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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 María Luisa Ayesta Fernández-Pacheco

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En la más alta torre, n.º 188 - marzo 2018

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Fotolia.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-862-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Prólogo

Primera parte

Capítulo uno

Capítulo dos

Capítulo tres

Capítulo cuatro

Capítulo cinco

Capítulo seis

Capítulo siete

Capítulo ocho

Capítulo nueve

Capítulo diez

Segunda parte

Capítulo once

Capítulo doce

Capítulo trece

Capítulo catorce

Capítulo quince

Capítulo dieciséis

Capítulo diecisiete

Capítulo dieciocho

Capítulo diecinueve

Capítulo veinte

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

A Zulima,

mi prima y hermana, porque siempre estás ahí;

y a su marido, Luis, por quien tantos veranos

he metido un camisón bonito para “El Velo”

y una cerveza en la nevera de Ruidera.

Prólogo

 

–En este mundo hay mucho que se puede hacer rompiendo las reglas, chico. Déjame que te lo explique. Tú me ves ahora aquí, pero no tengo nada que ver con el resto de los presos y ¿sabes por qué? Porque yo sé algo que ellos no saben y es por qué estoy aquí. Yo he dejado que me encerraran porque ya sabía de antemano que podía pasar y aun sabiéndolo, seguí haciendo lo que debía para conseguir llenarme los bolsillos y ¿sabes por qué? Porque cuando salga de aquí voy a seguir teniendo los bolsillos llenos y eso, al final, es lo único que importa. El dinero. ¿Que dicen que la felicidad no se compra con dinero? Eso son fanfarronadas de gente que siempre lo ha tenido. ¡Y encima de tenerlo no saben ser felices!

»Vístete un buen traje, cómprate un buen coche e invítales a un buen whisky en una lujosa casa y se olvidarán de que has estado en Soto del Real. Y si todo lo acompañas con unas cuantas mujeres de buena sociedad, los tendrás en el bote.

»Mi mujer es de muy buena familia. De esas de arraigo. Con título nobiliario y todo. ¿Sabes por qué acabamos juntos? Porque les engañé a todos. Te pones a hablar como ellos, como si tuvieras una patata en la boca, nunca dices nada inoportuno a ninguno, sino al contrario, los haces sentir bien, les ríes las gracias, y se olvidan de que no eres como ellos. Les enseñas los fajos de billetes –discretamente, eso sí, que de dinero no se habla expresamente–, y son tuyos, ellos y sus mujeres. Y una vez que tienes a la mujer correcta al lado: cenas, actos sociales… incluso al rey he tenido yo comiendo en mi mano.

»Y no, no me mires así. Cuando salga otra vez, los volveré a tener doblegados ante mí. Un par de gracias, un par de cenas con caviar y todos habremos olvidado que todos los fajos de billetes que he hecho han sido robando a los demás, incluso a ellos.

»En esta vida, hijo mío, ganarse a la gente es bastante fácil si no eres imbécil. Lo difícil es hacer mucho dinero. Pero para eso, te voy a enseñar yo. Y cuando vuelvas a estar fuera y llegues a lo más alto, te acordarás de mí y sabrás que estás ahí arriba, codeándote con políticos y bancarios gracias a mí. No te olvides, hijo. Te voy a dar la receta que muy pocos saben sobre cómo plantar un árbol que dé frutos de dinero.

»Hay más gente que se ha dado cuenta, pero no todos tienen las agallas de llevarlo a cabo. No todos lo desean tanto como tú y como yo, chico. A ti, como a mí, se nos nota en la mirada. Tú lo conseguirás. Porque esta vida, contrariamente a lo que la gente piensa, es muy justa y te da aquello que de verdad, de verdad quieres. Y, si no te lo ha dado, es porque no lo querías demasiado.

»Cuando salgas de esta cárcel, se van a cumplir todos tus sueños de grandeza. Escúchame. Y ya me dirás si te han servido de algo o no mis consejos. Pronto nos veremos tú y yo las caras en algún restaurante caro y no hará falta ni que me des las gracias. He visto en ti que eres como yo, como un hijo mío, un alma gemela.

»Escúchame. Presta atención.

Primera parte

 

 

 

Mantén cerca a tus amigos, pero aún más cerca a tus enemigos.

Sun Tzu, 500 a. C.

