EL ITINERARIO DE EGERIA

Los lugares santos vistos y comentados por una dama cristiana del siglo IV

Presentación, traducción y notas,

de Carmen Castillo

EDICIONES RIALP, S. A.

Título original: Itinerarium Egerie abbatisse.

© 2016 de la versión española por CARMEN CASTILLO

by EDICIONES RIALP, S. A.

Colombia, 63. 28016 Madrid

(www.rialp.com)

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ISBN: 978-84-321-4721-0

SUMARIO

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PRESENTACIÓN

ITINERARIO DE EGERIA

NOMBRES DE PERSONAS

LUGARES

EGERIA

PRESENTACIÓN

La primera peregrinación a los lugares santos de la que tenemos noticia es la que hizo el obispo Melitón de Sardes (Turquía) en torno al año 170 d. C; es decir, unos treinta y cinco años después de la toma de Jerusalén por el emperador Adriano, que dio a la ciudad santa el nombre de Aelia Adriana Capitolina, en un deseo de borrar su carácter sagrado, después de dominar la revuelta capitaneada por Simón-Bar-Kokba iniciada en el año 132 d. C. No se conserva narración alguna del viaje de Melitón, pero sí la noticia de que el propio obispo escribió una Apología del Cristianismo dirigida al emperador Marco Aurelio (a. 160-180 d. C.). Así lo escribe Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica redactada en lengua griega ya a comienzos del siglo IV d. C.

La Historia de Eusebio, denigrada hasta el siglo pasado como poco fiable, ha recuperado —está recuperando— hoy credibilidad y por tanto prestigio. La escribió después de acabar la última gran persecución, la del emperador Diocleciano, ya bajo el reinado de Constantino.

Es posible que el relato conocido como Itinerario de Egeria, cuyo comienzo se fecha en el año 378, esté de algún modo relacionado con el viaje que el recién nombrado Emperador Teodosio hizo desde Hispania, su patria de origen, donde vivía retirado, hasta Constantinopla, la segunda Roma, donde sería coronado como Emperador.

La relación de parentesco entre la peregrina Egeria y la familia imperial es una hipótesis creíble, aunque nunca comprobada hasta hoy, que se apoya en el especial tratamiento que la peregrina y su comitiva reciben a lo largo del viaje: todos ellos reciben muestras de honor y respeto por parte de las autoridades de los lugares que recorren. Aunque está bastante generalizada la designación de ‘monja’ para referirse al status personal de Egeria, parece lo más pertinente ver en ella a una dama de alcurnia que escribe sus impresiones del viaje a las monjas de un monasterio situado en la provincia romana de Gallaecia, del que Egeria era protectora. Es claro que mantenía una afectuosa relación con la comunidad monacal a quienes relata detalladamente sus impresiones, con la esperanza de hacerlo verbalmente a su regreso; aunque su estado de salud, después de tres años de peregrinaje, está resentido y Egeria presiente que no llegará a regresar a su tierra.

El manuscrito en el que nos ha llegado el texto es una copia del siglo XI que fue descubierta en el siglo XI y no se ha conservado completa; falta el comienzo, cuya extensión nos es desconocida. El escrito conservado tiene dos partes claramente distintas: la que contenía las peripecias del viaje (propiamente el Itinerario) y una segunda parte en la que Egeria describe las ceremonias litúrgicas tal y como se celebraban en los lugares visitados. Presentamos aquí solo la parte viajera, que se cierra en el capítulo XXIII de la obra. Está claro que la autora consideraba esta división de su escrito, por el modo en que acaba este capítulo XXIII, que corresponde a una despedida con la que cierra el relato itinerante.

El recorrido que hizo Egeria atravesando Europa pudo ser el que se señala como primer tramo en el Itinerario anónimo que está fechado con unas décadas de anterioridad (a 333 d. C.), cuyo primer tramo señala el recorrido que conocemos de Burdeos, Arles, Milán, Aquileia, Sirmium, Sofía, Constantinopla.

El camino pasaba, como se ve, por lugares de importancia: Milán, que era entonces la capital de Occidente, la antigua Sirmium en la región ilírica, patria de dos emperadores —Aureliano y Probo— en el siglo III, y donde residió con anterioridad a la fundación de Constantinopla e incluso estableció acuñación de moneda: es un lugar de importancia estratégica. La siguiente etapa llegaba a la actual capital de Bulgaria, ya en la región de Tracia; de ahí ya a Constantinopla.

