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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Brenda Novak, Inc.

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Cuando llegue el verano, n.º 73 - enero 2015

Título original: When Summer Comes

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-6055-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Epílogo

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Capítulo 1

 

Los ladridos de su perro despertaron a Callie Vanetta de un sueño profundo. Rifle, el pastor alemán que le habían regalado sus padres por Navidad, tenía solamente dos años, pero era el animal más inteligente que había conocido jamás. Desde luego, suficientemente inteligente como para no organizar tamaño alboroto en medio de la noche sin motivo. A pesar de todos los grillos que aparecían alrededor de la casa en cuanto oscurecía, no la había despertado de aquella manera ni una sola vez durante los tres meses que llevaba viviendo en la granja.

De modo que si el perro pensaba que había un motivo de preocupación, había muchas probabilidades de que así fuera.

Pese al calor de la noche de junio, el frío se apoderó del cuerpo de Callie. Continuó tumbada, parpadeando en medio de la oscuridad. Siempre se había sentido segura en la casa de sus abuelos. Habían muerto cinco años atrás, pero el amor y los recuerdos tejidos a lo largo de su vida continuaban impregnando aquel lugar. A veces, cuando cerraba los ojos, incluso podía sentir su presencia.

Pero no aquella noche. El miedo eclipsó cualquier otro sentimiento y se preguntó en qué demonios estaba pensando cuando había renunciado al apartamento que tenía encima de su estudio fotográfico en el centro del pueblo. Estaba en medio de la nada. Su vecino más próximo vivía a un kilómetro y medio de la carretera y Rifle continuaba ladrando y arañando la puerta de la calle como si hubiera algo amenazante tras ella.

–¿Rifle? –susurró. No se atrevía a gritar–. ¡Eh, Rifle! –añadió, intentando atraer su atención.

Rifle entró en el dormitorio, pero no parecía dispuesto a tranquilizarse. Caminaba en círculo y aullaba como si quisiera evidenciar que no le gustaba lo que había oído fuera. Después, regresó a la puerta, decidido a demostrarle dónde estaba el problema.

Callie sabía que pretendía levantarla. Era obvio que esperaba poder sacarla de la cama. Pero estaba tan asustada que no era capaz de moverse. Sobre todo cuando el perro dejó de ladrar para emitir un gruñido profundo y amenazador que la hizo imaginarlo con las orejas hacia atrás y enseñando los dientes.

Se le pusieron los pelos de punta. El aviso de Rifle iba en serio. Nunca lo había visto así. ¿Por qué estaba tan afectado? ¿Y qué podía hacer ella? Había visto demasiados programas sobre crímenes como para no ser consciente de lo que podía llegar a ocurrir. Pero teniendo en cuenta su precaria salud, sería una ironía terminar muriendo asesinada. No, seguramente su vida no podía terminar así.

Acababa de decidirse a llamar a la policía cuando se oyeron unos golpes en la puerta acompañados de una voz masculina.

–¿Hola? ¿Hay alguien en casa? Siento despertarles, pero… necesito la ayuda de un hombre.

¿Un hombre? Quienquiera que estuviera en la puerta no era de Whiskey Creek. Su familia vivía en el pueblo desde hacía varias generaciones. Todo el mundo sabía que aquella era la granja Vanetta y que ella vivía sola.

–¿Hola? –volvió a gritar el hombre–. Por favor, ¿hay alguien en casa?

¿Debería responder? Si lo hacía, se delataría como mujer, algo que no le parecía particularmente inteligente. Pero tenía un perro que podía defenderla. Y una escopeta de perdigones para asustar a mapaches, mofetas y cualquier otro animal capaz de transmitir la rabia o ponerse agresivo.

El problema era que no recordaba dónde la había dejado. ¿En el porche trasero? ¿En la entrada de la cocina? Podía haberla dejado hasta en el establo. Hasta ese momento, jamás había tenido necesidad de defenderse. Los animales que había encontrado en el campo parecían tenerle más miedo a ella que al revés.

Aun así, debería haber tenido cerca la escopeta. ¿De qué podía servirle si no? Desde luego, no iba a asustar a nadie con la cámara de fotos.

–¡Abran, por favor!

¡Bam!

Callie tomó aire, agarró el móvil que había dejado cargando en la mesilla de noche y llamó a la policía. En voz muy baja, le explicó a la operadora que había un desconocido aporreando la puerta de su casa. La operadora le aconsejó que intentara no hacer ruido y no se moviera y le aseguró que un coche patrulla iría rápidamente hacia allí. Pero a pesar de aquella advertencia, Callie se levantó y buscó su ropa en medio de la oscuridad. El verano había llegado temprano aquel año y como hacía tanto calor, dormía solamente en bragas. En el caso de que su visitante irrumpiera en la casa antes de que llegara la policía, prefería estar vestida.

–¿Puede ayudarme alguien? –gritó el hombre.

Vestida con una camiseta y unos vaqueros y armada con la convicción de que pronto llegaría alguno de los policías de Whiskey Creek, fue lentamente hacia la puerta. ¿Qué estaría pasando allí fuera?

A pesar de los ladridos del perro, el intruso no parecía dispuesto a renunciar. Su determinación le confería un cierto grado de credibilidad, aunque ella sabía que aquel razonamiento no era del todo sólido. Aquella insistencia no significaba necesariamente que estuviera diciendo la verdad. Si aquel hombre tenía un arma y sabía utilizarla, no tendría por qué preocuparse por el mordisco de un perro.

