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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Brenda Novak. Todos los derechos reservados.

ESPÍRITUS AFINES, Nº 24 - enero 2012

Título original: Big Girls Don’t Cry

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicado en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-400-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

A mi editora, Paula Eykelhof, que ha perfilado la línea actual de Harlequin Superromance. Estoy segura de que hablo en nombre de todos los autores con los que ha trabajado en los últimos años cuando le doy las gracias por su disposición a tomar riesgos, por su compromiso con la escritura de buena calidad y las historias significativas y porque es un placer conocerla.

En una línea más personal, no puedo decirte lo mucho que aprecio la confianza que has tenido en mí y el apoyo que me has dado. Ya hemos hecho diecinueve libros juntas, pero estoy deseando que lleguen por lo menos veinte más.

1

Ornato

Los Ángeles, California

Keith O’Connell estaba mintiendo.

Escamado, Isaac Russell dejó lentamente su tenedor mientras observaba a su cuñado. Keith no lo miraba a los ojos, ni tampoco a Elizabeth. Y había otros signos igualmente reveladores. El modo en que encorvaba los hombros y retorcía las manos, hojeando el correo que tenía junto al teléfono como si no lo hubiera hecho ya dos veces. La lentitud en sus respuestas. Su irritación…

—Por lo que parece, el accidente fue horrible —dijo Elizabeth, aparentemente ajena a la incomodidad de su marido, mientras añadía otra tortita al plato de Isaac—. Me sorprendió mucho que no lo mencionaras.

Isaac había comido demasiado, pero no dijo nada y esperó la respuesta de su cuñado, confiando en haber malinterpretado el lenguaje corporal de Keith.

—¿Qué? —preguntó Keith, levantando finalmente la mirada como si hubiera perdido el hilo de la conversación mientras se concentraba en el correo. Pero Isaac sabía que ninguna palabra se le había pasado por alto.

—El accidente múltiple en Sacramento —respondió ella—. No dijiste nada al respecto.

—Oh… bueno, habían despejado la zona cuando yo llegué —dijo Keith en voz baja.

Isaac advirtió la confusión en los ojos color avellana de Elizabeth, quien llevó su propio plato a la mesa y le frunció el ceño a su marido.

—Pero según la prensa transcurrió casi todo un día hasta que pudieron abrir la autopista. ¿Cómo conseguiste pasar? Las retenciones del tráfico eran kilométricas. He visto las fotos.

Se hizo un incómodo silencio.

—Debió de ser antes de que yo pasara por allí, cariño —murmuró Keith.

Isaac quiso apartar la mirada para no ver lo que estaba viendo. Si su hermana tenía problemas en su matrimonio, él no quería saberlo. Quería seguir creyendo que Elizabeth había conocido al hombre de sus sueños y que viviría feliz para siempre.

Pero no podía ignorar las evidencias. Elizabeth era su única hermana, y él se había ocupado de ella durante los años oscuros que siguieron a la muerte de su madre, cuando él tenía catorce años y ella once. Se habían ido a vivir con su padre y Luanna, la mujer con la que había vuelto a casarse, y con el hijo de ésta, Marty, más joven y mucho más mimado que ellos. Había sido él, Isaac, quien había sufrido por Elizabeth cuando las otras chicas se burlaban de sus piernas larguiruchas y de sus torpes movimientos. Había sido él quien le había comprado los tampones cuando empezó a tener el periodo y quien le había explicado cómo usarlos. Había sido él quien le había conseguido una cita para el baile de segundo año en el instituto… Al año siguiente, cuando ella cumplió dieciséis y perdió su aspecto de novata, Isaac ya no tuvo que preocuparse por retorcerle el brazo a nadie para provocar el interés masculino. Los chicos habían hecho fila delante de ella, aunque eso había implicado que a partir de entonces Isaac tuviera que prestar un cuidado especial.

—El artículo que leí decía que ocurrió justo antes de que tu avión aterrizara —dijo Elizabeth—. Debiste verlo. Es un milagro que no resultaras herido tú también.

Keith dejó las cartas que había estado hojeando, pero mantuvo la mirada hacia otro lado mientras recogía su abrigo y cerraba su portafolios.

—Supongo que estaba demasiado preocupado para prestar atención —le dijo a su mujer—. Ya sabes el estrés que tengo que soportar.

La respuesta de Keith intranquilizó aún más a Isaac. Apreciaba a su cuñado, un tipo sincero, honesto y trabajador. ¿Qué le pasaba aquel día?

—La niebla era tan espesa que nadie podía ver nada, Keith —dijo Elizabeth—. Murieron dieciocho personas. ¿Cómo es posible que…?

—Te estoy diciendo que fue el estrés. Y hablando de estrés, tengo que irme o perderé mi avión.

Se inclinó hacia ella para besarla en la sien. Elizabeth dudó, como si fuera a levantarse para mandarlo al infierno. Pero él no le dio la oportunidad, porque ya había rodeado la mesa para despedirse de los niños.

