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MADRID 1999

 

UN VIAJE URBANO

 

 

 

 

 

Rafael Ortega de la Cruz

 

 

 

 

 

© Madrid 1999. Un viaje urbano

© Rafael Ortega de la Cruz

 

Diseño de la cubierta: Ángel A. Svoboda

Correccion del texto: Esteban Rodríguez Serrano

 

ISBN: 978-84-686-8192-4

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

 

 

 

 

 

“Madrid huele mejor. No huele a mulas ni a trigo, ni a humo, ni a los sucios corrales con el vaho del estiércol y de los pollos. Madrid huele a sol”.

 

Arturo Barea, escritor madrileño.

La forja de un rebelde

 

 

“Puedes ser un aventurero al lado de casa o un simple consumidor en la otra parte del mundo. Como en la mesa, todo depende de cómo te enfrentes al plato”.

 

Andoni Aduriz, chef guipuzcoano

 

 

 

 

 

A la memoria de Genoveva, Juan, Victoria
y José María, ciudadanos de Madrid.






A Julio Llamazares, escritor y viajero.

 

 

 

Situada en medio de la llanura, Madrid aparece como una ciudad de puertas abiertas a la que se puede acceder por cualquiera de sus lados. No fue siempre así. El relieve escondido bajo los edificios y el asfalto es muy irregular, con colinas, valles, vaguadas y arroyos. Allá por el siglo ix, los árabes escogieron estas tierras por ser un lugar estratégico para otear al enemigo en la distancia, además de por los numerosos arroyos y manantiales que empapaban la región.

Lo que sigue impresionando a quien se acerca a Madrid es la amplitud de sus horizontes, la dureza de una tierra desamparada y reseca que ya advirtieron los viajeros románticos cuando en diligencias o a caballo llegaban hasta sus puertas. En 1822, el escritor irlandés Michael J. Quin describió así su llegada a la ciudad en su libro Viaje a España: “Madrid aparece en la distancia como una ciudad en medio del desierto, con sus torres y campanarios despuntando. Una ciudad que me recuerda a Palmira. Ni una sola arboleda, ni asientos, ni avenidas, ni objeto que merezca atención se encuentra uno hasta pasar las vallas de la ciudad”.

Desde la distancia como Michael J. Quin, observo la ciudad encaramado a la azotea de la casa familiar donde me crie, en Alcorcón, una localidad de la periferia de Madrid. Desde aquí iniciaré los recorridos por las líneas del metro, con el fin de redescubrir la ciudad y averiguar qué queda de ella todavía en mí a través de recuerdos, encuentros o nuevos descubrimientos.

Comenzaré el recorrido por la línea 10, la de color verde, desde la estación de Aluche, y recorreré el camino para comprobar —como escribió Julien Gracq— si el sino de las ciudades de nuestro tiempo sigue siendo el cambio, y si ese cambio es más rápido que el del corazón de un mortal.

 

Línea 10
Aluche - Fuencarral

La desaparición del Luches

 

 

Si escuchamos la memoria de los ancianos del lugar, una de las señales a la que se puede vincular Aluche a través del tiempo es su estación de ferrocarril. Y así ocurre desde los años en que era una solitaria caseta en medio de una tierra de fuego rodeada de trigales y pastores con ovejas. El único empleado que había salía de la caseta para dar paso al tren que venía de la desaparecida estación de Goya, en Madrid, con destino a Almorox, ya en tierras toledanas; de ahí que muchas calles de Aluche lleven nombres de pueblos toledanos: Illescas, Valmojado, Tembleque. Una continua edificación fue cubriendo las tierras de cemento y asfalto hasta sepultar incluso al tenue arroyo Luches, que iba a desembocar sediento en el río Manzanares. Con el paso del tiempo, los descampados en los que crecía el cereal y correteaban las perdices se fueron poblando de cuarteles militares y viviendas, y la estación dejó de estar sola.

Son las dos y media de la tarde y en la estación hay un bullicio de gente que se cruza por los andenes y los pasillos, huyendo del calor del sol. La estación de Aluche hoy es una estación con mucho tránsito. Su entrada está bajo las vías, pero no bajo tierra, pues los raíles cabalgan a lomos de un talud que eclipsa la ciudad y va dejando resbalar empinados terraplenes por los lados. El vestíbulo de la estación es amplio y está inundado por la luz que entra a través de las cristaleras. Al poco rato de llegar, este espacio se convierte para el viajero en una suerte de invernadero. Estamos en agosto y eso en Madrid supone andar por los treinta y cinco grados centígrados. La mirada busca ansiosa una salida del ardiente vestíbulo, mientras sobrevuela un kiosco que ha echado el cierre por vacaciones y una pastelería donde dependientes con gorritos y camisas a rayas despachan pan caliente.

—¡Vaya calor despide el horno! —le digo a la joven que viene a atenderme.

—Esto no es , la fiesta empieza a partir del mediodía. ¿Qué va a ser, caballero?

—Un café con leche y un cruasán.

—Volando.

De pie junto a la barra observo los alrededores. La taquillera despacha billetes pulsando un botón verde, con la misma parsimonia con que presionaría los botones de un ascensor. El precio aparece impreso sobre una pequeña pantalla, en dígitos de color verde. Mientras subo las escaleras mecánicas que conducen a los andenes, veo tras las cristaleras un cielo blanco irradiado de sol, varios edificios de ladrillo rojo que se elevan altísimos, rodeados de álamos que ocultan los primeros pisos. Delante de los árboles, como si fuese la última pincelada de un acuarelista, un surtidor en el centro de una pileta levanta un chorro espumoso, una lanza de agua inmóvil en la distancia y dulce como un espejismo.