Capítulo uno

 

En el barrio de La Paz de la capital de España, las cuatro torres se alzaban con su majestuosa mezcla de acero y cristal, impertérritas ante el voluminoso tráfico madrileño de las ocho y media de la mañana e indiferentes a la velocidad de pensamientos que bullían en la siempre activa mente del dueño de uno de ellas, Manuel Ángel Segarra, quien en esos momentos entraba en la Torre Espacio desde el Paseo de la Castellana como pasajero de un sedán de color azul oscuro. El presidente y creador de Segarrax, la primera empresa española en el ranking de facturación, con más de ochenta millones de euros en ingresos y una plantilla de más de doscientos cincuenta mil trabajadores directos en todo el mundo, sin apenas saborear el café en sus manos y ajeno a la comodidad y al lujo de los asientos de piel posteriores del Mercedes que conducía un chófer, echaba una rápida ojeada a los movimientos de la bolsa en su iPad y bendecía, como ningún otro español podía hacerlo, la crisis económica de la que no se terminaba de salir, que le facilitaba de tal modo su trabajo y el éxito de su día a día. Se dijo con mezquino buen humor, sin apenas notar el ardiente y fuerte líquido pasar por su boca, que cuando uno hace dinero a base de quiebras de otras empresas, no hay nada mejor que la famosa “desaceleración”.

Despreciando la entrada al parking comunitario del rascacielos, el conductor se desvió con destreza hacia un lateral que le condujo a la plaza de aparcamiento privado para el presidente, justo frente al ascensor de cristal que sube diariamente a Manuel Ángel Segarra a la última planta, la cincuenta y seis, donde se encuentran su despacho y sus dependencias privadas.

Segarra caminó por su propiedad con seguridad y aplomo, emanando confianza en sí mismo. El espejo del elevador, que asciende por la fachada dinámica, le ofreció una vertiginosa visión de la céntrica parte de la ciudad mientras mostraba su reflejo de cuerpo entero. Con espíritu crítico evaluó Manuel Ángel su rostro. Aunque había procurado alejarse lo máximo posible de la imagen paterna evitando la raya en medio y cortándose meticulosamente el pelo siempre al estilo militar, no podía eludir reconocer en sus ojos los de su progenitor, así como en los rasgos duros y afilados de la nariz y la irónica mueca en los labios. ¿Dejaría alguna vez de verse en él?, se preguntó una vez más, tal y como llevaba haciendo desde adolescente.

En escasos segundos, las puertas se abrieron ante un enorme vestíbulo de brillantes suelos de mármol blanco, alfombras persas y plantas de interior que recibían de lleno la luz y el cielo resplandeciente del espacio abierto que producían las paredes de cristal. Estas, gracias a los modernos avances, permitían el paso máximo de la luz sin que llegara a molestar ni siquiera en las horas y días más calurosos del año debido a una filtración radial que realizaba el material con que estaban hechas.

Inmune y acostumbrado al despliegue de elegancia y lujo que se brindaba ante él, Segarra se dirigió con paso firme hasta su despacho, un espacio de más de cincuenta metros cuadrados dividido en dos ambientes: el de su mesa escritorio y el de una sala de estar. En dos habitaciones contiguas había un pequeño apartamento con cocina americana y dormitorio por si Manuel Ángel decidía pasar la noche en la oficina y una sala de juntas a la que también se entraba desde el vestíbulo.

Mecánicamente, se deshizo de la elegante chaqueta de su traje hecho a medida por un prestigioso modisto inglés, pulsó el comunicador con su secretaria mientras ocupaba la silla giratoria de piel marrón frente a su mesa.

–Ya estoy aquí –anunció, y cortó la comunicación sin reparos y sin terminar de escuchar el cortés saludo de su empleada.

Tal y como esperaba, el informe de Sarprise se hallaba preparado ante él. Con la emoción de la caza que siempre le despertaban las nuevas adquisiciones, se dispuso a leerlo y a desentrañar los puntos débiles de su inminente presa. No solo la experiencia, sino un innato don que había desarrollado desde niño para los números, el trapicheo y los negocios, aparte de un profundo conocimiento del mundo financiero y bursátil actual, le permitieron trazar rápidamente el plan a seguir.

Después de dos horas interrumpidas por alguna que otra llamada y sabiendo que tenía una cita a media mañana, se cambió en el dormitorio, con ropa deportiva, y se encaminó al gimnasio.

Había diseñado el interior del edificio, junto con los arquitectos y los decoradores de interiores, un asesor personal y sus directores de recursos humanos, basándose en una idea muy americana y plagiando la estructura empresarial de Google. Así, había conseguido integrar en el espacio físico del trabajo, otros ambientes, tales como gimnasio, guardería, restaurante, jardines, sala de ideas, capilla, biblioteca, sala de exposiciones, supermercado… y él era el primero en aprovechar esas facilidades.