—¿De verdad tienes que irte tan pronto? —le preguntó Mica, de ocho años.

—Cada dos semanas, pequeña. Ya lo sabes.

La tristeza que cubrió los ojos marrones de la niña pareció magnificarse por las gafas que llevaba.

—Pero el concurso de ortografía es el miércoles que viene. Yo quería que vinieras a verlo.

Keith al fin mostró una reacción sincera al revolverle el pelo, del mismo color rubio oscuro que el suyo.

—He visto cómo superas a toda tu clase, ¿no?

—Todavía no ha acabado. Ahora tengo que competir con el resto de la escuela.

—Estoy muy orgulloso de ti, cariño. Pero ya sabes lo exigente que es mi trabajo.

—Odio tu trabajo —murmuró la niña.

—El trabajo de tu padre es lo que trae comida a casa, jovencita —intervino Elizabeth. Obviamente intentaba enseñarle a Mica a tenerle respeto a su padre… pero no parecía más contenta que los niños por la marcha de Keith.

—Mamá me grabará en vídeo el concurso —dijo Keith—. Lo veremos todos juntos cuando regrese.

Mica frunció el ceño y no respondió, aunque permitió que la abrazara. Luego, Keith se volvió hacia su hijo de cinco años, que tenía el mismo pelo rubio y los mismos ojos avellana que su madre.

—¿Y mi partido de fútbol? —preguntó Christopher.

—Estaré en el siguiente, amigo —dijo Keith—. Y luego iremos otra vez a tomar helados, ¿de acuerdo?

—¡De acuerdo! —exclamó el niño.

El afecto natural entre Keith y sus hijos hizo que Isaac se replanteara sus recientes conclusiones. Keith no era el tipo de hombre que le hiciera daño a su familia. ¿Por qué tendría que mentir?

Cuando su cuñado se giró hacia él para estrecharle la mano, Isaac se convenció de que sólo eran imaginaciones suyas. Aquél era el hombre que había estado tan feliz por casarse con su hermana… no como Matt Dugan, su antiguo novio.

—Supongo que te habrás ido cuando vuelva, ¿no? —le preguntó Keith.

—Sí. Ya llevo aquí una semana. Tengo que volver a casa y organizar mis notas.

—¿Sobre los elefantes de la selva?

—Exacto.

—No sé cómo puedes hacer de Tarzán… —dijo su cuñado con una sonrisa—. Yo me volvería loco si tuviera que acampar en la jungla durante tanto tiempo.

—No si te gustara tanto como a mí.

—Tal vez. Ciertamente, haces que parezca muy fácil.

—Estoy soltero. Sólo tengo que preocuparme de mí mismo —dijo Isaac. Y le encantaba aquella forma de vida. Después de haber cuidado a Liz durante tantos años, disfrutaba con la posibilidad de concentrarse exclusivamente en su trabajo.

—Bueno, ven a vernos antes de volver a África, ¿de acuerdo?

—Lo intentaré. Todo depende de que consiga o no la subvención.

—Todo se solucionará —le aseguró su cuñado.

—Ya lo veremos —dijo Isaac, que hasta entonces había sido muy afortunado.

Keith agarró las llaves de la encimera y salió de la cocina. A los pocos segundos se oyó la puerta principal al cerrase. El silencio se hizo sobre la mesa… salvo por las repentinas campanadas del reloj.

—Odio que se tenga que ir —se quejó Mica.

—Yo también —corroboró Christopher.

Isaac miró a Liz y la encontró observando su taza de café.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

Su hermana esbozó una sonrisa que pareció muy forzada.

—Nada. ¿Por qué?

—¿Sigues pensando en ese accidente de Sacramento?

—No.

—¿Adónde se ha ido Keith esta vez?

—A Phoenix. Va mucho allí. Está formando al personal sobre el manejo del nuevo software que ha desarrollado.

—Debe de gustarle mucho lo que hace.

—Tanto que no lo cambiaría por nada —respondió ella con un suspiro.

—¿Va todo bien, Elizabeth?

—¿Entre Keith y yo? —preguntó en voz baja, consciente de que Mica los estaba observando—. Claro que sí. Sus viajes constantes me afectan un poco, eso es todo. Es muy difícil mantener una familia normal cuando él está fuera la mitad del tiempo.

—¿Quieres que me quede aquí con los niños para que puedas irte a Phoenix con tu marido? —le sugirió Isaac. Estaba impaciente por volver a la universidad. Las clases comenzarían pronto, y él tenía que preparar el programa de estudios de microbiología para el segundo semestre… si antes no recibía la subvención que había solicitado.

Pero se trataba de Elizabeth. Su hermana y él habían crecido con la seguridad de que, pasara lo que pasara, siempre se habían tenido el uno al otro.

Y ahora ella lo necesitaba.

Elizabeth se echó hacia atrás su largo pelo rubio y tomó un sorbo de café.

