cover.jpg
portadilla.jpg

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Deborah M. Hale

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La bella y el Barón, n.º 300 - junio 2014

Título original: Beauty and the Baron

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4345-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Uno

 

Northamptonshire, Inglaterra, 1818

 

—¿A quién se le ha ocurrido echar las cortinas haciendo un día tan precioso? —exclamó Angela Lacewood al entrar como un torbellino en el salón de Netherstowe con el sombrero colgando a la espalda y un par de gruesos guantes en una mano—. ¡Esto parece una tumba!

Estaba trabajando en el jardín, disfrutando del maravilloso sol de últimos de mayo, cuando el mayordomo había salido a avisarla de que tenía una visita inesperada.

Era difícil imaginarse por qué alguien vendría a visitarla estando el resto de la familia de viaje por el extranjero, aunque a decir verdad, tampoco le importaba demasiado. Acabaría cuanto antes para volver a su intimidad.

Al atravesar la habitación para descorrer las cortinas, con los ojos aún incapaces de ver en aquella oscuridad, una voz profunda y masculina surgió de las sombras como si fuese un pie queriendo ponerle la zancadilla.

—¡Deje esas cortinas como están! Las he corrido yo y quiero que se queden así hasta que me vaya.

La brusquedad de la orden le hizo soltar los guantes y acercarse demasiado al escabel favorito de su tía, de modo que el pie le quedó enganchado en una pata y cayó al suelo.

O así habría ocurrido si unos brazos fuertes que se desplegaron en la oscuridad no la hubieran sujetado.

—Le ruego me perdone. No pretendía asustarla.

Era evidente que la voz pertenecía al dueño de aquellos brazos, ya que le llegó al oído izquierdo desde una distancia tan íntima que bien podría haber sido un beso. ¿Pero cómo podía ser aquella voz, suave y rica en matices, la misma que con su aspereza la había asustado tanto que había terminado haciendo el ridículo?

Aunque, bien pensado, quizás tuviesen algo en común. Las dos hacían palpitar más rápido el corazón y le aceleraban la respiración, aunque por motivos totalmente distintos.

—¿Quién... quién es usted, y por qué ha venido a Netherstowe?

Apenas había formulado las preguntas cuando creyó tener respuesta para la primera. El pulso se le aceleró aún más, aunque no podría decir si era por miedo o por otro motivo distinto.

El desconocido la soltó, pero Angela tuvo tiempo de sentir su cálida respiración en el cuello y cierta desgana a la hora de soltarla. ¿O sería ella la que no quería desprenderse del primer abrazo que recibía de un hombre?

Aunque ese hombre pudiera ser el diablo en persona.

—Lord Lucius Daventry, señorita Lacewood —se presentó con una leve inclinación—. A sus pies.

Puede que no fuese el mismo diablo, pero lo más parecido a él que una se podía encontrar en el aburrido Northamptonshire. Aun estando tan aislada de la buena sociedad de Londres, Angela sabía que a su visitante se le conocía por el sobrenombre de lord Lucifer. Y últimamente, incluso la gente del condado se refería a él por su sobrenombre, aunque nunca en su presencia, por supuesto.

—Le ruego me disculpe por haberla asustado y por tomarme la libertad de disponer de su salón —señaló a la ventana—. Mis ojos son muy sensibles a la luz.

¿Sería esa la razón por la que apenas salía durante el día? Desde luego, los rumores daban cuenta de razones mucho más siniestras.

Los ojos de Angela ya se habían acostumbrado lo suficiente a la oscuridad como para poder distinguir a su invitado y la máscara que le confería a Lucius Daventry el aspecto diabólico que encajaba con su apodo: un gran parche de cuero negro ocultaba la parte superior de su rostro, desde el pómulo hasta la sien, y en su centro una abertura para permitir la visión del ojo izquierdo.

¿Serían solo sus ojos los que no le permitieran salir a la luz del día, o tendría su orgullo algo que ver? Antes de la batalla de Waterloo, aquel hombre era considerado uno de los solteros más guapos de toda Bretaña, y aunque ella tenía muy poca experiencia para poder comparar, estaba convencida de que esa reputación no le hacía justicia.

—¿A qué debo el honor de su visita, señor? Lord y lady Bulwick y mis primos se marcharon ayer de viaje al continente y pasarán varios meses fuera.

Aunque había intentado que su voz demostrase satisfacción, no lo había conseguido del todo. Semanas y semanas de primavera y verano la esperaban con la casa para ella sola y sin que nadie la criticara o la mangoneara. Lo más parecido al paraíso de que iba a disfrutar en años.