Pero, ¿y si estaba herido y necesitaba ayuda? Si la respuesta era afirmativa, ¿cómo habría llegado hasta allí? ¿Cómo había encontrado aquella granja escondida en las faldas de Sierra Nevada? ¿Qué motivos podía tener para conducir por aquellas solitarias carreteras a la una de la madrugada en medio de la semana? Durante la temporada turística, eran muchas las personas que se acercaban al pueblo, pero por la zona de la granja nunca llegaban turistas.

–¡Mierda! –gruñó el hombre al no obtener respuesta.

Inmediatamente después, algo golpeó con fuerza la puerta, como si el desconocido se hubiera apoyado contra ella y estuviera deslizándose hasta el suelo del porche.

La preocupación comenzó a batallar contra el miedo. A lo mejor aquel hombre estaba herido. A lo mejor había metido el coche en una zanja, o había chocado contra un árbol y estaba a punto de morir.

Callie encendió la luz del porche. Aunque sabía que era una locura alertar de su presencia en la casa, aquel hombre había conseguido convencerla de que necesitaba ayuda. Algunos programas de televisión en los que simulaban auténticos robos mostraban también a víctimas inocentes que no conseguían la ayuda que precisaban por culpa del miedo.

–¿Qué le ocurre?

Un sonido en la puerta sugirió que el desconocido se estaba sirviendo de ella para apoyarse mientras se levantaba. Callie miró a través de la mirilla con la esperanza de verle, pero ni siquiera con la luz del porche encendida consiguió distinguir gran cosa. Solo vio a un hombre con la cabeza tapada por la capucha de una sudadera.

–¡Gracias a Dios! –exclamó el hombre.

Callie pensó por un momento que podía ser uno de los hermanos Amos. Aunque llevaban años mucho más tranquilos, alguno de ellos continuaba causando problemas, emborrachándose, vendiendo drogas y metiéndose en todo tipo de peleas. Pero vivían al final del río, en el otro extremo del pueblo. Nunca la habían molestado. Además, tampoco reconoció la voz.

–¿Quién es usted y qué quiere? –preguntó por encima de los ladridos de Rifle.

El perro parecía incluso más nervioso desde que contaba con el apoyo de su dueña para combatir a aquel intruso.

–Me llamo Levi, Levi McCloud. Necesito un botiquín de primeros auxilios, agua y vendas.

Callie ignoró la segunda parte.

–No conozco a ningún Levi.

–Yo… estoy de paso…

Se acercó a la puerta y a Callie le resultó imposible distinguir sus facciones. ¿Lo estaría haciendo a propósito? Aquella posibilidad la puso todavía más nerviosa.

–Pero ha decidido parar aquí.

–No me ha quedado otra opción. Se me ha roto la moto a unos tres kilómetros de aquí.

–¿Y por eso está herido?

–No. Han sido… un par de perros. Han salido corriendo y me… han atacado cuando… estaba empujando la moto. Me han… herido… muy seriamente.

Forzaba las palabras, como si estuviera sufriendo de verdad, pero a lo mejor estaba fingiendo. A lo mejor pretendía robarla, violarla e incluso matarla.

–¿Y dónde le han atacado exactamente? –preguntó.

El hombre intentó reír, pero la risa murió casi al instante.

–¡Y yo qué sé! Nunca había estado por aquí.

–¿Y qué le ha hecho venir por esta zona?

–Había oído comentar que el pueblo era muy bonito.

¿Así de simple? ¿Estaba dando una vuelta por la zona por pura diversión? No era una repuesta muy creíble, pero la situación que explicaba tampoco era del todo inconcebible. En el campo, los perros no siempre estaban atados o encerrados. Era posible que le hubieran atacado.

Estuvo a punto de abrir la puerta, aunque solo fuera para comprobar la veracidad de la historia y ver las heridas. Pero no podía arriesgarse.

–¿Y cómo ha conseguido escapar?

–Escuche –apoyó la cabeza en la puerta, tapando por completo la mirilla–, no pretendo asustarla. ¿Hay… hay algún hombre en la casa? ¿Hay alguien que… que… no tenga miedo de mí?

Callie no quería que supiera que estaba sola. Pero si no aparecía pronto un hombre dispuesto a hacerse cargo de la situación, lo sabría de todas maneras. A lo mejor había hecho aquella pregunta para confirmar lo que ya sospechaba.

–Dígame cómo ha conseguido escapar de los perros.

–Les… les he convencido de que… era… preferible no tener… problemas conmigo.

¿Querría eso decir que había atacado a los perros?

Callie se preguntó quiénes serían aquellos perros, y si sería cierto aquel incidente.

–¿Está muy seriamente herido?

–Es difícil saberlo con tan poca luz, pero… lo suficiente como para molestarla en medio de la noche… Le aseguro que esto no es agradable para mí.

Callie se secó el sudor de las manos en los vaqueros.

–Muy bien, lo único que tiene que hacer es… quedarse donde está. He llamado para pedir ayuda. La policía no tardará en llegar.

–¿La policía?

En vez de reaccionar con alivio como ella esperaba, soltó una maldición y se apartó de la puerta.

–¿Lo dice en serio? La policía no me servirá de nada.

–Le conseguirán la atención médica que necesita –respondió Callie.

Pero él ya no la escuchaba. Se estaba alejando. Callie oyó los tablones del porche crujiendo bajo su peso.

–¿Adónde va? –le gritó.

No obtuvo respuesta.

