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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Harlequin Books S.A.

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En brazos del ranchero, n.º 119 - julio 2015

Título original: Beneath the Stetson Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6818-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

A Gil Addison no le gustaba el FBI, ni siquiera las agentes guapas. Tal vez fuesen las trazas de sangre comanche que corría por sus venas lo que mantenía vivo un recuerdo atávico: las promesas que el gobierno había hecho durante años, y que jamás había cumplido. Él era un hombre blanco en un mundo de hombres blancos, de eso no le cabía la menor duda. Lo único que le quedaba de la herencia nativa eran el pelo moreno, los ojos marrones y la piel aceitunada, pero la desconfianza seguía ahí.

De pie, con una mano en el borde de la cortina, vio cómo se acercaba por el largo camino un coche negro. Desde un punto de vista técnico, la mujer a la que estaba esperando no era un agente federal, sino una investigadora estatal, pero se había formado en el FBI y eso era suficiente.

–¿Quién es, papá?

Su hijo de cuatro años, Cade, cuya curiosidad no tenía límites, se le agarró a la pierna. Gil bajó la vista y sonrió a pesar de estar intranquilo.

–Una señora que quiere hablar conmigo. No te preocupes, no se quedará mucho rato.

Le había prometido a Cade que iban a ir a montar a caballo.

–¿Es guapa?

Gil arqueó una ceja.

–¿Acaso importa eso?

El niño sonrió.

–Sí, porque si es guapa a lo mejor te enamoras de ella y te casas y…

–¿Otra vez? –preguntó él, tapándole la boca con cuidado para que el niño cambiase de tema de conversación.

Luego se agachó y lo miró a los ojos antes de añadir:

–Te tengo a ti. No necesito a nadie más.

Aunque no era sencillo ser padre soltero. En ocasiones, se sentía muy solo. Y a menudo se preguntaba si no estaría cometiendo errores irrevocables. Antes de volver a incorporarse, abrazó al pequeño.

–Me parece que últimamente has visto demasiada televisión.

Cade apartó las cortinas y observó cómo se detenía el coche. La puerta se abrió y la mujer salió de él.

–Es guapa –decidió Cade, casi saltando.

Era prácticamente inagotable.

Gil estaba de acuerdo con él, muy a su pesar. Bailey Collins iba vestida con un pantalón masculino, negro y anodino, como el coche. Era alta y andaba con paso firme. La melena ondulada le llegaba a los hombros y era castaña, con reflejos rojizos bajo el sol. Tenía las pestañas muy espesas y casi tan oscuras como las suyas.

Aunque todavía estaba demasiado lejos para apreciarlas, Gil tenía buena memoria. Y no era la primera vez que veía a Bailey Collins.

Mientras esta subía las escaleras, él le abrió la puerta intentando fingir que no se le había acelerado el corazón. La primera vez que la había visto había sido en la comisaría de Royal, y ya entonces había sentido por ella una mezcla de deseo y resentimiento. Tal vez Bailey pensase que sus credenciales le daban poder, pero Gil no iba a aceptarlas sin más.

 

 

Bailey tropezó con el último escalón y estuvo a punto de caerse de bruces. Por suerte, consiguió recuperar el equilibrio en el último momento, porque todavía estaba haciendo aspavientos cuando la puerta se abrió y apareció en ella un hombre al que conocía demasiado bien.

Notó cómo le daba un vuelco el corazón y entonces vio a otra persona. El hombre por el que sentía una atracción que le resultaba incómoda, pero visceral, no estaba solo. Tenía agarrado de la mano a un niño pequeño que, según decía el informe, era su hijo. No le cupo la menor duda, el pequeño era una copia casi idéntica del padre.

El niño se alejó de este y dio un paso al frente sonriendo.

–Bienvenida a Straight Arrow –la saludó, tendiéndole la mano–. Soy Cade.

Bailey no pudo evitar sonreír también, le dio la mano y respondió:

–Hola, Cade, yo soy Bailey.

–Señorita Collins –la corrigió Gil frunciendo ligeramente el ceño–. Estoy intentando enseñarle modales.