—¿Qué le debo?

—Son 130 pesetas y volver otro día.

—Eso está hecho.

Aluche es la primera estación de la línea verde, o la última. Cuando llega el tren, la gente sale de los vagones, se cruza y a veces choca con los que entran, encontrando todos, finalmente, un hueco por donde seguir su camino. El maquinista sale de su cabina, recorre el andén y se introduce en la cabina de la cola, ahora cabecera. El tren jadea, gruñe ruidoso, como un malherido monstruo de dos cabezas. Las puertas se cierran y quedamos dentro del vagón, donde el aire es casi sólido. Con ritmo acompasado y chirriante, el tren vuelve a ponerse en marcha, y bajo el talud de la derecha bordeamos una subestación de transformación eléctrica, esqueleto metálico de cables, vidrios y torretas que adecúa la tensión eléctrica a las necesidades del ferrocarril.

Empalme es la primera parada. Al abrirse las puertas entra el bochorno y me siento afortunado por estar sentado dentro del vagón. Un ruido de fuelle chillón y olor de goma quemada siguen al pitido que anuncia el cierre de puertas. Ahora taludes áridos, cubiertos de hierbajos amarillentos, flanquean la marcha del tren, que parece recorrer una interminable trinchera cuyo fin no sea otro que ocultarnos la vida de la ciudad.

Una voz monótona, que vibra en el fondo de una garganta ronca y áspera, surge de pronto, desde el fondo del vagón: un joven que no alcanzo a ver pide dinero. Tanto es su abandono que no reparó en cambiar la letra de su recurrida letanía de invierno:

—Por favor se lo pido, llevo todo el día sin tomar nada caliente, una sopa o un café. Pido por necesidad, no para vicios. Gracias de corazón a todo el mundo.

Ahora la voz se ha apagado y el joven andrajoso con la mirada perdida extiende su brazo flaco con la palma abierta mientras recorre el vagón. Frena el tren y el joven retira su mano para agarrarse a las barras y no caer como un guiñapo. El joven lleva tatuado en el brazo un dragón que vomita una lengua de fuego a quien le mira.

 

Paseo por la Casa de Campo

 

 

Bajamos a la vez, el joven camina a trompicones para introducirse en el siguiente vagón, yo cruzo al otro lado de las vías por el túnel subterráneo y salgo de la estación del Batán. Un camarero limpia con una bayeta mugrienta las acículas de las mesas y sillas de plástico que se esparcen bajo los pinos en la terraza de un bar. Me adentro en la Casa de Campo.

Según las guías de Madrid, “hasta 1553 en esta zona se alzaba la Casa de Campo de los Vargas. Cuando Madrid era tan sólo un poblacho de casas apiñadas en torno al Alcázar, el rey Felipe ii adquirió la Casa de Campo y terrenos colindantes para crear un corredor natural que uniera sus partidas de caza desde el Palacio Real hasta el Palacio del Pardo. Construyó también un palacete de descanso, cuyas ruinas pueden hoy verse a la entrada del Puente del Rey. Los monarcas posteriores siguieron disfrutando de la Casa de Campo, así Fernando vi lo declaró Bosque Real y Carlos iii le otorgó fines agrícolas y ganaderos. Entre sus arboledas se esparcía la nobleza durante siglos, hasta que en 1931 dejó de ser coto real y fue abierto al resto de los ciudadanos por la Segunda República. Sería en la Guerra Civil uno de los frentes más duros de la contienda. Y en 1943, bajo la dictadura, adquirió de nuevo carácter ganadero para acoger la primera Feria del Campo en el Pabellón de Navarra. Se creó más tarde la Escuela de Hostelería, en 1956, y el Pabellón de Cristal, en 1964”.

Hoy en día, esta extensión de 1.700 hectáreas alberga el zoológico, el parque de atracciones, el rockódromo (auditorio de piedra para 80.000 personas), un lago y un albergue juvenil. Los pabellones son ocupados por organismos públicos y asociaciones privadas. El recinto ferial, lejos de sus años ganaderos, alberga exposiciones de todo tipo, sobre turismo, deporte, informática, automóviles... Quizá como último vestigio de las exposiciones y los certámenes ganaderos queda la escuela de tauromaquia, donde esperan su destino los toros que serán lidiados en la feria de San Isidro, a mediados de mayo, en la plaza de toros de las Ventas. Pero quien puebla ahora los paseos de la Casa de Campo son unas mujeres, reinas bajo los árboles, también dedicadas a la “caza”.

Al salir del túnel bajo las vías, veo la entrada al parque de atracciones, hoy sin mucha agitación. A la izquierda, la escuela de tauromaquia, con los muretes pintados de blanco. De frente, a la orilla de la carretera, dos jóvenes prostitutas mulatas se pasean en ropa interior. Me dirijo hacia la escuela. Unos chicos, encaramados en el cercado de madera que rodea los establos, miran los toros. Ahora que estoy junto a ellos subido en la barrera, mirando como comen los animales, me doy cuenta de que es una treta. Realmente, su objetivo es mirar a las prostitutas.

—¿Os gustan? —les pregunto desprevenidos. Me miran como si hubieran advertido de repente que yo estaba ahí.

—¿Qué?

—Que si os gustan.

—¿El qué?

—Los toros.

