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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Dixie Browning & Mary Williams

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Libertad para amar, n.º 302 - junio 2014

Título original: Beckett’s Birthright

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4346-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Uno

 

Orange County, NC 1899

 

Estaba cansado. Cansado de ir de un lado a otro, de seguir falsas pistas, de hacer las mismas preguntas pueblo tras pueblo, salón tras salón, garito tras garito. Siempre las mismas frases hechas: «parece que esta noche la suerte está de mi parte, amigos. Ah, por cierto. Si por casualidad ven a un caballero con un mechón de pelo blanco justo encima de la ceja izquierda…»

A veces daba resultado. Alguien había visto a un hombre que encajaba con esa descripción. Algunos incluso recordaban su nombre: Chips, Deuce, John Smith… nombres evidentemente falsos. Y, al cabo de unas cuantas preguntas más, Chandler volvía a ponerse en camino. Otro pueblo, otra partida, otra pista.

Pero ya era demasiado. A veces se sentía tentado de abandonar. De echar raíces en algún sitio y empezar a labrarse un futuro nuevo, sin vínculo alguno con el pasado. El Bar J no sería un mal rancho para establecerse. Estaba lejos de Crow Fly, en el Territorio de Oklahoma, pero quizá eso constituyera precisamente una ventaja. Allí no quedaba nada estrictamente suyo: nada excepto un viejo establo y unos pocos miles de acres de una tierra agostada. Que, a buen seguro, a esas horas estaría ocupada por algún pobre diablo.

—Pues que le aproveche —pronunció entre dientes mientras se levantaba de su escritorio. Aspiró profundamente varias veces, llenándose los pulmones del fresco aire primaveral. Se quitó su viejo Stetson negro y se rascó la cabeza. Por la ventana de la oficina vio a un par de trabajadores entreteniéndose lanzando herraduras. Se suponía que tenían que estar cambiando los goznes de la puerta de entrada, pero… estaban en primavera. Bien podía concederles una merecido descaso.

Estuvo a punto de reunirse con ellos. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se había permitido hacer algo tan improductivo como lanzar herraduras? La última vez que se había tomado un día entero libre, por puro placer, fue cuando estuvo comiendo con Abbie, a varios kilómetros de Charleston, en el parque de la orilla del río.

Qué ironía. Después de pasar casi dos años persiguiendo al hombre que secuestró a su prometida, había terminado regresando nuevamente al Este, a solo unos cientos de kilómetros del lugar donde había dejado a su mejor amigo, a su gran amor y… toda su fortuna. La imagen de una mujer de pelo oscuro y complexión menuda acudió a su mente. Pero antes de que pudiera cobrar una forma más precisa, la puerta trasera se abrió de pronto:

—¿Listo para ver a los nuevos?

Reacio, Elias Chandler volvió a la realidad. Asintió con la cabeza.

—Supongo que ninguno de ellos tendrá un mechón blanco sobre su ceja izquierda…

Cuando lo contrataron como administrador del Bar J, siete meses atrás, todo el mundo sabía ya que estaba buscando a un tahúr con esa descripción. La creencia general era que se trataba de un asunto de deudas de juego.

—No. Lo siento —a Shem, el hombre de avanzada edad al que había sustituido como administrador, todavía le gustaba echar una mano en el rancho.

—Que vengan, entonces. De uno en uno. ¿Cuántos se han presentado?

—Cuatro. Tres tienen posibilidades, pero el otro no.

Eli no preguntó por qué, sino que se limitó a asentir de nuevo. Había muy poco que el viejo Shem no supiera sobre ranchos, después de haber trabajado durante cerca de cuarenta y cinco años para el Bar J de Burke Jackson.

Las entrevistas le llevaron menos de una hora. Tres quedaron finalmente contratados. Shem los estaba esperando en la puerta de la oficina.

—Los chicos os dirán dónde podréis dejar vuestras cosas.

Le correspondía a Streak, un gigante de modales apacibles y gran corazón, distribuir las tareas entre los recién llegados. Cuando Shem ascendió a administrador, Streak lo sustituyó como capataz. Entre los dos sabían todo lo que había que saber sobre ranchos y ganado.

—Jackson no tiene buen aspecto —comentó Shem más tarde, cuando los tres se dirigían al barracón del comedor.

—¿Quieres decir que alguna vez lo ha tenido bueno? —inquirió Eli.

—Algo mejor, sí —terció Streak—. No tiene motivos para quejarse. Tiene una gran esposa. Y una hija.