—No —respondió—. Es muy amable por tu parte, pero, para ser sincera, no creo que él quisiera tenerme allí. No le gusta que lo moleste mientras está trabajando. Apenas recibimos noticias suyas cuando sale de viaje — se frotó las sienes como si le doliera la cabeza—. Su empresa le exige mucho. Pero le gusta su trabajo, así que… ¿qué puedo hacer yo?

Isaac se pasó los nudillos sobre la mandíbula.

—¿Estás segura de que no quieres acompañarlo? Se ha pasado años viajando. Tanto trabajo tiene que resultar agotador.

—¿Como tus viajes al Congo? —bromeó ella con una sonrisa.

Isaac también sonrió, pero enseguida se puso serio y alargó una mano para tocarla en el brazo.

—¿Liz?

—¿Mmm? —murmuró ella, tomando otro sorbo de café.

—¿Cómo es posible que no viera el accidente de Sacramento?

Su hermana arrugó la frente mientras pensaba en la pregunta.

—No lo sé —dijo, apartando su plato, casi intacto—. Es posible que me haya confundido con las fechas. Keith siempre está yendo y viniendo.

A pesar de sus intentos por parecer despreocupada, su respuesta no le pareció a Isaac más sincera que las que Keith había dado momentos antes.

—¿De verdad piensas eso? —insistió. Tenía que estar seguro de que no pasaba nada malo.

Elizabeth volvió a sonreír y miró fugazmente a los niños.

—Sí, lo pienso.

Dundee, Idaho

Seguía siendo igual de incómodo. Incluso después de casi dos años. Aprovechando que Lucky Hill estaba estudiando el menú, Reenie O’Connell le hizo una mueca a su hermano para insinuarle que esperaba más de él. Entonces esbozó una sonrisa y se giró hacia la hermanastra a la que nunca habían conocido… hasta que su padre les confesara el secreto después de que Lucky volviera al pueblo convertida en una mujer adulta de veinticuatro años.

Por desgracia, no le sirvió de nada llamarle discretamente la atención a Gabe. Su hermano era demasiado testarudo. Su pétrea expresión no varió lo más mínimo, y Reenie pudo ver que estaba incomodando a Lucky. Cada pocos segundos, su hermanastra lo miraba como si estuviera buscando algún signo de aprobación.

—Entonces… ¿deberíamos alquilar un local en Boise? —preguntó Reenie, intentando distraer a Lucky con los planes para el sexagésimo cumpleaños de su padre.

—No lo creo —replicó Lucky—. Boise está a una hora de camino y es demasiado impersonal.

—Pero papá ha estado en el senado… ¿cuánto? ¿Veinte años? Necesitamos un lugar muy grande para recibir a todos sus socios y amigos.

Lucky se echó su pelirroja melena sobre el hombro.

—¿Quién dice que tengamos que invitar a todos sus socios? Voto porque incluyamos tan sólo a los más cercanos a él. Así podríamos celebrar la fiesta aquí, en Dundee.

Gabe no dijo nada, así que fue Reenie quien habló.

—Tienes razón. No queremos que esto se convierta en otro aburrido encuentro político. Sabe Dios cuántos ha tenido que soportar papá.

—Exactamente —dijo Lucky, y sus ojos azules volvieron a mirar a Gabe.

Reenie añadió otra cucharadita de azúcar a su café, aunque ya estaba demasiado dulce. Necesitaba ocupar las manos en algo.

—En ese caso, supongo que nuestra mejor opción será celebrar la fiesta en el Running & Resort.

La reacción de Lucky fue exageradamente entusiasta.

—Me parece perfecto. ¿Qué dices tú, Gabe?

—Por mí estupendo —murmuró él, pero no era el visto bueno que obviamente estaba esperando Lucky. Su hermanastra parecía ansiosa por conseguir la aprobación de Gabe. Siempre estaba preguntando por él, si le iba bien con Hannah, su nueva mujer, si aceptaría una invitación para cenar en su casa…

El olor a café impregnó el aire cuando la camarera se detuvo junto a la mesa con una cafetera. Lucky se echó hacia atrás en el asiento para permitirle llenar las tazas, y cuando la camarera se fue, le preguntó a Gabe si le gustaría más crema.

Él farfulló una respuesta casi inaudible, y Reenie quiso darle un puntapié bajo la mesa. Lo habría hecho encantada, pero sabía que de nada serviría. Gabe no sentiría el dolor. El accidente de coche que había acabado con su carrera de jugador de fútbol profesional cuatro años antes lo había dejado paralítico de cintura para abajo. Desde entonces vivía confinado a una silla de ruedas.

No se podía hacer nada, salvo seguir adelante. Reenie había confiado en que el cumpleaños de Garth los reuniera a todos. Lucky incluso había dejado con sus suegros a Sabrina, su hija de un año, para que los tres pudieran reunirse sin distracciones.