—Aquí sí, pero no en las corridas, cuando los matan.

—Pues a mí sí —dice uno ufano.

Junto a nosotros, un hombre cambia el aceite del coche. Una mancha negruzca queda sobre la arena. Otra joven se une al grupo de prostitutas. Se quita la ropa lentamente y la mete en una bolsa de plástico, bien doblada. Queda en bragas y sujetador, camina alzando la mano ante los coches que pasan, trata de abrir las puertas en los pasos de cebra. Por la sonoridad de sus palabras diría que hablan una lengua africana. Son jóvenes y muy guapas, con unos cuerpos fibrosos y tostados. Algunos coches paran a su lado y negocian con ellas.

Dejo la escuela de tauromaquia, los chicos y las prostitutas atrás y sigo una vereda que hay entre la carretera y la malla metálica del parque de atracciones. Voy esquivando como puedo los condones, que parecen multiplicarse como hongos.

Desde el otro lado de la verja del parque de atracciones, llega el chu-cu-chú de las vagonetas. Huyen desquiciadas de algún improbable peligro, chirriando sobre raíles abrasados y esparciendo por el aire los gritos de sus viajeros. Los raíles del trenecito sobrevuelan la verja y antes de salirse del recinto dibujan una curva donde la gente levanta muy alto los brazos y chilla.

El sendero por el que camino se estrecha hasta desaparecer bajo un manto de hojarasca. No hay acera ni arcén en la carretera. Camino ahora por un pedregal irregular que tiene como límites la verja y la carretera, aunque por poco tiempo, ya que los desmontes y la maleza me impiden avanzar. Hay que volver o continuar por la carretera, aun a riesgo de ser atropellado, pues los coches van demasiado rápido. Continúo resignado por la carretera, hasta llegar a la entrada principal del parque de atracciones, reformada y modernizada desde la última vez que la vi, hace ya tiempo.

Encuentro varias taquillas para acceder al recinto y la gente parece no formar las interminables colas de otros tiempos. Un viejo calambre recorre mi estómago cuando veo, protegidos por la sombra que da la pared, a los niños vendedores de churros, ajenos a las atracciones del parque, extendiendo sobre mesas plegables su mercancía y vociferando sus variedades.

“¡Churros de chocolate, barquillos! ¡Los mejores de Madrid, oiga!”.

Quizá estos chicos descamisados que venden barquillos a la puerta del parque de atracciones sean los hijos de aquellos otros descalzos y andrajosos que veía yo de niño, cuando salía del parque feliz con mis padres y mis hermanos, y cuyo recuerdo, como un pinchazo, me acompañaba ya todo el camino de vuelta a casa.

—¿Papá, no entran esos niños al parque?

—Otro día.

—¿Qué hacen?

—Trabajan. Ayudan a sus padres.

Jóvenes sonrientes, venidos de cualquier parte, posan ante los fotógrafos que disparan con avidez los objetivos de sus cámaras, justo en el momento en el que se accede al recinto. Se ve desde fuera la torre tapizada de enredadera por cuyo interior sube el ascensor que conduce al restaurante.

El camino para los paseantes sigue siendo desolador. Ahora son los coches estacionados sobre el camino los que impiden el paso. Cruzo hacia lo que semeja un arroyo al otro lado de la calzada, pero sólo es su cauce, con el lecho arenoso y sin una gota de agua. Sigo, con decepción, su curso.

El sol despide rayos de fuego que caen esta tarde de agosto sobre la Casa de Campo. Unos ancianos juegan una partida de cartas en las mesas de madera bajo los arces. Un perro tendido a sus pies levanta la cabeza vigilante al verme pasar. Tan concentrados están en la partida que no reparan en mi presencia. O les da igual como al perro, que se ha vuelto a tumbar. No me considera ningún peligro. Un hombre lee una revista, tumbado sobre un banco, al tiempo que oye música del transistor. Hay una furgoneta en el arcén, en su interior un hombre duerme con la boca abierta, descansando la cabeza hacia atrás y los brazos sobre el volante. Otro puentecito con palos de madera cruzados, sobre el cauce del arroyo. Más adelante, el lecho está enyesado. Hay una pileta con tuberías para bombear agua y un desagüe que vierte sobre el cauce del arroyo Meaques. Están canalizando el arroyo. Con este calor asfixiante, en una explanada de arena que arde al sol, jóvenes con el torso desnudo juegan un partido de fútbol. Sus pieles están morenas, excepto la de alguno, blanquísima, que parece derretirse entre el sudor como la mantequilla. Junto al campo de fútbol, unos feriantes han instalado su carrusel, que ahora duerme su siesta arropado por las lonas. Sentados bajo un árbol, los feriantes piropean a un grupo de prostitutas muy rubias que escapan hacia el otro lado de la carretera mientras les desprecian en una lengua eslava. Uno de los hombres mira hacia un lado, luego hacia el otro, y desentierra algo escondido junto a las raíces del árbol.

Al llegar al final del camino aparece el lago, tranquilo y añil. Me acerco a un cartel sujeto por un soporte de madera con tejadillo. Informa sobre una senda botánica a lo largo del arroyo Meaques. Miro con atención el mapa y recorro con el dedo índice el curso azul del riachuelo. Vuelvo a recorrerlo incrédulo, pues sorprendentemente es el mismo que acabo de recorrer. Nace en el Puente de la Culebra, sigue por el zoo y la Venta del Batán, discurre junto al parque de atracciones y el albergue juvenil hasta desembocar en el lago. El cartel tiene debajo del mapa una leyenda: “Perfil llano sin desniveles apreciables, sendas abiertas para los caminantes de agradable recorrido, balizas indicativas para no perderse. Botánica: encinas, pinos, retamas, rosales silvestres, ortigas, juncos de churrero, álamos, plátanos de sombra, labiérnagos, majuelos, fresnos y castaños”.