Eli había oído muchas cosas sobre la hija, y ninguna buena. Se comentaba, por ejemplo, que era tan grande como un oso grizzly y dos veces más fiera.

—Peor que de costumbre, quiero decir —aclaró Shem.

Como nuevo administrador del rancho, Eli había sido invitado a comer en la casa con Jackson y su ama de llaves, pero a los pocos días había pretextado una disculpa y desde entonces comía con los trabajadores. Jackson podía ser muy rico, pero como persona era de las más desagradables que había tenido la desgracia de conocer. Y eso también valía para su ama de llaves, Pearly May, cuyo pésimo talento para la cocina solamente quedaba igualado por su capacidad, o más bien su incapacidad, para cuidar de la casa. Afortunadamente, Jackson no se preocupaba de las actividades cotidianas del rancho. A no ser que surgiera alguna emergencia, Eli despachaba con su jefe una sola vez a la semana.

Aquella noche tocaba para cenar guisado de cerdo con judías y pan de maíz. Para tratarse de un rancho de ganado vacuno, comían demasiada carne de cerdo. En cierta ocasión en que a Eli se le ocurrió comentarlo, le contaron una historia curiosa. Tenía la hija de Jackson siete u ocho años cuando, al volver de la escuela, se encontró con una desagradable sorpresa: la ternerita que tenía como mascota había sido sacrificada y destazada. Shem, que en aquel tiempo trabajaba como capataz, había recibido el encargo de cambiar la dieta de todos los habitantes del rancho, desde Jackson hasta el último trabajador. Dado que el cocinero era capaz de obrar verdaderos milagros con un pedazo de cerdo, cebollas, patatas y un puñado de sal, nadie se había quejado.

El barracón del comedor estaba tan ruidoso como siempre: solamente los recién llegados se dedicaban a escuchar, más que a hablar. Rara vez transcurría una semana sin que se sentara un nuevo trabajador a la mesa. Eli también comía en silencio, observando, escuchando. Era por naturaleza un hombre callado, que durante los dos últimos años había perfeccionado su talento para la observación.

Aunque se arrepentía en seguida, había veces en que casi llegaba a perder la esperanza de que Rosemary siguiera aún viva. Dos años habían pasado ya desde que alguien la secuestró, quemando de paso la hacienda Chandler. Había incumplido su solemne promesa de cuidarla y protegerla, y eso todavía le remordía la conciencia. Mientras quedara alguna esperanza, alguna pista, continuaría buscándola.

Para cuando la pista lo llevó a Durham, en Carolina del Norte, se había arruinado. Meses y meses de búsqueda continuada lo habían dejado exhausto. Estaba cenando en un salón de la ciudad cuando una conversación en una mesa vecina llamó su atención. Dos personas estaban hablando del mayor propietario de cabezas de ganado de todo el país. El tema le interesaba, así que aguzó los oídos.

—Parece que Jackson ha despedido al viejo Shem y está buscando un nuevo administrador —había oído comentar a un hombre con aspecto de vaquero, mientras saboreaba una cerveza.

Una de las primeras cosas que había descubierto Eli sobre el hombre al que estaba dando caza era que solía frecuentar los salones y los garitos de juego, cualquier lugar en el que alguien podía jugarse y perder tranquilamente el sueldo de una semana.

—¿Burke Jackson? —había exclamado el otro interlocutor—. Si ese miserable pagara un sueldo decente, no perdería tantos y tantos buenos trabajadores.

—Yo estuve trabajando allí una vez. No duré ni una semana. Tengo entendido que el viejo Shem sigue en el rancho, pero que ya no puede con el puesto de administrador. Ese Jackson debe de haberlo exprimido hasta los huesos.

—Seguro. Y dicen que su hija está cortada por el mismo patrón.

Aquella era la primera vez que Eli oía hablar de la hija. Recordaba haberse sentido aliviado al escuchar aquella descripción. Al menos no respondía al tipo frágil, vulnerable, femenino. El tipo de mujeres por el que siempre había sentido una especial debilidad, y que siempre, invariablemente, terminaban dándole problemas. Pero fue el repentino comentario del camarero el factor que lo animó a decidirse:

—Hacedme caso. Más tarde o más temprano, la mitad de los hombres de este lado del Mississippi terminarán buscando trabajo en el Bar J. Y eso aunque al final no duren más que unas pocas semanas…

—No se les podrá culpar por ello, desde luego —rezongó otro.