–Puede llamarme por mi nombre si a mí me parece bien, y me lo parece –dijo ella, mirando al hombre por el que había pasado varias noches sin dormir.

Cade miró a ambos adultos y se mostró confundido al principio, y triste después. Le tembló la barbilla.

–Yo quería que le gustases a mi padre –susurró, mirando a Bailey con los enormes ojos azules, que debía de haber heredado de su madre.

A ella se le derritió el corazón.

–Tu padre y yo nos caemos bien –le dijo al niño–. Hay ocasiones en las que los adultos nos sentimos frustrados, pero eso no significa que estemos enfadados.

Bailey tenía treinta y tres años y todavía recordaba vagamente las discusiones y los gritos de sus padres.

Sabía lo que era ser un niño y no poder intervenir en el curso de los acontecimientos. Como entendía el disgusto de Cade, hizo un esfuerzo por sonreír casi con naturalidad y miró a Gil.

–Gracias por recibirme. ¿Podemos sentarnos unos minutos? Prometo no entretenerle mucho.

Con Cade observándolos a ambos, a Gil no le quedó más remedio que asentir. Le revolvió el pelo al pequeño y añadió en tono amable:

–¿Por qué no viene con nosotros a la cocina, señorita Collins? Cade y yo solemos tomarnos una limonada y algo de comer justo a esta hora.

–Tú también me puedes llamar Bailey –murmuró ella, sin saber si Gil la había oído.

Los siguió hasta la parte trasera de la casa, donde estaba la cocina. Gil había heredado la casa de sus padres, que se habían jubilado y se habían marchado a Austin. Y sus padres habían heredado Straight Arrow de los abuelos de Gil. Era un rancho enorme.

Cuatro años antes, después del suicidio de su esposa, Gil había contratado a todo un batallón de personas para poder tener tiempo de ocuparse de su hijo. Bailey conocía todos los detalles porque había investigado a Gil… y lo admiraba por su entrega. Aunque no llegaba a comprenderlo.

Cade le ofreció una silla a Bailey y esta pensó que el niño era irresistible. Al parecer, era cierto que Gil se esforzaba en enseñarle buenos modales. Al ver cómo interactuaba el pequeño con su padre, Bailey cambió de opinión acerca de Gil. Un hombre tan cariñoso y atento con un niño no podía ser una mala persona.

A ella también la había criado su padre y la experiencia había sido muy diferente. Su padre había sido un hombre dominante y tirano. Tal vez aquel fuese el motivo por el que su madre se había marchado de casa sin ella.

Se sentó con cierta timidez y dejó el teléfono encima de la mesa. Mientras Gil sacaba vasos de los armarios de madera de pino y cortaba unas manzanas para acompañar la mantequilla de cacahuete, Cade le preguntó a Bailey:

–¿Tienes juegos en el teléfono?

Su gesto esperanzado la hizo sonreír.

–Alguno.

–¿Angry Birds?

–Sí. ¿Se te da bien?

Cade miró a su padre y bajó la voz:

–Piensa que si juego mucho me voy a volver…

Cade frunció el ceño, buscando en su mente la palabra adecuada.

–Un descerebrado –dijo Gil mientas dejaba los vasos encima de la mesa y volvía después con el plato de manzana.

Se sentó justo enfrente de Bailey y tomó la mano de su hijo para inspeccionarla.

–Ve a lavarte, Cade. La señorita Collins y yo te esperaremos.

Cuando Cade desapareció caminó del baño, ella sonrió.

–Es un niño maravilloso. Y muy maduro para tener cuatro años.

–Pronto cumplirá cinco. No había tenido la oportunidad de estar con otros niños hasta que empecé a llevarlo de vez en cuando a la guardería del club, por eso habla como un adulto. Sé que voy a echarlo de menos, pero le vendrá bien empezar a ir a la escuela infantil en otoño.

Bailey ladeó la cabeza.

–Es posible que le haya juzgado equivocadamente. Ahora pienso que sí tiene corazón.

–No confunda el amor paterno con la debilidad, señorita Collins. No voy a permitir que me manipule para ayudarla a acabar con ninguno de mis amigos.