Tras atravesar el estrecho, el Itinerario de Burdeos señala un camino que atraviesa la actual Turquía de Norte a Sur hasta Tarso; de ahí pasa ya a Antioquía de Siria y Tiro y entra en Palestina.

De hecho, el único dato que da Egeria sobre la primera parte de su viaje es que pasó por el Ródano (18.2). Es posible que embarcara en Aquileia y continuara su viaje por mar. Al inicio del texto que conservamos, Egeria está siguiendo las huellas de Moisés, a unos dieciséis siglos de distancia de los hechos narrados en el Éxodo. La viajera y su séquito están intentando atravesar el amplio valle que la separa de la falda del monte santo de Dios.

Respecto a la posible coincidencia con el viaje de Teodosio, lo que puede decirse es que el nuevo Emperador salió de Cauca (en la provincia de Zaragoza) en el año 378. Es el año en que había muerto el emperador Valente en la desastrosa batalla de Adrianópolis, que marca un punto de inflexión en la historia del Imperio. Teodosio llegó a Constantinopla en el año 380. A comienzos del año 381, Egeria estaba ya en esta capital.

Especialmente llamativa resulta la inclusión de unas cartas que se dicen cruzadas entre el rey Abgar de Edesa y el propio Jesucristo. Egeria transcribe una copia encontrada en Tierra Santa, por si acaso la copia que ha leído en su patria no estaba completa. Se deduce que esta correspondencia apócrifa circulaba en su tiempo por todo el Imperio. La supuesta correspondencia se encuentra en la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea (I.13, 510) unas décadas antes del viaje de Egeria. Hay además una leyenda semejante a la conocida escena de la Verónica en el camino del Calvario: la recoge S. Juan de Damasco en su libro Sobre las imágenes, ya en el siglo VII.

El escrito de Egeria no es propiamente literario; se ha venido usando en la enseñanza de la lengua latina como un texto representativo del llamado “Latín Vulgar”, lengua hablada en la época tardía e inmediato precedente de las que llamamos “lenguas romances” o “románicas”: además de la nuestra, el italiano, el francés, el portugués, el catalán y el rumano.

El texto no tiene pretensiones artísticas y está plagado de reiteraciones e insistencias que harían pesada su lectura si no fuera porque el lector queda de algún modo “prisionero” de la ingenuidad y el candor del relato, a la vez que interesado por las noticias histórico-geográficas que contiene; muchas de ellas confirmadas por las excavaciones arqueológicas, tarea que sigue en curso y de la que siempre esperamos y conseguimos hallazgos sorprendentes.

Las palabras más frecuentes en el texto son monasterium, unas veces referido al edificio en que habitan monjes en comunidad, y otras a lo que llamamos ‘ermitas’: lugares de habitación en solitario, pero esparcidas en un territorio amplio y cercanas unas a otras. El término habitual para designarlos es monachus

La peregrina hace gala de sus progresos en el conocimiento de la lengua griega, hablada en la parte oriental del Imperio, y aclara a veces su correspondencia en la terminología latina.

Asoma a veces alguna referencia a su propio modo de ser: era “curiosa” y por otra parte incapaz de retener en la memoria los abundantes datos que le proporciona su audaz recorrido por tierras lejanas.

Respecto a los nombres de lugar, que no aparecen siempre con la misma grafía, hemos optado por la transcripción que parece la más frecuente, y en el índice topográfico señalamos algunas variantes que pueden facilitar la identificación.

Incluimos también un índice de nombres personales: son referencias a personajes bíblicos casi en su totalidad. La figura de Moisés tiene gran protagonismo y en menor medida también Abraham. Las referencias pertenecen mayormente al Pentateuco, cuya autoría se atribuye a Moisés. Hay alguna referencia aislada al Nuevo Testamento; no se dan nombres de personas que acompañaban a la peregrina ni tampoco de los obispos y monjes que les reciben.

A la llegada de Egeria a Constantinopla estaría ya de regreso en su sede S. Cirilo de Jerusalén, que había participado en el primer Concilio ecuménico de Constantinopla.

Una última observación: el nombre de Egeria comúnmente aceptado para la protagonista del relato, no se conoce en la España romana. Coincide, en cambio, con el que la antigua mitología daba a una de las ninfas de los bosques sagrados, que aconsejó al legendario rey Numa (753-674 a. C.) sobre la reforma religiosa que quería promover en los inicios de la historia de Roma, cuando la capital era una simple aldea.

Carmen Castillo