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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Dixie Browning y Mary Williams

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Una atracción irresistible, n.º 314 - junio 2014

Título original: Blackstone’s Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4348-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Uno

 

La puerta de cuarterones se cerró en silencio detrás de Jedediah Blackstone, apagando el ruido del vestíbulo que se encontraba al final del pasillo. Había pedido una habitación en la tercera planta, pero el hotel estaba lleno cuando se registró, hacía tres días. Asuntos de política, le había dicho el chico de recepción, pues se encontraba en la capital de Carolina del Norte.

Se acercó a la ventana que daba a una de las calles más bulliciosas de Raleigh y repasó los acontecimientos de las últimas horas. ¿Habría dejado algún cabo suelto? La parcela aparecía identificada en un enorme plano de la pared de la inmobiliaria. La escritura la habían firmado tanto él como el representante de la compañía ferroviaria, y las firmas de ambos habían sido debidamente verificadas. Le habían pagado como había solicitado, ingresando el grueso de la suma en su nueva cuenta del banco de Asheville y entregándole en mano una pequeña cantidad para cubrir los gastos del viaje, que serían mínimos teniendo en cuenta cómo pretendía viajar. Y todavía le quedaban cuarenta acres de tierra.

Durante unos días más, una semana, a lo sumo, podría considerarse un hombre rico. Aunque no tanto como Sam Stanfield, el hombre que lo había hecho apalear, marcar y expulsar de Foggy Valley hacía ocho años por atreverse a cortejar a su hija, sí lo bastante para impedir que aquel canalla embargara la granja de George.

Cuando recordaba aquellos días, Jed debía reconocer que había hecho mucho más que cortejar a la joven. Claro que eso no había impedido que Vera se casara con el mismo hijo de perra que le había marcado el trasero con un hierro hacía tantos años.

—Agua pasada —le dijo a la paloma que se paseaba por el alféizar. Tenía demasiados asuntos importantes que resolver en aquellos momentos para malgastar el tiempo lamentando un pasado muy pasado. Hasta que George no le había telegrafiado hablándole del préstamo cuyo cobro Stanfield estaba a punto de ejecutar, Jed no había tenido prisa por vender la propiedad que había ganado jugando al póquer. Ni siquiera había sabido exactamente dónde se encontraba, sólo que era tierra baldía y que únicamente servía para lo que su antiguo dueño la había utilizado: para jugársela al póquer.

Pero antes de apostar con ella en otra partida, había oído decir que la compañía ferroviaria pensaba avanzar hacia el oeste, y en la misma semana, había recibido un telegrama de su hermanastro, George Dulah, contándole el aprieto en que se encontraba. El telegrama de George lo había sorprendido en Winston, desde donde pensaba continuar su viaje serpenteante hacia el borde del continente. Sentía deseos de ver el océano desde que había leído sobre él en las enciclopedias. Al menos, el Atlántico. Tardaría bastante en llegar a la P.

En cambio, había viajado a Raleigh, que albergaba las oficinas de la compañía ferroviaria. Se había registrado en el hotel, se había bañado, se había vestido como un caballero y había cambiado la escritura que había ganado al póquer por suficiente dinero en efectivo para salvarle el pellejo a su hermano. Quizá hubiera ganado más si hubiese esperado un poco, pero andaba escaso de tiempo. Así que había pedido una suma que bastaba para saldar el préstamo de su hermanastro, incluidos los desorbitados intereses que Stanfield exigía, y un poco más para cubrir los gastos del viaje.

Cuando George le escribió hablándole de la sequía que había estado a punto de arruinarlo, Jed se ofreció a volver a Foggy Valley para ayudar en la granja. Por aquella época estaba sin blanca, pero pensó que un par de manos y una espalda fuerte no estarían de más. George le aseguró que no necesitaba ayuda, y que podría pagar el préstamo en cuanto vendiera su ganado y la cosecha de tabaco en el mercado.

Así que Jed siguió viajando, trasladándose poco a poco hacia el este, y continuó haciendo lo que más le gustaba: jugar al póquer, estar con mujeres y leer enciclopedias. Desde que había descubierto a las mujeres, siempre le habían gustado. Por razones que no alcanzaba a comprender, a ellas parecía también gustarles... era un tipo alto, brusco, poco instruido, al que se lo conocía más por su habilidad con las cartas que por su talento de bailarín.

