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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Melissa McClone

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La aventura más arriesgada, n.º 1803 - agosto 2015

Título original: The Wedding Adventure

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6865-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Había demasiado silencio en la casa.

Sentado en su biblioteca, Henry Davenport daba golpecitos con su pluma Mont Blanc sobre la mesa de caoba, pero las estanterías que se alzaban hasta el techo absorbían el sonido. Dejó la pluma y miró a su alrededor, buscando algo que hacer.

Dickens, Hawking, Clancy, Gardner… No le apetecía leer ninguno de los libros de las estanterías. Su ama de llaves había tirado todas sus revistas al cubo del papel para reciclar.

La televisión estaba descartada. Había navegado por todos los canales de la televisión por cable y por los más de quinientos que captaban sus tres antenas parabólicas. Y ya había visto todos los DVDs y todos los vídeos.

Música. Esa era la solución. Apretó un botón del mando a distancia de la cadena de música. La melodía jazzística de una trompeta llenó el ambiente. Muy bonito, pero no estaba de humor para jazz. Apretó otro botón. Vivaldi. La música clásica no le valía. Música ambiental. No, gracias. Blues. Otro día. Rock duro, folk, música alternativa, country… Repasó los cien discos almacenados en el equipo. Ninguno le apetecía. Al día siguiente, tendría que comprarse otros cien. Obviamente, sus gustos musicales habían cambiado.

Pero ¿y ahora qué?

Su casa de Portland, Oregón, estaba desierta debido al viaje que todos los años le pagaba a su personal de servicio. El silencio nunca antes lo había afectado, pero esa noche… Aquella tranquilidad lo sacaba de quicio. Necesitaba… algo.

Una llamada telefónica y podía llenar la casa o cualquier discoteca con más amigos de los que podía contar. Pero eso tampoco le apetecía. Tenía que haber algo más.

Casi había ultimado los planes para su fiesta de cumpleaños. Solo quedaba firmar el contrato de la isla privada que había comprado. Pero, entonces, ¿por qué tenía la impresión de que le faltaba algo? Algo importante.

Henry observó las carpetas cuidadosamente apiladas delante de él. Las invitaciones, los preparativos de la fiesta, y hasta los de la aventura. Abrió la primera y observó la lista de invitados. Había comprobado y vuelto a comprobar qué personas lo acompañarían a aquel viaje con todos los gastos pagados a Hawai para asistir a la celebración de su cumpleaños el uno de abril. No se había olvidado de nadie. Estaba seguro.

La siguiente carpeta estaba dedicada a la fiesta propiamente dicha. Desde el servicio de catering a las actuaciones, ningún detalle había escapado a su supervisión. Ese año, la fiesta tropical en uno de los hoteles más lujosos de Hawai estaba varios peldaños por encima del empalagoso salón de fiestas de Reno, Nevada, donde había celebrado la fiesta el año anterior.

Pero, pese a todo, aquella fiesta había sido la mejor. Sería difícil, por no decir imposible, repetir el éxito de Reno. Pero tenía que intentarlo.

Cada año, organizaba una fiesta de cumpleaños y enviaba a dos de sus invitados a un viaje de aventura. Cada año la fiesta era mejor, más elaborada, más divertida. Y a los participantes también parecía gustarles.

Tal vez ese fuera el problema. No quería defraudar a sus invitados. Habían llegado a esperar ciertas cosas de él. Aunque ninguno de ellos esperaba que hiciera de Cupido.

El año anterior, había intentado algo distinto haciendo de casamentero entre los participantes en la aventura. El resultado: dos de sus mejores amigos, Brett Matthews y Laurel Worthington, se habían enamorado y casado en la vida real. Henry había sido el padrino de Noelle, su preciosa hija de casi de tres meses.

Miró la media docena de fotografías de Noelle que tenía sobre la mesa y se emocionó. Aún no podía creer que aquella cosita tan diminuta pudiera inspirarle tanto amor. Estaba deseando verla crecer y participar en los grandes acontecimientos de su vida. Ya tenía una habitación llena de regalos esperándola. Unir a los padres de Noelle había sido un gran acierto. No solo para Brett y Laurel, sino también para él.

Y entonces fue cuando lo entendió.