Pero, viendo el resentimiento de Gabe, las expectativas de Reenie se derrumbaban sin remedio. A aquellas alturas, sólo esperaba que pudieran acabar el desayuno sin que Lucky volviera llorando a casa.

—¿A cuántos deberíamos invitar? —preguntó.

—¿Gabe? —le preguntó Lucky inmediatamente.

Él se encogió de hombros.

—No lo sé. ¿Cien?

Lucky carraspeó ligeramente.

—Cien siguen siendo muchos —dijo, intentando ser cortés—. ¿Qué tal treinta o cuarenta? Queremos que sea una fiesta acogedora, no multitudinaria. Creo que así le gustará más a papá.

Reenie sabía que Lucky estaba tan concentrada intentando mantener las buenas maneras que ni siquiera se había fijado en cómo Gabe apretaba la mandíbula cuando ella se refirió a Garth como «papá».

La situación era insoportable. Reenie podía ver lo que Gabe estaba intentando. También comprendía que aún estuviera luchando con los cambios tan drásticos que su vida había experimentado. Pero lo que había sucedido entre su padre y la prostituta más famosa del pueblo no era culpa de Lucky.

—Creo que treinta y cuarenta será un número perfecto —dijo.

Esa vez Lucky la ignoró.

—¿Gabe?

Reenie miró a su hermano a los ojos, tan azules como los suyos propios, y luego se encontró con los de Lucky.

—No te preocupes por mi… por nuestro hermano — dijo rápidamente mientras se clavaba las uñas en las palmas. Gabe arqueó las cejas al oírla, pero ella siguió de todos modos—. Somos dos contra uno, ¿no? —añadió con otra sonrisa forzada.

—Me gustaría que él diera su opinión —dijo Lucky. Gabe volvió a apretar la mandíbula, y el silencio que siguió sólo fue interrumpido por el ruido de platos procedente de la cocina y los murmullos de las mesas cercanas.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Gabe por fin.

—Me gustaría saber qué tienes contra mí —respondió Lucky—. Qué he hecho para desagradarte tanto.

Reenie tragó saliva y se preparó para la inminente explosión, pero Gabe la sorprendió al limitarse a agitar el hielo de su vaso de agua.

—Haz lo que quieras —murmuró—. Por lo que a mí respecta, podéis encargaros las dos de todo esto…

—Olvídate de la fiesta —lo interrumpió Lucky—. Responde a mi pregunta.

Gabe frunció aún más el ceño.

—No quiero hablar de esto.

Empezó a retirarse en su silla de ruedas, pero Lucky se levantó y le puso una mano en su musculoso brazo.

—No, soy yo quien se marcha. Tú quédate y sigue rumiando el hecho de que tu padre se acostara con mi madre hace veintiséis años, ya no que no pareces capaz de superarlo —dijo—. Pero quiero que sepas que finalmente me he dado cuenta de una cosa —añadió mientras agarraba su bolso—. He sido una estúpida por querer que me aceptaras y por intentar convencerte de que podía ser una buena amiga —le dedicó una amarga sonrisa—. Vete al infierno, Gabe. No me importa si mi marido te quiere como a un hermano, si el padre al que he llegado a respetar besa el suelo que pisas, si Reenie insiste en que no eres el ogro que pareces ser. En cuanto yo aparezco, dejas de ser el hombre que todos creen que eres, y no quiero formar parte de tu vida —concluyó, y se alejó con la cabeza muy alta hacia la salida.

Reenie oyó el tintineo de la campanilla sobre la puerta cuando Lucky salió del local, y tardó unos segundos en recuperar la respiración.

—¿Ya estás contento? —murmuró.

Gabe seguía mirando hacia la puerta por donde había salido su hermanastra. Parecía aturdido, pero finalmente parpadeó y miró a Reenie.

—No le he hecho nada. Nunca le he hecho nada.

—Eso no es cierto, Gabe. Lo único que quiere es que la aceptes. Pero le has dado la espalda cada que vez ha intentado acercarse a ti —lo acusó Reenie, levantándose de su asiento de vinilo—. Has recibido lo que mereces.

—¿Adónde vas? —preguntó él, sorprendido de que ella también lo abandonara.

—Keith vendrá a casa hoy —dijo ella—. Las niñas y yo tenemos cosas que hacer.

2

Ornato

Los Ángeles, California

Isaac no podía evitar extrañarse por el comportamiento de Keith. Se debatía entre creer que había malinterpretado la situación y preguntarse qué estaría ocultando su cuñado. Un accidente múltiple en el que se habían visto implicados cuarenta y cinco vehículos no era un detalle insignificante. Cualquiera que viajara por la carretera lo habría visto. E Isaac no creía ni por un momento que Elizabeth hubiera confundido las fechas. No habría presionado tanto a su marido si no hubiese estado tan segura.

Tal vez Keith se había encontrado con el tráfico detenido y había salido de la autopista antes de darse cuenta de lo ocurrido. Y tal vez no hubiera oído las noticias aquel día.