Antes de recibir noticias de George, había estado disfrutando de la vida, tomándosela como venía, disponiéndose a trasladarse a otra zona. Su hermanastro vendió el ganado a un vaquero y, justo cuando empezaba a levantar cabeza, tres semanas antes de que abriera el mercado del tabaco, se le incendió el granero con la cosecha de todo el año. No le quedó más remedio que pedir dinero prestado al único hombre de Foggy Valley que estaba en situación de poder dárselo: Sam Stanfield. Prestamista, ranchero, político... el dueño de todas las tierras situadas entre Dark Ridge y Notch Ridge. En otras palabras, de todo el valle salvo por la granja que había pertenecido a la familia Dulah durante tres generaciones. Según George, Stanfield estaba dispuesto a adueñarse también de la granja Dulah, a no ser que pudiera devolverle el préstamo, incluido el elevado interés que cobraba, el muy pirata.

—Esta vez, no —masculló Jed, y sacó sus alforjas de debajo de la cama. Se quitó la chaqueta que había comprado especialmente para el trato, en un intento de parecer un caballero en lugar de un mestizo jugador y vagabundo con el trasero marcado a fuego.

Vestido con unos vaqueros, una vieja chaqueta de ante y sus botas favoritas, Jed guardó el resto de sus pertenencias en las alforjas. Como ya había pagado al chico de pelo engominado del mostrador, lo único que le quedaba por hacer era recoger su caballo en los establos y ponerse en camino.

Habría viajado en tren, salvo por una razón. Sam Stanfield no era un desconocido ni siquiera en Raleigh. Incluso allí, tan al este de Foggy Valley, Stanfield tenía amigos que lo mantenían informado, y Jed quería que su visita fuera una sorpresa. Stanfield ya debía de saber que el ferrocarril se disponía a avanzar hacia el oeste, razón por la que, años atrás, se había propuesto adueñarse de Foggy Valley expulsando a granjeros honrados de sus tierras. George había aguantado el mayor tiempo posible, pero cuando se había presentado, sombrero en mano, en el banco de Asheville y le habían negado el préstamo, no había tenido más remedio que recurrir al hombre que, como bien sabía, le daría una puñalada trapera en cuanto tuviera oportunidad. Aunque los Dulah se hubieran asentado en el valle un siglo antes de que los Stanfield se presentaran en las Carolinas, procedentes del norte, la tradición no significaba nada para un hombre como Stanfield.

Recordando, Jed veía el asunto con demasiada claridad. Como cuando estudiaba una mano de cartas y preveía el desenlace, al conocer los planes de avance del ferrocarril hacia el oeste, a través de las montañas, había comprendido el interés de Stanfield por adueñarse de todo el valle.

Hasta el momento, las vías férreas no llegaban ni remotamente cerca de Foggy Valley, pero Jed no iba a arriesgarse a que lo vieran y a que Stanfield supiera que la ayuda estaba en camino. Ya estaría al corriente de que había abierto una cuenta en el banco de Asheville y de cuánto contenía. El que Jed se apellidara Blackstone, y no Dulah como su hermanastro, lo ayudaría a ganar un poco de tiempo, pero no mucho.

Jed tenía pensado viajar por carreteras secundarias. Tras ocho años merodeando, buscando partidas de póquer para subsistir, señoritas profesionales para divertirse y bibliotecas públicas en las que profundizar su formación, estaba muy familiarizado con las carreteras secundarias. En la parte central del estado, los caminos de tierra estaban siendo reemplazados por carreteras más modernas, aunque en las montañas, todavía era pronto. Había lugares en los que un hombre podía perderse de vista y no ser encontrado hasta al cabo de cien años.

 

 

Eleanor estaba sentada en el porche delantero, viendo cómo se iluminaba el cielo por el este. La única manera en que distinguía el este del oeste era que el sol se elevaba en una dirección y se ponía en la otra. No sabía qué día de la semana era... ni siquiera tenía la certeza de que todavía fuera abril. Su calendario era de hacía tres años, y los periódicos diarios o semanales no eran más que un sueño lejano.

Sosteniendo una taza de porcelana en sus manos encallecidas, intentó espantar los últimos retazos de la pesadilla. Ya se la sabía de memoria; siempre era lo mismo. Estaba atrapada en una especie de jaula de pájaros, y unas personas que hablaban otro idioma le daban de comer maíz seco. Ella les suplicaba que la liberaran.

—¡Abran la puerta de la jaula, por favor! —gemía. Después, gritaba, pero nadie la oía. A veces se despertaba con la garganta dolorida, como si hubiese estado chillando durante horas.