Callie corrió entonces hacia la ventana y se arrodilló, intentando verle antes de que pudiera desaparecer. Lo único que distinguió fueron los hombros anchos de un hombre alto y delgado vestido con unos vaqueros y una sudadera.

¿Por qué renunciaba a la ayuda que decía necesitar? ¿Y por qué se mostraba tan reacio a encontrarse con la policía? ¿Le estarían buscando? ¿Sería un delincuente?

Posiblemente. Alguna razón tenía que tener para querer evitar a la policía. Pero al ver cómo cojeaba, comprendió que estaba realmente herido.

Miró en el móvil la hora a la que había hecho la llamada. ¿Cuánto tiempo tardaría el coche patrulla en llegar hasta allí? No quería ponerse en una situación de mayor vulnerabilidad, pero tampoco quería sentirse responsable de la muerte de un hombre solo y herido.

–¡Vamos, vamos! –musitó.

Pero cada minuto que pasaba parecía durar una hora. Cuando comprendió que no podía seguir esperando, se levantó y le ordenó al perro que se callara.

Tranquilizado por aquella demostración de fuerza, Rifle se la quedó mirando fijamente con la lengua colgando y moviendo ligeramente la cola. Parecía estar preguntando «¿qué vamos a hacer ahora»?

–Vamos a salir a ver adónde ha ido –le dijo.

No estaba segura de que el perro pudiera entenderlo, pero la tranquilizaba hablar y, desde luego, el animal comprendió cuáles eran sus intenciones. Ladró una vez para confirmar que estaba preparado.

Agarrándole del collar, Callie abrió la puerta lentamente y miró hacia fuera. El porche estaba vacío, tal y como había imaginado. No se percibía ningún movimiento, no sabía dónde podía haber ido aquel desconocido.

Rifle intentó liberarse de su sujeción. Después, hociqueó la puerta para abrirla y salir, tirando de Callie. Incluso intentó bajar los escalones del porche. Era evidente que quería salir corriendo detrás de aquel hombre.

Callie no estaba dispuesta, pero antes de que pudiera insistir en que debían regresar a casa y encerrarse, pisó lo que probablemente había olido el perro, una mancha húmeda y oscura sobre el suelo del porche.

Inmediatamente comprendió que era sangre.

 

 

La policía había llegado, se había marchado y no había encontrado nada. Ni sombra de aquel hombre alto y misterioso que había desaparecido de repente. No estaba ni en el cuarto de los arreos ni en el cobertizo. Y tampoco en la bodega. Intentaron seguir el rastro que había dejado la sangre a lo largo de los escalones del porche, pero la sangre desaparecía en la hierba a unos tres metros de distancia.

Estuvieron buscando durante cerca de una hora, intentando averiguar qué le había pasado al herido, pero no llevaban perros y Rifle no estaba entrenado para seguir un rastro. Intentaron utilizarlo durante la primera media hora, pero estaba tan nervioso por la presencia de los dos policías que Callie tuvo que encerrarlo en la entrada de la cocina, donde le dejaba siempre la comida y el agua.

Al final, la policía no consiguió averiguar dónde había terminado aquel hombre herido y se fue dejando a Callie tan inquieta como antes. No podía evitar preguntarse si no habían encontrado a aquel hombre porque él no quería que le encontraran. No creía que hubiera podido ir muy lejos en el estado en el que estaba. De modo que… ¿cómo podía haber desaparecido?

A lo mejor había llegado hasta la casa de su vecino. Pero entonces, ¿por qué no había denunciado nadie más la presencia de un hombre herido? ¿Y por qué la policía no había encontrado la moto? En el caso de que hubiera una moto… y de que se hubiera averiado.

Agotada como no había vuelto a estarlo desde antes de que le diagnosticaran que tenía el hígado graso, terminó de limpiar la sangre para no verla cuando se despertara y se metió en casa.

Rifle comenzó a ladrar, a aullar y a arañar la puerta pidiendo ser liberado. Seguía muy nervioso incluso después de que todo el mundo se hubiera ido. Y después de todo lo que habían pasado, Callie no tenía ganas de tener que enfrentarse a un perro tan inquieto. Había agarrado la escopeta de perdigones, pensando que podía ayudarla a defenderse en el caso de que el hombre volviera. Así que le gritó las buenas noches a Rifle y prometió llevarlo a dar un paseo a la mañana siguiente. Después, revisó el lavabo que había fuera de la cocina y se aseguró de que estuvieran cerradas todas las puertas.

Una vez convencida de que la casa estaba todo lo segura que ella podía garantizar, echó un último vistazo por la ventana, arrastró la escopeta hasta el dormitorio y se quitó los vaqueros. Estaba demasiado asustada como para dormir prácticamente desnuda, como estaba haciéndolo horas antes, pero sabía que no iba a sentirse cómoda con una tela tan gruesa y rígida como la de los vaqueros.

Y en el momento en el que apoyó la escopeta en la pared, junto al cabecero de la cama, y comenzaba a meterse bajo las sábanas, oyó un ruido. No estaba segura de lo que fue. Fue un ruido demasiado ligero. Pero cuando se repitió, regresó el miedo.

Miró a su alrededor con los ojos abiertos como platos y conteniendo la respiración, y se dio cuenta de que la puerta del cuarto de baño estaba cerrada.

Rara vez cerraba aquella puerta. Estaba en el dormitorio principal y ella vivía sola. No tenía motivo para hacerlo.

Pero no fue aquel detalle el único que hizo que se le acelerara el corazón. La luz estaba encendida. Lo vio por la rendija de la puerta.