Desconcertado y triste, miro otra vez el mapa. El azul arroyo que lo recorre, las sendas para caminantes, la flora... un verdadero mapa del tesoro, que a diferencia de los cuentos aquí no existe. Busco un sitio donde descansar las piernas y refrescarme, lamentando lo alejada que puede estar la literatura de la realidad.

 

El lago

 

 

Sediento y con los pies polvorientos me dirijo a una fuente. Sobre la rejilla del desagüe hay más condones, plásticos, latas, papeles... No sé cómo llegar hasta el grifo. Ni siquiera un perro del que tira su amo con fuerza del collar para que se acerque al chorro y beba, se encuentra cómodo allí. Resignado, me dirijo a una de las terrazas que hay frente al lago. Al menos refrescaré la garganta. Caigo como un saco sobre la silla y contemplo el agua tranquila. El surtidor se eleva desde el centro del lago unos 25 metros, apunta hacia el cielo y blanquea de espuma el agua. Un camarero serio, vestido con camisa blanca y pantalón negro, me trae un granizado de limón con tanta premura como me solicita el importe.

La vista vuela sobre las aguas del lago. Una embarcación navega junto a la orilla. Los excursionistas saludan con la mano desde el barco, pero los de tierra no comparten este entusiasmo y los ignoran. Los patos, cautelosos, suben a sus palafitos de miniatura y sacuden las alas. En la popa, sobre los flotadores, ondea la bandera española descolorida y hecha jirones. La proa, con un pequeño foco alumbrando el agua, va rompiendo la espuma y forma dos pequeñas olas grises que se disuelven a los costados del barco. En la lejanía, por encima de las copas de los árboles, veo el Cuartel General del Aire, con sus pináculos geométricos de pizarra, la Torre de Madrid, el Edificio de España y el Palacio de Oriente, donde vivieron hasta principios del siglo xx los reyes de España. Contemplo también la Catedral de la Almudena, de la que se distingue el campanario y los rosetones de la nave principal. A su lado, junto al Puente de Segovia, el Parque de las Vistillas, llamado así por las formidables vistas que se ven desde allí, que no son otras sino este paisaje donde me encuentro: el manto vegetal de la Casa de Campo, con la sierra de Guadarrama azulando el fondo.

Con las piernas descansadas dejo la terraza para acercarme a la orilla del lago, pero por el camino tropiezo con un kiosco de helados.

Me detengo para comprar un botellín de agua (el granizado, demasiado dulce, me incitó más la sed). Alrededor del kiosco, varias mujeres y un par de jóvenes están sentados ante una mesa plegable o tumbados en hamacas. Echándose mano a los riñones, una mujer se levanta de su silla y entra al kiosco.

—¿Qué va a ser?

—Un botellín de agua.

La mujer levanta la tapa del congelador y mete el brazo hasta el hombro. Revuelve el fondo y saca el botellín.

—Aquí tiene. Los últimos son los más fresquitos.

—Gracias.

Pago a la mujer. Me dice algo que no logro entender. Miro el calendario con la fotografía de una joven desnuda que me sonríe desde la chapa del kiosco. Cuelga debajo un radiocasete del que sale un estruendo de guitarras eléctricas y batería. Los jóvenes, derrumbados sobre las hamacas, parecen concentrados en la música.

—¡Que me ha dado usted de más! —consigo oír finalmente. La mujer sonríe y alarga el brazo para devolverme las monedas.

—Gracias —digo, algo aturdido.

—Gracias a usted.

Recorro la orilla del lago, en busca de un banco para sentarme, pero todos están ocupados. Allí, en el otro extremo del paseo, veo uno que parece libre. Se oye el tintineo de los platos y los cubiertos de las terrazas, que empiezan a despachar cenas: ensaladas, tortillas de patata, jarras de sangría rebosantes de hielo y frutas.

Desafortunadamente, el banco al que me dirijo está ocupado. Un hombre duerme en él con placidez, tumbado sobre los maderos. Busco por las inmediaciones y encuentro uno libre, allá en la esquina. A su alrededor, en el suelo, hay un manto de cáscaras de pipas, colillas, palos de helado, hojarasca y, cómo no, condones. Me lo pienso un rato. Deseo tomar algunas notas sobre el paseo y decido sentarme, con escrúpulo, en una esquina que parece algo más limpia. El cielo del atardecer está fijo, inerte, teñido distraídamente como la paleta de un pintor, de colores rosáceos, azules, naranjas y violetas. Después de un rato, me levanto hasta la orilla para estirar las piernas entumecidas y contemplo los patos holgazaneando sobre sus casitas de troncos. Cuando doy la vuelta para sentarme de nuevo, el banco ya está ocupado: una pareja sigilosamente se ha sentado en él y ahora se besa y acaricia, ajena al arrullo de los patos, al jolgorio de las terrazas, y a mí, que estoy a un metro de ellos. Por unos instantes, el macho se ha vuelto y me mira desafiante, con los jugos del cuerpo a punto de salirle por las órbitas de los ojos. La noche se derrumba sobre nosotros y decido apartarme discreto del lugar, dirigiéndome sin prisas hacia la estación del Lago.