Isaac no conocía mucho de Sacramento, pues sólo había estado allí una vez para ver a una antigua novia, años atrás. Si no recordaba mal, el aeropuerto estaba muy lejos de la ciudad, conectado por una única carretera. Pero eso podía haber cambiado…

Esperando haber llegado a una explicación lógica, estudió un mapa de Sacramento en el ordenador del despacho que Keith tenía en casa. Había cinco salidas en la Interestatal 5 que Keith podría haber tomado. Pero el aeropuerto aún seguía rodeado por grandes extensiones de cultivos. Para cualquiera que no estuviese familiarizado con la zona, y envuelto en una niebla lo bastante espesa para provocar un choque en cadena, no sería fácil sortear un atasco cuando había tan pocas opciones disponibles.

No era muy plausible, pero siembre cabía la posibilidad de que Keith conociera Sacramento mejor de lo que Isaac pensaba. Ciertamente, viajaba mucho.

—¿Isaac? —lo llamó Elizabeth desde la cocina.

—¿Qué? —respondió él sin apartar la vista del mapa.

—Teléfono.

Isaac parpadeó, sorprendido. Había estado tan absorto que ni siquiera había oído el teléfono.

Se inclinó hacia la derecha del ordenador para agarrar el auricular, aspirando el olor a barniz de la mesa.

—¿Diga?

—¿Isaac?

El marcado acento británico identificó rápidamente a quien lo llamaba. Era Reginald Woolston, el director del departamento de Isaac en la Universidad de Chicago.

—¿Qué ocurre, Reggie?

—Buenas noticias. Acabo de recibir una llamada del Centro de Selvas Tropicales.

Isaac se irguió en la silla.

—¿Y?

—Van a enviar tu solicitud al comité de becas. Les gustaría conocerte.

Con la ayuda de Reginald, Isaac había solicitado la subvención muchos meses antes, antes de partir hacia el Congo. Ya era hora de que el centro lo entrevistara.

—¿Cuándo?

—Ésas son las malas noticias. Estás citado para mañana. ¿Podrás llegar a tiempo?

—¡Estoy en California! —exclamó él, entornando la mirada ante el brillo iridiscente del monitor.

—Lo sé.

—¿No podemos fijar la entrevista para la semana que viene?

—Me temo que no —respondió su jefe—. El comité sólo se reúne una vez al mes. Si faltas a la entrevista de mañana, tu solicitud será penalizada con un retraso de treinta días.

Isaac no quería retrasar sus oportunidades. No cuando estaba tan impaciente por retomar sus investigaciones.

—No, yo… —la línea negra de la Interestatal 5 era lo único que veía del mapa de Sacramento—. Tomaré un vuelo enseguida.

—Bien. Esperaba que dijeras eso.

Isaac podía oír a Elizabeth diciéndole a Christopher que fuera a por su mochila. Trabajaba de nueve a tres cada día en la consulta de un dentista, pero se había tomado la semana libre para estar con él. Ahora se disponía a llevar a su hijo a la guardería, que empezaba al mediodía.

—¿Parecían interesados? —le preguntó Isaac a Reggie.

—Ya sabes cómo son. Nunca dejan entrever nada. Les hemos mandado muchas solicitudes y hasta ahora no han aceptado ninguna. Ésta es una oportunidad única. Pero he oído que Harold Muñoz también ha pedido la beca, y parece que ha hecho un gran trabajo. La lucha será reñida.

Harold Muñoz estaba más interesado en hacerse famoso que en salvar a los elefantes de África. A Isaac no le gustaba. Pero, con un poco de suerte, sería él quien volviera al lugar que lo había cautivado como ningún otro.

—Si consigo la subvención, ¿cuánto tiempo transcurrirá hasta que reciba el dinero?

—Unos tres meses… o incluso dos años. Deberías saberlo. Ya has pasado antes por esto.

Sí, había pasado antes por eso, pero desearía que Reg mostrara algo de entusiasmo. Después de todo, su jefe compartía su pasión por África y por los animales. El propio Reginald había dirigido expediciones al Congo, antes de aceptar un puesto en la universidad y cambiar la ropa de campo por trajes de tweed.

—Bien, te veré más tarde.

—¿Necesitas que vaya a buscarte al aeropuerto? —le ofreció su jefe.

Isaac consideró sus opciones. Había regresado de la República del Congo el mes anterior, pero nada más instalarse en su pequeño apartamento y ver el trabajo atrasado que lo esperaba en la universidad, se había ido a California a ver a su hermana y sus sobrinos. No quería llamar a ningún conocido al que no hubiera visto durante un año y pedirle el repentino favor de que fuera a buscarlo al aeropuerto, de modo que tendría que tomar un taxi. Por otro lado, preferiría hacer el trayecto hablando con Reggie.