Capítulo 2

 

La asaltaron varios pensamientos al mismo tiempo. Tenía una escopeta y el teléfono móvil, pero Rifle estaba encerrado en la entrada de la cocina. ¿Debería liberar a Rifle y llamar a la policía?

Tenía que encontrar la manera de defenderse hasta que pudiera recibir alguna ayuda. Una escopeta de perdigones, por potente que fuera, no era la mejor arma para detener a un hombre. Una intensa descarga de adrenalina la hizo sentir los brazos y las piernas como si fueran de goma. Dudaba de que tuviera fuerzas para utilizar un arma, y menos aún, un arma tan pesada.

De modo que la respuesta era el perro. Pero no estaba segura de tener estómago para soportar una pelea entre Rifle y un intruso. Y, si era cierto lo que le había contado, aquel hombre ya había sido atacado por dos perros y había sabido combatirlos. No quería arriesgar la vida de Rifle, no quería hacer daño a nadie si podía evitarlo. La vida se había convertido en un bien muy preciado para ella. Desde que le habían diagnosticado una enfermedad mortal, cada segundo de vida era un regalo, y eso era algo que sentía no solo respecto a su vida, sino también, respecto a la vida de los demás.

Por lo menos entendía por fin el motivo por el que Rifle había continuado tirando de la correa y no había conseguido calmarlo durante la búsqueda. Callie había achacado el comportamiento del perro a su juventud e inexperiencia, pero se había equivocado.

Rifle había sido el único capaz de oler y, probablemente, incluso de oír, que no estaban solos.

Escabullirse en el interior de la casa mientras ella y la policía estaban inspeccionando los edificios de fuera había sido un movimiento muy osado. Tanto que ella jamás lo habría anticipado ¿Por qué se habría arriesgado hasta ese punto aquel desconocido? ¿Estaría tan seriamente herido que no le había quedado otra opción?

Era posible.

O, a lo mejor, estaba decidido a conseguir lo que buscaba de ella.

El recuerdo de su pie desnudo sobre la sangre del porche emergió brutalmente en su cabeza. Si aquel hombre le había contagiado el SIDA, ya no tendría sentido continuar buscando un donante de hígado…

El sudor empapó su cuerpo mientras, una vez más, se levantaba de la cama y se ponía los pantalones. Su intención era salir de la habitación con la escopeta y el teléfono móvil, encerrarse con Rifle en el vestíbulo y llamar a la policía.

Pero justo en ese momento, oyó una maldición y un golpe tan fuerte en el suelo del cuarto de baño que Rifle comenzó a abalanzarse contra la puerta de la cocina en el otro extremo de la casa.

¿Qué podía haber pasado? Si la imaginación no le fallaba, diría que aquel hombre se había desmayado.

–¿Hola? –gritó vacilante en medio de la habitación.

Agarraba con una mano la escopeta y con la otra el teléfono, lo que habría hecho difícil utilizar cualquiera de ellos.

No obtuvo respuesta. Tampoco se oía nada.

¿El intruso se habría dado un golpe en la cabeza y se habría desmayado? ¿O le habría pasado quizá algo peor?

–¡Oh, no! –musitó.

Para poder levantar la escopeta y apuntar con ella, tendría que renunciar al teléfono. No le parecía prudente, pero la preocupación comenzaba a ser mayor que el miedo, de modo que dejó el teléfono encima de la cómoda.

–Sé que está ahí.

–Sí… después de esto… ya me lo imaginaba –respondió el intruso.

Parecía cansado. No, más que cansado, agotado. No era una actitud propia de un hombre que pretendiera hacerle daño. Pero Callie nunca había tenido un encuentro con un psicópata, al menos que ella supiera, de modo que no tenía la menor idea de cómo podía comportarse.

–¡Tengo una escopeta! –le advirtió.

–A no ser que piense… disparar… no me importa –respondió él–. Solo… dígame que la policía se ha ido.

¿Por qué iba a tener que admitir que estaba sola?

–No, no se ha ido. Están ahí fuera y puedo llamarla en el caso de que sea necesario.

Se produjo un largo silencio.

–¿Me ha oído?

–Deje que se vaya y después… me iré. Solo necesito lavarme las heridas con agua y jabón. Y me vendrían bien unas gasas. Pero no tiene. ¿Cómo es posible que no tenga un botiquín de primeros auxilios?

–Lo tengo, pero no lo guardo en el baño.

–Pues es una pena… Podría haberle enviado… uno de regalo… para que me perdonara por esta intromisión.

¿En qué condiciones estaba aquel hombre? Arrastraba las palabras. Parecía estar haciendo un gran esfuerzo para hablar.

–¿Cómo ha conseguido meterse en mi casa?

–No ha sido difícil. Esos policías y… y usted…

–¿Sí?

Intentó reponerse.

–Estaban tan… concentrados utilizando al perro para seguirme el rastro que… he podido seguirlos en todo momento.

–¿Y cómo ha evitado manchar todo de sangre?

–Me he envuelto el brazo con la camiseta… esperando que me sirviera de ayuda.

Y había funcionado. El rastro de sangre había desaparecido completamente.

–Hace falta valor para meterse de esa manera en una casa que no es suya.

–Señora, a veces… a uno no le queda más remedio que… que hacer lo que tiene que hacer, ¿qué quiere que le diga?