Ocupo un asiento en el vagón y me dejo balancear por el traqueteo del tren. El primer día de viaje ha sido intenso, desde el mediodía hasta el anochecer, justo las horas menos recomendables para el paseo, por el calor. No obstante, satisfecho, voy cayendo en un dulce sueño que espabila el silbato de la última estación.

 

Humo y coches

 

 

Amanece un día caluroso, típico del tórrido verano de Madrid. Los termómetros marcan a las diez de la mañana treinta grados centígrados. Hoy continuaré el viaje a partir de donde terminé ayer, la siguiente estación a la del Lago: Príncipe Pío.

Es una estación renovada, muy amplia y moderna. Los corredores se elevan por encima de las vías y desembocan en pulidos andenes con bancos para descansar, máquinas de refrescos y kioscos. Tras los ventanales, en la calle, hay una dársena de autobuses que enlazan con los núcleos metropolitanos del sur de Madrid: Alcorcón, Móstoles, Navalcarnero... La bóveda que cubre la estación deja pasar una fina lluvia de luz que ilumina todo el interior. Hoy es una estación de metro más, pero conserva el empaque de su pasado en su amplitud y sus bóvedas, cuando se la conocía con el nombre de Estación del Norte. Aquí llegaban y salían los trenes del norte de España. En los andenes la gente se arremolina frente a la puerta cuando se detiene un convoy. Un hombre gordo, con un manojo tintineante de llaves que cuelgan de su cintura, camina con lentitud hasta la cola del vagón, ahora reconvertida en cabina. Es el maquinista del antiguo ramal de una sola estación: Ópera. Después de pasear un rato por la estación, decido ir hasta la siguiente parada a pie, caminando por la Cuesta de San Vicente. Me aventuro por la acera, junto a la riada de coches humeantes y chapas candentes, que, como yo, suben hacia de la Plaza de España.

El ruido es atronador y, aun hoy, en pleno agosto, con mucha gente de vacaciones, se producen embotellamientos en las calles cercanas a la Gran Vía. Los conductores, desesperados, tocan sus bocinas, frenan, aceleran y, a trompicones, se van perdiendo por las bocacalles. Al terminar la cuesta desemboco en la Plaza de España, con gente que va, viene o mira.

O escala, como unos japoneses que se han encaramado hasta las estatuas de don Quijote y Sancho, en medio de la Plaza de España.

—Cuidado con la lanza —les digo, y me sonríen.

También sonríen expectantes a que su compañero, de cuclillas y jugueteando con la cámara de fotos, encuentre el ángulo perfecto. Un hombre de larga barba y decenas de llaveros colgando de su camisa, como condecoraciones, les observa tumbado en el césped bajo la sombra de un árbol, mientras apura un cartón de vino. En la Plaza de España, el torrente incesante de vehículos se despliega en varias direcciones. Sin duda, el protagonista de esta ciudad es el coche. Y el humo. Y el ruido. El ruido se va introduciendo en el sistema nervioso como un veneno que deja a las personas al borde del colapso. El rugido incesante del tráfico, el bullicio hasta las tantas de los bares de copas. Decibelios capaces de reventar el fonómetro más potente. La ciudad parece sufrir los efectos de un terremoto sonoro.

Mucho más tranquila debió ser la Gran Vía, allá por los años veinte, cuando se construyó para descongestionar las tortuosas y estrechas calles del viejo barrio de los Austrias. Aunque su verdadera fama le llegó con el celuloide, porque el nacimiento de la Gran Vía está ligado a los orígenes del cine en Madrid. La Gran Vía pasó a convertirse en el eje cultural de los madrileños y desde los años cuarenta viene ofreciendo estrenos nacionales e internacionales. Hoy parece imposible mantener las salas abiertas, en espacios con quinientas o seiscientas butacas apenas asisten una docena de personas. La venta pirata e internet están acabando con la empresa del cine y, en su lugar, el ayuntamiento intenta reconvertir las salas en teatros o centros comerciales.

En la Gran Vía, derrumbados en las terrazas de la acera, los turistas descansan las piernas, sorben vasos de café granizado, lamen bolas de helado o beben botellas de agua mineral. Los más rubios parecen deshidratados. Tras ellos, las carteleras de los cines dibujan escenas de películas. Las puertas de los hoteles mantienen un tránsito incesante y, a estas horas del día, las salas de fiestas pasan desapercibidas, discretas, con sus bombillas y neones dormidos, en espera de la noche. Antes de entrar al metro, en la Plaza de España, compro un periódico en el kiosco. Bajo las escaleras mecánicas, sin otro objetivo que repetir un ritual que hacía de niño: vuelvo a subir y veo el efecto óptico de la vidriera de colores del techo, un punto de fuga que parece ir tragándose a los pasajeros cuando llegan. La perspectiva engaña, un juego óptico nos hace creer que vamos a introducirnos en el corazón de un caleidoscopio. Pero al llegar arriba, las vidrieras, con todos sus colores, están ya en el techo, inalcanzables.

En el andén de enfrente, tras los cristales de un tren estacionado en la vía, un joven toca la guitarra y una chica realiza malabares con tres pelotas. Sobre el suelo tienen extendido un trapo con algunas monedas. Hace mucho calor en el andén. Como si la capa de tierra y alquitrán que nos separa de la superficie se estuviera fundiendo.