Y se levantó un rumor de asentimiento general. Siguieron luego más comentarios sobre la hija de Jackson, que parecía poseer una aureola legendaria. Por entonces estaba estudiando en la universidad. Según esos rumores, Lilah Jackson era fuerte, recia, y sabía montar y disparar contra cualquier hombre que osara tocarle un pelo de la ropa.

Eli, por su parte, no se sentía en absoluto amenazado por ese tipo de mujer. Y si hubiera sido tan bonita y delicada como un capullo de rosa, se habría sentido menos en peligro aún. Después de haber entregado su corazón a una mujer, de ofrecerle su apellido a otra y de perderlas a ambas, ya no le quedaba nada que dar. Cuando Abigail se casó con su mejor amigo, cortó por lo sano y regresó de nuevo al Oeste. En cuanto a Rosemary, se la arrebataron justo delante de las narices. Y no tuvo más opción que partir en su busca.

Estaba trabajando como sheriff de Crow Fly el día en que Rosemary Smith llegó al pueblo, dispuesta a vivir con su prima, bastante mayor que ella. El problema fue que la mujer acababa de morir y la casa había sido vendida para pagar las deudas y los gastos de su entierro. Sin un céntimo, sin ningún lugar a donde ir y sin medios para ganarse la vida, Rosemary había apelado al sheriff.

—¿Qué puedo hacer? —le había preguntado, suplicante, con el rostro bañado en lágrimas—. Me he gastado hasta el último céntimo en venir al Oeste para cuidar a mi querida prima…y lo único que me queda es esto —le mostró la cadena de oro que terminaba en un colgante con forma de lágrima, demasiado aparatoso y de pésimo gusto—. Esta cadena perteneció a mi madre… Su nombre está grabado en ella, ¿lo ve?

—Sí, señora —había respondido educadamente Eli, sin saber si debía ofrecerle su polvoriento pañuelo para que se enjugara las lágrimas.

—Y ahora mi mamá y la prima Carrie están muertas, y ya no me queda nadie, y yo, yo… —balbuceó, con sus enormes ojos azules inundados de lágrimas—… yo preferiría morirme de hambre antes que vender la cadena de mi mamá… Papá mandó hacerla para ella antes de que… de que muriera.

Más sollozos. Parecían encadenarse uno tras otro. De modo que Eli había terminado instalándola en la enorme y vacía casona que le había legado su abuelo, al cuidado de una viuda que ejercía de ama de llaves, porque Crow Fly carecía de pensiones o de hoteles. Incluso se había ofrecido a pagarle el pasaje de vuelta a su casa, pero ella replicó que no tenía ningún hogar al que regresar. Al final, le propuso que se casara con él. Era la única forma que se le ocurría, para un hombre honesto, de proteger a una mujer respetable que no tenía en quién apoyarse.

Cerca de un mes más tarde, después de haberse pasado tres días persiguiendo a una banda de cuatreros, Eli había vuelto a casa cansado y abatido. Y sintiéndose, por mucho que detestara admitirlo, más como un coyote cazado en una trampa que como un hombre a punto de casarse con una mujer bonita. Algo le decía que Rosemary iba a cansarse muy pronto de la clásica y aburrida vida de esposa de sheriff, pero a esas alturas ya no podía dar marcha atrás.

Había empezado a oler el humo bastante antes de llegar. Para cuando llegó a Crow Fly, a unos cinco kilómetros de la casa, lo supo. Lo supo como cuando adivinaba la cercanía de una tormenta. La casa todavía ardía, aunque sin llama. La mujer a la que había dejado a cargo de Rosemary estaba atada en el establo, que aún se mantenía en pie.

—Maldito sea ese hombre, malvado como el diablo… —había sollozado la pobre mujer—. Tiene un mechón de cabello blanco justo aquí —se señaló el lado izquierdo de la cabeza—. Se llevó a la señorita Rosemary consigo, y prendió fuego a la casa, riendo sin parar. Era el mismo demonio, se lo aseguro, señor Eli. El diablo se llevó a su mujer y yo no pude hacer nada, nada…

La pobre viuda tenía un moratón en un ojo, probablemente ocasionado por la culata de una pistola. La habían maniatado bien, con un pañuelo en la boca a modo de mordaza. Aquello había ocurrido año y medio atrás. Para no haber llegado todavía a la treintena, Eli se sentía más viejo que las altas montañas que había atravesado varias veces en sus viajes al Este.