De nuevo por el ascensor particular, se dirigió a una de las primeras plantas donde además del gimnasio había dos pistas de pádel, una de tenis, una sala de entrenamiento, un ring de boxeo y una plantilla más o menos modesta de entrenadores y preparadores. Pocas veces Segarra hacía deporte con sus empleados. Al igual que para todo lo demás, también allí tenía sus propias dependencias, a las que se sumaban una sauna y un jacuzzi.

Como una mula de carga, dio comienzo exhaustivo a ejercicios de pesas y su rutina de entrenamiento durante más de dos horas, como solía hacer a diario. Se dio una ducha rápida con agua fría y se dirigió, sin que nada denotase en su apostura que acababa de estar forzando sus músculos al máximo, de vuelta al trabajo. Fue una vez en el ascensor, al girarse para encarar la puerta que empezaba a cerrarse, cuando la vio. No importaron los casi quince años pasados. Ni por un momento dudó que era ella.

Vestía un traje chaqueta en color azul azafata y reía mientras escuchaba una conversación entre la mujer y el hombre que la acompañaban. En un gesto que desencadenó toda una fila de tiernos recuerdos en Manuel Ángel, la joven se recogió el pelo, castaño, detrás de la oreja. Las puertas se cerraron ante la mirada estupefacta del dueño de la torre. ¿Qué hacía ella aquí y cómo era posible que él no lo supiera?

Todavía en estado de shock, se sentó ante su escritorio. Descolgó el auricular de su teléfono y marcó una sola tecla.

–Marta Sánchez de Prada, ¿desde cuándo trabaja con nosotros?, ¿en qué puesto?, ¿quién la contrató?

Nuevamente, no esperó contestación. Dio por hecho que antes de una hora tendría la información y colgó.

Acudiendo a la fuerza de voluntad que le caracterizaba, procuró estudiar sus informes. No tardó ni diez minutos en darse cuenta de que no estaba leyendo lo que tenía delante. Con un resoplido, se llevó el dedo índice y el pulgar al puente de la nariz y, admitiendo su derrota, dejó caer la cabeza entre los brazos y, mientras se golpeaba la frente contra el tablero de la mesa, se mesó los cabellos con tanta desesperación que parecía desear arrancárselos.

 

 

Los números nunca se le habían dado bien, para qué engañarse. Siempre le habían tirado más las letras. Y ahora estaba allí, fingiendo que entendía qué era lo que tenía que hacer con todas esas columnas de cifras, por no hablar de que la pantalla de su ordenador mostraba la misma infernal columna en una de esas inentendibles, ilegibles y absurdas hojas de Excel que le daba pánico tocar por temor a alterar una sola coma de un sólo céntimo.

Se dijo que era tan buen momento como cualquier otro para confesar a su jefa la verdad. ¿No habían congeniado mucho en los últimos seis meses? ¿No le había dicho María Teresa, el mismo día que le había dado la buena noticia de que le renovaban el contrato, que le recordaba a su hija? ¿No se habían intercambiado regalos de Navidad y alguna que otra confidencia?

Infundiéndose de valor, Marta Sánchez de Prada, ignorante de la curiosidad que había despertado en la planta cincuenta y seis, carraspeó para aclararse la garganta y lanzó un furtivo vistazo en dirección a su superiora. En ese mismo momento, la vio atender el teléfono e inmediatamente mirar en su dirección.

“Mierda”, pensó Marta, y fingió seguir estudiando las cifras. El corazón se le aceleró a un ritmo loco. ¿La habían pillado? ¿Alguien le estaba diciendo a María Teresa que ella era una incompetente, o peor, una impostora?

No hubo tiempo de dejar seguir corriendo su imaginación con suposiciones. En el momento en que su jefa colgó, se levantó de su asiento y la llamó, dirigiéndose hacia ella.

Marta estaba acostumbrada a mirar a la gente levantando la barbilla, pues apenas llegaba al metro sesenta de estatura, pero sentada desde su silla, la imponente figura de María Teresa con su peinado de peluquería, su austera silueta vestida con sobrias prendas conservadoras y su mirada perspicaz le parecieron más intimidantes que nada antes.

–¿Ocurre algo? –preguntó temblorosa mientras trataba de levantarse de la silla dudando si las piernas la sostendrían.