«¿Señora?». Aquello la hizo sentirse vieja. Pensó en su amiga Cheyenne, que se había casado con Dylan Amos cuatro meses atrás, justo antes de que el médico le diera a Callie la mala noticia sobre su hígado y esbozó una mueca. Ella también había soñado con casarse y formar una familia. Jamás había tenido problemas de salud, ni tenía motivo alguno para creer que no podría tener hijos. Y, de pronto, tenía muchas probabilidades de morir antes de que terminara el verano.

Se oyó ruido de nuevo. En aquella ocasión, Callie no consiguió identificarlo.

–¿Qué ocurre? –preguntó preocupada.

–Estoy intentando… salir de… la bañera.

–¿Qué le pasa? ¿No puede?

–Sería más fácil si… si no estuviera tan mareado.

¿Qué se suponía que tenía que hacer? Callie no estaba segura de que debiera alertar de nuevo a la policía. Al fin y al cabo, aquel hombre no había estado esperándola en el dormitorio para atacarla.

–No entiendo por qué no me ha dejado prestarle ayuda. Yo lo he intentado…

–No, ha llamado a la policía.

–Es lo mismo.

–En absoluto.

Callie se acercó un poco más. Continuaba aferrada a la escopeta, pero cada vez estaba más convencida de que no iba a tener que utilizarla.

–¿Por qué tiene tanto miedo a la policía?

El hombre tardó varios segundos en responder. Y, a juzgar por el ruido que se oía, estaba intentando levantarse otra vez.

–¿Por qué… cree usted?

–¿Le buscan?

–Sí, pero… no es por nada serio –soltó una maldición, como si realmente le doliera.

–¿Está usted bien?

No contestó. En cambio, respondió a la pregunta que le había hecho antes.

–Tengo… algunas multas pendientes.

Algo demasiado inocuo como para justificar su reacción. Seguramente no era cierto.

–Miente –replicó Callie–. ¿Por qué va a tener miedo a la policía por culpa de unas multas?

–La… policía y yo no… nos llevamos bien.

–Explíquese.

–Yo… he tenido algunos roces con ellos. Además, una orden judicial… es una orden judicial. Tanto si te están buscando por culpa de… de una multa de tráfico o por cualquier otra cosa, tienen que detenerte… Y no puedo permitir que eso suceda.

Aunque decía ser un hombre que recorría las carreteras sin rumbo fijo, no hablaba como si fuera un vagabundo. Y, aunque parecía estar sufriendo fuertes dolores, tenía un discurso articulado y coherente.

–¿De dónde es usted?

–¿Eso importa? Mire, si me ayuda, a lo mejor… puedo marcharme.

–¿Adónde?

–Adonde la carretera me lleve.

Callie estaba ya en la puerta.

–Pensaba que se le había estropeado la moto.

–La arreglaré. Tengo… tantas ganas de marcharme de aquí como usted… de que me vaya. Y quiero… recuperar mi moto antes de que alguien la encuentre.

Incluyendo la policía que, sin lugar a dudas, se la incautaría.

Callie escuchó con atención, intentando identificar algún movimiento, pero no oyó nada.

–¿Ha conseguido salir de la bañera?

–Creo… creo que va a tener que entrar. Pero… mantenga a ese perro a distancia.

–Está en otra habitación. Pero puedo hacerlo venir en cuestión de segundos si lo necesito –añadió.

–No le haré ningún daño. Deme unas cuantas vendas y me iré.

Levantando el cañón de la escopeta para poder alcanzar el pomo, Callie giró el pomo y abrió la puerta de par en par.

Y, sí, el hombre que había visto en el porche estaba en aquel momento en la bañera. Debía de haberse mareado y haberse caído cuando estaba limpiándose la herida, porque había tirado la cortina de la ducha en el proceso. La cortina estaba en el suelo, manchada de sangre. Las gotas salpicaban el suelo y la alfombrilla de baño. Pero no fue eso lo que preocupó a Callie, sino el mal aspecto de aquel intruso. Había conseguido levantarse, pero estaba temblando, vestido únicamente con unos vaqueros manchados de sangre y apoyándose en la pared para mantenerse en pie.

Callie se quedó boquiabierta.

–¡Pero mírese!

El intruso pareció reunir las pocas fuerzas que le quedaban.

–Ese botiquín…

–Me temo que va a necesitar algo más que una tirita.

Era un hombre de su edad, quizá algo más joven, y tenía sangre por todo el cuerpo. Llevaba la sudadera enrollada en un brazo. La camiseta, empapada en sangre, estaba en el suelo, no muy lejos de la cortina. Callie no podía ver el estado de la herida que tenía cubierta, pero sí los diferentes mordiscos que tenía en el otro brazo.

–Lo que necesita es analgésicos, algo de comer, un buen médico y muchas horas de sueño.

Él no respondió. Bajo su piel bronceada se distinguía un tono grisáceo. Probablemente era nuevo, pero Callie sospechaba que su delgadez y su aspecto deteriorado no lo eran tanto. Aquel hombre tenía una vida dura. Sus pómulos marcados daban testimonio de su delgadez, sobre todo en un hombre de hombros anchos y manos fuertes. Y, aun así, no podía decirse que no fuera atractivo. Había algo en aquellas facciones enjutas que le daban un aire rebelde y realzaban el impacto de unos ojos de color castaño que la miraban con el recelo de un animal salvaje, acorralado y herido.

No confiaba en ella más de lo que ella confiaba en él, comprendió Callie.

Bajó la escopeta y la dejó a un lado. A lo mejor era un error bajar la guardia. Quizá estuviera poniendo en peligro su propia seguridad. Pero ya no importaba ni lo temía tanto como tiempo atrás. Como no consiguiera pronto un hígado sano, iba a morir de todas formas.