—Será que he roncado —dijo. Tenía que dejar de hablar sola. Era lógico que le doliera la garganta, no paraba de parlotear sobre mil cosas.

El otro día, de pie en el porche de atrás, había recitado las tablas de multiplicar hasta la del ocho, la última que recordaba. Salvo por la del diez, pero ésa no era ningún reto.

El café se le había quedado frío. No le gustaba solo, pero nunca le llevaban leche, ni siquiera de lata. Sólo suero, y sabía a mil demonios con el café. Dejó la taza a un lado, sin reparar en el contraste entre la fina porcelana con adornos de violetas y las gastadas tablas de nogal.

—Tres por tres, nueve; tres por cuatro...

Se acordó de aquella vez en que uno de sus alumnos de tercer curso se había puesto en pie delante de la clase y había recitado con voz grave:

—Once por uno, once; once por dos, veintidós; once por tres, treinta y tres... —y así había seguido hasta que Eleanor no había podido reprimir más la risa. Y tampoco la de veintitrés niños indisciplinados de entre seis y nueve años.

Santo cielo, qué no daría en aquellos momentos por revivir el peor día de su fugaz experiencia como maestra, en lugar de estar allí, incomunicada, en medio de ninguna parte, en una casita de madera situada sobre una mina de oro, viuda, heredera... y prisionera.

—Tendré que volverlo a intentar, por supuesto —les dijo a sus dos gallinas y a los pájaros negros que la sobrevolaban—. La próxima vez no podrán detenerme.

 

 

Echándose al hombro las alforjas, Jed paseó la mirada una última vez por la lujosa habitación de hotel para cerciorarse de que no se dejaba nada; después, abrió la puerta. Los establos no estaban más que a ocho manzanas de distancia, un paseo tranquilo si no hubieran llenado la ciudad de pistas de cemento. Los pies no estaban hechos para caminar sobre el cemento, pero cualquiera se lo decía a uno de esos tipos relamidos y elegantes que gobernaban la ciudad.

A medio camino de la cuadra, se quitó la chaqueta y la embutió en las alforjas. Hacía un color de mil demonios, y sólo era abril. El cemento retenía el calor, y ni siquiera de noche refrescaba lo bastante para dormir a gusto. Era hora de regresar a las montañas, se dijo, sintiéndose un poco culpable.

McGee lo saludó como de costumbre, intentando morderle el hombro.

—Es el caballo más malo que he visto nunca —dijo el muchacho que cuidaba y alimentaba a una docena de monturas.

—Así es como se llama. Malo McGee. Pero llámalo McGee a secas. Lo ofende que utilicen su nombre completo.

—No voy a llamarlo de ninguna manera —gruñó el muchacho, y se guardó el dinero que Jed le acababa de entregar. Cuánto vería su patrón era algo que quedaba entre el muchacho y aquél. Jed sentía cierta afinidad con cualquier chico que decidiera trabajar por su cuenta en lugar de robar para llenarse el estómago.

Media hora después, ya había salido de la ciudad, en dirección oeste. Al oír el lejano silbido del tren, sonrió, y hostigó a McGee para que fuera al trote.

—A ese viejo hijo de perra lo espera una buena sorpresa, McGee. Sí, señor, reventará como uno de esos volcanes de los que te hablaba.

Había saltado directamente a la V y a la W la última vez que había estado en la biblioteca, consciente de que podría tardar un tiempo en volver a pisar una. También había hojeado la sección de la Z, y en la palabra «zebra» le habían remitido a la C, donde se había entretenido leyendo sobre un caballo con pelaje a rayas. Era lo más curioso que había visto nunca.

Viajaban a buen paso, deteniéndose por la noche y durmiendo a la intemperie. Hacía frío, pero se sentía como en casa. En el transcurso de sus veinticinco años, Jed había dormido más al raso que en la cama. Lejos de las ciudades, no tenía que preocuparse de que algún bellaco, esa sí que era una buena palabra, lo acechara y asaltara.

Al cabo de tres días, hizo un alto para comprar queso y panecillos, y tomarse una buena taza de café. Se encontraba en una zona poco familiar, pero como el vuelo del cuervo, parecía ser la ruta más directa a Foggy Valley.

—¿Cómo son las carreteras que van al sudoeste? —le preguntó al hombre del mostrador, que parecía rondar los ciento cincuenta años. El anciano mascó el tabaco y escupió por la puerta abierta, salpicando la arcilla roja a un paso de los cascos de McGee.

—Tolerables —dijo—. Los viejos caminos de tierra están en desuso. Casi todo el mundo usa la carretera nueva.