–Cielo –la sonrisa de María Teresa tranquilizó de un plumazo los temores de la joven –, estoy muy orgullosa de ti. ¡Te han ascendido!

–¿A mí? –preguntó Marta sinceramente asombrada.

Como una madre orgullosa de su polluelo, su jefa le sonrió con una amplia y luminosa mirada de triunfo.

–Eran los de Recursos Humanos. Te han destinado a Presidencia, en la última planta –añadió como colofón. La mirada de susto de su pupila solo le provocó más risa, y tocándole tranquilizadoramente en el hombro, le explicó: –No creo que veas ni de lejos a alguien de la Junta Directiva, por no hablar del presidente, cielo. Será como esto. Trabajarás para una de sus secretarias.

–Pero estoy muy bien aquí contigo –consiguió balbucear torpemente Marta.

–Y oírtelo decir me llena de placer, pero tienes que pensar que todavía eres joven y tienes que aprovechar las posibilidades que te brinda la vida. Es una oportunidad para mejorar y para ascender en tu trayectoria profesional. Aunque no creo que te den un aumento de sueldo, sin duda tendrás más responsabilidad y aprenderás mucho más que aquí conmigo. –Y como si acabara de ocurrírsele, siguió–: Tengo algunas antiguas compañeras trabajando por allí arriba. Haré unas llamadas para hacer que te reciban bien.

–Muchas gracias. –Procuró hacer caso omiso de cómo su conciencia le gritaba que a mayor altura, más grande sería la caída. Se recordó que necesitaba el sueldo y que, como siempre había hecho a lo largo de su vida, se aferraría a las cosas buenas mientras estas le dejaran.

 

 

Fue un alivio comprobar que no se ocuparía de un solo número. Para eso estaba el Departamento de Contabilidad, le explicó Claudia de Juana, la coordinadora del secretariado de la Junta Directiva. Obedecería órdenes directas de esta mujer, aún más bajita que ella, pero con un aire de competencia y capacidad difícil de imitar. Su mesa, con un ordenador último modelo de pantalla plana, estaba situada en una enorme sala donde había siete mesas más.

Marta miró maravillada por los amplios ventanales el Madrid de afuera y apartó a un lado sus negros pensamientos sobre el 11 S y las posibilidades de que algo remotamente parecido pudiera pasar en ese edificio.

Sabía, porque así lo habían publicado los medios de comunicación, que cuando todavía estaba sin terminar de construirse esa torre, se había producido un aparatoso incendio en la parte de atrás de las plantas cuarenta y dos y cuarenta y tres y que, gracias al buen hacer de los arquitectos y constructores, el fuego no había conseguido dañar la estructura del edificio, ganándose con ello la admiración de los profesionales y del público en general.

Pero apartando los malos augurios de su cabeza, dedicó la mañana a ir poniéndose al día con su labor. Su procesador, en red con el de Claudia, mostraba la agenda diaria del señor presidente y todo un calendario de citas y reuniones a lo largo de los meses, así como sus vacaciones, idas y venidas, salidas, actos sociales en horario laboral, dietario profesional y personal, sus hábitos de desayuno (café solo bien cargado preparado en la cafetera exprés de su despacho), también un desayuno de reuniones, sus horas de gimnasio, sus horas de pádel, actos de empresas, reuniones con los trabajadores, cuaderno de metas y proyectos… y un largo etcétera que, para una mente despierta como la de Marta y habituada al trabajo duro y a la organización no suponía aparentemente ningún problema controlar. A lo largo de los dos primeros días, pensó que el trabajo le venía como anillo al dedo y en el transcurso de ellos, la sombra del señor presidente no fue más que el hombre invisible al otro lado del despacho continuo donde se encontraba su secretaria personal, con la que apenas coincidió.

Hasta que se le informó de que debía servir un tentempié en la sala de reuniones cercana ya la hora de salir.

Armada con una bandeja delicadamente preparada con los refrescos solicitados (que la propia Claudia le había facilitado y ayudado a disponer), así como una fuente llena de riquísimas tartaletas y canapés, dio un ligero golpe con los nudillos a la puerta de roble y entró sin esperar señal, tal y como le habían enseñado. No fue hasta el momento de depositar la bandeja en una mesita auxiliar a la izquierda del señor presidente que se dio cuenta de que este la miraba. Intrigada, levantó ella también sus ojos hacia él y sintió que el corazón se le salía por la boca. Estuvo a punto de volcar uno de los vasos por no poner atención ante el indiscreto temblor de las manos. Fue él quien la salvó, cogiéndolo con gesto ágil y casual y, tal y como hizo tantos años atrás, le guiñó un ojo, le sonrió y se dirigió hacia sus invitados hablando de porcentajes y gastos sobre los que Marta no entendió absolutamente nada.