—Si no te importa…

—No. Déjame un mensaje en el buzón de voz con la hora de llegada. Ahora mismo me dirijo a una reunión.

Isaac colgó y agarró el listín telefónico para llamar a la compañía aérea. Quince minutos más tarde había reservado su vuelo. Pero cuando se disponía a levantarse para ir a hacer el equipaje, volvió a mirar el mapa que brillaba en el monitor. Keith debía de haber tomado la salida de Power Line Road y por eso había evitado el atasco. Elizabeth había admitido que apenas sabía nada de él cuando se iba de la ciudad. Seguramente Keith estaba tan absorto en su trabajo como lo estaba él con el suyo, y había olvidado el rodeo que había dado en Sacramento cuando llegó a casa.

En cualquier caso, no había motivos para preocuparse. Elizabeth y Keith estaban muy bien juntos.

Con un clic del ratón cerró el mapa.

Dundee, Idaho

Reenie redujo la velocidad al pasar por delante de la pequeña granja que estaba en venta, a pocos kilómetros de su casa.

—¿Por qué te paras, mamá? —le preguntó la pequeña Isabella, de seis años, desde el asiento trasero de la furgoneta.

Reenie acababa de recoger a sus tres hijas del colegio. La tarde era lluviosa y podía oler las hojas de otoño aplastadas en las botas de las niñas, el olor de sus cabellos mojados, la fría humedad en sus impermeables y paraguas…

—Para poder soñar un poco —respondió.

—A mamá le gusta la granja, tonta —dijo Angela, dos años mayor que Isabella—. Desde que la pusieron en venta, se para a verla cada vez que pasa por delante.

Reenie le sonrió y se detuvo en el arcén para no provocar un accidente.

—¿Estás segura de que papá no quiere vivir aquí? — preguntó Jennifer. Tenía diez años y siempre intentaba sentarse en el asiento del copiloto, pero su madre aún la obligaba a permanecer detrás.

Los limpiaparabrisas seguían batiendo el cristal.

—Completamente segura —dijo Reenie, viendo cómo una ráfaga de viento empujaba el nubarrón hacia la vieja granja.

—¿No puedes convencerlo? —insistió Jennifer mientras se quitaba el impermeable.

—No.

Reenie reprimió un suspiro y apagó la calefacción. Había intentado convencer a Keith de que la granja Higley sería un lugar fantástico para criar a las niñas. Le había sacado el tema una y otra vez, pero Keith no quería formar parte de un proyecto semejante. Decía que no estaba hecho para ser granjero. Siempre estaba viajando.

Era cierto, pero ella había albergado la esperanza de que una granja pudiera ofrecerle a Keith la oportunidad de instalarse y permanecer en un sitio para siempre. Podrían criar y vender animales. Podrían cultivar la tierra o arrendar la que no fueran a aprovechar. Podrían tener caballos y ella incluso podría dar clases de equitación a los niños del pueblo. Tal vez la granja no les diera muchos beneficios, pero Keith tampoco ganaba un gran sueldo en su empleo actual. Su empresa le hacía grandes promesas para el futuro, pero ese futuro nunca llegaba. Al menos con la granja estarían juntos. Y si tenían problemas económicos, ella siempre podría volver a la enseñanza. La vida que llevaba ahora era cómoda y agradable. Cuidaba de sus hijas, ayudaba a su madre en varias obras benéficas y trabajaba como voluntaria en la escuela primaria. Pero no era suficiente. Quería un desafío. Y que Keith se quedara en Dundee.

—¿Y nunca se quedará? —insistió Jennifer.

—Tal vez dentro de unos años —dijo Reenie. Debía de ser agotador estar siempre viajando, pero Keith nunca se quejaba. Amaba su trabajo y ella lo amaba a él. Así de simple. Desde el día en que se conocieron había sabido que era el hombre de su vida.

Lo conoció en el baile del instituto. Era el chico nuevo del que todo el mundo había estado hablando, y nada más verlo Reenie sintió que le daba un vuelco el corazón. No recordaba haber tenido nunca esa reacción ante otro hombre. No sólo se debía a que Keith fuera irresistiblemente atractivo, con un rostro duro y anguloso, pelo rubio y ojos pardos. Era más bien por la seguridad y la fuerza que irradiaba. Era uno de los pocos muchachos a quienes Reenie no podía intimidar con su propia personalidad.

—¿A qué hora vendrá papá a casa? —preguntó Angela. Reenie recordó la llamada de Keith que había recibido antes en casa de su madre y frunció el ceño.

—Tarde.

—¡Pero dijiste que estaría aquí para cenar! —se quejó Jennifer.

Reenie se inclinó sobre el volante para mirar el cielo oscurecido por los nubarrones.

—Habría estado, de no ser por la tormenta.

Sonrió tristemente. Jennifer y Angela se parecían mucho a Keith, especialmente Angela, que insistía en llevar muy corto su bonito pelo rubio. Mientras que Isabella, con sus ojos azules y pelo negro, era igual que Reenie.