—Y mi hermano está fuera en sus estudios —añadió.

Normalmente llevaba siempre a Miles en el pensamiento, pero aquella mañana había llevado sus reflexiones deliberadamente a otros asuntos. No tenía sentido preocuparse constantemente por el futuro de su hermano careciendo de medios para ayudarlo.

Lord Daventry negó con la cabeza.

—Es a usted a quien he venido a ver, señorita Lacewood.

—¿A mí? ¿Para qué?

Era ya demasiado tarde cuando Angela se dio cuenta de lo poco correcta que había sido su respuesta.

—¿Podemos sentarnos? —preguntó, en lugar de contestar.

—Por supuesto —Angela se sentó en la silla favorita de su tía y por fin consiguió recuperar sus modales—. ¿Le apetece un refresco, milord? Le ruego que me disculpe por no ser una anfitriona demasiado correcta. Nunca antes había tenido que recibir una visita dirigida a mi persona.

—No, nada, gracias —él escogió un asiento a cierta distancia, más sumido en la sombra—. Mi visita no es exactamente de cumplido.

Aquel hombre estaba empezando a irritarla. Primero había interrumpido su maravillosa tarde en el jardín, luego le había dado un buen susto y por último despertaba en ella sensaciones que no deseaba experimentar.

—Si no se trata de una visita de cumplido, ¿entonces, de qué se trata exactamente, señor?

A su tía le habría dado un desmayo si la hubiese oído dirigirse a un caballero de fortuna y título de aquella manera, pero lord Daventry no perdió un ápice de su aplomo, lo cual la hizo preguntarse si alguna vez lo perdería.

—Cada cosa a su tiempo, señorita Lacewood; le ruego que tenga paciencia conmigo, por el bien de mi abuelo —añadió, en un tono que contenía una emoción que no había mostrado por el momento, a excepción de cuando le había pedido que mantuviera cerradas las cortinas.

—¿Su abuelo? —Angela se levantó—. ¿Le ocurre algo al conde?

Su invitado le pidió que volviera a tomar asiento con un gesto del brazo.

—Se han hecho ustedes dos muy buenos amigos, ¿no es cierto?

¿Alguna vez contestaría aquel hombre a una pregunta?

—No puedo hablar por su abuelo, pero yo le tengo más cariño que a nadie... a excepción de mi hermano.

El conde de Welland tenía el don de hacerla sentir inteligente, capaz, llena de encanto... cosas que ella había dejado de pretender ser hacía ya mucho.

—Le aseguro, señorita Lacewood, que mi abuelo la tiene a usted en gran estima. Ha sido usted muy amable al visitarlo tan a menudo mientras yo estaba... ausente.

En el continente, al servicio del duque de Wellington. ¿Sería consciente de lo mucho que sabía ella de su servicio en el cuerpo de caballería? Le había leído todas sus cartas al conde, gracias a lo cual se había enterado de todas las aventuras que había corrido con gran riesgo y desprecio de su vida.

—No me gustaba pensar que estaba solo en ese caserón, con la única compañía de la servidumbre.

—Mi abuelo es uno de sus protegidos, ¿verdad? Seguro que tiene unas cuantas personas más bajo sus alas en los contornos.

Aunque su voz no se elevó ni su tono se hizo más áspero, Angela notó cierta acritud. ¿Creería que lo criticaba por haber antepuesto el servicio a su país y a su rey a sus obligaciones familiares para con el abuelo que lo había criado?

—Hay unas cuantas personas más, aparte de su abuelo, necesitadas de un poco de alegría, señor, la cual yo intento proporcionarles, ya que carezco de posibilidades de dispensarles otros consuelos más prácticos —una carencia que había lamentado en tantas ocasiones...—. La soledad no entiende de rangos o de riquezas —añadió en un tono más cortante, a pesar de intentar evitarlo—. Pero si por proyecto pretende insinuar que soy condescendiente con mis amigos, o que pienso bien de mí misma por el servicio que pueda prestarles, se equivoca.

¿Por qué se molestaba en justificarse ante un hombre tan arrogante? Su familia llevaba años haciendo chistes sobre esa inclinación suya tan particular. Ni siquiera ella comprendía del todo qué la impulsaba a preocuparse por personas por las que nadie más lo hacía. ¿Sería quizás porque nadie se había preocupado por ella?

La sombra de una sonrisa se dibujó en los labios de aquel hombre.