Terminó de servir con su cerebro trabajando a toda velocidad. ¿Cómo no se había molestado nunca en saber quién era el dueño de Segarrax? Claro que, ¿qué le importaba a ella? Solo quería un trabajo, ¿por qué se iba a molestar en saber quién había creado la empresa? Y ¿cómo iba ella a imaginar que aquel chico de su infancia era uno de los empresarios más relevantes del panorama español? Siempre que pensaba en el señor presidente se imaginaba un sesentero casi setentero dedicado en alma y cuerpo al trabajo, no al Mángel Segarra que conoció de niña.

Aturdida aún después de abandonar la sala, se sentó ante su monitor. Con el ratón dio un doble clic a la carpeta de “cartas”. Abrió el primer documento de la fila que apareció ante ella en un segundo. Deslizó el cursor hasta el final. Allí estaba. Firmada por Manuel A. Segarra, presidente.

Manuel A. Segarra, repitió Marta para sí. Mangelito Segarra Landó, repitió ahora con la reminiscencia de la niñez. Y con ese sabor agridulce del pasado sonó en su cabeza la pegadiza canción:

 

Mangelito se llama mi amor, uno dos,

Mangelito Segarra Landó,

un chiquito, chico, chico, boom,

con los ojos de color azul.

Mangelito en su moto salió, uno dos,

cuando el cole sus puertas cerró,

y entre calles rodó sin parar

con su rostro angelical.

No esperes más por mí,

le dije yo al salir,

que el cole ha terminado

y contigo voy a ir.

No esperes más por mí,

le dije yo al salir,

sentándome detrás

y haciéndole arrancar.

Capítulo dos

 

Ninguna sabía muy bien qué hacía ni de dónde provenía aquel chico algo mayor, con aspecto pendenciero –lo cual añadía aún más atractivo a su ya de por sí apreciable naturaleza–. Era amigo de Tomás, el novio rebelde de Raquel Jironte. Se intuía que tras la cuarta expulsión de Tomás, y esta última de un colegio como el Kotska, que tenía fama en Madrid de aceptar a todas las ovejas negras de las familias bien, había conocido a Mángel en ese extraño mundo que les era tan ajeno a todas de los institutos públicos.

Mángel había causado furor ya desde su primera llegada a la salida del colegio, montado en su Yamaha. Absolutamente todas las niñas del colegio se sabían la matrícula y el modelo, aunque ignoraban lo que una DT 80 significaba. Igualmente, todas habían envidiado al grupo de Raquel por tener el derecho y el acceso a conocerle, a hablarle y, como en el caso de algunas afortunadas, a ir de paquete con él.

Le gustaba salir con un caballito, provocando que la joven a su espalda se aferrara firmemente a su cintura.

Pero lo que terminó por convertirle en el objeto de todos los amores e idealizaciones adolescentes fue la canción. Desde las alumnas de sexto hasta las de bachillerato, todas las estudiantes del selecto colegio Jesús-María tenían escrita en las cartulinas separadoras de sus carpetas clasificadoras la famosa letrilla. Las más pequeñas la coreaban mientras saltaban a la comba y jugaban a las palmas.

Las alumnas de octavo eran las que podían colgarse la medalla al mérito por haberla inventado.

Por ser el catorce cumpleaños de Silvia Burillo, se habían ido a merendar a su casa y a dormir sus siete íntimas para lo que ya era la tradicional fiesta de pijamas. Mientras reían y comentaban, se interrumpían las unas a las otras para recordar historias o inventar nuevas, entre bocado y bocado de sándwich. El televisor de fondo emitía una antigua película española, Margarita se llama mi amor, en la que se contaban las venturas y desventuras de la protagonista, un bellezón capaz de conquistar a todos los hombres menos, precisamente, al distraído profesor universitario del que ella estaba perdidamente enamorada.

Y fue escuchando la tonadillera canción, entre el hazmerreír y el humor compartido, que variaron la original.

Con los brazos cruzados alrededor de sus cuidadas carpetas, que se apoyaban sobre lo que a todas les parecía el horrible peto del uniforme escolar, la salida del colegio en la calle Juan Bravo se convertía en el ansiado momento del día en que le verían llegar, así como marchar, generalmente con una afortunada de último curso de bachillerato.