Había un fallo en la fiesta de ese año. Un fallo enorme. No podía seguir eligiendo al azar a los participantes en la aventura, como antes. Tal vez él no estuviera hecho para el matrimonio, pero había comprobado lo felices que eran Brett y Laurel juntos. Deseaba que todos sus amigos experimentaran aquella misma felicidad. Y si al final acababa teniendo más ahijados, tanto mejor.

Sintió un súbito arrebato de alegría. Esa era la sensación que echaba en falta. Sonriendo, tomó la pluma y estudió los nombres de la lista de invitados.

¿Quiénes serían los dos siguientes que vivirían felices para siempre?

Capítulo 1

 

Por qué me has arrancando de los brazos de Travis? –Cynthia Sterling estaba enfadada con Henry Davenport y le daba igual que ese día fuera su treinta y cuatro cumpleaños–. Nos lo estábamos pasando muy bien.

–¿Ah, sí? –Henry, que llevaba una camisa hawaiana blanca y verde y unos pantalones cortos, la guiaba a través del gran salón de baile de unos de los mejores hoteles de Hawai. Sus fiestas de cumpleaños en abril eran legendarias. Ese año, el tema era la Polinesia. Había antorchas iluminando el sendero entre el salón de baile elegantemente decorado y la playa. El gusto y el estilo típico de Henry se dejaban sentir por todas partes. Había, además, toques especiales, como las hermosas bailarinas polinesias, que añadían un sabor autóctono a la fiesta. Pero la sempiterna sonrisa de Henry había desaparecido de pronto–. Travis estaba a punto de babear.

Así pues, no eran imaginaciones de Cynthia. Esta se humedeció los labios.

–¿Y qué?

–Ese hombre está obsesionado contigo, querida.

–«Obsesionado» es una palabra demasiado fuerte. Yo prefiero «embelesado».

–¿Y por qué no «patético»? –sugirió Henry, ladeando su sombrero de juncos–. En fin, da igual. Ya se le pasará.

–No, si yo puedo evitarlo –Travis tenía todas las cualidades que Cynthia buscaba en un marido. Estaba pendiente de cada palabra suya, pensaba que Cynthia lo hacía todo bien y estaba dispuesto a darle la luna–. Es perfecto.

–Tú te mereces algo mejor que Travis Drummond.

–¿Y si no quiero algo mejor?

–Ya ha dejado a una novia colgada ante el altar.

–Sí, me lo ha dicho –admitió Cynthia–. Pero no fue culpa suya.

–Nunca es culpa suya –masculló Henry.

Ella no le hizo caso, miró hacia atrás y localizó a Travis entre los invitados; parecía enfadado. No podía decirse que Travis Drummond fuera guapo en un sentido clásico, como Henry y otros hombres de su círculo social, pero era bien parecido y tenía cierto encanto campechano, una dulce sonrisa y una próspera empresa de informática. Al igual que ella, era hijo único. Había mencionado que se sentía solo, que quería sentar la cabeza, encontrar la mujer adecuada y fundar una familia. Cynthia había tenido que refrenarse para no llevárselo a rastras a un juzgado en ese preciso instante. Ella se sentía igual. Salvo, naturalmente, en lo que respectaba a encontrar a la mujer adecuada. Ella tenía que encontrar al hombre indicado para ser su marido y el padre de sus hijos.

Travis podía ser ese hombre. La adoraba. A ella le gustaba. ¿Qué más podía pedirse en un matrimonio?

Sus miradas se encontraron. Él la miró como si fuera la única mujer en el salón abarrotado. Y, a sus ojos, lo era. Cynthia sintió un arrebato de orgullo. Sus mejores amigas estaban todas ellas casadas o prometidas. Ella quería la misma seguridad y el confort de que disfrutaban ellas.

Cynthia silabeó «luego» sin emitir ningún sonido. Travis sonrió. Tal vez la soledad sería pronto cosa del pasado… para ambos.

Se enderezó la flor de hibisco que llevaba en el pelo y alzó la mirada hacia Henry.

–Travis cree que soy lo mejor que le ha pasado.