—Vamos, señorita Lacewood. No tiene por qué ser tan suspicaz, ya que yo no pretendo criticar su amabilidad. Además, tiene usted más derecho de pensar bien sobre sí misma que muchos otros que se enorgullecen del accidente que es en verdad la cuna o la belleza, algo que no les ha costado ningún esfuerzo poseer.

Aquello era una especie de cumplido por el que Angela se sintió complacida. De haber sido algo más extravagante, habría tenido la impresión de que se burlaba de ella.

—Si me muestro suspicaz, señor, es porque me siento un poco desconcertada —dijo, e intentó deshacerse la lazada que le sujetaba el sombrero—. Se presenta usted aquí de buenas a primeras para verme a mí, que nunca recibo visitas. Luego me dice que no se trata de una visita de cumplido, pero en lugar de revelar su propósito, cuestiona usted mi amistad con su abuelo. Tengo la impresión de estar jugando a la gallinita ciega.

Lord Daventry entrelazó las manos y las colocó bajo la barbilla.

—Hay quien considera el juego de la gallinita ciega como un divertido pasatiempo, señorita Lacewood.

—Mientras que no les toque hacer siempre de gallina ciega.

Para sorpresa suya, lord Daventry se echó a reír.

En una ocasión, Angela había acariciado el abrigo de piel que su prima Clemmie había recibido como regalo de Navidad y nunca había podido olvidar aquella textura. La risa de lord Daventry le recordó el contacto con aquella piel... rica, honda y oscura.

—¡Touché, señorita Lacewood! Empiezo a comprender por qué mi abuelo estima tanto su compañía.

Estimar. Había oído pronunciar aquella palabra en otras ocasiones, pero en labios de Lucius Daventry, acariciada por sus labios y su lengua, cobraba una nueva dimensión, la que la naturaleza siempre había deseado que tuviera.

Un escalofrío, parte de temor, parte de excitación, le recorrió la espalda. De pronto se había dado cuenta de cuál era el motivo de la visita de lord Lucifer. Tal y como el verdadero ángel caído llevaba siglos haciendo, había ido a proponerle un trato.

Y a robarle el alma.

 

 

Estaba haciéndolo fatal.

Lucius Daventry había empezado a ponerse de mal humor, aunque lo ocultó a la perfección ante la señorita Lacewood, del mismo modo que ocultaba todos los demás sentimientos. Pocas cosas le irritaban más que no realizar debidamente cualquier tarea que se impusiera, y aquella mucho más, ya que tantas cosas dependían de que consiguiera lo que se había propuesto.

La joven quería saber qué hacía en su casa, y cuanto más tardase en decírselo, más improbable contar con su cooperación.

¡Ojalá tuviera clara al menos la suya!

Lucius Daventry no estaba acostumbrado a la indecisión. Llevaba a gala el perseguir con todas sus energías la consecución de los objetivos que se impusiera, algo que había hecho siempre... hasta aquel día.

La señorita Lacewood era el problema. Había vuelto a Netherstowe esperando encontrar a la muchachuela que recordaba convertida en una matrona anticuada y metida en carnes. Tal criatura habría aceptado su proposición sin poner su corazón en peligro.

Sin embargo, la crisálida que conoció había dejado en su lugar a una exquisita mariposa. Al tropezar en el salón y caer en sus brazos, le había recordado cuánto tiempo hacía que no tenía algo tan suave y fragante entre los brazos. Su belleza y su naturaleza caritativa ponían en peligro la tranquilidad que tanto le había costado conseguir. Aunque lo avergonzase admitirlo, aquella dama lo asustaba más que la carga de toda una unidad de caballería francesa.

Por su abuelo estaba dispuesto a enfrentarse a aquel temor, aunque quizás no tuviera que hacerlo...

—Sin duda habrá caballeros más jóvenes que mi abuelo que también estimen su amistad, señorita Lacewood. Espero que disculpe mi curiosidad al preguntarle si hay alguien en particular que merezca sus atenciones.

Angela tardó un momento en contestar, y Lucius se preguntó si no habría ido demasiado lejos.

Cuando respondió, no se indignó como él había esperado, sino que le habló en un tono de reproche que se coló tras sus defensas.

—¿Por qué se burla usted de mí, señor?

—¡Yo no hago tal cosa! —Lucius se levantó de su silla y se replegó a la oscuridad más profunda del salón, como si fuera una bestia acorralada—. ¿Por qué iba a querer burlarme?

—¿Y por qué supone usted que debo tener un admirador?