—No estás comiendo nada hoy, chico —le comentó Shem con un brillo de inteligencia en los ojos.

—No tengo hambre. Me he pasado todo el día con los libros de cuentas. Lo que necesito es cabalgar durante un par de días seguidos, dormir en el suelo y contemplar las estrellas Aunque eso también tiene un problema: le da a un hombre demasiado tiempo para pensar.

Y él ya tenía demasiadas cosas en que pensar, añadió para sus adentros.

—Va a llover.

—Sí. Ya he visto las nubes.

—La señorita Lilah vendrá muy pronto a pasar el verano.

—Que Dios nos ayude —rezongó Streak.

Hubo una risotada general, e incluso Eli se permitió sonreír. Tal vez sería entretenido ver cómo los nuevos trabajadores, los tres solteros, reaccionaban ante la explosiva señorita Delilah Jackson. Se preguntó si alguno de ellos habría solicitado el trabajo tras enterarse de que Jackson tenía una hija en edad casadera. Si se la habían imaginado como una delicada y caprichosa jovencita, se iban a llevar un buen chasco… Nada más mirar a Shem, comprendió que el viejo estaba pensando exactamente lo mismo.

—¿Qué dices tú, Eli? Siendo como eres el administrador, tienes prioridad sobre el resto. Es una mujer muy dulce. La conozco desde el día en que nació. Yo mismo la bauticé, ¿te lo había dicho ya?

Lo había hecho. Y varias veces. Pero a Shem le gustaba hablar, y a Eli escuchar.

—Sí, ya se lo has dicho… —gruñó Streak, en vano.

—Te contaré cómo fue. Burke se había quedado tan destrozado por la muerte de su esposa, que no le prestaba ninguna atención a la niña. Fui yo quien le buscó un ama de cría y la llevó a la iglesia para que la bautizaran. Y quien la subió a su primer caballo y la enseñó a montar. Creció hasta convertirse en una espléndida mujer, así que no hagas caso de lo que dice la gente sobre ella…

Eli se sonrió. Teniendo en cuenta su debilidad por las mujeres finas y delicadas, se sabía perfectamente a salvo con la hija de Jackson. De las mujeres le gustaba su fragilidad, su feminidad… Lo cierto era que le gustaba todo de ellas. Incluso las lágrimas con que la pobre Rosemary le empapó la pechera de la camisa cuando acudió a buscarlo a la oficina del sheriff, desconsolada… Sí, las mujeres indefensas eran su talón de Aquiles. Jamás había sido capaz de resistirse a ellas. Pero la señorita Jackson no respondía en absoluto a ese modelo. ¿Una especie de Burke Jackson con faldas? No, nunca jamás se sentiría tentado por algo semejante…

 

 

—Me voy a casa, no me importa lo que diga mi padre —pronunció Delilah Jackson mientras guardaba otra prenda de ropa en el baúl. Estaba descalza, vestida únicamente con una camisola, con su gran melena rojiza recogida en una trenza—. Shem me escribió que papá estaba enfermo. Al menos eso era lo que parecía que decía su carta. Con la letra que tiene, una nunca puede estar segura… ¿Quieres darme los zapatos?

Isobel le pasó unos elegantes zapatos de tacón alto. Las dos mujeres eran las mejores amigas del mundo. Y eso que eran opuestas en todos los sentidos salvo uno. Lilah era hermosa, todo lo contrario que Isobel. Lilah era rica, mientras que Isobel era la hija de un pastor cuya parroquia, a su muerte, se había comprometido a cuidar de una niña sin parientes cercanos que no poseía un céntimo. Incluso le habían pagado una beca de estudios. Por último, Lilah era muy alta, mientras que Isobel no había crecido un centímetro más desde que era una flacucha chiquilla de doce años.

Y sin embargo, ambas mujeres tenían una cosa en común. Sus compañeras las evitaban. A Isobel por ser poco agraciada, tímida y pobre. Y a Lilah por ser extremadamente alta y por no tener pelos en la lengua.

—Solo te queda un mes para graduarte —le recordó Isobel—. Si tuvieras el título, podrías dar clases.

—¿Tengo yo cara de profesora? —Lilah soltó un profundo suspiro mientras cerraba el baúl.

—Bueno, podrías hacer cualquier otra cosa…

—Pretendo hacer cualquier otra cosa. Algo para lo que no se requiera un pedazo de papel con un estúpido sello.

