Portadilla
Creditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30

PERRO VAGABUNDO  BUSCA A QUIÉN MORDER

JULIÁN IBÁÑEZ 

 

 

Publicado por: 

EDITORIAL ALREVÉS, S.L. 

Passeig de Manuel Girona, 525è 5a 

08034 Barcelona

www.alreveseditorial.com

© Julián Ibáñez, 2009 

© de la presente edición, 2009, Editorial Alrevés, S.L. 

Diseño de portada: IZQUI

ISBN EPUB:  978-84-937728-1-9

En la puerta principal hacía guardia, día y noche, un madero. Nuestra seguridad dependía de él. No le permitíamos sentarse, ni ausentarse para ir a los servicios o a la máquina del café, sólo podía hacerlo si le reemplazaba otro madero. Tampoco tenía permiso para fumar, quitarse el casco para rascarse la cabeza, masticar chicle o bostezar. Con el arnés siempre bien abrochado y el subfusil montado y sujeto con las dos manos a la altura de la cintura, se protegía detrás de un murete de sacos terreros de un metro sesenta de altura, bastante desvencijado. En los sacos apolillados se habían abierto multitud de pequeños agujeros por donde se escapaba lentamente la arena de playa con la que habían sido rellenados. En la comisaría decíamos que era el reloj del Destino y que cuando los sacos se vaciaran todo habría terminado para nosotros. 

Cincuenta metros de muelle separaban la comisaría de la dársena La Benedicta. Era un cubo de ladrillo oscuro, de unos veinte metros de lado, de dos plantas y con ventanas demasiado estrechas. Los cristales de las de la parte posterior, las que daban a la autovía, estaban pintados con la pintura gris de los barcos de guerra, el remanente de un pedido seguramente, para impedir el paso al exterior de cualquier rayo de luz o sombra; los días nublados, es decir, el setenta por ciento de los días del año, nos veíamos obligados a tener los fluorescentes permanentemente encendidos. 

El caserón tenía dos puertas de entrada, la principal que miraba a la dársena y la posterior que daba a la autovía; ésta no se utilizaba, estaba siempre cerrada con una gruesa barra de seguridad con cadena y un gran candado. En cada esquina del edificio había una pequeña garita con tres troneras, pero, que yo supiera, nunca habían sido utilizadas; no teníamos personal suficiente. Yo nunca había entrado en ninguna de ellas y desconocía cómo era el interior. Suponía que no habría nada, quizás una silla. 

A nuestra derecha se encontraba la Sociedad Bilbaína de Estiba. Otro caserón también de ladrillo, unos diez o quince metros más alejado de la dársena que la comisaría, por lo que el pasadizo que lo separaba de la autovía sólo permitía el paso de furgonetas y coches, y no de furgones o camiones. El tráfico en la A-8 era un zumbido alojado permanentemente en nuestras cabezas. 

Mi mesa era la mesa de trabajo de un agente de Extranjería y Documentación en la comisaría del puerto de Bilbao, o de Vizcaya, pues en toda la provincia no había otra comisaría de la Policía Nacional. Pero podía ser una mesa de trabajo en cualquier oficina, en un banco o una gestoría, con la misma apatía flotando sobre aquel campo pequeño y gris. Oficialmente éramos el Grupo Décimo de la Unidad Contra las Redes de Extranjería Ilegal y Falsificación de Documentos. Unidad de los Centauros, nos decían los de la Antiterrorista posando su mano benévola sobre nuestro hombro.  

Tenía sobre la mesa el expediente de un ecuatoriano de treinta y un años que había olvidado renovar la tarjeta verde de FOCSA. Era de suponer que había ahorrado lo suficiente para regresar a su país, para casarse o para montar un pequeño negocio, o ambas cosas, y nos obsequiaba con un magnífico corte de mangas. 

La puerta del garito de la Antiterrorista estaba abierta porque la habían dejado así. Era extraño que no hubiera nadie allí a aquella hora. Era preceptivo al menos un agente de guardia veinticuatro horas al día todos los días del año, ésa era la idea que yo tenía. Porque nunca se sabe. Habían dejado encendidas las luces y los ordenadores, lo que indicaba que pensaban regresar. Valcárcel estaba de turno. Se encontraría en la cafetería de graneles sólidos dejándose un poco de calderilla en alguna de las tragaperras.  

Fue Rosa quien cruzó delante de mi mesa indicándome con la cabeza la garita del comisario, al parecer quería verme. Me demoré repasando en la pantalla del ordenador el par de líneas escritas, las archivé, me levanté y me dirigí a la garita del jefe. Antes de abrir la puerta llamé suavemente con los nudillos un par de veces, cumpliendo la norma que el mismo Valero había establecido.  

Se encontraba detrás de su mesa, como siempre. Los papeles que hacía unos segundos sostenían su mano estaban ahora dispersos sobre la carpeta, como si se hubiera limitado a abrir la mano dejándolos caer. 