Se quitó por fin el sombrero y lo dejó sobre el escabel con el que había tropezado. Luego se levantó y caminó al otro extremo de la habitación, en el que se colaban unos cuantos rayos de sol. Uno de ellos iluminó su cabeza como si fuese el aura de un hada madrina.

La respuesta a su pregunta era tan obvia que Lucius solo pudo mirarla boquiabierto.

Si tuviese que elegir una sola palabra para resumir su físico, elegiría generoso. Ojos grandes y luminosos, del cálido pelaje castaño de un cervatillo salpicado de dorado sol. Unos labios tan carnosos que parecían suplicar un beso. Facciones con tal dulzura que le hacía pensar en melocotones maduros esperando la recolección.

Su belleza lo hechizaba de tal modo que sus pensamientos íntimos se le escaparon en un susurro.

—Lo que me pregunto es por qué no tiene cientos.

Ella lo miró fijamente a los ojos y algo palpitó en sus profundidades, algo que le hizo temer por su propio control.

—Me halaga usted, señor, pero tengo la sensación de que no es muy dado a los cumplidos. ¿Hay algo que quiera obtener de mí?

—Sí, hay algo que deseo obtener de usted.

Tenía que volver a erigir sus defensas. Ni una sola palabra más, ni un solo gesto o inflexión de la voz debía revelar más de lo que quisiera. Los pensamientos que cantaban como el acero al empuñar la espada, o las emociones que le palpitaban en el corazón no debían salir de su pecho.

—Quiero algo, y estoy dispuesto a compensarla generosamente por ello.

—¿Ah, sí? —preguntó con frialdad—. ¿Y qué es lo que desea?

Su alarma era evidente, a pesar de que intentase ocultarla tras una fachada de valentía. Le inspiraba temor.

¿Y qué mujer no lo temería?

Mejor que te teman que te compadezcan. Desde Waterloo, aquella era su frase favorita.

—Hablemos antes de lo que le daré a cambio.

—Como desee —dio un paso hacia la ventana. A lo mejor había pensado cegarlo abriendo de par en par las cortinas si la amenazaba—. Pero debo advertirle que, del mismo modo que es modesta mi situación, lo son mis necesidades. Dudo que tenga usted algo que pueda tentarme.

«Ojalá yo pudiera decir lo mismo de ti». Las palabras le escocieron en la lengua como el zumo de un limón, pero con un gran esfuerzo de voluntad, consiguió tragárselas. Y luego resultaron tener un sabor dulce.

—Usted lo juzgará, querida —aquella última palabra también le supo dulzona. Si no se controlaba, acabaría diciéndole cosas por el estilo a la menor oportunidad—. Tengo entendido que su hermano querría conseguir un destino en caballería.

Angela sintió un escalofrío, casi igual al que él había visto experimentar a los soldados cuando el acero les atravesaba el vientre. Pero aun así, le contestó con voz firme, algo que Lucius admiró.

—Su información es correcta, señor. Desde que era un crío, Miles ha deseado volver a la India como oficial del regimiento de nuestro padre.

—Esos destinos cuesta mucho conseguirlos —Lucius se recostó en el respaldo de su silla—. Lo mismo que el equipo necesario para un oficial con un destino en India.

—Eso tengo entendido.

—¿Lord Bulwick no está dispuesto a apoyar las ambiciones de su hermano? —le preguntó, a pesar de conocer perfectamente la respuesta.

—Milord es pariente nuestro solo por matrimonio —era evidente que repetía la respuesta que en alguna ocasión decía de haberle dado su tía—, y piensa que ya ha cumplido más que de sobra con sus obligaciones al admitirnos en su casa a mi hermano y a mí tras la muerte de sus padres. Quiere que Miles solicite un destino en la ciudad.

Lucius asintió. No esperaba más del odioso lord Bulwick.

—Yo estaría dispuesto a comprar ese destino para su hermano y de proporcionarle el equipo necesario.

—¿Y qué esperaría de mí a cambio? —le preguntó, respirando hondo.

—Solo le pediría un favor —contestó, y emergiendo desde detrás de la fortaleza de muebles, el barón se acercó a ella con paso lento y decidido—. Una fruslería, en realidad.

Un cambio en su postura y una rápida mirada hacia otro rincón de la habitación le confirmó que la joven no se sentía cómoda con su avance, pero aun así, no se movió.

—La fruslería de un hombre puede ser el tesoro de otro.

—Así es.

Lucius detuvo su avance.

No había mucha distancia entre ellos. Es más: si extendía un brazo y ella el suyo, se podrían tocar.