Ambas sabían lo que Lilah pretendía hacer con su vida. Isobel la admiraba por su ambición, pero también sabía que la echaría mucho de menos. Se habían convertido en grandes amigas desde el mismo día en que Isobel se bajó de un pobre carro de mulas, con su única maleta, en el elegante pórtico del prestigioso internado de señoritas. Una amistad que se había fortalecido durante los casi cuatro años de estudios.

—Hey, echa los cierres mientras yo empujo —le pidió, prácticamente saltando encima de la tapa del baúl para cerrarlo.

Lilah, que fácilmente habría podido empujar la tapa con una sola mano, echó los dos cierres y ató las correas de cuero.

—El mismo día en que termines aquí, toma el primer tren para Hillsborough. Te iré a buscar a la estación. Te aseguro que nos lo pasaremos en grande. Lo primero que haré será enseñarte a montar.

—Oh, no, ni hablar…

—Izzy, no todos los caballos muerden. Y ya me encargaré yo de que no te caigas.

—No sé. Quizá debería empezar a buscar trabajo como maestra, antes de que me quiten los mejores empleos —aparte de la música, Isobel no tenía ningún talento especial. Por desgracia, el currículum de estudios del internado no la había preparado precisamente para ganarse la vida.

En cuanto a Lilah, ella sí que sabía lo que quería hacer con su vida: dirigir y administrar el rancho de su padre. Al menos así conseguiría que le hiciera algún caso… Maldijo para sus adentros. Ella no tenía la culpa de no haber nacido chico.

—Y ahora, recuerda mis instrucciones. Tú solo piensa en lo mucho que te vas a divertir: un verano entero sin abrir un solo libro —intentó convencerla, aunque Isobel era una gran aficionada a la lectura, al contrario que ella—. Pero si mi padre está realmente enfermo, me necesitará… lo cual quiere decir que yo te necesitaré a ti, de modo que ni se te ocurra no venir…

Lilah sabía demasiado bien lo que era no sentirse necesitada. Ni querida.

 

 

Dos días después Eli entró en el establo en busca del irresponsable que se había dejado la puerta abierta dejando que las vaquillas pisotearan el campo recién plantado. Estaba tentado de decirle al tipo que recogiera su sueldo y se marchara con viento fresco.

Nada más encararse con él, vio que desviaba la mirada hacia la puerta, abriendo mucho los ojos. Idéntica reacción tuvo otro de los trabajadores, que además dejó caer al suelo la brida que supuestamente estaba cosiendo.

—¿Qué diablos os pasa? —exclamó Eli antes de volverse para mirar lo que tanto había impresionado a los dos hombres—. Jesús.

Apenas había podido verla el día anterior, cuando se bajó de la carreta en la puerta principal. Una mujer alta, con una falda larga y una gran capa de lluvia que de lejos le daban el mismo aspecto y tamaño de un almiar de trigo. Se había apresurado a entrar en la casa, cargada con una maleta en cada mano, dejando al pobre cochero forcejeando con su baúl.

En cambio, la mujer que acababa de aparecer en el umbral del establo era muy distinta. A contraluz no podía ver su rostro, pero Eli se había quedado absolutamente impresionado. Ese día llevaba pantalones. Y no unos pantalones cualquiera, sino unos muy ajustados. Era una mujer grande, desde luego… ¿No se suponía que las mujeres tenían que ser pequeñas y desvalidas, para que un hombre pudiera cuidar de ellas? Aquella, en cambio, parecía perfectamente capaz de cuidar de sí misma. Y de cualquiera que intentara entrometerse.

Aclarándose la garganta, dio un paso hacia delante.

—Señora… o señorita… ¿qué puedo hacer por usted?

—¿Quién es usted? —inquirió a su vez la recién llegada, entrando en el establo y dirigiéndose directamente hacia Elie.

Abrió la boca para decir algo pero la cerró de nuevo. Tragó saliva. ¿Qué diablos le pasaba? Se sentía como si lo hubieran agarrado de los pies y le hubieran aplicado un hierro ardiente. Como a una de sus vaquillas.

—Me llamo Elias Chandler. Soy el nuevo administrador.

—El administrador es Shem —replicó ella con tono rotundo.

—Bueno, entonces yo soy su… su ayudante. Si está buscando a Shem, Willy y él han bajado a la ciudad a hacer unos recados para su padre. Le repito que si hay algo que pueda hacer por usted…

—Puede traerme mi caballo —respondió, como si le estuviera otorgando un gran privilegio.