Ahí llega mi tren. Sentados frente a mí, una mujer de rasgos andinos y dos niños de pelos negros y lacios, como ella. Serios, de miradas opacas, son muñecos que siguen el traqueteo del convoy. El más pequeño lame un trozo de hielo con sabor a lima, que sobresale de un tubito de cartón. Por la puerta que comunica nuestro vagón con la del siguiente aparece un hombre, de repente, que lucha contra la corriente de aire que silba furiosa. La vence, por fin, y cierra de un portazo. Dice tener dos hijos, pero no trabajo. Sin más, recorre el vagón con la mano extendida, pidiendo una ayuda. Cuando pasa junto a la mujer andina, ésta le da unas monedas. Al llegar a Tribunal, la mujer coge de la mano a los niños y se levanta. Antes de apearse, sale del halo de invisibilidad que la rodea y sus ojos, transparentes ahora, me sonríen. Pienso que me vio darle unas monedas al hombre. Tras ella se apea el hombre, mientras guarda el dinero en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Se cierran las puertas y ya han desaparecido de mi vista. Seguramente, para siempre.

Abro el periódico antes de llegar a Alonso Martínez. Informa sobre las irritaciones en los ojos y la congestión de las vías respiratorias que están sufriendo algunas personas. Los científicos piensan que la mezcla de rayos solares y humos es la causante de la localización de la capa de ozono por debajo de los 25 kilómetros de altura. Dicha capa, para filtrar adecuadamente los rayos solares, no debería descender de este límite. En la superficie, la estación de Alonso Martínez.

Al salir el calor es infernal. La gente se refugia en los bares o camina hacia la penumbra de los portales. Yo decido volverme al metro, viajar hasta casa para comer algo y dormir una buena siesta.

 

Miradas de piedra

 

 

La mañana del día siguiente se esfuma rápido. Tan rápido como la tarde anterior, que pasé leyendo, tomando notas o refrescándome con la manguera en la azotea hasta el anochecer.

Me despierto a las diez y una atmósfera tórrida flota ya en la casa. Estoy un par de horas tumbado, hojeando notas, trazando itinerarios sobre un mapa. Cerca de las doce, me doy una ducha y salgo a la calle. El piso donde duermo es la casa familiar, la de mis padres, donde viví desde los siete a los veintinueve años, exceptuando largas temporadas que mi accidentado deambular llevó a Inglaterra, Alemania, las Islas Baleares, Suecia...

Sigo el curso de la línea 10. Hoy empiezo en Nuevos Ministerios. En el andén una curiosa contradicción me decide a subir a la superficie. Allá arriba, entre la burocracia de los Nuevos Ministerios, los grandes almacenes comerciales y las acristaladas torres donde tienen su sede entidades financieras y compañías de seguros, se halla la estatua de un poeta: Manuel del Palacio. Me pregunto cómo podrá sobrevivir un poeta en el Madrid más financiero, burocrático y ministerial, aunque sea en forma de estatua.

La calle está abrasada por un sol despiadado (son las tres y media del mes de agosto) y rugen los motores de los coches. En el aire denso y seco, flotan las partículas contaminantes de los tubos de escape y del polvillo de ladrillo y escayola de la fachada en obras que te saluda nada más salir de la boca del metro. La garganta se reseca y la nariz pica.

Moles de granito que rematan en una hilera de arcos cercan el recinto donde se albergan los Nuevos Ministerios. No hay rastro de la estatua del poeta. No me extrañaría que la piedra hubiese cobrado vida para irse a la glorieta de un parque.

Decido internarme en el recinto, pues al mirar el plano zonal del metro pude ver que por aquí hay otras dos estatuas: Indalecio Prieto y Largo Caballero, ministros en la Segunda República, ambos exiliados en su tiempo.

Cruzo la penumbra de uno de los arcos principales de los Nuevos Ministerios y llego hasta la cabina donde un guardia jurado se encarga de levantar la barrera para que pasen los coches. Está charlando con un colega que, apoyado en la ventanilla abierta de la cabina, muestra un voluminoso perfil de cabeza rapada.

—¿Estatuas? ¿No será la placa?

Me dice estirándose como un orangután, escondiendo sus ojos tras los espejos de unas gafas de sol y bostezando con la naturalidad de quien parpadea.

—En el plano ponía estatuas.

—Pues yo estatua aquí no sé, pero si quiere ver la placa...

—Bueno.

—¿Ve la bandera aquella? La española.

—La veo.

—Debajo de ella hay un pequeño busto y la placa.

Atravieso el jardín en dirección a la placa. El jardín está geométricamente dispuesto en parterres rectangulares con esbozos florales simétricos. Los árboles parecen de cartón piedra, tiesos, no se les mueve ni una hoja. Unos patos se refrescan en el agua de un estanque, también rectangular, otros están tumbados a la sombra, dentro de sus cabañas de madera, huyendo del calor. A su alrededor, rosales con rosas muy rojas sombrean el agua y, sobre el césped rasurado, crecen plantas de flores malvas y blancas. Este minúsculo encuentro con la naturaleza, esta evasión casi pictórica rodeados de un Madrid mineral de perfiles agudos, la disfrutan algunos niños que andan en bicicleta o juegan al fútbol, como este que corre a mi lado y lleva la camiseta del Real Madrid con el nombre de Mijatovic. En los bancos, los ancianos o las cuidadoras les ojean desde la sombra. Al final, se impone la mole del edificio.

En efecto, bajo la bandera hay un busto y una placa donde se lee: “El Ayuntamiento de Madrid en homenaje a Indalecio Prieto, Ministro de Obras Públicas de 1931 a 1933. En el centenario de su nacimiento. Esta lápida fue descubierta el 26-XII-1983”.