—Siempre hay algo por lo que pueda estar aquí —murmuró Jennifer.

Ignorando el resentimiento en la voz de su hija, Reenie miró por encima del hombro antes de volver a la carretera.

—Supongo que el tiempo es aún peor en Boise.

—¿Está dando vueltas por el cielo, como aquella vez que estaba nevando y no podía aterrizar? —preguntó Angela, asustada.

—No. El avión ni siquiera ha despegado. Están retenidos en Los Ángeles hasta que el tiempo mejore.

—Pero estará en casa esta noche, ¿no? —dijo Isabella.

Un relámpago iluminó el cielo, seguido de un trueno lejano. La lluvia arreció. Las gotas sonaban como pequeños guijarros bombardeando el parabrisas.

—Eso espero —respondió Reenie. Echaba de menos a Keith, su calor en la cama, la ayuda que le ofrecía con las niñas, su sonrisa… Se sentía como si la mitad de su vida estuviera congelada. Pero cuando Keith volvía a casa, hacía que la espera mereciese la pena.

Sintió una oleada de calor al recordar la última vez que habían hecho el amor. Habían estado tan impacientes como unos recién casados, a pesar de que llevaban casados once años. Tal vez era el resultado de las largas ausencias. Parecía que, después de todo, sus continuos viajes no eran tan malos.

Tenía que pensar así. De lo contrario, no podría tolerar su trabajo por más tiempo.

Su pequeña casa de madera apareció a la derecha de la carretera, unos kilómetros después de que las calles de Dundee dieran paso a los ranchos y granjas de los alrededores. Tan pronto como giró hacia el camino de entrada, Jennifer se desabrochó el cinturón de seguridad y golpeó el asiento de Reenie con entusiasmo.

—¡Vas a vender el Jeep de papá!

Reenie miró el vehículo aparcado bajo la lona que Keith había instalado junto al garaje. Había colocado el cartel de «se vende» aquella mañana.

—Eso intento.

—Cuando lo vendas, ¿tendremos dinero para comprar un caballo? —preguntó Jennifer.

Reenie apagó el motor.

—Lo dudo, cariño. No tenemos establo.

—Tenemos un patio muy grande. Los Oakley tienen caballos.

—Tendríamos que construir un establo en la parte de atrás o pagarles a los Oakley para que alojaran al caballo. Y estoy segura de que tu padre tiene otras ideas. Estaba pensando en comprarse una motocicleta.

—Tal vez tengamos suficiente dinero para los dos cosas —dijo Angela, colgándose la mochila al hombro—. ¿Lo ha querido comprar alguien ya?

—No que yo sepa —respondió Reenie, seleccionando de su llavero la llave de casa para disponerse a correr bajo la lluvia—. Es posible que alguien haya llamado, pero he estado fuera todo el día.

—¡Vamos a verlo! —exclamó Isabella.

Reenie miró con una mueca de desagrado hacia el cielo, esperando en vano que el temporal amainara.

—No creo que haya mucha gente buscando coches con este tiempo.

—Se venderá —dijo Jennifer con total confianza—. A todo el mundo le gusta el Jeep.

—Espero que tengas razón —dijo Reenie. Ella también deseaba gastar parte del dinero… para Navidad.

—¡Eh! —gritó Isabella—. ¡El tío Gabe ha traído nuestro columpio!

Desde el accidente, Gabe se había dedicado a hacer muebles como armarios, mecedoras, mesas, camas… incluso relojes de pared y columpios. Pero después de haber visto cómo trataba a Lucky aquella mañana, Reenie no quería pensar en él ni en su oferta de paz. No quería perdonar tan pronto a su hermano. Había intentado llamar a Lucky en dos ocasiones desde el desayuno y no había podido contactar con ella.

—Recordad que debéis quitaros las botas en el cuartillo —dijo mientras salía del coche—. Acabo de limpiar las alfombras.

Todas echaron a correr hacia la puerta trasera y entraron en la pequeña antesala que conducía a la cocina. El viejo Bailey las saludó meneando el rabo mientras ellas arrojaban las botas a un rincón y colgaban sus impermeables.

Reenie acabó la primera, ya que no llevaba sombrero ni suéter bajo el abrigo, y entró en la cocina para comprobar si había mensajes en el contestador automático. Al ver la luz parpadeante, pulsó el botón y se apoyó en la encimera con la esperanza de oír a su marido.

Y efectivamente, la voz de Keith llenó la cocina, tan cálida y serena como siempre.

—Hola, cariño. Aún estoy en Los Ángeles. Parece que el retraso se alargará unos horas más, así que voy a buscar algún sitio para comer. No me esperes levantada. Te quiero. Llegaré en cuanto pueda.

El mensaje acabó con un pitido y Reenie se levantó. Otra noche sola con las niñas.

—Su trabajo acabará matándome —murmuró.