«Qué mandona», masculló Eli para sus adentros, más divertido que irritado. Uno de los chicos reaccionó con más rapidez que él y se dirigió a la zona de las cuadras. Mientras esperaba, la dama se dedicó a examinar con la mirada el vasto interior de los establos. Todo estaba perfectamente limpio y ordenado, y Elie no pudo reprimir una fugaz punzada de orgullo. Evidentemente se trataba de una mujer muy especial. La palabra «arrogante» no le hacía justicia. Era mucho más que eso. El trabajador no tardó en reaparecer, llevando de la brida a uno de los grandes caballos de tiro que solían usar para cargar el heno.

—¿Es este el que buscaba? —inquirió con tono burlón, buscando con la mirada la complicidad de sus compañeros.

Eli contemplaba la escena, admirado de la insensatez del joven. Durante unos segundos, nadie dijo nada. El enorme caballo castrado esperaba pacientemente, como si estuviera esperando a que le pusieran un yugo. Hasta que la mujer, arqueando una ceja, pronunció con absoluta tranquilidad:

—Guárdate para ti ese percherón, chico. Ya iré a buscar yo misma mi caballo —y volviéndose hacia Eli, añadió—: Esta mañana montaré a Demon. Esta mañana y todas las demás.

Dos

 

Eli despachó a los hombres ordenándoles que prepararan un carro para transportar una carga de postes a las praderas del sur. Se tomó su tiempo para hacerlo. Solo entonces se volvió hacia la mujer que seguía plantada en el umbral, desafiante.

—¿Demon? ¿Y por qué no uno de los potros? —sugirió. Demon era uno de los sementales menos dóciles que tenían. No era montura para una dama.

Delilah Jackson lo miraba fijamente, sin molestarse en contestar, como si estuviera evaluándolo. Eli pensó que no debía de ofrecer un aspecto demasiado impresionante, sino perfectamente normal. Lo que nunca había hecho, sin embargo, era retroceder ante un desafío. Porque el guante había sido lanzado. De eso no cabía duda.

Dirigiéndose a Streak, que acababa de entrar, le ordenó con tono suave:

—Ensilla a Demon para la señorita Jackson, por favor.

Esperó alguna objeción, pero el larguirucho vaquero se acercó a la mujer, sonriendo de oreja a oreja.

—Me alegro de que haya vuelto a casa, señorita Lilah.

—Gracias, Streak. Esta vez he venido para quedarme.

Streak se marchó a ensillar su caballo, y Eli se encogió de hombros. Si se metía en problemas, no era responsabilidad suya. Llevaba la melena rojiza recogida en un moño en lo alto de la cabeza. Sus rasgos estaban en perfecta proporción con su cuerpo, desde su orgullosa nariz hasta sus grandes ojos castaños. Su mirada exploratoria se detuvo en el pequeño y oscuro lunar que tenía en una comisura de los labios, antes de bajar hasta su pecho generoso, que amenazaba con romper los botones de su ajustada blusa blanca.

—¿Qué pasa? ¿Acaso va a examinarme también los dientes, como si fuera un caballo? —su voz era tan voluptuosa como su cuerpo, pero mucho más seca.

—Lo siento. No era nada personal —mintió. Claro que lo era. No recordaba haberse sentido nunca tan atraído por una mujer. Bueno, una vez sí, pero eso había sido distinto.

Streak apareció en aquel instante con el semental ya ensillado.

—Oh, gracias, Streak —sonrió—. No tenías por qué haberlo hecho. Podía haberlo ensillado yo misma…

Entonces, ¿por qué no lo había hecho?, se preguntó Eli. ¿Acaso porque eso habría estropeado su pose de princesa imperial? El enorme caballo resopló, intentando morder la mano que lo guiaba. Lilah Jackson lo sujetó tranquilamente de las riendas, murmurándole palabras cariñosas. Tras montarlo ágilmente, sin aparente esfuerzo, salió del establo bajo la mirada de los dos hombres.

Incapaz de disimular su furia, empezó a cabalgar más rápido de lo que habría deseado. Hacía meses que no montaba. No había monturas convenientes en el internado. O, mejor dicho, no había sillas adecuadas. La primera vez que intentó montar sentada de lado, al estilo amazona, terminó de bruces en el suelo delante de un grupo de burlonas compañeras de clase. Esa también había sido la ultima vez que había intentado subirse a una de aquellas estúpidas sillas. Durante toda su vida había montado como se debía montar: a horcajadas. Su padre lo sabía, pero no lo aprobaba. Como no había aprobado nada de lo que había hecho en toda su vida.