Camino paralelo a los edificios ministeriales, descubriendo hallazgos arqueológicos que creía extinguidos. En una columna se lee: “Francisco Franco inauguró esta gran plaza el 18 de julio de 1963”. En un cartel se lee “Ministerio de Medio Ambiente” y en otro “Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales”.

Sobre la hierba, o en recintos cercados con una cadena, descansan enormes máquinas, dueñas de un pasado no muy lejano. Por ejemplo, esta apisonadora que tiene un enorme rodillo para sentar el asfalto, según cuenta la placa. Aunque antigua, está muy bien conservada.

—¡Hola, señor! ¿Aquí se puede estar? —me pregunta de repente la apisonadora. Para ser una máquina tan extraordinaria, tiene una voz muy infantil. Observando su interior, descubro dos bracitos menudos que manipulan la palanca, mientras una cascada de pelo negro se balancea al compás.

—¿Se puede estar aquí? —dice ahora la niña, mirándome ya directamente a la cara.

—Creo que no se debe.

—Los guardias no me regañan.

—Pues ten cuidado y no te caigas.

Pienso resignado que, a falta de un parque con columpios y toboganes para los críos, no está tan mal una apisonadora.

—¿Esto para qué es? —Se ve que la cría es resuelta y parlanchina.

—Es una manivela que sirve para hacer girar la máquina, pero ahora no funciona. Es una máquina muy antigua.

—¿Me ayudas a bajar?

Ahora soy yo quien pasa por encima de las cadenas que cercan el espacio alrededor de la máquina. Cojo a la niña en brazos y la poso con cuidado y picardía en el suelo, al otro lado de las cadenas.

—Gracias —dice el diablillo, mientras se agacha como un conejo por debajo de las cadenas y se sitúa de nuevo al otro lado de la máquina.

—Ahora quiero subir por este lado. ¿Me ayudas?

Los escalones son altos y tengo que ayudar a la niña a sentarse en la cabina, donde estaba al principio.

¿Dónde estarán sus papaítos? ¿¡Pero no hay nadie con esta cría!? Pienso, mientras mis ojos recorren los alrededores hasta encontrarse con los de una mujer de rasgos asiáticos, que se ríe tanto que parece tenerlos cerrados, como dos ranuras. También ríe la anciana que está junto a ella en el banco, mientras observan la escena.

—Adiós —digo a la maquinista.

—Adiós, señor.

Este rincón es un museo al aire libre. Ahora veo, junto a sus correspondientes placas, un hito de señalización de carreteras y una hélice triplana metálica del avión Douglas DC-4.

Bajo un magnolio, como escondidas en una cueva, se cobijan mujeres de tez morena que reclaman a los niños con suave acento caribeño. Niños de tez muy blanca se encaraman a los árboles y llaman a las mujeres por su nombre. Cuando los niños acuden, les dan la merienda: sándwiches de jamón y queso, bocadillos de salchichón, botellitas de agua o yogur. Sus padres probablemente estén trabajando y lleguen a casa al anochecer. Está claro que han tomado esta antesala ministerial como parque de juegos.

Un cartel informa de las especies arbóreas del jardín: hayas, pinos, madroños, encinas y ciruelos. Sin embargo, delante del Ministerio de Medio Ambiente, el estanque está seco. Sobre él pasean, aburridas, un grupo de palomas picoteando ramitas y flores. Decido dejar el lugar, después de leer en una placa que me hallo frente a una turbina hidráulica tipo “Pelton” y una grúa con ruedas de oruga. ¡Menudo armatoste! Un enorme cedro se alza tras las máquinas, repleto de niños que cuelgan como manzanas maduras, apunto de caerse en cualquier momento.

—Señor, ¿es usted el dueño de las máquinas? —pregunta una de las manzanas.

El señor se hace el sordo y sigue caminando, no sea que algún otro niño quiera que le suba a la apisonadora o al avión.

Fuera ya del recinto, veo una estatua. Salto el murete para incorporarme a la acera (la salida queda lejos) y leo: “Largo Caballero, Ministro de Trabajo y Previsión Social, 1931-1933”. En un lateral del pedestal de granito: “Escultor Pepe Noja”. Camino hasta la esquina, donde una enorme pila redonda, con chorros de agua que forman arcos curvados hacia su interior, sirve de rotonda para los coches, que ahora son pocos. Es la Plaza de San Juan de la Cruz. El reloj digital que se yergue en la acera marca treinta y ocho grados centígrados, y las seis de la tarde. Puedo ver, desde aquí, el Museo de Ciencias Naturales, junto al suntuoso edificio de la Escuela Superior de Ingenieros Industriales con la bandera de España que cuelga de un mástil inclinado.

Sentado, a la sombra de un enorme bloque de granito, miro la espuma de la fuente y los coches, que se llevan su frescor. Al levantarme, veo tras de mí otra estatua. Lejos, en una pared, hay una placa. Subo las escalinatas y leo: “Indalecio Prieto Tuero. Oviedo, 1883 - México, 1962. Taquígrafo, periodista, parlamentario, orador, político insigne, gobernante de esclarecido talento y generoso corazón. Austero restaurador de la Hacienda Pública. Creador de nueva y fecunda política de Obras Públicas. Impulsor del desarrollo urbanístico de Madrid. Luchador infatigable por la libertad y el progreso”.