El hecho de que además los rumores sobre su mala fama se acrecentaran asegurando que participaba en carreras de motos ilegales, que había hecho ingresar en el hospital a dos alumnos del Pilar por una pelea en un bar, que ya ganaba dinero trabajando de mecánico en un taller de coches y que se veía provenía de una clase inferior, del barrio de Vallecas, no hacía sino aumentar el halo de misterio y fantasía que le acompañaba, así como la fascinación que todas sentían por él.

Quizá solo una alumna en todo el colegio observaba con sincera incomprensión el entusiasmo popular por aquel chico desconocido con pinta de chulo de barrio que cada tarde llevaba a una alumna distinta montada en su moto.

Con una madurez impropia de sus trece años, Marta Sánchez de Prada aguardaba con desinterés a que su prima Alejandra, de quince, finalizara su frívola conversación sobre el dichoso Mángel, al que no hacían más que lanzar miradas admirativas.

–¡Oh, Dios mío! ¡La va a besar! –gimió Terete llevándose teatralmente la mano al corazón con morbosa curiosidad. Marta miró en la consabida dirección. Con un rostro arrebolado impropio de la experiencia que alardeaba tener por los pasillos del colegio, Ana Leal, la afortunada de la semana, esperaba con la cabeza alzada mientras Mángel, con su enorme mano deslizándose con delicadeza y seguridad desde la mandíbula de la joven hasta su nuca, le imprimía un beso en los labios. Acto seguido, y como solía suceder, partían los dos en la moto, a toda velocidad, Velázquez arriba, seguidos del ya habitual caballito y ruido ostentoso del tubo de escape.

Aunque no había podido dejar de pensar en qué se sentiría al ser la elegida de la semana, la mente preclara de Marta ironizó con la idea de que aquel Mangelito Segarra había encontrado en el cole de chicas bien a todo un harén del que ir disfrutando a lo largo del año.

 

 

“Como cambio, no estaba mal”, pensó Mángel con indiferencia mientras entraba en el bar de copas del barrio de Salamanca como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Su chica del día le acompañaba con la fascinación del primer momento y, excepto su amigo Tomás Caballero, al que Mángel atribuía un afecto sincero, sabía que todos los demás, chicas incluidas, se preguntaban antes o después qué hacía allí, si no lo hacían ya, y deseaban que se marchara por donde había venido mientras lo estudiaban con la curiosidad propia de las novedades, razón esta última por la que le toleraban con mayor o menor pasividad.

Dos chicos de su edad, espigados y con camisas de Ralph Lauren informalmente fuera de sus pantalones chinos, se acercaron y aunque le miraron a él, saludaron a su compañera:

–¿Qué haces aquí con este?

“¡Ah sí!”, Mángel recordó con regocijo. Leticia, la chica, tenía un hermano en el Pilar y por la similitud en el tono de pelo y el color verde de los ojos, dedujo que lo tenía delante de las narices y con ganas de pelea. Desde luego no pensaba darle el gusto. Aunque sabía que podía de sobra con los dos culipitris que bebían vodka con naranja y baileys con chocolate, estaba cansado del juego. Y aunque era verdad que se había liado a puñetazos con alguno que otro de los pijos del colegio de Castelló, no había tenido más remedio, y la pelea le había venido de perlas para discutir sobre su ojo morado y sus nudillos destrozados con su padre.

–He venido a tomar una copa, como tú –contestó Leticia a su hermano.

–Pues si no quieres que le diga a mamá en qué nuevos círculos te mueves, harías mejor viniéndote conmigo. –Y con un movimiento de cabeza señaló al grupito de amigos que había dejado atrás y que les contemplaban curiosos.

La joven miró a su hermano y miró a Mángel, por si este tenía algo que añadir. Segarra optó por encogerse de hombros. Tenía claro que no se iba a matar por ella.

Al ver que su hermana se levantaba con reacia sumisión mientras su mirada prometía la cólera de los dioses, los dos amigos se miraron defraudados. Habían oído hablar tanto del maldito Mángel Segarra y tenían tantas ganas de pillarle…

–¡Cobarde! –le espetaron antes de darse la vuelta.

La ira y las ganas de desquitarse, así como de apagar la suficiencia de sus rostros, le invadió con un familiar torrente de adrenalina y falta de juicio. Esta vez fue Tomás el que le detuvo.

–Déjalo, Mángel, no merece la pena.