La respuesta sorprendió a Bailey. De repente, Gil se había puesto muy serio.

–¿No se fía de mí, verdad? –le preguntó.

–No me fío de ninguno de su clase –le aclaró él en tono tenso–. Secuestraron a Alex Santiago, pero ha aparecido. Antes o después recuperará la memoria y podrá contarnos quién se lo llevó. ¿Por qué no esperan a que eso ocurra y permiten que sigamos ocupándonos de nuestros asuntos en Royal?

Bailey miró hacia el pasillo, consciente de que Cade podía volver en cualquier momento.

–No puedo creer que sea tan ingenuo –respondió en voz baja–. Que Alex no recuerde lo que le ocurrió no significa que no pueda volver a suceder. No tenemos más remedio que intentar encontrar a los secuestradores. Tiene que entenderlo.

–Lo que no entiendo es que piense que conozco al responsable.

–Alex era un hombre bastante querido en Royal, si bien es evidente que tenía un enemigo. Usted conoce a muchas personas y yo espero que podamos averiguar la verdad. Es mi trabajo, Gil. Y soy buena en él. Solo necesito tu ayuda.

Cade entró en la cocina.

–Tengo hambre –dijo.

Su padre asintió y el pequeño tomó dos trozos de manzana y empezó a comer.

Bailey lo estaba observando cuando Gil le ofreció un trozo y tomó otro para él. Intentó comerlo, pero no tenía hambre. Necesitaba tener a Gil de su parte. Y necesitaba que confiase en ella. Quizás le llevase algo de tiempo.

Se mordió el labio, dejó el trozo de manzana e intentó dar un sorbo a la limonada. Mientras padre e hijo charlaban de temas mundanos, ella intentó mantener la compostura. Era difícil desequilibrarla pero, por algún motivo, era importante conseguir la aprobación de Gil.

El teléfono de este sonó y él miró la pantalla e hizo una mueca.

–Lo siento, señorita Collins. Necesito hablar en privado. No tardaré.

Cade miró a su padre y dijo:

–No te preocupes, papá, yo la entretendré.

 

 

***

Cuando Gil volvió a la cocina media hora más tarde no pudo evitar sentirse un poco culpable por haber dejado a Bailey en las garras de su hijo. A todas las mujeres no se le daban bien los niños y Bailey le parecía más bien una mujer centrada en su carrera que una nodriza. Atravesó la puerta de la cocina y se quedó de piedra. Cade y Bailey seguían sentados a la mesa, pero estaban muy juntos, con las cabezas agachadas hacia el teléfono de Bailey.

Los vasos de limonada estaban vacíos, lo mismo que el plato de manzana.

Bailey sacudió la cabeza.

–Piensa en los ángulos –dijo–. No dispares a lo loco.

Cade la miró a los ojos y a Gil se le rompió el corazón. Nunca lo había visto tan necesitado de atención femenina. Él había intentado ser un padre perfecto, pero no había nada que pudiese sustituir el amor de una madre. En cualquier caso, no quería que Cade se hiciese falsas ilusiones con Bailey y crease una situación incómoda para todos.

Gil se aclaró la garganta.

–Cade, ¿me das media hora para que hable con la señorita Collins de un tema de mayores? Te prometo que después iremos a montar a caballo.

Cade no levantó la vista del teléfono.

–Sí, papá, espera que termine…

Gil le quitó el teléfono y se lo dio a Bailey.

–Tienes permiso para utilizar el ordenador de mi despacho. Ahora, vete.

–Sí, señor –respondió el niño, sonriendo a Bailey antes de salir por la puerta–. ¿Me dirás adiós antes de marcharte?

Bailey se puso en pie y miró a Gil.

Este asintió.

–Te avisaré cuando hayamos terminado.

En ausencia de Cade se hizo un incómodo silencio. La exuberante personalidad del niño había servido para limar asperezas con Gil.

Bailey dudó, intentó encontrar la manera de romper el silencio.

Gil lo hizo en su lugar.