Me habló sin mirarme, lo habitual en él, como si se pasara el día hablando con la mesa. Uno de los folios que antes tenía en la mano estaba ahora debajo de su dedo índice estirado. 

—Una chica se ha ido de casa. Date una vuelta por allí y que te den sus papeles. Revisa también los de los padres.  

Eso era todo. Su dedo deslizó el folio hasta el borde de la mesa, luego pinzó otro folio y lo colocó sobre la carpeta; seguramente pertenecía al expediente de un caso antiguo no resuelto. Para él, yo ya no me encontraba en su garita. Pero no me moví. 

No comprendía aquel encargo. El caso no era de nuestra competencia, una niña escapada de casa. Aunque los padres hubieran puesto la denuncia en nuestro mostrador lo preceptivo era remitírselo a los amapolas o a la Municipal. 

—¿Qué clase de papeles? 

Tardó en responderme. Lo hizo sin levantar la cabeza: 

—Bielorrusa. 

Se refería a la niña desaparecida. Era extranjera, bielorrusa. Esa era parte de la explicación. Extranjera o no, el asunto continuaba sin ser de nuestra competencia. 

—¿También los padres? 

—Son de aquí. 

Su tono indicaba que aquello era todo, que yo ya estaba de más en su garita. Valero desconocía lo que era sonreír. Tampoco sus palabras conocían el registro suave, no levantaba la voz porque no necesitaba hacerlo, cuando él hablaba se producía silencio a su alrededor y sus palabras golpeaban el aire como contra un yunque. 

Resultaba extraño que hubiera aceptado aquel caso. aunque la niña fuera extranjera, una niña escapada de casa nada tenía que ver con nosotros. La hoja de denuncia era el folio que su dedo había empujado hasta el borde de la mesa. Lo cogí. 

Pasaban quince minutos de las nueve. La visita a la casa de la niña me llevaría una hora y luego podía tomar algo a la vuelta. Podía pasar también por Abando para comprar la primera edición de El Correo. 

La firma en la denuncia era clara: María Teresa Agirregabia, en cuidada letra de redondilla de alumna aplicada. Era la madre de la niña, la mujer que había llamado la atención de Blanco cuando había puesto la denuncia en el mostrador. El nombre del padre era José Zubimendi Expósito y la niña Ana Zubimendi. Tenía catorce años. No decía desde cuándo faltaba de casa aunque era de suponer que desde hacía pocas horas. La dirección era una calle de Getxo. Aquello se encontraba al otro lado de la ría, lejos del puerto. No comprendía la razón de que la madre hubiera cruzado todo Bilbao para poner la denuncia en nuestra comisaría. Podía pensar que se debía a que éramos la única comisaría de la Policía Nacional en toda Vizcaya. Aunque los padres adoptivos eran vascos. 

No iban a decirme nada que no estuviera en la denuncia. Además, caí en la cuenta de que era tarde para visitas, incluso en aquellas circunstancias. Pero una de las consignas de la Dirección General era hacer ver que todas las denuncias nos preocupaban, que nuestra presencia en Bilbao era positiva, que nos gustaba echar una mano en cualquier situación. Algo muy alejado de la realidad. 

Tecleé «José Zubimendi Expósito» en la base de datos. Porque era preceptivo y para saber si estaba fichada la persona que me iba a abrir la puerta, aunque sólo se tratara de una niña que había decidido pasar la noche vagabundeando por ahí. Apareció la columna de datos con las dos fotografías. Me costó comprenderlo, había tecleado rutinariamente un nombre esperando obtener como respuesta una pantalla vacía. Delante tenía la fotografía en blanco y negro, de frente y de perfil, de un tipo entre los treinta y los cuarenta, con poco pelo. Su aspecto era el del vasco que cualquiera pintaría si le pidieran pintar un vasco. Un vasco vizcaíno. Sólido, musculado, moreno, una cabeza con el pelo al rape con profundas entradas, una de esas bolas de granito que adornan las catedrales; con unos ojos oscuros y retadores. Nacido el 17 de febrero de 1961. La fotografía era de hacía veinte años. 

Según los datos adjuntos había posado dos veces para nosotros. La primera en marzo de 1983, a los veintidós años. Contrabando de tabaco a gran escala. Dos años de jergón en El Dueso. La otra en 1987, un asunto de chatarra y coches de importación. Ocho meses cosiendo balones en Martutene. Sólo ocho meses, aunque el asunto parecía más grande que lo del tabaco. Su dirección en la ficha era Ciudadela 8, Bilbao. La de la denuncia no coincidía, era Jandiola 11, en Getxo. El nombre y los dos apellidos no podían ser una coincidencia. 

Apagué el ordenador, me puse la chaqueta y salí al muelle. Lloviznaba. Me metí en el coche y busqué la Salida 3, que conducía directamente a la A-8. Ya en la autovía enfilé hacia Getxo.