Durante años había intentado comprender por qué no la quería su padre. Cierto era que su madre había muerto en el parto, y que todo el mundo decía que Burke siempre la había adorado. También se decía que la había llorado durante cinco días seguidos, para maldecirla durante otros tantos. A partir de entonces, se había convertido en otro hombre.

Pero eso no lo sabía Lilah. Burke siempre la había ignorado, dejándola en manos de Shem y de Pearly May. Fue Shem quien se ocupó de llevarla al colegio del cercano pueblo de Hillsborough cuando tuvo edad para ello. Su padre jamás había mostrado el menor interés por su educación. Shem le había dado incluso un nombre. Cuando le preguntó a Burke si quería ponerle Achsah, como su esposa, él lo despidió. Naturalmente, Shem no le hizo ningún caso; para entonces ya estaba acostumbrado a que lo despidiera.

De modo que Shem eligió un nombre y la registró al igual que habría registrado a cualquiera de sus mejores toros de raza. Delilah Burke Jackson. Llevaba el nombre de su padre, aunque Burke jamás había demostrado más interés por ella que por cualquiera de sus trabajadores estacionales. Para cuando se le cayeron los dientes de leche, ya había aceptado el hecho de que si un padre no quería a su única hija, era absurdo esperar el amor de nadie más. Y desde el día en que llegó a esa conclusión, aprendió a comportarse según sus propias reglas.

—Y al diablo con el resto del mundo —murmuró mientras hacía saltar a Demon una valla de escasa altura—. Tú incluido, Elias Chandler.

Había sabido ya quién era antes de entrar en el establo. Shem le había hablado de su sustituto. Un tipo del Territorio de Oklahoma, por el amor de Dios… ¿qué podía estar haciendo un salvaje semejante en el Este, si no era esconderse de la justicia? Tenía un aspecto ciertamente peligroso. Altísimo, muy bronceado, de cintura estrecha y hombros enormemente anchos. La gente decía que algunos hombres del Oeste eran seres ajenos por completo a la civilización. Había leído cientos de historias sobre el Salvaje Oeste en los libros presuntamente prohibidos para damiselas como ella. Al menos no iba armado. Aunque no era difícil imaginárselo portando una doble canana de revólveres…

La mayor parte de los hombres que trabajaban en el Bar J llevaban sombreros de paja en verano, y gorras de cazador en invierno. Chandler, en cambio, llevaba un sombrero de ala ancha, y además negro…

Inclinándose hacia delante, acarició cariñosamente la cabeza del semental.

—Nos nos gusta ese tipo, ¿verdad, cariño? No nos gusta su aspecto, ni sus modales, ni su…

«¡Escúchate a ti misma, mujer!», le recriminó una voz interior. «¿No te gusta el aspecto de ese hombre? ¿Por qué? ¿Porque es más alto que tú? ¿Porque es condenadamente guapo?». ¿O acaso porque no se había molestado en disimular el hecho de que… la desaprobaba? O peor aún… ¿que la encontraba incluso divertida?

Para cuando volvió al potrero, Elias Chandler no estaba por ninguna parte. Y se sintió a la vez aliviada y decepcionada. Sabía por experiencia que los hombres encontraban tanto su estatura como su actitud muy poco atractivas… lo cual solo contribuía a enfurecerla aún más. Pero… ¿qué podía importarle eso a ella? Estaba decidida a hacerse cargo del rancho, ahora que la salud de su padre estaba decayendo. Más tarde o más temprano tendría que enfrentarse y lidiar con todos y cada uno de los empleados de su padre. Y en caso de que no quisieran trabajar para ella, les pagaría lo que les debía y que se marcharan con viento fresco.

Shem, por muy encariñada que estuviera Lilah con él, ya no podía desempeñar el trabajo de administrador. De modo que, por desgracia, no tendría más remedio que aguantar a Chandler hasta que estuviera suficientemente capacitada para sustituirlo.

 

 

Eli, asomado a la ventana de la oficina, no pudo menos de admirar el estilo de montar de la hija de Jackson. La vio descabalgar para conducir al semental a las cuadras, de la brida. Sacudió la cabeza, impresionado. Aquello era un punto más a su favor. No solamente era una gran amazona, sino que además sabía cuidar de un caballo.