Jed prefería esquivar a «casi todo el mundo». El elemento sorpresa era el as que se guardaba bajo la manga. Uno de ellos. Si Stanfield descubría que George podría devolverle el préstamo, idearía una manera de impedirlo.

—¿Dónde puedo encontrar ese camino de tierra? ¿Dice que va hacia el sudoeste?

—Oeste sudoeste. Zigzaguea bastante cuando se adentra en las tierras de los Miller. Yo que usted no iría por ahí. Es una tierra inhóspita.

Los zigzags no lo molestaban. Tampoco las tierras inhóspitas.

—¿Cuánto le debo?

El anciano le dijo una cifra varias veces superior al valor de los alimentos, pero Jed pagó sin hacer comentarios. A juzgar por el aspecto de la tienda, podía ser el único cliente de toda la semana. Hasta aquel momento, sus gastos de viaje habían ascendido a una ración de tarta de pollo en Winston y el cigarro que le había comprado a George para celebrar la cancelación del préstamo.

 

 

Aquella mañana la pesadilla era un poco distinta. Eleanor estaba enterrada bajo toneladas de tierra, sin poder levantarse, sin poder pedir auxilio. Esperó a que el sueño se desvaneciera y, después, susurró:

—¡No estoy indefensa! ¡Soy inteligente, ingeniosa y...!

Y estaba atrapada. Seguía atrapada, a pesar de su determinación de escapar, en un mundo que evolucionaba con un siglo de retraso, prisionera de unas gentes obsesionadas con la fiebre del oro. Unas gentes que escribían sus propias leyes y vivían de acuerdo con ellas. Unas gentes de habla suave que desconfiaban de los forasteros, incluso de los que llegaban al valle contrayendo matrimonio, como Eleanor.

Eran la familia de su difunto marido. Primos enésimos, consanguíneos, analfabetos, algunos incluso viciosos, sobre todo, después de paladear el fruto de su propia destilería ilegal.

En cuanto pudo respirar con normalidad, se levantó de la cama y se dirigió a la cocina, donde se sirvió un vaso de suero de leche fresca. En su casa de Charlotte, en su otra vida, habría sido una taza de chocolate caliente. Haciendo girar el vaso despacio entre las manos, estudió el motivo grabado alrededor. Era el único que quedaba del juego de tres que había llevado allí. Las tazas de porcelana habían sufrido aún más. Dos días de traqueteo en un carromato, por mucho cuidado con que se embalaran, eran letales para la porcelana y el cristal finos.

La cubertería de plata que había pertenecido a dos generaciones de su familia ni si quiera había comenzado el viaje. Su marido, poco después de la boda, la había vendido para adquirir otra pieza de la maquinaria que necesitaba para explotar su endiablada mina de oro.

Su mítica mina de oro. Por mucho que cavaran la tierra en busca de un nuevo filón, los Miller se estaban engañando. A Eleanor no le cabía la menor duda. El que sesenta años atrás el abuelo de Devin hubiera encontrado un bloque de oro macizo y una veta que parecía prometedora, la hubiera reclamado como suya y hubiera trasladado allí a toda su familia para explotarla, no significaba que quedara más riqueza por descubrir... sólo que los Miller, su difunto marido entre ellos, estaban gravemente trastornados por la fiebre del oro.

E igual de trastornados estaban si pensaban que podrían mantenerla cautiva hasta que se casara con uno de ellos, el nuevo dueño de lo que llamaban: «la parte de Dev». La herencia del abuelo, el grueso de su huidiza riqueza.

Cien partes de nada seguían siendo nada, pero era imposible hacérselo entender a los Miller. Desde la muerte de Devin, se había quedado atrapada en aquel lugar salvaje olvidado de la mano de Dios, y seguía sin poder convencer a nadie de que su regreso a Charlotte no haría que todo el mundo se presentara en bandada para robarles su preciado oro.

Al día siguiente por la noche, lo intentaría de nuevo. Tras el fracaso de la noche anterior, no esperarían que volviera a probar suerte tan pronto.

Horas más tarde, aquella mañana, Eleanor paseó la mirada por la minúscula casa de madera, haciendo inventario de lo que se vería obligada a dejar atrás. Ya no le quedaban muchas cosas y, desde luego, nada que pudiera llevar consigo. Devin había vendido casi todos sus objetos de valor, en gran parte, antes de salir de Charlotte. Había dado por hecho que, porque Eleanor tenía su propia casa e iba bien vestida, vivía con desahogo. Nada podía distar más de la verdad. Había heredado la casa de una tía anciana que la había acogido tras la muerte de sus padres, y apenas podía subsistir con su magro salario.