—Sus palabras son muy adecuadas para el caso —contestó—. Lo que voy a pedirle requerirá de usted algo de tiempo y muy poco esfuerzo, pero será todo un tesoro para otra persona.

—¿Para usted?

—No.

Hubo un tiempo en que podría haber sido así, pero eso formaba ya parte del pasado.

—¿Para quién entonces?

—Puede que se lo imagine cuando le diga lo que deseo.

—Estaré encantada de saberlo al fin.

Muy despacio, Lucius clavó una rodilla en el suelo. Era un ritual ridículo e innecesario, pero que se sintió obligado a ejecutar.

—Señorita Lacewood, quiero pedirle que sea mi prometida.

Ella no se movió, ni dijo nada, ni siquiera parpadeó, sino que se quedó allí, como una estatua dorada, mirándolo.

Pero sus ojos sí tenían vida. Mostraban desconfianza, aversión y otras cosas que el barón no pudo identificar con tanta facilidad. Le costó un enorme esfuerzo de voluntad no apartar la mirada, dejarla clavada en sus ojos como un desafío.

Al final ella respiró hondo y se humedeció los labios con la lengua, un gesto que en Lucius despertó sensaciones que no deseaba experimentar.

—Me doy perfecta cuenta del honor que me hace con esta proposición —le dijo—, pero no puedo casarme con usted.

Lucius se rio por segunda vez en media hora. Todo un récord. Incluso las cargas que llevaba sobre los hombros perdieron parte de su peso.

—Lo comprendo, señorita Lacewood —tan despacio como se había arrodillado, se levantó y la miró a los ojos—, pero verá... eso no es lo que yo le pido.

Dos

 

Angela no podía decidir si sentía alivio o lástima por haberse dejado los guantes junto con el sombrero sobre el taburete, porque de haberlos tenido en la mano cuando lord Daventry le había contestado con otro acertijo, de seguro que lo habría abofeteado con ellos.

¡Estaba jugando a la gallinita ciega con ella! Le ocultaba deliberadamente sus intenciones y sus sentimientos, jugando con una información que debía despertar su interés para luego volver a quedar fuera de su alcance.

—Ya. Así que esta mañana se ha levantado y se ha dicho: hace un día maravilloso para ir a molestar a mi vecina, ¿no?

Él volvió a reír, ajeno al riesgo creciente que corría de acabar estrangulado.

—De haber pensado algo así, señorita Lacewood, le aseguro que no estaría usted en la lista de víctimas potenciales. Perdóneme por no ser más claro, pero es que los años que he pasado entre la alta sociedad no han fomentado precisamente esa virtud.

Parecía arrepentido de verdad. Sus ojos verdes, antes duros, fríos e impenetrables como el jade, se habían suavizado hasta atraerla como el verdor de un jardín en verano al amanecer.

Y en contra de su voluntad, sintió que cedía.

—Debería haberme imaginado que no podía estar pidiendo en matrimonio a alguien como yo, milord.

—Al contrario —contestó—. Alguien como yo no podría soñar con pedir en matrimonio a alguien como usted, señorita Lacewood.

—Pero si acaba de decirme que...

—Le he pedido que sea mi prometida, no mi esposa. Y antes de que vuelva a acusarme de que me burlo de usted, déjeme decirle que lo segundo no tiene por qué seguir a lo primero necesariamente.

Aunque en noventa y nueve ocasiones de cada cien fuera así, a menos que una pareja deseara provocar el escándalo para ellos y para su familia.

Mucho tiempo atrás, Angela había soñado con casarse con un hombre como Lucius Daventry: un caballero con título, rico y guapo. Una especie de príncipe azul que la sacara de Netherstowe, donde la consideración que se le prestaba era poco mayor que la de una fregona.

Pero la experiencia en el mundo le había demostrado lo poco probable que era que un hombre de esas características pudiera interesarse por una joven sin dote y sin cultura que ni siquiera había sido presentada en sociedad. También había comprendido con el paso del tiempo que el matrimonio no era siempre el refugio con el que ella soñaba, así que se había resignado a llevar una vida de plácida soltería, buscando ser útil para sus parientes de modo que no pudieran negarle al menos cama y comida.

Mientras que pudiera seguir disfrutando libremente del sol, el aire libre, la música y la amistad, estaría satisfecha. Ojalá lord Daventry no hubiera avivado con su proposición tan poco ortodoxa las ascuas que quedaban en su interior de lo que aquella joven estúpida deseó con tanta vehemencia.