Y, a lo mejor, podía salvar la vida de aquel hombre.

 

 

Era una mujer pequeña y con curvas. Con aquel pelo rubio platino y los ojos azules, era casi un bombón. De unos treinta años, iba vestida con unos vaqueros y una camiseta. Y no llevaba sujetador. De eso no había ninguna duda.

–Acérquese –Callie alargó el brazo hacia él–. Déjeme ayudarle a salir de la ducha.

Levi se pegó contra las baldosas de la pared. Era absurdo que aquella mujer le tocara. Lo único que conseguiría sería mancharse de sangre, y ya le había causado bastantes problemas en una sola noche.

–Solo necesito… –intentaba resistirse al mareo que le impedía incorporarse– un botiquín.

Tenía que cortar de alguna manera la hemorragia para comprobar la dimensión de las heridas. Sabía que tenía los brazos destrozados, sobre todo el derecho. Por eso se lo había envuelto en la sudadera. También le habían mordido en la nuca, el hombro y la pierna. No sabía prácticamente nada de los perros que le habían atacado, ni siquiera la raza. Era demasiado de noche y todo había ocurrido muy rápido. De lo único que estaba seguro era de que no había conseguido dejarlos atrás, ni siquiera cuando había dejado la moto en la cuneta. Cuando habían hundido sus dientes afilados en su brazo, se había visto obligado a luchar. A partir de entonces, todo había sido un torbellino de gruñidos, embestidas y dientes, tanto por su parte como por parte de los perros.

Afortunadamente, había ganado él. O habían perdido todos. Al final, había conseguido dar una patada a uno de los perros suficientemente fuerte como para que no quisiera volver a acercarse. El otro había renunciado al ver alejarse a su compañero cojeando. También Levi cojeaba. Aquel no había sido un encuentro fácil para ninguno de ellos.

La mujer, de cutis terso y facciones suaves, continuaba tendiéndole la mano.

–Me temo que no va a ser tan sencillo, señor McCloud. Tiene que verle un médico. Vamos, le llevaré al hospital.

–No.

Levi no tenía ni dirección fija ni seguro y disponía de muy poco dinero. Sus únicas pertenencias las llevaba en la mochila que había dejado en la moto, a excepción de la ropa con la que iba vestido y del dinero que llevaba en el bolsillo, alrededor de veinte dólares, lo suficiente como para comprar comida hasta que encontrara el siguiente trabajo.

La preocupación tensó la voz de Callie.

–¿Cuántas veces le han mordido?

–Varias –cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared–. Jamás en mi vida había visto a un animal con tantas ganas de desgarrar a alguien –esbozó una mueca al recordarlo.

Desde que había vuelto de Afganistán, los perros le habían perseguido en varias ocasiones. Vivir en la calle le convertía en un ser vulnerable. Pero nunca le habían atacado. Había sobrevivido a seis años en el ejército, combatiendo en uno de los puntos más calientes de Oriente Medio sin que le rozara siquiera una bala para terminar siendo destrozado por unos perros en su propio país.

–La peor parte se la han llevado los brazos –le explicó–. Intentaban lanzarse al cuello, a la yugular, pero he conseguido bloquearlos. Habría sido mejor si hubiera llevado la cazadora de cuero. Pero estaba empapado en sudor por el esfuerzo de empujar la moto y me la he quitado. Mala suerte…

Lo dijo riendo, pero el recuerdo de la moto, la cazadora y la mochila reavivó su preocupación. Tenía que recuperar sus pertenencias antes de que alguien se las robara, o de que llegara la policía. Había tenido que dejar la moto en la cuneta porque era incapaz de seguir empujándola después del ataque. Le resultaba demasiado pesada.

–Muy bien. Por lo menos, siéntese. De lo contrario, lo único que va a conseguir va a ser terminar peor de lo que está.

–Tengo que irme.

Intentó salir de la bañera, pero estuvo a punto de caerse y Callie se vio obligada a ayudarle a sentarse de nuevo. Callie musitó algo que él no entendió, enrolló una toalla que sacó del armario y se la colocó detrás de la cabeza. Después, llevó una manta y le tapó con ella en la bañera.

–No se mueva –le ordenó mientras le colocaba la manta–, ahora mismo vuelvo.

La determinación de su voz le hizo alzar la cabeza.

–¿Adónde va?

–A por el botiquín de primeros auxilios, puesto que es lo único que está dispuesto a aceptar.

Aliviado, Levi echó la cabeza hacia atrás. Si aquella mujer hubiera querido llamar de nuevo a la policía, no habría entrado en el baño. Seguramente, eso significaba que pronto estaría vendado y saliendo de aquella granja. Podría llevar la moto a aquel pueblo nacido al calor de la fiebre del oro. Allí encontraría algo de comer y las piezas necesarias para reparar la moto. A lo mejor podía ofrecer sus servicios en algún taller a cambio de las piezas que necesitaba. Ya lo había hecho en otras ocasiones. Era capaz de arreglar cualquier motor. En Afganistán había estado a cargo de la maquinaria pesada de su pelotón.

Intentando olvidar el dolor, Levi intentó pensar en la gasolinera con taller que había visto en el pueblo antes de tomar un café. Pero debió de dormirse, a pesar de sus esfuerzos por mantenerse lúcido, porque cuando abrió los ojos, había otro hombre en el cuarto de baño. Debía de rondar los setenta años, tenía el pelo completamente gris, la nariz aguileña, una barba poblada y una barriga que sobresalía por encima del cinturón. Le había quitado la manta con la que Levi había conseguido entrar en calor, y era así como le había despertado.