Mángel le miró fijamente a los ojos. En los de su amigo solo encontró la llaneza a la que le tenía acostumbrado.

–Tienes razón –consintió–. Pero me daría mucho gusto cerrarles ese piquito de oro que tienen.

–Si es lo que quieres, te acompaño.

–¡No! –intervino Raquel sujetando a su novio por la cintura y apoyándose en él–. A ver si es posible que pasemos una noche sin que os metáis con alguien. Si hubiera querido salir con un boxeador, me habría ido a otro lado a buscarlo, Tomás. Ya estoy harta de peleas.

Mángel la miró y el asco que le provocaba su hablar de niña pija sin problemas se reflejó en su gesto de superioridad. Todavía no entendía cómo su amigo podía estar con una chica así, tan cabeza hueca. Desde el punto de vista de Mángel, simulaba escandalizarse por peleas, borracheras y demás, pero en su clase bebían y se pegaban como los que más. Lo único que les diferenciaba era que no hablaban de ello, como si el hecho de no mencionarlos hiciera que no existieran y así pudieran sentirse por encima de los demás.

No podía negar que le gustaba que las chicas se hicieran las frías, las duras, pero al final se dejaban conquistar con la misma facilidad que las de su barrio. Cierto que eran un poco más sofisticadas y no permitían que las magrearan en un callejón oscuro. Había que esperar a que sus padres no estuvieran en casa para hacerlo. Pero poseían un innato sentido de la oportunidad y los padres viajaban y tenían una vida social tan activa como para haberle permitido a Mángel echar más de un vistazo a alguna que otra de sus hermosas casas, tanto de los antiguos pisos, unos reformados y otros no, del barrio Salamanca, como de las casas con parcela ajardinada a las afueras de Madrid en La Moraleja, Majadahonda y Pozuelo.

Por si no lo tenía claro de antes, que no era el caso, Mángel se había reafirmado en sus deseos de ser rico, de ser alguien y de vivir en una casa como las que había estado visitando. No seguiría los pasos del don nadie de su padre y como que hay Dios que no se quedaría de mecánico en un taller. Emplearía cualquier medio a su alcance para salir de la inmundicia en que vivía y no había nada ni nadie que pudiera impedírselo.

Capítulo tres

 

Uno de los muchos frenos con los que Mángel Segarra se tuvo que enfrentar en su vida para salir de la pobreza y alcanzar la tan ansiada riqueza y el anhelado estatus social acababa de salir de su despacho todavía con el impacto de haberle reconocido. Con un deje de desprecio, el dueño de Segarrax pensó que solo a una niña pija proveniente del privilegiado mundo del que sabía que ella venía trabajaría en una empresa sin saber que el dueño era un antiguo conocido. Mientras escuchaba a medias el pomposo discurso de su jefe de marketing, Mángel decidió que una joven así ni siquiera constituía un digno adversario con el que saciar sus ansias de venganza.

La pequeña Sánchez de Prada no merecía su ira, ni el desprecio y el esfuerzo de las apenas dos llamadas que tuvo que hacer para subirla a planta. Seguía igual de mosquita muerta que cuando era niña. Aunque, se recordó, esa maldita mosquita muerta le había mordido donde más dolía, y precisamente porque no se lo esperaba.

Con gesto indiferente aceptó el hecho de que tendría que conformarse con escuchar sus disculpas al día siguiente. No era que le importase, pero después de tantos años, carecía de valor lo que los buenos modales y el ansia de hacer méritos profesionales provocasen en Marta. No le interesaba. No ahora que él era alguien y que tenía en sus manos el futuro laboral de ella.

Su publicista se incorporó en esos momentos y tomó la palabra mientras le tendía unos informes llenos de gráficos. Le bastó un vistazo para confirmar que la imagen de Segarrax, tanto en el mercado como en la sociedad, era la adecuada. Sus dos empleados volvieron a sugerirle, como ya había hecho el jefe de prensa, la conveniencia de conceder alguna entrevista recalcando que el empresario español del año, uno de los más ricos de Europa, un soltero joven y atractivo, debía mostrar su cara aun a riesgo de la falta de privacidad que eso implicaba.

Pero era esa falta de privacidad lo que Mángel se negaba a perder. Valoraba demasiado su vida y su libertad, desde acudir a actos públicos o incluso un simple paseo por la calle, sin que nadie le reconociese, hasta entrar en cualquier tienda o cafetería, como para perderlas. Y, para qué negarlo, muy en el fondo, le preocupaba que algún medio sensacionalista se hiciera eco de su turbio pasado.