—Deliberadamente o no, me temo que vuelve a confundirme, señor.

Y no solo con las palabras. Era la primera vez que se sentía tan irritada con una persona y tan atraída al mismo tiempo. ¡Aquella sensación la estaba sacando de quicio! Ojalá pudiera calmarse con un buen trozo de pastel, tan cargado de chocolate que resultara casi indigesto...

—Sea lo que sea lo que quiere usted de mí, lord Daventry, me siento incapaz de comprenderlo —de tal modo se le había llenado de saliva la boca al pensar en el pastel que había tenido que tragar antes de hablar—. Estoy convencida de que muchas otras jóvenes estarían encantadas de complacerlo.

Su invitado fue a contestar, pero ella lo interrumpió.

—Que tenga un buen día, milord. Dele recuerdos de mi parte a su abuelo.

Y dando media vuelta, iba a echar a andar cuando él la sujetó por una mano. Una sensación muy curiosa le subió por el brazo: de calor y frío al mismo tiempo, bastante parecida a la reacción que el mismo barón provocaba en ella.

—Por favor, señorita Lacewood —le pidió, antes de que tuviera la oportunidad de soltarse—, quédese y escúcheme. Necesito su ayuda. Mi abuelo se muere.

Sus palabras fueron un duro golpe para Angela, y sintió que las rodillas se le debilitaban. De no ser por la fuerza con la que el barón le sujetaba la mano, habría caído al suelo.

—¿Se... muere? No puede ser. Ayer fui a visitarlo, y lo encontré mejor que nunca —pero el conde no era joven, y llevaba ya mucho tiempo enfermizo—. ¡Debo ir a verlo ahora mismo!

Pero otro pensamiento se distinguió de entre la confusión en que se había sumido.

—¿Por qué no me lo ha dicho desde el principio? —le preguntó, soltándose de su mano—. ¡Ha sido muy desconsiderado el que se haya dedicado a decirme toda una sarta de insensateces y a ocultarme lo verdaderamente importante!

El barón apretó los dientes y Angela comprendió que su reproche le había hecho daño, y se dio la vuelta. Tenía que salir inmediatamente para Helmhurst, y acudir al lado de su buen amigo.

Apenas había dado un paso hacia la puerta cuando lord Daventry se plantó delante de ella.

—No puedo dejarla ir, señorita Lacewood.

—Apártese —dijo, e intentó esquivarlo, pero él la sujetó por los brazos—. ¡Suélteme ahora mismo! —gritó, ignorando un absurdo deseo de seguir en sus brazos.

—No podré hacerlo hasta que no se haya calmado. Mi abuelo no corre peligro inminente, y no quiero que pueda llegar a imaginar lo que me han dicho los médicos.

Angela dejó de pelear por soltarse.

—¿Cómo puede decirme de pronto que su abuelo se muerte, y luego que no corre peligro?

—Peligro inminente —la corrigió—. Debería prestar más atención a mis palabras, señorita Lacewood. Aunque en apariencia mi abuelo esté como siempre, los médicos me han asegurado que solo le quedan tres meses de vida como máximo.

Un banco de nubes oscureció el verano que a punto estaba de llegar y que tanto deseaba Angela un instante antes.

Lord Daventry aflojó las manos.

—No quiero que el tiempo que le quede de vida se malgaste al enterarse de la gravedad de su estado. Si quiere volver a verlo, ha de darme su palabra de que respetará mis deseos.

Hubiera querido mostrar algo de compasión por el barón, pero él mismo se lo impedía. Empujando con las dos manos la pechera de su chaqueta, Angela se apartó de él.

—Si el conde no sabe nada de esto, puede estar tranquilo. Yo no le hablaría de ello aunque usted no me lo hubiese pedido.

—No se trata solo de que pueda decírselo o no con palabras, señorita Lacewood. Su rostro es un libro abierto para cualquiera que sienta la curiosidad suficiente para leer en él; y no digamos nada de sus ojos.

Angela sintió una tremenda angustia. ¿Estaría diciéndole la verdad, o habría vuelto a reírse de ella? Y si era lo primero, ¿se habría dado cuenta de la intensidad de los sentimientos que despertaba en su interior?

 

 

Las emociones de Lucius Daventry habían sido como un estofado hirviendo en una cacerola bien tapada. Angela Lacewood había apartado esa tapa en más de una ocasión durante su encuentro, y en cada una de ellas había dejado escapar un chorro de vapor ardiente. A pesar de que Lucius detestaba perder la compostura, tenía que reconocer que esos escapes de vapor habían impedido que terminase explotando.