Pero, claro, Devin no se lo había preguntado, y ella no le había contado lo poco que ganaba una maestra de escuela. La ironía era que los dos se habían dejado engañar. El encanto de Devin había sido tan poco genuino como la imaginaria riqueza de Eleanor. Claro que él había interpretado bien su papel. Sorprendentemente bien, teniendo en cuenta su procedencia. No habría colado si ella hubiera sido una mujer más experimentada. Como la típica maestra solterona, Eleanor había sido lo bastante ingenua para morder el anzuelo.

Pensándolo bien, no podía creer que hubiera estado tan ciega. No solamente había invitado a un desconocido a su casa sino que, prácticamente, le había suplicado que la pusiera en ridículo. La soledad no era ninguna excusa, ni el hecho de que el día en que se conocieron, ella cumplía veinticinco años y no tenía a nadie con quien celebrarlos. Hacía varios meses que había muerto su tía Annie. Sus amigas estaban todas casadas, algunas, con hijos.

A decir verdad, se sentía como el último panecillo de la cesta, el que nadie quería. Fue entonces cuando apareció Devin Miller, saliendo de la camisería justo cuando ella pasaba por delante cargada de libros. Se le cayeron los libros, y Devin la ayudó a recogerlos, y cuando quiso darse cuenta, él la estaba cortejando con flores, bombones y falsos halagos. Estúpida como era, se lo había tragado todo como un cachorrillo hambriento.

Sí, Devin la había encontrado a punto de caramelo, y su única excusa era que nadie había intentado conquistarla antes. De ahí que hubiera quedado atrapada en una situación insólita en su vida, hasta entonces tranquila y monótona. Era la prisionera de un puñado de hombres y mujeres obsesionados con el oro que creían que, de un momento a otro, serían ricos como Midas y no tendrían que volver a trabajar ni un solo día en sus estrafalarias vidas.

En aquel lugar, las mujeres eran una posesión más; la educación, obra del diablo; y los llaneros, la gente de «fuera», motivo de recelo y casi de paranoia.

Su primer intento de fuga tras la muerte de Devin había fracasado, sencillamente porque no había sido consciente de su condición de prisionera. Le parecía inconcebible. Había recorrido pausadamente el camino serpenteante que conducía al asentamiento situado al pie de la colina de Devin varias semanas después de su muerte, y había preguntado si alguien pensaba viajar a la ciudad, porque en ese caso, le encantaría acompañarlo para organizar su vuelta a casa. Su educada petición había sido recibida con miradas perplejas y esquivas. Por fin, una anciana a la que todo el mundo llamaba señorita Lucy le había explicado que, como viuda de Devin, su casa estaba arriba, en la colina de su marido.

Para su segundo intento, había esperado a que se hiciera de noche y había dejado una lámpara encendida dentro de la casa por si acaso alguien la estaba vigilando. Malgastando sólo un momento para acostumbrarse a la oscuridad, atravesó corriendo el pequeño claro, con el objetivo de alcanzar una de las granjas circundantes que había visto a lo lejos. Devin le había dicho en una ocasión que los granjeros no eran Millers, pero que les habían permitido quedarse de todas formas, ya que sus familias llevaban allí varias generaciones.

¿Que «les habían permitido quedarse»? En su momento, Eleanor no había comprendido lo que significaba aquello.

Como un ladrón en la noche, avanzó rápidamente, escabulléndose entre jardines y graneros, dando gracias por la luna, que le impedía tropezar con montones de leña o pisar lo innombrable. Consiguió dejar atrás las tres primeras casas, dos cobertizos y un campo de maíz lleno de malas hierbas. Unos cuantos kilómetros más y se habría puesto a salvo. Animada por aquel logro, había intentado forjar un plan... o, al menos, el plan que podía forjar una mujer cuando no tenía hogar, ni parientes, ni dinero.

Pero no le sirvió de nada. Antes de dejar atrás la última casa, la que pertenecía a los Hooter, Varnelle y Alaska, cuya madre había sido una Miller, Alaska había salido de detrás del último cobertizo, con una jarra de aguardiente en cada mano y una sonrisa en su largo rostro huesudo.

—¿Adónde vas, Elly Nora?

No podía decir que estaba dando un paseo cuando llevaba encima todas sus posesiones salvo los libros, la porcelana, el cristal, y el sofá que Devin pensaba cambiar por una bomba de vapor antes de morir.