–Y lo eres –Henry parecía sincero, pero él siempre sabía qué decir. Se había ganado a pulso su reputación de mujeriego y rompecorazones. Rezumaba encanto, pero Cynthia era inmune a él. Henry era un buen amigo, lo más parecido que tenía a un hermano mayor. Se conocían desde que ella había debutado en sociedad, y se habían hecho amigos a pesar de la diferencia de edad. Salir con él estaba descartado. Lo habían intentado una vez, cinco años atrás, justo después de que ella cumpliera los veintiuno. Había sido extraño, embarazoso y violento. Estaban destinados a ser solo amigos. Y los dos se conformaban con eso–. Pero, antes de que te empeñes en convertirte en la señora Drummond, hay alguien a quien quiero que conozcas.

–¿Quién?

–Cade Waters.

–Waters –el nombre no le sonaba, y ella conocía a casi todas las familias ricas y convenientes–. ¿Debería conocerlo?

–Su nombre completo es Cade Armstrong Waters.

Ella se paró en seco.

–¿De los Armstrong de Armstrong International?

Henry asintió.

–Es uno de los sobrinos.

Sobrino, primo, pariente lejano, daba igual. Los Armstrong eran tan ricos que al lado de la suya la empresa de Drummond parecía cosa de niños. Pero lo mejor de todo era la familia en sí misma, algo que Travis no podía ofrecerle ni en sueños. Los Armstrong eran una extensa familia de emprendedores que generaban no solo millones, sino también múltiples titulares de periódico. Y hasta estaban emparentados con la realeza, pues Christina Armstrong estaba casada con Su Alteza Real el Príncipe Richard de Thierry de San Montico. Una princesa como cuñada. Las reuniones familiares debían de ser la bomba. Ah, las reuniones familiares…

Cynthia soñaba con formar parte de una extensa y afectuosa familia. Odiaba no tener hermanos. En teoría, tenía familia. Pero la realidad era otra cosa.

–¿Por qué nunca he oído hablar de Cade Armstrong? –preguntó.

–Cade Armstrong Waters –la corrigió Henry–. Porque es un tipo discreto. Evita a la prensa. Algunos creen que es la oveja negra de la familia, pero te aseguro que no encontrarás un hombre tan perfecto como él.

–Yo creía que tú eras el único hombre perfecto.

–Ojalá –Henry se echó a reír–. La hermana de Cade se casó el Día de San Valentín. Puede que la conozcas. Es Kelsey Armstrong Waters Addison.

–¿Addison? ¿De los Addison de Hoteles Addison y…? –Cynthia agarró a Henry del hombro–. ¡Esa mujer organiza las bodas de los famosos!

Los ojos de Henry brillaron, divertidos.

–Podría veniros bien, si surge algo entre su hermano y tú.

Si surgía algo… Seguramente, los Armstrong se reunían en Navidad en torno a un enorme árbol cubierto de luces y adornos, y se sentaban a cenar todos juntos en un suntuoso comedor. Casi podía oler el aroma del abeto, la vainilla y la canela. Casi oía el murmullo de las conversaciones, las risas y las canciones. Notó que un suave calorcillo se difundía por su interior. Con Cade y los Armstrong, nunca volvería a pasar sola las Navidades mientras sus padres se iban por ahí de viaje, a celebrar otra segunda luna de miel.

Su corazón empezó a latir con más brío. Quería rodearse de amor, sentirse arropada por una gran familia. Los Armstrong era una auténtica tropa, con montones de tíos, sobrinos y primos. Además, eran riquísimos. Nunca más tendría que preocuparse por el dinero. Aquello era todo lo que deseaba. Parecía demasiado maravilloso para ser verdad.

–Cade no tendrá alguna ex mujer, o alguna ex novia pesada, o algún hijo por ahí, ¿verdad?

–No, nada de eso.

Ella miró a su alrededor, emocionada.

–¿Y dónde está?

–Allí, junto a la cascada.

Un rubio escultural, vestido únicamente con un bañador Speedo, permanecía de pie junto al salto de agua. Con aquellos hombros anchos y superdesarrollados, sin duda había de estar ridículo con un traje o un esmoquin, pero ello no parecía afectar al enjambre de beldades que lo rodeaban, pendientes de cada una de sus palabras. Cynthia tragó saliva.