¡Ojalá el recuerdo de haberla tenido entre los brazos no le inflamase todo el cuerpo!

Ella bajó la mirada, quizás para defenderse de su penetrante escrutinio.

—Soy capaz de poner al mal tiempo buena cara cuando es necesario, señor, y la visión de su abuelo no es ya la de antes. Jamás haría nada que pudiera causarle sufrimiento.

—La creo, querida.

Aquella última palabra volvió a escapársele de los labios, aunque si conseguía convencerla para que lo ayudase, lo cual parecía bastante poco probable en aquel momento, tendría que acostumbrarse a pronunciarla.

—Lo que necesito saber es hasta qué punto estaría dispuesta a comprometerse para conseguir la felicidad de mi abuelo en sus últimos meses de vida.

Aquellas palabras le escocieron en la garganta. Había tenido que pasar varias largas noches bajo la belleza fría y oscura de las estrellas para conseguir el estoicismo con que había llegado a aceptar la situación. Quizás las sensaciones que despertaba en él aquella mujer le servirían de distracción durante las semanas venideras.

Si es que conseguía convencerla para que lo ayudase.

Volvió a mirarlo, y al ver el brillo de la profundidad dorada de sus ojos comprendió que por fin había sumado todas las contradicciones de su propuesta.

—¿Quiere que finjamos que vamos a casarnos para complacer al conde?

—Exacto. Mi abuelo no ha sido precisamente sutil en sus intentos por reunirnos.

La sombra de una sonrisa brilló en sus labios un instante. Era obvio que el conde también había utilizado sus escasas dotes de casamentero con ella.

—No hay nada que desee tanto en esta vida —continuó Lucius—. Hasta ahora, yo había hecho oídos sordos a la letanía constante en la que alababa sus virtudes, ya que no tengo intención de casarme, ni siquiera por el bien de mi abuelo.

—Sin embargo, ¿está dispuesto a comprometerse conmigo?

Lucius asintió.

—Con la promesa de que sea usted quien rompa nuestro compromiso una vez... haya servido a su propósito. A cambio de su cooperación, ayudaré a su hermano a conseguir el destino que desea.

Ella se quedó mirándolo en silencio un instante.

—No necesito tal incentivo, milord —contestó al fin—. Si decido hacer lo que me pide, será porque yo también deseo hacer feliz al conde.

—Aunque así fuera, insisto, señorita Lacewood.

No iba a insultarla diciéndole que su acuerdo sería una especie de seguro por el que garantizar que rompería el compromiso una vez hubiese concluido su utilidad.

Al fin y al cabo, era prerrogativa de las mujeres cambiar de opinión en tales asuntos. De su ruptura surgiría un pequeño escándalo local, y poco más. Pero cuando era un caballero el que dejaba plantada a una mujer, el asunto llegaba a ser la comidilla de la alta sociedad durante meses, e incluso podía llegar a los tribunales, o aún peor: a los periódicos.

Y si lo que decía su abuelo sobre Angela Lacewood era cierto, resultaba poco probable que fuera a traicionarlo insistiendo en que siguieran adelante con un matrimonio que él no deseaba. Aun así, un noble con holgada fortuna debía extremar sus precauciones.

—Ahora que ha comprendido mis intenciones, señorita Lacewood, ¿será posible que acepte mi propuesta?

Mientras esperaba a que hablase, Lucius tuvo la sensación de que todos sus órganos internos se contraían hasta hacerse una tensa y pesada bola como las que salían por la boca de un cañón. Las palmas de las manos empezaron a sudarle, de modo que las ocultó en la espalda.

—Es... posible, milord —contestó al fin.

Lucius soltó el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta.

—Pero necesito más información —añadió ella—. ¿Hasta qué punto llegaría exactamente ese compromiso?

—¿Y cómo voy a saberlo yo? —espetó. Ya no podía seguir manteniendo la compostura—. Pues lo necesario para que mi abuelo crea que de verdad vamos a casarnos, supongo.

Estaba irritado consigo mismo por no haber hecho planes para lo que iba a ocurrir tras aquel encuentro, que no había salido ni mucho menos como él se esperaba.

—¿Tendríamos que presentarnos juntos en público? Me refiero a lo poco que se puede salir en un rincón apartado del mundo como este —añadió, haciendo girar un pequeño anillo que llevaba en el dedo.

Como no estaba seguro de qué respuesta podía preferir, se decidió por la que a él más le gustaba.