—Me voy a casa —le dijo, aun sabiendo que no podía. Al menos, en aquella ocasión.

—No querrás irte a ninguna parte. Pobrecito Dev, le romperías el corazón. Aún no se ha enfriado su sepultura.

Para entonces, su marido llevaba casi dos meses muerto. Tras el largo y duro invierno, estaba tan frío como podía llegar a estarlo.

—Sólo quiero irme a casa, Alaska. A Charlotte.

—No podemos dejarte ir, Elly Nora.

Se había quedado tan frustrada que no se había molestado en replicar, consciente de que no le serviría de nada. Alaska la había acompañado otra vez a su casa de troncos. Ninguno de los dos había añadido nada.

Después, al poco de su segundo intento de huida, empezó «el desfile de pretendientes». Todavía no podía creerlo, pero todos los solteros de Dexter’s Cut de entre dieciocho y cincuenta años habían esperado los tres meses de rigor desde que Devin saltara por los aires para probar suerte con su viuda.

Eleanor no se rió de sus aspiraciones... Era incapaz de herir los sentimientos de un hombre, aunque fuera un Miller. En cambio, escuchó sus torpes declaraciones y los fue rechazando educadamente a todos, rezando para no verse nunca en situación de lamentarlo.

Dos

 

Un cartel escrito a mano prohibía la entrada. Viajando campo a través, como solía, Jed había aprendido a respetar la advertencia. Pero un camino era un camino y, aunque aquél estuviera lleno de malas hierbas, todavía se veían las huellas de los carros.

Oía agua fluyendo muy cerca. Era evidente que McGee también la oía, porque apretó el paso. Jed dio rienda suelta a su caballo y se sujetó el sombrero mientras el animal atravesaba un macizo de laureles y alcanzaba la orilla de un arroyo de unos tres metros de ancho.

No le vendría mal un descanso, pensó Jed, y aquél era un lugar tan bueno como cualquier otro. Había reservado parte del queso y de los panecillos que había comprado aquella mañana... pero primero bebería un trago. Ver tanta agua le hacía comprender lo sediento que estaba. Desmontó y dio una palmada a McGee en los cuartos traseros, consciente de que el caballo no iría a ninguna parte hasta que no hubiera saciado su sed.

Estaba de rodillas, bajando el rostro hacia la superficie ondulante, cuando un sonido y un olor le hicieron volver la cabeza. Una mirada bastó.

«Oh, no. Ahora, no».

Pistolas y whisky anunciaban problemas en cualquier idioma, pero en manos de una pandilla de montañeses sucios y sonrientes como los cinco que se habían puesto en hilera detrás de él, no permitían albergar muchas esperanzas. Su mejor apuesta sería cruzar el arroyo, pero algo le decía que no tendría oportunidad.

—¿Queréis que hablemos? —preguntó, mientras repasaba posibles justificaciones de su presencia allí.

Un hombre sostenía un viejo rifle para cazar osos, otro un Winchester más moderno, y el más alto, una pala sobre el hombro. Los dos restantes estaban desarmados, lo cual equilibraba la lucha. Aunque no mucho.

—A por ellos, McGee —susurró Jed, y cerró las manos en torno a una piedra de río.

—¿Que si queremos hablar, chicos? Yo creo que tenemos un intruso —el del Winchester sonrió, dejando al descubierto un total de tres largos dientes amarillos.

—Quizá me haya perdido y... —no pudo decir nada más porque la pala le cayó sobre la cabeza. A partir de ahí, todo fue de mal en peor. Después, recordaría vagamente muchos silbidos y aullidos, disparos de rifles, y la alegre sugerencia de clavar su trasero en un costado del granero como advertencia para futuros intrusos.

Con la cabeza zumbándole de dolor, combatió a sus atacantes, sacando fuerzas del temor a morir. Hasta consiguió asestar buenos golpes, sobre todo con los pies, pero eran cinco contra uno y la pelea estaba muy descompensada. Al menos, no le pegaron un tiro directamente, aunque aquella endiablada pala era casi igual de letal. Lo único que podía hacer era rodar con los golpes, intentar protegerse los órganos vitales y confiar en que aquellos cabrones cayeran desplomados por la bebida antes de rematarlo. Empezaron a tirarle de las botas...

—¡Ay! —gritó Jed de dolor al notar que le torcían el tobillo. El hedor del whisky estaba en todas partes. Si lo rociaban con él y le prendían fuego...