Cuando bajo las escalinatas, me parece ver entre los destellos de sol otra estatua más, esta vez de alguien a caballo, con el bronce bruñido, verdosa de abandono y con cagadas de paloma en sus hombros, como galones. Me acerco y ahora puedo ver una pileta vacía de agua sobre la que se yergue, sin placa ni nombre. No importa, reconozco su cara tantas veces vista en monedas o sellos de correo. Es la estatua de Franco, que parece condenada al olvido, a un lento fundirse bajo el tórrido sol.

Pero ¿dónde estará la estatua del poeta Manuel del Palacio?

Ahora estoy convencido de que el ruido del tráfico, las moles grises de los edificios ministeriales, un parque con apisonadoras y la estatua de un dictador han logrado poner en movimiento sus pies de piedra para escapar lejos.

 

Lumitina

 

 

Regreso ocultándome del tórrido sol bajo las arcadas de piedra que recorren la fachada de los ministerios hasta la boca del metro. Los arcos, traicioneros, dejan pasar rayos de sol que picotean en la nuca. Al llegar a la esquina, me acerco hasta el kiosco. Un joven escucha música de un radiocasete colgado de la chapa. Tiene el pelo muy corto y teñido de amarillo, y las orejas perforadas sujetan una decena de pendientes cada una. Me hace un gesto con la barbilla sin levantarse de la silla.

—Una botella de agua, por favor.

Es ahora cuando se levanta, abre el congelador y me acerca la botella.

—Cien —dice ahorrando al máximo su expresividad. Y sus energías, que reserva para volver de nuevo a la silla, a tocar la batería con unos palitos de helado de baquetas y el reposabrazos de su hamaca de tambor.

El semáforo da paso a los peatones en el Paseo de la Castellana. Un descapotable ha invadido el paso de cebra hasta la mitad. Su conductor, un joven con camisa rosa de manga larga y corbata, cubre sus ojos con oscuras gafas de sol. De la radio sale una música estridente, que el joven acompaña con un tamborileo de dedos sobre el volante de cuero.

Mientras pienso que quizá lo único que una a los jóvenes ricos y pobres del barrio sea su gusto por la percusión, no me da tiempo a cruzar toda la calle. Me quedo en la acera del bulevar que hay justo en medio. El reloj sigue marcando treinta y ocho grados centígrados y la hora, siete menos cuarto.

Una mujer se acerca caminando lentamente por la calzada, junto a los coches que ya arrancan y pasan a su lado, casi rozándola. Lleva un fajo de periódicos bajo el brazo y un pañuelo de vivos colores en la cabeza, como los de la falda, que le llega hasta los tobillos. Lo que más llama la atención, no obstante, son sus ojos. Sonríe con ojos densos de miel.

—¿Compras? ¿Sí? —dice ahora, llevándose la mano a la frente, para proteger los ojos del sol y verme con claridad.

—Hace calor —contesto fingiendo no entender.

Levanta los ojos al cielo en un gesto teatral y dice que sí, que mucho. Sobre el pecho lleva un carnet con su nombre, un número y la foto de un niño.

—¿Quién es?

—Mi hijo —dice ahora con una sonrisa amplia, que deja ver las piezas de oro de su dentadura y una cara de mujer joven.

—¿Cómo te llamas?

—Lumitina, de Rumanía —sonríe.

Pienso en los rumanos que fueron desalojados hace unos días del poblado de Malmea, cerca de Fuencarral. Por salud pública, dijo el alcalde. El campamento estaba infectado de piojos y ratas. No tenían agua y vivían hacinados, según leí hace tres o cuatro días en el periódico. Ahora, según los diarios, construyen cinco campamentos provisionales en cinco enclaves de los alrededores de Madrid. Eriales, batidos de sol, alejados de la población, sin comunicaciones cómodas.

—¿Dónde vives ahora?

Me lo repite varias veces, pero no logro entenderla.

—¿Compras? —me pregunta mostrándome el fajo de periódicos de La Farola.

—Compro —le digo extendiéndole las monedas: doscientas pesetas.

—¿Tú mañana aquí ropa? —me pregunta.

—¿Ropa? —pregunto desconcertado.

—Sí, ropa y champú —dice señalando mi reloj y luego el suelo—. ¿Aquí?

Entretanto, una mujer de similar vestimenta se acerca presurosa, me señala su barriga abultada de forma extraña. Dice con los dedos que cinco... ¿meses?, ¿hijos? Me coge la mano, la besa. La retiro abrumado. Sollozando, me extiende un ejemplar de La Farola.

—Ya tengo —digo, mostrándole el periódico.

Solloza, agacha la cabeza, la ladea. Le doy una moneda, pero no retira la mano. Solloza con más fuerza. Al caer la segunda, desaparecen los llantos, da las gracias y se va. Es buena actriz.

El semáforo está en verde.

—Adiós, Lumitina.

—Adiós —dice sonriendo con sus ojos chispeantes.

Se abre el semáforo, termino de cruzar la calle.

Bajo el puente que atraviesa la Castellana, un hombre negro recoge con parsimonia su tenderete de bolsos, que mete, uno a uno, en una caja de cartón. “Bolsos a 1.000 ptas.”, dice otro cartón más pequeño, escrito con rotulador. El hombre sonríe y se tumba en la acera junto a su mercancía, como un león en la sabana que no quiere malgastar sus fuerzas. Yo, para no malgastar las mías, entro en la boca de metro pensando en llegar a casa y tumbarme a esperar el frescor de la mañana siguiente.