–Dado que Cade está en el despacho, vamos al porche trasero. Si está de acuerdo.

–Por supuesto –asintió Bailey.

Era enero y hacía un tiempo perfecto. La semana anterior había hecho frío y habían tenido tormentas, pero aquel día habían dado una máxima de veintiséis grados centígrados, todo un récord.

Nada más salir, Bailey no pudo evitar sonreír. El Straight Arrow era un rancho enorme. Además de su eficiencia y rentabilidad, era un lugar cuidado y estéticamente agradable. Hacía falta mucho dinero para poder prestar atención a todos los detalles, y Gil tenía dinero. Mucho. Y por eso podía permitirse el lujo de pasar tiempo con su hijo.

Después de haber observado y escuchado a Cade, Bailey se había dado cuenta de que Gil había conseguido dar a su hijo una estabilidad emocional. El niño era alegre, sociable y sano. No era fácil crecer sin madre, pero Gil había mitigado la pérdida de Cade lo máximo posible.

Gil se había quedado de pie, así que ella lo imitó. Si se hubiese puesto cómoda en uno de los sillones, él habría quedado muy por encima. Estaba segura de que eso le habría gustado.

No obstante, Bailey había ido allí a trabajar y no iba a dejarse acobardar por la fuerte personalidad masculina de Gil. Trabajaba en un mundo dominado por hombres, así que había aprendido a parecer dura para sobrevivir, aunque se estuviese rompiendo por dentro.

Gil fue el primero en disparar.

–Pensé que había vuelto a Dallas.

Ella se encogió de hombros.

–He estado solo una semana. El caso sigue abierto. Cuando terminé las primeras entrevistas, mi jefe me encargó otro proyecto temporalmente, pero ahora que estamos más tranquilos quieren que vuelva a investigar.

–Así que la última vez no le fue tan bien –se burló él.

Bailey lo miró a los ojos.

–Las investigaciones llevan tiempo. Y, para tu información… Lo entiendo, Gil.

–¿El qué?

–Se sintió insultado cuando se le incluyó en la lista de sospechosos. Yo puse en duda su honor, y eso le molestó. ¿He metido el dedo en la llaga? –lo retó deliberadamente.

Él tenía la mandíbula apretada.

–Haría mejor en emplear el tiempo en preguntarse por el delito en sí, en vez de atosigar a los miembros de nuestra comunidad.

Ella hizo una mueca. Era complicado lidiar con el ego masculino herido.

–Tengo una extensa capacitación en evaluaciones psicológicas. Y sabe muy bien que nunca se le ha considerado sospechoso, pero mi trabajo era hablar con todas las personas que conocían a Alex para buscar pistas, ya que cualquier información, por nimia que parezca, podría ayudar a resolver el caso.

–Y, no obstante, no ha averiguado nada.

Bailey se puso tensa, estaba empezando a cansarse de que Gil la atacase.

–Alex está de vuelta –comentó.

–Pero no gracias a usted.

Su tono burlón la enfadó.

–No tiene ni idea de lo que ocurre entre bambalinas. Y no tengo por qué justificarme con usted. ¿Podemos volver al tema que nos ocupa?

–¿Y cuál es?

Al salir de la casa, Gil había tomado un sombrero vaquero y se lo había puesto con un movimiento suave que mostraba el amor de un vaquero por su sombrero. En esos momentos, el ala le ensombrecía la mirada.

Bailey no era inmune a aquella imagen. Vestido con unos pantalones vaqueros desgastados que se le ceñían a sus largas y musculosas piernas, Gil era la personificación de la testosterona. Por la manera en que la camisa beis que llevaba se le ajustaba a los anchos hombros, tenía que estar hecha a medida. Gil Addison era la bomba, desde la cabeza, hasta las caras botas de piel.

Y la atracción que Bailey sentía por él era muy fuerte, pero no podía ser. Hacía mucho tiempo que no había estado con un hombre tan atractivo, pero a Gil no le gustaba ella ni le iba a gustar lo que le tenía que pedir.

–Necesito acceder a los archivos del Club de Ganaderos de Texas.

–De eso nada.

