

–Te llamaré mañana –le dijo a Claire–. Ya he buscado un tasador –miró a Luke, indeciso–. ¿Estarás... eh... estarás en casa mañana?

–No estoy segura –contestó–. Supongo que lo averiguarás cuando llames.

Por unos segundos, pareció que Donald no iba a darse por vencido, pero, finalmente, levantó las manos y, sin decir nada, dio media vuelta y se alejó.

–Y quiero recuperar ese libro –dijo por encima del hombro–. Hablo en serio.

–Ay, Dios –dijo Claire cuando dobló una esquina y se perdió de vista. Agachando la cabeza, pasó por debajo del brazo de Luke–. Lo siento muchísimo. Y te lo agradezco. Gracias. Donald puede ser...

¿Un imbécil?

–No pasa nada. Seguramente te lo debía, de todos modos.

Se rieron los dos al recordar sus tiempos en la universidad y Claire pareció relajarse un poco.

–¿Alguna idea de dónde podemos comer? –preguntó Luke.

Claire negó con la cabeza.

–Hay un pequeño pub irlandés en el centro, no muy lejos del mercado. Las mejores hamburguesas con patatas de toda la ciudad.

–Claro, suena genial.

Luke no sabía si lo decía sinceramente o no, pero «Vaya, mírala». El jersey azul claro que había admirado un rato antes, al encontrarse con ella, estaba ahora cubierto por una chaqueta de ante de color cobalto. Ambas prendas realzaban sus deslumbrantes ojos azules. Siempre había tenido un estilo muy clásico y un gusto estupendo para la ropa, y seguramente su gusto en cuestión de comida era más sofisticado que una hamburguesa acompañada con cerveza.

–¿Está lo bastante cerca para ir andando?

–Supongo que depende de cuánto te guste caminar –respondió Luke–. Tengo aquí mi moto y un casco de sobra –confiaba en que aceptara. Si iban juntos en la moto, tendría una excusa para llevarla de vuelta a casa, y así tendría oportunidad de entrar en el edificio. Sentía curiosidad por ver el piso del que tantas ganas tenía de librarse Donald, pero, sobre todo, quería ver dónde vivía Claire respecto al ático que estaban vigilando.

–¿Tienes moto? –preguntó ella.

–Sí –señaló el lugar donde estaba aparcada, junto a la acera.

Claire pareció indecisa.

«Vamos, vive un poquito», sintió la tentación de decir Luke. Pero entonces se enfadaría y le diría que no. Así que prefirió no decir nada y le pasó tranquilamente un casco como si diera por sentado que había montado mil veces en moto.

 

 

Todos sus instintos, incluso algunos que ignoraba tener, le pedían a gritos que se negara. Pero, sin saber cómo, el casco apareció de pronto en sus manos y luego en su cabeza.

–Nunca he montado en una Harley Davidson.

Luke sonrió.

–Pues me alegra poder preservar esa tradición, porque esto no es una Harley.

–Ah –Claire miró con más atención aquella bestia de color negro y se fijó en las letras plateadas que tenía a un lado. Ducati. Aun así, seguía pareciendo una máquina propia de un motero, y Luke, con su pelo oscuro y más bien largo, su chaqueta de cuero gastada y sus botas negras parecía el tipo de hombre ideal para montar en ella.

Él se puso el casco y se subió a la moto.

–Monta.

El corazón le latía a toda velocidad. «Qué cobarde eres», se dijo. La gente montaba en moto todos los días. Luke era un adulto responsable. O eso esperaba. Pasó una pierna por encima del asiento, tras él, y se acomodó sobre el cojín de cuero, contenta de no haberse puesto falda.

–Agárrate –dijo Luke.

Puso las manos sobre sus costados y se alegró de que el fresco cuero quedara entre sus palmas y las costillas de Luke. Todas sus terminaciones nerviosas parecieron cobrar vida cuando arrancó, y el ruido de su propio pulso le atronó los oídos. No, era el ruido del motor. Se apartaron de la acera y Claire lo rodeó con los brazos, tan fuerte que podría haberle contado las costillas a través de la chaqueta si hubiera querido.

Capítulo 2

 

LUKE sostuvo el casco de Claire y la vio alisarse el pelo.

–¿Tu primera vez? –preguntó Luke cuando llegaron al pub.

Ella respondió mirándolo inquisitivamente y poniéndose un poco colorada.

–Me refería a montar en moto.

–Ah, sí. Sí.

Le gustó que la Claire adulta, sofisticada y profesional siguiera poniéndose colorada, como en la universidad.

–Eso me parecía –le devolvió el casco y la condujo hacia la entrada–. ¿Qué te ha parecido?

–Eh... –se puso aún más roja.

Umm. Eso estaba bien. Ojalá el viaje de vuelta a casa surtiera el mismo efecto.

Le sostuvo la puerta para que entrara y la siguió dentro. Como era normal un viernes por la tarde, el bar estaba lleno de turistas. Vio una mesa para dos que estaba a punto de quedar vacía al fondo del local y, antes de que otras dos parejas corrieran a ocuparla, acercó una silla para Claire. Ella se sentó y metió el casco debajo de la silla.

–Qué suerte.

Suerte, no. Experiencia.

–¿Os traigo la carta? –preguntó la camarera.

–Claro.

Recogió los vasos vacíos, los puso en la bandeja y limpió desganadamente la mesa con una bayeta húmeda.

–¿Sabéis ya qué queréis beber? –preguntó.

Claire estudió la lista de bebidas como si estuviera empollando para un examen.

–¿Nos das un minuto? –preguntó.

–Claro.