Al instante se sintió culpable. Sabía que no debía juzgar a los hombres por su apariencia. Eso era lo que la gente hacía con ella. Sin embargo…

–¿El rubio?

–No, ese no sé quién es –Henry la condujo hacia el otro lado de la cascada. Cynthia vio a un hombre solo, con el pelo oscuro y mojado apartado de la frente. Una gran copa de piña colada le tapaba la cara–. Ese es Cade Armstrong Waters.

Era alto. De más de metro ochenta y cinco. Llevaba una camiseta blanca y unas bermudas de cuadros verdes y azules. No tenía los músculos del otro, pero parecía fuerte y recio. Bajó la copa, y Cynthia dejó escapar un suspiro de alivio. Era guapo, aunque tenía un aspecto un tanto timorato. Las finas gafas de montura metálica le daban un aire inteligente, como si fuera un profesor. O un marido. Y padre a la vez. No era un hombre por el que Cynthia pudiera perder la cabeza. Por suerte. Ella quería darles a sus hijos una vida mejor que la que sus padres le habían dado a ella. Sus hijos siempre se sentirían amados.

Al echarle un segundo vistazo, se dio cuenta de que en realidad no era nada timorato. Llevaba el pelo un poco largo, y los ángulos de su cara le daban un aire rudo, quizá incluso excesivamente amenazador. Cynthia tragó saliva.

–¿Te gusta lo que ves? –preguntó Henry.

Ella no pudo hacer otra cosa que asentir. Lo cual la asustó un poco. Recordó que Cade estaba relacionado con todos aquellos Armstrong, y se sintió un poco más tranquila.

Henry se echó a reír.

–¿Mejor que Travis?

–Puede ser –dijo con la boca seca, y se enderezó de nuevo la flor de hibisco–. Vamos. Estoy lista para que ese Cade se enamore de mí.

 

Cade Waters agitó su bebida con la sombrillita de colores. Empezaba a dolerle la cabeza otra vez y quería irse a la cama. En aquella fiesta no había nada que le interesara. Ni la comida de gourmet, ni la barra libre, ni las mujeres. Bueno, no le disgustaban los biquinis y los pareos, pero casi todas aquellas mujeres llevaban demasiados complementos. Por no decir un kilo o dos de maquillaje para parecer naturales.

Aquel no era su ambiente. Lo había sido una vez, hacía mucho tiempo, pero ya no. Ahora era una persona distinta. El dinero, el dinero de los Armstrong, no solo había destruido el matrimonio de sus padres, sino que también había arruinado su oportunidad de ser feliz.

Sin embargo, allí estaba.

Cade miró la piscina, al otro lado de la cascada. Ya había nadado más largos de los que podía recordar, lo cual explicaba por qué tenía tanta hambre y tanta sed, pero prefería estar en el agua que dando besos al aire y relacionándose con personas que no gozaban de su aprecio, ni mucho menos de su respeto.

Durante años, había declinado las invitaciones a las fiestas de Henry, para desconcierto de sus primos, que adoraban los saraos del generoso multimillonario. Cade se había esforzado por no ser uno más de los primos Armstrong. La gente esperaba que los Armstrong tuvieran éxito, y Cada lo tendría. Pero él triunfaría a su manera, sin la ayuda del nombre ni el dinero de los Armstrong.

Desafortunadamente, ese año no había podido decirle que no a Henry Davenport, ya fuera por chantaje, o por desesperación. Henry había hecho una sustanciosa donación a la Fundación Luna Sonriente, que Cade dirigía, con la única condición de que este asistiera a su fiesta de cumpleaños. Si iba, no solicitaba donaciones a los demás invitados y se quedaba hasta el final del festejo, Henry le daría un cheque por valor de cien mil dólares.

Cade no había tenido más remedio que aceptar. La fundación necesitaba dinero. Dirigir una organización sin ánimo de lucro era más difícil y caro de lo que había imaginado. Le costaba grandes esfuerzos que las cuentas cuadraran y, si no se andaba con cuidado y no conseguía un par de donaciones como la de Henry Davenport, Luna Sonriente podía convertirse en Luna Triste y acabar en la ruina.