—No veo por qué íbamos a tener que hacerlo. A mí no suelen invitarme a esa clase de cosas últimamente, y si lo hacen suelo declinar las invitaciones. Y el hecho de que tenga prometida no veo por qué tendría que alterarlo todo.

Tuvo la sensación de que parecía aliviada. A lo mejor le parecía bien su actitud. Incluso podían llegar a llevarse bien.

—¿Podría ir de visita a Helmhurst incluso más a menudo de lo que lo hago ahora mismo?

Aquella respuesta sí que estaba clara.

—Tanto como desee —contestó, aunque pasar los últimos días en compañía de su abuelo y con otra persona no le hiciera demasiada gracia.

Ella no ocultó la satisfacción que le produjo su respuesta.

Tenía la impresión de que podía tener éxito en aquella empresa, y la posibilidad le produjo cierta excitación.

—¿Algo más? —le preguntó, sonriendo sin poder evitarlo.

Ella enrojeció de tal modo que Lucius pudo ver el color de sus mejillas incluso en la oscuridad de la habitación.

—¿Besarse?

Una sola palabra que fue como un golpe en el vientre, y Lucius se ordenó no mirar su boca. Bajo ninguna circunstancia debía imaginar lo que podía ser besarla. O especular sobre si habría sido besada por algún otro hombre.

—No debería haber venido —dijo de pronto, y recogió a toda prisa su capa y su sombrero—. Ha sido una idea absurda... imposible. Siento haberla molestado, señorita Lacewood. No es necesario que me acompañe hasta la puerta.

Y salió al vestíbulo echándose la capa sobre los hombros y calándose el sombrero de modo que el ala ancha le ensombreciera el rostro.

A su espalda oyó un ruido de pasos que se le acercaban.

—Por favor, lord Daventry, espere un momento.

Lucius no aflojó el paso, a pesar de que le pareció oír la voz del Duque de Hierro gritarle: «La chica te tiene en un puño, ¿eh? ¡Da la vuelta y hazle frente como un hombre!»

Cuando llegó a la puerta principal, giró sobre los talones.

Ella no debía imaginarse que iba a hacer tal cosa, porque no pudo detenerse en su persecución y fue a estrellarse contra él. De no haber tenido la puerta a su espalda, habrían caído al suelo hechos un revoltijo. Pero lo que ocurrió fue que Lucius la sujetó entre sus brazos por tercera vez.

Su melena de bucles dorados le rozó la nariz. Su pelo olía a aire fresco y a flores del jardín. Si los rayos del sol pudieran tener sustancia y textura, serían como aquellas trenzas doradas.

Ella levantó la cara para mirarlo, y por un instante Lucius sintió la tentación de darle el beso del que había hablado, el beso para el que estaba hecha.

Pero antes de que pudiera rendirse, ella exclamó:

—¡Lo siento! Siento mucho haberme tropezado con usted —se disculpó, azorada—. Y lo siento si le he hecho sentir incómodo con mi pregunta.

Alzó un brazo y rozó con las yemas de los dedos su cara. Lucius se encogió.

—Lo siento —repitió otra vez casi sin voz, y su mano se acercó a la máscara, haciendo que la carne que ocultaba debajo ardiera.

Aunque deseó apartarla de sí con un empujón, consiguió separarla con suavidad.

—Ese, querida, es precisamente el problema.

 

 

¿Que lo sentía? Angela frunció el ceño mientras veía a lord Daventry alejarse, el sombrero calado hasta las cejas y la capa oscura flotando a su espalda. Vaya si lo sentía.

¡Sentía que aquel hombre insufrible se hubiera presentado en su casa con aquella noticia, con su increíble proposición y su forma de marcharse después! Sin embargo, no pudo dejar de mirarlo hasta que se perdió de vista.

Por primera vez en su vida, Angela cerró de un portazo. Siempre había procurado evitar mostrar sus sentimientos, así como las emociones fuertes. No servían para nada, aparte de generar un abanico de sensaciones físicas bastante desagradables: palpitaciones, respiración agitada, estómago revuelto y dolor de cabeza.

Y en aquella última hora, lord Daventry había revuelto sus sentimientos hasta tal punto que no sabía cómo no se había dado la vuelta de dentro afuera.

Desde el sótano le llegó el reconfortante aroma a pan de jengibre recién hecho y respiró hondo. La agitación comenzó a ceder, así que, decidida a quitarse cuanto antes de la cabeza a lord Daventry, siguió el rastro de aquel delicioso aroma hasta la cocina.