La mujer que le había atendido se había puesto el sujetador bajo la camiseta. Le miraba por encima del hombro del hombre, retorciéndose las manos.

–¿Se pondrá bien?

Levi no le dio oportunidad de responder.

–¿Dónde está el botiquín? –preguntó, acusándola indirectamente de mentirosa.

Callie tuvo al menos la deferencia de ruborizarse.

–Lo siento. Tenía miedo de que sufriera una conmoción. Necesita un médico.

El otro hombre desvió la mirada hacia ella.

–Yo no soy médico.

Callie le dirigió a Levi una sonrisa de disculpa.

–Pero es veterinario.

–Y estoy prácticamente retirado –añadió el hombre con un punto de exasperación.

–Pero sigue siendo muy bueno en lo suyo –le palmeó un hombro con cariño–. Era amigo de mi abuelo, además de su vecino. Y ahora es mi amigo y vecino. Godfrey Blume, te presento a Levi McCloud.

 

 

–¿Qué te parece?

Callie apartó a Rifle de su camino para poder servir el café que había puesto al fuego minutos antes. Levi McCloud estaba dormido en la cama de Callie y Godfrey sentado a la mesa de la cocina.

Cada vez que veía bostezar a su vecino, Callie se sentía culpable por haberle despertado en medio de la noche. Tenía casi ochenta años. Pero ella no sabía que atender a Levi McCloud fuera a llevarles tantas horas. Y se había concentrado de tal manera en ayudar a limpiar y vendar las heridas que no había sido consciente del paso del tiempo hasta que había visto que comenzaba a amanecer. En aquel momento, el gallo estaba ya despierto, cantando a cuanto merecía la pena en aquella mañana.

Callie no pudo evitar sonreír cuando, a través de la ventana de la cocina, vio al gallo caminando orgulloso. Le encantaban las primeras horas del día. Le recordaban los veranos de su infancia, cuando la despertaba el olor del beicon en la sartén.

–Yo he hecho lo que he podido –contestó Godfrey–, pero me habría gustado que nos hubiera dejado llevarle a un hospital. O, por lo menos, a un médico. No había visto un ataque como ese en mi vida.

¡Y aquel hombre había trabajado con animales durante toda su vida! Callie frunció el ceño mientras llevaba el azúcar y la crema a la mesa.

–Hemos hecho lo que hemos podido.

–El señor McCloud es un hombre sorprendentemente cabezota, teniendo en cuenta el alcance de las heridas.

Una vez había calculado Godfrey los puntos que el paciente podría necesitar, habían intentado llevarle a un hospital. Godfrey solo podía ofrecerle un analgésico tópico para aliviar el dolor, además de Tylenol. Pero no habían encontrado la manera de vencer la resistencia de McCloud. De hecho, cuando habían insistido, había intentado marcharse, y lo habría hecho si no se lo hubieran impedido. A partir de entonces, Godfrey había cedido, consciente de que era preferible proporcionarle algún cuidado a ninguno.

–Deberíamos informar del ataque de los perros para que los controlen –dijo Callie–. Tendrían que encerrarlos antes de que puedan hacer daño a alguien. A un niño, por ejemplo.

–Me ocuparé de ello.

Godfrey había sido el único veterinario del pueblo durante la mayor parte de su vida. Se había jubilado oficialmente tres años atrás, cuando el recién licenciado Harrison Scarborough había abierto una clínica. Pero había gente que continuaba llevando sus animales a Godfrey.

–¿Tienes idea de quién podría ser el dueño de esos perros? –preguntó Callie mientras se servía un zumo de arándanos.

Seguía una dieta estricta que prohibía el alcohol, el café y la sal, entre otras muchas cosas.

Godfrey se alisó la camisa.

–Hay un par de pit bulls al final de la carretera, cerca de la curva.

–¿De verdad?

Callie no los había visto nunca, pero últimamente había estado muy ocupada. Asimilar el diagnóstico no había sido fácil. Ella pensaba que solo los alcohólicos tenían que preocuparse por la cirrosis o las enfermedades del hígado.

–¿Crees que han sido ellos?

–No puedo imaginarme qué otros perros pueden haber sido. Conozco a todos los animales de la zona y ninguno de ellos sería capaz de hacer algo como lo que hemos visto.

–¿Y de quién son esos pit bulls?

–De unos jóvenes de unos veintiocho o veintinueve años que tienen alquilada la casa Gruper. Han venido a pasar el verano y están haciendo prospecciones.

El dragado y la criba de oro se habían convertido en aficiones muy populares. Muchos turistas visitaban «el corazón del país del oro» para revivir la historia de los buscadores de oro en Coloma, el primer lugar de California en el que se había descubierto el preciado metal. Estaba a una hora de distancia de allí, pero toda la zona había sido rica en aquel mineral. Cerca de allí estaba la mina Kennedy que, con sus dos kilómetros de profundidad, era una de las más profundas del mundo.

–¿Y conoces a esos hombres? –le preguntó.

–Les conocí la semana pasada. Puse en venta mi dragadora de oro. Vieron el cartel en un tablón de anuncios y vinieron a comprarla. Supongo que cribando no encontraban nada.

–¿Y te gustaron?

–Nada en absoluto –contestó Godfrey con su inocencia habitual.