Después de que la camarera se fuera a otra mesa, Luke observó cómo se mordisqueaba Claire el labio inferior, cómo lo soltaba y cómo pasaba lentamente la punta de la lengua por la deliciosa curva de su labio superior. En la universidad, durante sus muchas sesiones de estudio, la había visto hacer aquello mismo cien veces. Y en aquel entonces había sabido, como sabía ahora, que Claire de Angelo ignoraba lo seductora que era.

Durante aquellas sesiones de estudio, había sentido muchas veces el impulso de besar aquella boca. Pero incluso en aquellos tiempos había tenido el sentido común de no arruinar su amistad. Nunca había tenido una amiga que fuera solo eso, una amiga, y tampoco había tenido nunca una compañera de estudios. Se habían dado el primer beso hacía menos de dos horas. Luke solo había querido dar un escarmiento a aquel capullo de su exmarido, pero ahora, al ver cómo se tocaba los labios con la lengua, se preguntó si Claire le permitiría poner la guinda a su cita con otro beso cuando la llevara a casa.

¿Era aquello una cita? Lo sería si ella dejaba que volviera a besarla. ¿Era buena idea? Desde su punto de vista, sí. Un beso era solo un beso, a fin de cuentas. No tenían por qué acabar en la cama. Además, jamás utilizaría a Claire de Angelo para una noche de sexo y, en cualquier caso, ella tampoco se lo permitiría.

Volvió la camarera.

–¿Ya habéis decidido?

–Para mí, café solo –dijo Luke.

Claire lo miró sorprendida por encima de la carta. A Luke no le extrañó. Ella dejó la astrosa carta encima de la mesa.

–Yo voy a tomar una Coca-Cola light.

–Café y una Coca-Cola. Enseguida vuelvo para anotar lo que queréis de comer.

–Vaya, Luke Devlin en un bar pidiendo café –comentó Claire–. Qué... raro.

–Es que voy a conducir.

–Claro. Tienes razón.

–Pero tú podrías haber pedido algo con un poco más de chispa que un refresco light.

Un destello de alarma brilló un instante en los ojos de Claire, y Luke se preguntó si habrían sido imaginaciones suyas.

–No suelo beber.

–Yo tampoco.

Aquello la hizo reír.

¿Debía decirle la verdad? «Paso uno», se recordó.

–Lo digo en serio. Hace casi dos años que estoy sobrio.

Ella se puso seria.

–Ay, Luke, lo siento. No debería haberme reído.

Se inclinó hacia ella y tocó su mano.

–No hace falta que te disculpes. A veces, hasta los cabezahuecas como yo maduran.

–No siempre.

Luke adivinó que se refería a su ex.

–Algunos sí –dijo. Lástima que en ocasiones hiciera falta un desastre para que ocurriera.

Ella retiró lentamente la mano.

–Bueno, aquí estamos. Diez años fuera de la universidad y los dos abstemios.

–Vaya, ¿ya hace diez años?

–Sí.

La camarera puso el refresco de Claire y su café sobre la mesa.

–¿Queréis pedir ya, chicos? –preguntó.

Claire echó otro vistazo a la carta.

–¿Qué me recomiendas?

–Tienen las mejores hamburguesas de Seattle. Mi favorita es la Isla Esmeralda.

Ella leyó la descripción del plato e hizo una mueca.

–¿Doble hamburguesa de ternera con beicon y queso? Veo que tu apetito no ha cambiado.

–Hoy he trabajado duro. Necesito calorías.

–Y yo me he pasado casi todo el día sentada, así que no las necesito. Voy a tomar una hamburguesa de pollo –dijo al darle la carta a la camarera.

–¿Con patatas o ensalada?

–Yo con patatas –dijo Luke.

–Yo debería tomar una ensalada –pero obviamente no era lo que le apetecía.

–Pues pídela. Podemos compartir mis patatas.

La camarera releyó el pedido y se marchó.

–Esta tarde me llevé una sorpresa cuando te vi –comentó Claire–. Hace un par de años, me encontré con uno de tus compañeros de residencia y me dijo que eras policía.

Así que sí lo sabía.

–Sí, ingresé en el cuerpo un par de años después de acabar la carrera.

–¿Y trabajas pluriempleado limpiando ventanas?

Luke no quería que creyera aquello, sobre todo porque no era cierto. Pero, dado que ella vivía en aquel edificio, y teniendo en cuenta la razón por la que él estaba trabajando allí, debía tener cuidado con lo que le decía.

–Trabajo en la brigada antivicio. A veces resulta más fácil investigar cuando los malos no saben quiénes somos.

–Entonces, ¿estás...? ¿Qué? ¿Trabajando de incógnito?

Él hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

–Creía que esas cosas solo pasaban en las películas.

–Si esto es una película, es una de James Bond.

Aquello la hizo reír.

–¿James Bond no es un espía?

–Sí, pero es una película, ¿recuerdas? Puedo ser quien quiera. ¿Y tú? –preguntó, ansioso por cambiar de tema.

–Bueno, si tú eres Pierce Brosnan... ¿o es Daniel Craig?... supongo que yo soy Julia Roberts –volvió a sonrojarse–. Pero en La sonrisa de Mona Lisa, no en Pretty Woman –añadió rápidamente.

Esta vez fue él quien se rio.

–Me alegra saberlo, porque me refería a tu yo en la vida real. Has dicho que trabajabas en casa.

–Sí, en parte, pero me temo que no es nada glamuroso. Soy agente inmobiliaria, socia de una empresa llamada Preparada, lista, vendida.

–Buen nombre para una agencia inmobiliaria.

–Eso nos pareció. Aunque no es solo una inmobiliaria. También ayudamos a la gente a reformar y a arreglar su casa antes de sacarla a la venta.

–Buena idea. ¿Cuántos socios sois? –preguntó.