Volvió a concentrarse en los libros de contabilidad que tenía abiertos sobre el escritorio. Iban a necesitar más brazos para cuando la tierra estuviera lo suficientemente seca para el arado. El Bar J era considerablemente más pequeño que cualquiera de los otros ranchos del Oeste en los que había trabajado, pero en el Este la tierra era tan rica que no se necesitaban miles de acres para alimentar a una buena cabaña de ganado. Allí tenían suficiente pasto para el verano y podían cultivar el necesario para almacenarlo de cara al invierno.

Si Jackson se dignara pagar salarios decentes, no tendrían problema alguno en contratar trabajadores. Lo malo era que no se podía discutir de nada con un hombre que se pasaba los días tosiendo y resollando. A Eli no le caía bien aquel hombre, pero tampoco quería ser el responsable de su muerte. Para cuando terminó de rellenar las nóminas, le dolían los ojos. Rara vez duraba mucho tiempo en un mismo empleo, sobre todo en uno que requería tanto trabajo de contabilidad. Pero hasta que tomara una decisión sobre el siguiente paso a dar, lo mejor que podía hacer era quedarse donde estaba. Además, le gustaba aquel lugar. La tierra era rica, había agua suficiente, las instalaciones eran cómodas. Y la cuadrilla también era buena. O al menos tanto como las mejores con las que había trabajado.

Calculaba que podría resistir muy bien otro mes. Mientras tanto, buscaría a alguien que pudiera sustituirlo para cuando renunciara. Streak no estaba interesado. Los libros no eran su fuerte, y en esos tiempos, sobre todo en el Este, leer y llevar la contabilidad era importante. Para mediados del verano, si seguía sin encontrar ninguna pista, seguiría su camino. Quizá probaría suerte en Charleston, una ciudad que también contaba con sus buenos garitos de juego.

Resultaba gracioso, ahora que pensaba sobre ello, que la descripción del hombre que había raptado a Rosemary y la del otro tipo, aquel que le había salvado en una pelea en Fort Smith, cinco años atrás, fueran tan semejantes. Los dos eran delgados, de porte elegante, y les gustaba vestir bien. Lance no tenía un mechón canoso sobre su ceja izquierda… o al menos no lo había tenido la última vez que lo había visto, aunque eso podía haber cambiado.

Recostado en su silla, mirando por la ventana, evocó su primer encuentro con Lance Beckett. Eli había cumplido veinticuatro años y acababa de heredar cinco mil acres de una tierra seca y agostada, un gran caserón de dos pisos y todo el dinero que su abuelo había acumulado vendiendo tierras al ferrocarril.

Sabiendo, o al menos sospechando, que el mundo no se terminaba en Crow Fly, Territorio de Oklahoma, se había dirigido al Este buscando un lugar donde establecerse. Acababa de llegar a Fort Smith, en Arkansas, cuando entró en un salón para beber un trago. Nada más probar su whisky, estalló la pelea. Antes de saber incluso lo que estaba sucediendo, Eli y un petimetre de ciudad se vieron acorralados contra una pared y enfrentados a un puñado de granjeros enfurecidos.

Eli medía casi dos metros y su peso, dependiendo de las temporadas en que comía regularmente, rondaba los noventa kilos. El petimetre era bastante más pequeño. De cualquier forma, pocas habían sido sus posibilidades de salir bien librados en una pelea contra más de doce tipos. Sobre todo después de que uno de ellos sacara un cuchillo, dispuesto a rebanarles la nariz. Eli se las arregló para obligarlo a soltar la hoja, pero no antes de recibir una leve cuchillada en un costado, justo arriba del cinturón y debajo de su chaleco de cuero. Poco después caía al suelo, derribado por un silletazo en la cabeza.

Cuando recuperó la consciencia, estaba en una habitación extraña que olía a antiséptico: el gabinete de un médico. Al parecer lo había llevado allí un desconocido, que ni siquiera se había molestado en dejar su nombre. Una semana después, cuando ya fue capaz de volver a montar, buscó al dandy para darle las gracias. Los Chandler podían ser muchas cosas, pero no eran unos desagradecidos, y además en aquel tiempo Eli no había tenido nada mejor que hacer. Su búsqueda lo llevó hasta Charleston, en Carolina del Sur. Aún convaleciente de las heridas de la guerra, la ciudad lo había impresionado por su belleza y exotismo.