Intentó rodar hacia el arroyo. Alguien le dio una patada en las costillas, y otros se sumaron a la iniciativa, con risas estridentes y gritos. Gateando, Jed trató de refugiarse en los arbustos, pero lo siguieron, asestándole patadas y golpeándolo con la culata del rifle.

—¡Atrapad al caballo antes de que se escape! —gritó uno de ellos.

—¡Dadle otro golpe con la pala, no lo matará!

—Tú te quedas con el caballo, las botas son mías —las voces llegaban de todos lados, como buitres sobrevolando un animal moribundo.

—El sombrero es para mí. ¡Dame tu jarra, Alaska! —gritó uno.

—Ve a buscar la tuya, la mía está vacía.

Las voces parecían llegar de lejos... como todo lo demás. O se estaban yendo o la cabeza no le funcionaba muy allá. No veía nada, no oía nada, pero ¡Dios, cuánto le dolía todo!

Durante lo que podrían haber sido minutos, o días, permaneció boca abajo sobre la tierra, demasiado dolorido para moverse aunque hubiera reunido fuerzas. Todavía oía a aquellos malnacidos, pero las voces parecían mucho más lejanas. A no ser que los oídos le estuvieran gastando una mala pasada.

Tenía miedo de levantar la cabeza y mirar alrededor, miedo de que la endiablada pala volviera a caerle encima. Sería mejor hacerse el muerto hasta que tuviera fuerzas para enfrentarse otra vez con ellos.

Sí, claro... Eso sería justo después de que Sam Stanfield se disculpara por cualquier incomodidad que hubiera podido causarle hacía ocho años y los invitara a cenar a él y a su familia en su rancho Barra Doble S.

—¿McGee? —gimió. Dios, hasta le dolía la voz.

No oyó ningún relincho. Si conseguía que el endiablado animal se acercara, quizá pudiera echar mano a un estribo e incorporarse. En el fondo de una de sus alforjas llevaba un Colt .45, pero no le serviría de mucho si no lo sacaba antes de que volvieran.

«Atrapad al caballo». ¿Los habría oído bien? McGee se los comería vivos si le ponían la mano encima... ¿no?

Jed aguzó un poco más el oído. Era su único recurso, pues no tenía fuerzas para moverse. De vez en cuando, y cada vez más lejos, escuchaba la algarabía de los borrachos. Llamó a McGee pero, o el caballo se había espantado, o no le hacía caso.

O quizá se lo hubieran robado.

—Diablos —masculló. Gimiendo, se tumbó boca arriba y parpadeó al discernir las copas de los árboles.

El sol había descendido. Estaba a unos ocho metros del arroyo, y no había rastro de McGee ni de las alforjas. Ni de sus botas.

Hijos de perra. Le habían robado las botas, pensó Jed, conteniendo la urgencia de vaciar su estómago del único alimento de todo un día.

«¿Y ahora qué?». ¿Se quedaría allí, como un cebo de buitres, esperando a que regresaran para rematarlo? No solía escapar de las peleas, pero cinco contra uno, aunque estuvieran borrachos como cubas, se parecía más a un linchamiento.

Sería más fácil rodar colina abajo. El problema era que la algarabía se oía por allí. El tendero había dicho que aquélla era una tierra inhóspita. Como un idiota, Jed había creído que se refería al mal estado de los caminos.

 

 

Varnelle dejó la cesta de provisiones en el borde del porche y se dio la vuelta para marcharse sin decir palabra, aunque Eleanor se erguía en el umbral.

—¿Varnelle? ¿Tienes que irte ya? Podría preparar un té para las dos.

No hubo respuesta, a no ser que la sacudida de pelo rojo pudiera interpretarse como tal. De todo el clan, la tímida y mordaz Varnelle siempre había sido su favorita. Todo rastro de amistad entre ellas se esfumó tras el desfile de pretendientes.

—¿Es porque estás celosa? —gritó a la figura que se alejaba, sin esperar una respuesta y sin obtenerla.

¿Cómo era posible que una joven tan bonita sintiera celos de una mujer insípida que le sacaba casi diez años? Sólo podía deberse a que la consideraban una heredera, la única beneficiaria del testamento no escrito de Devin. No escrito únicamente porque los Miller no se molestaban en escribir sus normas, aunque obedecían unas primitivas tablas de la ley propias.

—Por el amor de Dios, esto es ridículo —masculló—. Si no consigo escapar pronto, haré algo a la desesperada.