Sus padres querían apartarlo de la fundación para que fundara una empresa nueva. O, mejor aún, para que volviera a ejercer la abogacía. Pero Cade no podía. No haría lo que sus padres, varias veces divorciados, hacían cuando las cosas se ponían feas; o sea, poner pies en polvorosa. Él no era así. No era como ellos. Aunque a ellos no les importara, los niños a los que ayudaba Luna Sonriente podrían contar al menos con que un adulto no los abandonaría. Él seguiría en la brecha hasta el final. Y, si estaba en su mano, no habría final.

Cade estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para que la fundación siguiera adelante, aunque ello significara pasar un fin de semana con una pandilla de niñatos irresponsables, derrochadores y ambiciosos, con algunos de los cuales estaba emparentado por parte de madre. Pasaría por alto la obscena exhibición de riqueza de Henry. Había estado a punto de rehusar la bolsa de lujosos obsequios que recibían todos los invitados al llegar a la fiesta, pero se dio cuenta a tiempo de que podía subastar los regalos en la cena que organizaba en verano para recaudar fondos. Tan solo la mochila de diseño, que contenía un localizador GPS de bolsillo, una navaja del Ejército Suizo, un reloj sumergible y ostras con pendientes o gemelos de perlas, dependiendo del sexo del invitado, alcanzaría un buen precio.

Henry se acercó con una amplia sonrisa.

–¿Te diviertes?

Cade escogió sus palabras cuidadosamente. Henry tenía suficiente dinero para darle un impulso decisivo a la fundación. Y si el multimillonario decidía convertirse en su patrocinador… Cade sonrió al pensarlo; su primera sonrisa en las últimas cuarenta y ocho horas. ¿O en los últimos cuarenta y ocho días?

–Está siendo… interesante.

–Me alegra saberlo –Henry señaló a una atractiva rubia–. Quiero presentarte a alguien.

Otra de las chicas de Henry, no, por favor. Cade bebió un sorbo de su cóctel de ron y coco y torció el ceño al notar su sabor dulzón. A él, que le dieran un buen trallazo de whisky o una cerveza. En lata o en botella. No una bebida con sombrerito servida en una piña vaciada.

–Esta es Cynthia Sterling, una buena amiga mía. Cynthia, te presento a Cade Arm…

–Cade Waters –él miró por encima de la piña a la nueva amiguita de Henry. Sabía qué podía esperar, y no se vio decepcionado. El pelo perfectamente cortado, teñido de rubio y peinado de peluquería, le caía por debajo de los hombros desnudos en suaves ondas. Su piel de marfil, impecable gracias al maquillaje o a los innumerables tratamientos de belleza que sin duda recibía regularmente, fulguraba bajo las luces del salón de baile. Sus labios, grandes y generosos, pintados de rojo, formaban un leve mohín. El pareo marrón oscuro ofrecía un provocativo vislumbre de sus curvas y parecía pedir a gritos que alguien se lo quitara. Cade la resumió en tres palabras: una completa pesadilla.

–Es un placer conocerte.

Ella le tendió la mano y batió las pestañas. Sus ojos castaños tirando a verdes, con reflejos dorados, parecían naturales, pero quizá fueran unas lentillas de última generación.

–El placer es mío.

Las palabras fluyeron como miel de sus labios inyectados en colágeno. Cálidas, lentas, seductoras. Cade procuró no reírse. Había conocido a muchas mujeres como Cynthia Sterling. Aspirantes a esposas florero. Buscadoras de oro. Vacías bajo aquel envoltorio perfecto. Sus primos se casaban y divorciaban continuamente de mujeres como ella. Algunas de sus primas eran exactamente iguales.

Pero Cynthia Sterling no era precisamente el tipo de Cade. Él sabía lo que quería en una mujer. Sabía exactamente lo que quería. Y a quién quería.

A Maggie.

«Pero nunca será tuya», le susurró una vocecita burlona. «Lo echaste todo a perder». Cade bebió otro trago.

–Os dejo solos para que vayáis conociéndoos –dijo Henry.

Antes de que Cade pudiera decir una sola palabra, Henry desapareció en el salón de baile.

–Bueno –dijo Cynthia–. ¿Conoces a Henry desde hace mucho?

Tal vez, si no contestaba, ella se iría. No quería ser grosero, pero le apetecía estar solo. Además, pensar en su ex novia siempre lo ponía de un humor de perros. Apretó los labios.