En realidad, ella ya lo había intuido por su expresión.

–¿Por qué no?

–Son dos fanfarrones, dos bocazas incapaces de mostrar el menor respeto. Si no les conociera, habría pensado que eran parientes de los Amos.

En realidad, los Amos ya no eran tan terribles como cuando habían enviado a su padre a prisión. De hecho, a Callie le caía muy bien el marido de Cheyenne. Pero no dijo que conocía a Dylan y le apreciaba. Aquel no era momento para cambiar de tema.

–Me sorprende que no hayan oído gruñir y ladrar a los perros. Deberían haber salido para ver lo que estaba pasando.

Godfrey se encogió de hombros.

–Probablemente estaban borrachos.

–¿Son muy aficionados a las fiestas?

–Esa fue la impresión que me dieron.

–Genial –Callie elevó los ojos al cielo–. Justo lo que una desea como vecinos. Y, además, con un par de pit bulls.

Godfrey respondió a su sarcasmo alzando la taza.

–Afortunadamente, solo serán tres meses.

Rifle se restregó contra Callie, reclamando su atención, y ella se agachó para acariciarle detrás de las orejas.

–Estén temporalmente o no, tienen que impedir que sus perros sigan mordiendo a la gente.

Godfrey bebió un sorbo de café antes de responder.

–Ya me ocuparé de eso.

Consciente de que el veterinario haría todo lo que fuera necesario para controlar a aquellos animales, Callie cambió de tema.

–¿Crees que el señor McCloud se pondrá bien?

Las manos de su vecino eran tan grandes como las de su inesperado huésped, pero mucho más gruesas. Mientras le cosía los puntos a Levi, a Callie la había impresionado la destreza de aquellos dedos gordos como salchichas.

–Siempre y cuando no se infecten las heridas, se pondrá bien. Le quedarán algunas cicatrices, pero le he cosido unos puntos muy pequeños, de modo que eso ayudará. Creo que deberían ponerle la vacuna del tétanos, pero él dice que estaba en el ejército y tiene todas las vacunas actualizadas.

–Siempre se aseguran de que los soldados estén al corriente con ese tipo de cosas, ¿no?

–Sí, pero no tenemos la seguridad de que sea realmente un soldado.

Al parecer, Godfrey no daba nada por sentado. La gente de Whiskey Creek podía llegar a ser muy desconfiada con los extraños. Pero Callie había creído al menos aquella parte de la historia de McCloud. Tenía un tatuaje en el hombro de un águila junto a la palabra «libertad». Y en el otro brazo, otro que decía «R.I.P. Sánchez, Williams, Phelps, Smith». Los nombres estaban tatuados con letras de diferente tipo, como si hubieran sido añadidos a medida que Levi había ido perdiendo amigos.

Callie prefirió no pensar en lo duro que debía de haber sido enfrentarse a aquellas pérdidas.

–No sabes lo mucho que te agradezco tu ayuda, G. –dijo, utilizando el apodo que le había dado su abuelo.

Su abuelo tenía apodos para todo el mundo. Normalmente eran una versión reducida del nombre, pero en el caso de Godfrey se hacía un poco extraño. Su esposa era la única que a veces bromeaba llamándole «God».

–Estoy encantado de poder ayudarte. Ya sabes que Mina y yo te queremos mucho.

A pesar de la amabilidad de sus palabras, la mirada de advertencia que le lanzó bajo sus pobladas cejas le indicó a Callie que no le iba a gustar lo que iba a oír a continuación.

–Pero… –adelantó ella, dándole así la oportunidad de expresarse con sinceridad.

–Pero pienso meter las narices en tus asuntos y decirte que creo que deberías echar a ese hombre de tu casa.

–Y lo haré, por supuesto. En cuanto se ponga bien.

–Deberías hacerlo en cuanto se despierte.

Rifle salió cuando Callie se sentó a la mesa.

–Pero Godfrey, ¡si acabas de coserle más de cien puntos!

–En cuestión de horas será capaz de caminar suficientemente bien como para marcharse.

¿Y hasta dónde podría llegar? Godfrey había hablado de una posible infección como si fuera algo realmente serio. Y por su manera de desviar en aquel momento la mirada, no parecía haber exagerado el riesgo. Además, ¿qué pasaría si Levi no encontraba la moto? Por lo que ella sabía, los policías podían habérsela llevado. E, incluso en el caso de que la moto siguiera donde estaba, era posible que no funcionara. Al fin y al cabo, aquella era la razón por la que lo habían atacado.

–Necesita tiempo para recuperarse.

–No sabemos nada de él, Callie. Ni siquiera sabemos si su versión de lo que ha pasado es cierta. No es nada seguro tenerle aquí.

Callie bebió un sorbo de zumo.

–Pero ese hombre no tiene casa, y tampoco un medio de transporte. ¿Adónde va a ir?

–Adonde quiera que fuera antes de encontrarse contigo.

Su necesidad de protegerla no le permitía pensar en nada más, de modo que Callie decidió no seguir discutiendo.

–En cuanto pueda, le pediré que se vaya.

Godfrey terminó el café y se levantó para llevar la taza al fregadero.

–Será mejor que me vaya. Estoy seguro de que Mina estará preguntándose dónde demonios estoy.

–Por supuesto. Y gracias otra vez.

Callie le acompañó a la puerta y sacó Rifle al patio para que hiciera un poco de ejercicio. Cuando regresó a la casa, se sorprendió al ver a Levi McCloud saliendo del dormitorio.