Como salir de allí a tiros. Ni siquiera tenía esa posibilidad porque los hombres habían registrado la casa y el cobertizo y se habían llevado todas las posesiones de Devin, salvo los polvos de dientes. Se habían quedado con sus pistolas, su ropa y toda la maquinaria minera que poseía, la mayoría comprada con los beneficios de la venta de la casa y los muebles de Eleanor.

Ella no protestó en su momento porque... bueno, porque uno no discutía en esos momentos, sencillamente, seguía los rituales, aunque algunos fueran un poco extraños, y hacía planes en silencio para el futuro.

Aunque sus planes no le habían servido de nada.

—Ayúdame, Varnelle —susurró a los rododendros—. Vuelve y dime qué puedo hacer. Ayúdame a salir de aquí y podrás quedarte con todo lo que poseo, incluida esta casa.

¿Su ropa? Varnelle era de corta estatura y voluptuosa, mientras que Eleanor era alta y flaca como un palo de escoba. Si pudiera adaptarle su ropa, lo haría de buena gana y le entregaría todas sus prendas, incluso el vestido de seda de color rosa con el que se había casado.

Sí, sobre todo ése.

¿Los libros? Varnelle sabía leer y escribir... a duras penas. Pero jamás había expresado el menor interés por pedirle prestado alguno de sus libros.

Pero habrían encontrado un tema de conversación, Eleanor estaba segura.

—Podrías decirme cómo consigues tener el pelo tan liso y lustroso —susurró, y se llevó la mano a sus cabellos, que conseguía dominar sólo cepillándolos sin piedad, trenzándolos y sujetándoselos antes de que se le deshicieran las trenzas.

—No soy una amenaza para ti, Varnelle —dijo con voz lastimera al avistar una mancha de color rosa pálido a unos ciento cincuenta metros más abajo, cuando la joven franqueó el macizo de laurel y pasó corriendo junto a la choza de Alaska—. En mis mejores días, que ya ni logro recordar, no he sido ni la mitad de bonita que tú. ¿Por qué me guardas rencor?

Se dejó caer en el borde del porche, mordisqueó un panecillo frío de la cesta y se preguntó distraídamente cuál sería el parentesco entre Varnelle y Hector. Hector era el más apuesto de los Miller desde que Devin había muerto. Había sido amable y reservado con ella cuando le había tocado llevarle las provisiones.

—Un día, cuando Hector encuentre su filón —le había confiado Varnelle en aquellos primeros días en que no la odiaba—, se casará conmigo y me llevará a Charlotte, incluso a Nueva York, y no volveremos aquí nunca más.

—Entonces, ¿quién explotará la parte de Hector? —le había preguntado Eleanor. El yacimiento era de vital importancia para todos en Dexter’s Cut, tanto si encontraban más oro como si no.

—Muchos querrían hacerlo.

Lo compartían todo por igual, así eran los Miller. Sabuesos y gallinas, aguardiente y, de vez en cuando, incluso las mujeres, pero no el oro. Al menos, no con los forasteros.

Poniéndose en pie, recogió la cesta cubierta que le habían dejado en el porche delantero a cambio de la cesta vacía que había depositado en el mismo lugar aquella mañana, y entró en la casa. Olía a jabón de lejía. Había restregado los suelos y lavado las cortinas otra vez aquella mañana, más por matar el tiempo que por necesidad.

La semana anterior, alguien le había dejado un cuarto de jamón ahumado. Eleanor había estado comiendo jamón desde entonces. El trozo de pollo frito de aquel día era un cambio bienvenido. Aun así, por mucho que trabajara, nunca le entraba mucho apetito. Al cabo de algunos años, pensó, con un regocijo amargo, otra generación de Millers llevaría comida en cestas a la anciana chiflada que vivía sola en la colina de Devin, dejándosela en el porche, alejándose a toda prisa colina abajo, riendo y contando chismes sobre ella.

Seguramente, la llamarían vieja bruja.

Quizá tuviera que dejarse crecer una verruga en la nariz, practicar una risa estridente y montar en escoba. Les enviaría una nota pidiendo un gato, preferiblemente negro.

O quizá debiera escribir una nota, guardarla en una botella y soltarla en el arroyo de agua clara que bajaba por la montaña y que, sin duda, sería recogida por uno de los endiablados Miller que vivían más abajo, quien, a su vez, la vigilaría más estrechamente que nunca.

Hurgó de nuevo en la cesta, por si se le había pasado por alto algún pequeño obsequio. La última vez que Hector le había llevado provisiones, había estado tan desesperada por hablar con alguien que lo había invitado a cenar con ella.