–Henry y yo nos conocemos hace mucho tiempo –dijo ella.

¿Un día? ¿Una semana? Conociendo a Henry, lo más probable es que la hubiera conocido la noche anterior.

–¿Cuánto tiempo lleváis saliendo?

–¿Quién? ¿Nosotros? –su risa, más profunda y sonora de lo que esperaba, sorprendió a Cade. Por lo menos, no tenía una risa chillona. Aunque ese sería el remate perfecto para una mujer así. Cynthia ladeó la cabeza–. Solo somos amigos. No estoy tan loca como para salir con Henry Davenport.

Así que era más lista de lo que parecía. Cade le dio unos puntos por eso. Agitó lo que quedaba de su bebida con el palito de la sombrilla.

–¿Y tú? –preguntó ella.

–Yo tampoco estoy tan loco como para salir con Henry.

La sonrisa desapareció de su cara y sus ojos se ensombrecieron.

–¿Eres gay? Voy a matar a Henry –antes de que Cade pudiera contestar, ella continuó–. En fin, da igual. Quiero decir que es genial que seas gay. Todos los hombres que merecen la pena parecen serlo –masculló–. Ironías de la vida. Apuesto a que tienes que quitarte a los hombres de encima con un palo, o con una sombrilla más grande que esa.

Él bajó la piña. Naturalmente, ella carecía de sentido del humor. ¿Y qué podía esperarse?

–No soy gay.

Ella frunció sus cejas perfectamente arqueadas.

–Pero has dicho…

–Estaba bromeando.

Ella tardó unos segundos en recuperar la sonrisa.

–Ah, ya lo he pillado.

En fin, no era tan lista después de todo. Henry debía de haberle visto otras cualidades. Su bonita cara, sus ojos intrigantes, ¿su increíble cuerpo, tal vez?

Supervivientes

–¿Dos semanas? –Cade apretó la mandíbula–. Yo tengo cosas que hacer.

–Tendrás tiempo para ocuparte de tus asuntos antes de partir –dijo Henry–. O tienes la opción de pagar una multa y no ir a la aventura, si no quieres.

La multa consistía en una donación de diez mil dólares a una de las organizaciones benéficas preferidas de Henry. Hasta el momento, nadie había renunciado a la aventura. Además de pagar la multa, no se podía volver a asistir a sus fiestas de cumpleaños. Henry sabía que Cade era abogado y que la multa no se sostendría ante un tribunal de justicia. Pero, por otro lado, Cade confiaba en conseguir un donativo para su fundación. Seguramente, no querría ofender al anfitrión.

¿Chantaje?

Tal vez, pero Henry solo estaba haciendo lo correcto. La Fundación Luna Sonriente conseguiría un buen pellizco, pasara lo que pasara entre Cynthia y Cade. La debilidad que Henry sentía por los niños se había intensificado desde el nacimiento de Noelle.

–Yo voy –dijo Cade con la firmeza que Henry esperaba de él.

–Yo también –añadió Cynthia.

Por supuesto que iría. Aquellas dos semanas a solas con Cade eran para ella como un sueño hecho realidad. Conociéndola, seguro que ya estaba planeando su boda.

–Estupendo –Henry le entregó a cada uno una mochila–. Meted aquí vuestra ropa. El resto os será entregado cuando lleguemos a nuestro destino.

Cynthia agarró la mochila y miró dentro.

–¿Quieres que pase dos semanas con lo que cabe aquí?

–No necesitarás más que un bañador –al ver que ella fruncía el ceño, Henry le guiñó un ojo–. Sonríe, querida. Si frunces el ceño, te saldrán arrugas.

Ella achicó los ojos. Más le valía a Henry no pasarse de la raya.

–¿No decías que tendríamos tiempo de hacer nuestros preparativos? –preguntó Cade–. Dos semanas es mucho…

–Hay un largo viaje hasta nuestro destino –explicó Henry–. Tendréis tiempo de hacer todas las llamadas necesarias y de conoceros un poco mejor.

Cade se puso tenso.

–Genial.

Los ojos de Cynthia brillaron.

–Me muero de ganas.

Henry también.