Los Ángeles, California

Isaac aferró con fuerza su tarjeta de embarque mientras caminaba enérgicamente por el aeropuerto, sorteando a los pasajeros que llevaban más equipaje que él o a aquéllos que se detenían sin razón aparente. Su avión salía dentro de cuarenta y cinco minutos, lo que significaba que sólo faltaban quince minutos para empezar a embarcar. Siete horas después, estaría en Chicago, donde Reg lo recogería y lo llevaría a casa. Llegaría tarde, pero la seguridad de que no tendría ningún problema para la entrevista del día siguiente lo llenaba de alivio.

Colgándose al hombro la bolsa que contenía su ordenador portátil, abandonó la zona de mostradores. Pero cuando llegó al puesto de control volvió a invadirlo la angustia. La fila era más larga de lo que había esperado, y se movía a una velocidad desesperantemente lenta.

—Vamos, vamos —murmuró con impaciencia, golpeando la tarjeta de embarque contra la palma mientras avanzaban centímetro a centímetro.

De repente la fila se detuvo.

¿Qué demonios…? Isaac se inclinó a la izquierda para ver qué pasaba. Una vieja señora estaba discutiendo con el personal de seguridad porque se negaba a quitarse los zapatos, como si no hubiera visto a los demás hacer lo mismo durante la última media hora. Un par de universitarios estaban sacando sus ordenadores de las bolsas y colocándolos en unas bandejas grises.

A aquel paso perdería el avión.

De pronto vio a alguien familiar. El hombre estaba de espaldas a él, por lo que no podía estar seguro, pero se parecía mucho a Keith.

No, no podía ser Keith. Su cuñado había llamado a Elizabeth una hora antes para decirle que había llegado sin problemas a Phoenix. Y si estaba en Phoenix no podía estar allí.

Isaac se movió hacia la derecha de la fila. Al principio había otras personas bloqueando la vista, pero entonces la fila volvió a moverse e Isaac pudo ver el perfil de aquel hombre.

¡Increíble! Era igual que Keith. Incluso llevaba el mismo abrigo.

La extraña sensación que había experimentado aquella mañana volvió a invadirlo. No le importaba que Elizabeth le asegurara que su marido estaba en Phoenix. Aquel hombre era su Keith. Cuando más lo observaba, más seguro estaba.

Sacó el móvil de la bolsa y llamó a Elizabeth.

—Hola, Liz.

Su hermana pareció sorprenderse al oírlo, ya que acababa de dejarlo en el aeropuerto unos minutos antes.

—¿Has perdido el vuelo? —le preguntó.

—No, estoy a punto de pasar por el control de seguridad.

—Entonces… ¿has olvidado algo?

—No lo creo. Esperaba que… —se aclaró la garganta antes de seguir—. Keith ha llegado sin problemas a Phoenix, ¿verdad? Quiero decir… te llamó antes de que saliéramos de casa, ¿no?

—Sí. Llamó sobre las dos.

—¿Te dijo qué tiempo hacía en Phoenix?

—Veinticinco grados. En noviembre. ¿Te lo puedes creer?

—No —respondió Isaac. Ni siquiera podía creerse que Keith estuviera en Phoenix, porque él lo estaba viendo en aquel instante—. No crees que se haya olvidado algo, ¿verdad?

—No, ¿por qué?

—Sólo preguntaba.

—Isaac, te noto muy raro.

En ese momento se oyó una voz femenina por los altavoces.

—Aviso de seguridad…

Isaac agachó la cabeza para poder oír a su hermana.

—¿Qué te puede importar a ti el tiempo que haga en Phoenix? —le estaba preguntando ella—. ¿Y a qué vienen todas estas preguntas?

Isaac no podía confesarle sus sospechas. Pero estaba decidido a averiguar lo que estaba ocurriendo.

—Nada. Yo… —se devanó los sesos en busca de alguna explicación.

—¿Tú qué? —lo apremió ella.

—Sólo estoy pasando el tiempo —concluyó sin mucha convicción—. No he podido hablar mucho con Keith y sentía curiosidad por su agenda. ¿Cuándo esperas que vuelva?

—En dos semanas, más o menos.

—¿Siempre se va para dos semanas?

—Casi siempre. A veces viene a casa con antelación, si los niños tienen algo especial. Otras, tiene que permanecer más tiempo fuera por motivos de trabajo —hizo una pausa—. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada —dijo él débilmente.

—Ocurre algo. Nunca te comportas así.

Isaac reprimió un suspiro.

—Estoy bien. Tengo que irme. No quiero perder el avión —dijo, y se apresuró a colgar.

Por suerte, la fila se movía con más rapidez. Vio cómo Keith pasaba por el detector de metales y cómo volvía a ponerse sus caros zapatos italianos.

En pocos segundos habría acabado, recogería sus pertenencias y se dirigiría hacia su puerta de embarque. Pero ¿qué puerta sería? Isaac tenía que descubrirlo.