No es que él hubiera tratado nunca de esconderlo, es más, le hacía sentirse aún más orgulloso de adónde había llegado, no tenía ningún interés en olvidarlo, y poco le importaba lo que la gente que lo sabía pudiera pensar de él. Hacía tiempo, demasiado quizá, que se encontraba por encima del qué dirán. Sin embargo, no andaba entre sus planes soportar las miradas y risitas entre sus propios empleados porque algún bocazas con el que había compartido celda decidiese inventarse cosas sobre su compañero de presidio. Le erizaba los pelos la posibilidad de estar día tras día en las páginas de papel cuché o en los programas de televisión amarillistas y que, a raíz de eso, ni su madre –sobre todo su madre– ni él pudieran estar tranquilos.

Y es que para Mángel no había nada mejor que el anonimato. No le gustaba que hablaran de él, ni para bien ni para mal. Sabía que la gente lo hacía, es inevitable cuando destacas en algo, pero no le interesaba en absoluto ser famoso.

Además, uno de sus mayores placeres, que era andar sin rumbo con una buena moto, ya fuera a toda velocidad por una autopista parando en cualquier restaurante desconocido a tomarse un menú del día con una buena cerveza, ya fuera regateando entre las calles, no podría ser llevado a cabo si su cara era conocida. Desde que tenía quince años y había descubierto el placer de montar en moto, no había encontrado nada que lo igualase.

Pensar en sus quince años le hizo volver a acordarse de su nueva secretaria. ¿Qué iba a hacer con ella? Por primera vez en su vida no tenía claro cómo actuar respecto a algo. Su madre, ya que no su padre, se había molestado en inculcarle respeto por las mujeres, no había necesitado más que el ejemplo de su cuerpo débil frente al más fuerte de su esposo para convencerle de que eran delicadas y frágiles, al menos físicamente. Por el tamaño de Marta, que no debía pesar más de cincuenta kilos, aun si no fuera mujer, quedaba descartado usarla como saco de boxeo. Pero si encima no tenía madera de gran “conspiradora”, era a todas luces evidente que no podría proporcionarle ningún placer vengarse de ella.

Mientras sus dos directores de imagen seguían debatiendo sobre el acierto o no de que Segarrax hiciera una donación a una obra social promovida por una de las instituciones de la Iglesia, Javier recordó las imágenes con las que había fantaseado al descubrir que su antigua amiga trabajaba para él: la cantidad de horas extra que le haría trabajar, los informes más tediosos, las tareas más ingratas… y todo ello después de haber recibido sus hipócritas disculpas por lo sucedido en el pasado.

Apesadumbrado, se llevó una mano a su hermoso y fiero rostro y la restregó con cansancio, provocando que los presentes en la reunión enmudeciesen y se quedasen mirándolo. ¿Cuánto tiempo había pasado ya de aquello? Y si él había experimentado tantos cambios en su vida, ¿qué cambios no se habrían producido en la de Marta? ¿Podría aferrarse al deseo que le impulsaba constantemente, llevado por el menosprecio y un antiguo sentido de inferioridad que había padecido de joven ante las clases altas, de decir la última palabra, de no dejarse pisar, de vengarse incluso?

¡A la mierda con todo! ¡Sí! Quería verla arrodillada ante él, consciente del poder que él ostentaba ahora, sabedora de que una sola orden de él podría arruinarle su pobre carrera de secretaria no solo en Segarrax, sino en cualquier otra empresa nacional.

Aunque solo fuera eso, quería darse el gustazo de ver a esa niña pija, inconsciente y mentirosa, rogándole perdón.

Y tomada esa resolución, se disculpó de la reunión, dejándolos con la palabra en la boca y delegando las decisiones en su director general. Por su línea personal llamó a un experto en seguridad con quien ya había trabajado en varias ocasiones y en quien había delegado varios asuntos de sus sucursales.

–Nacho –dijo cuando Rullatis se puso al otro lado–. Necesito que me investigues a Marta Sánchez de Prada, una empleada mía. Secretaria.

Directos al grano, ninguno de los hombres perdió el tiempo en nada más. Colgaron y Mángel decidió que la mejor manera de sacarse a Marta de la cabeza era marchándose de allí. Le daba rabia que uno de los lugares donde más le gustaba estar, solo porque ahora ella estaba también, le provocaba tal irritación que había terminado por echarle. Pero aun así, se fue, por primera vez y ante una atónica Claudia, más pronto que nunca.