Bailey se apoyó en la barandilla del porche con las manos en la espalda para no sentir la tentación de intentar agarrar a Gil del cuello y apretar. La estaba sacando de quicio.

–Tengo los permisos necesarios –añadió en tono amable–, pero prefiero no entrar pistola en mano. ¿Por qué no se comporta como un caballero por una vez y me invita a ir al club con usted?

Él murmuró una palabra malsonante.

–Soy el presidente –añadió, como si ella no lo supiera–. Los miembros me confían sus secretos. ¿Qué van a pensar si se los cuento a una extraña?

Aquella última frase le dolió, pero Bailey se mantuvo firme.

–En realidad, no tiene elección. Las órdenes vienen de arriba, así que voy a acceder a esos archivos de un modo u otro. Puede amargarme la vida o cooperar. Usted decide. Pero voy a conseguir la información que necesito.

Capítulo Dos

 

 

Gil se quitó el sombrero y se pasó la mano por el pelo. Estaban en enero y no entendía que hiciese tanto calor y humedad.

A pesar de llevar puesta una chaqueta de traje, Bailey parecía no tener calor. Lo estaba mirando con cautela, como si se tratase de una peligrosa serpiente que la pudiese morder.

Lo que no sabía era que Gil había fantaseado con morderla… pasar los dientes por su cuello y bajar por el escote. Se puso tenso. Estaba seguro de que Bailey no sabía que lo excitaba incluso con aquella ropa tan seria. Se imaginó quitándosela y recorriendo su cuerpo con la mirada.

Se excitó y notó que le apretaban los pantalones. Se maldijo en silencio y miró a lo lejos, aquellos terrenos interminables eran suyos. Intentó desesperadamente entretenerse con algo, así que preguntó:

–¿Ha oído hablar de la figura del general Philip Sheridan en la guerra? –preguntó.

Bailey arrugó la nariz.

–La historia no era mi fuerte en el colegio, pero sí, he oído hablar de él.

–Después de la guerra, mandaron a Sheridan al sur de Texas. Cuentan que decía que si Texas y el infierno hubiesen sido suyos, habría alquilado Texas y se habría ido a vivir al infierno.

–Me sorprende que diga eso. Los texanos son bastante arrogantes.

–Tenemos motivos para estar orgullosos, a pesar del calor –añadió Gil volviendo a ponerse el sombrero.

–Así que imagino que todo en Texas es más grande y mejor.

Aquel comentario lo sorprendió. ¿Estaba Bailey intentando coquetear con él? No era posible. La miró por encima del hombro. Su actitud no era en absoluto provocativa. Una pena.

–Sí –respondió–, pero ya debe de saberlo, viniendo de Dallas.

–No soy de Dallas. Mi padre era militar, así que vivimos por todo el mundo, pero ahora trabajo en Dallas.

–¿Y dónde está su hogar entonces?

Pasaron varios segundos, dos, tres. Por un instante, Gil vio tristeza en los ojos marrones de Bailey.

–En realidad, en ninguna parte.

Él no podía imaginarse no tener un hogar. Texas formaba parte de su vida. Se dio cuenta de que el tema incomodaba a Bailey, así que se giró hacia ella.

–Bueno, aunque no haya nacido aquí, ha venido a vivir en cuanto ha podido –le dijo en tono de broma.

Ella sonrió, se había abrazado por la cintura.

–Supongo que sí.

Gil volvió a ponerse serio.

–Al parecer, no voy a poder evitar que venga al club, ¿verdad?

–Así es –le confirmó ella.

–En ese caso, nos veremos allí mañana a las diez. Y le mostraré por dónde empezar.

–No voy a necesitar ayuda, Gil, domino casi todos los programas informáticos. No debería robarle más de una semana de su vida.

«Qué pena». Gil se miró el reloj.

–Venga a despedirse de Cade.

Al llegar a su despacho, su hijo volvió a ponerse muy contento al ver a Bailey.

–He pasado tres niveles más –informó el pequeño a la visitante.

–Qué bien –respondió esta.

Cade miró a su padre.

–¿La vas a llamar Bailey?