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ÍNDICE

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Autor

Créditos

Dedicatoria

Citas

Índice

LIBRO PRIMERO: LOS DECAPITADOS

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

LIBRO SEGUNDO: EL DILUVIO UNIVERSAL

1. ISLA

2. SED

3. CACERÍA

LIBRO TERCERO: LA SALUD DE LOS OJOS

Citas Libro Tercero

1

2

3

4

5

Juan Soto Ivars

Juan Soto Ivars

Juan Soto Ivars (Águilas, 1985) es escritor, columnista en El Confidencial y El Periódico de Catalunya, y colaborador en Els Matins (TV3) y No es un día cualquiera (RNE).

Entre sus novelas destacan Siberia (Premio Tormenta al Mejor Autor Revelación de 2012) y Ajedrez para un detective novato (Premio Ateneo Joven de Sevilla de Novela 2013). Su último ensayo, Arden las redes: la poscensura y el nuevo mundo virtual fue un gran éxito de crítica y ventas.

“Sin lugar a dudas Juan Soto Ivars es un escritor con vocación de permanencia. Basta leer unas pocas páginas para apreciar su instinto incuestionable.” Santi Fernández Patón, Hermano Cerdo

“No siempre estoy de acuerdo con Ivars. Pero siempre me hace pensar y cuestionarme aquellas ideas que tengo grabadas a fuego en mi interior, como si fuesen verdades reveladas.” Xabel Vegas, La voz de Asturias

“Soto Ivars siempre se pone del lado de los débiles, sea el lado que sea.” David Torres, Cuarto Poder

“Si has escrito twits y los has borrado antes de darle a twittear, Soto Ivars te explica el porqué.” Jordi Évole

Candaya Narrativa, 50

CRÍMENES DEL FUTURO

© Juan Soto Ivars

Autor representado por The Ella Sher Literary Agency

Primera edición impresa: marzo de 2018

Primera edición digital: enero de 2019

© Editorial Candaya S.L.

Carrer de la Bòbila, 4 - Barcelona

08004 Poble Sec (Barcelona)

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Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

© Manel Gausa (del libro Somorrostro, Líniazero edicions, 2013)

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN: 978-84-15934-61-5

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Para Juan Gómez Bárcena y Andrea Palaudarias, sin los que no habría terminado este libro.

Para Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo, sin las que no lo habría comenzado.

“En cuanto me recuperara un poco saldaría todas mis deudas; tal vez comenzara hoy mismo un artículo sobre los crímenes del futuro.”

Hambre, Knut Hamsun.

Capítulo 1

Alguien preguntó la hora pero ninguno tenía reloj, y los niños hacía rato que habían echado a correr. El edificio que hoy usan como granero fue un polideportivo, pero de esto hace tantos años que los críos, aficionados al fútbol, lo ponen en duda. Atienden a las historias de los viejos como quien oye una canción que se sabe de memoria, pero en cuanto sale el tema del polideportivo y los ancianos rememoran competiciones y trofeos, los niños levantan las orejas y tuercen la cabeza con suspicacia. ¿Un polideportivo?, preguntan sus ojos incrédulos, ¿aquí? Así que la jauría sale para allá. Se alejarán de la plaza, abandonarán el pueblo y saltarán entre zanjas y montículos de escombros que flanquean la antigua urbanización en ruinas, de la que todo lo aprovechable fue saqueado muchos años antes de que estos niños nacieran.

Atravesarán las eras y alcanzarán el edificio. Tienen siete, ocho, nueve años, pero aparecen pequeñas arrugas entre sus cejas. Miran el granero con la expresión de un hombre que abre la puerta de su casa y encuentra a un pariente indeseable, aunque también hay envidia y resentimiento. Envidia porque bajo el cereal y las pacas de forraje y los aperos de labranza hay una pista de fútbol y una cancha de baloncesto. Resentimiento porque quienes cuentan estas cosas fueron niños privilegiados. Se enzarzan entonces en amargas discusiones, se enfadan entre sí y al final la toman a pedradas contra las paredes de hormigón o rascan la pintura azul de la fachada, que se descascarilla con facilidad por la resaca de un siglo de sol español.

Otras historias del pasado les hacen sentir muy afortunados. En el dintel de la escuela hay un letrero: Sólo los mejores merecen lo mejor. Los niños saben que esa leyenda es un conjuro que los librará pronto de las lecciones tediosas del maestro, y esperan con ansiedad el momento de cumplir los diez años. A diario los muchachos de doce o trece se arriman a las ventanas durante las clases y les enseñan el pijo o las tetas a los escolares y fuman riéndose al aire libre y cantan viejos cantos de libertad, como Caín y Abel es un partido cruel, tienes que pelear por una estrella, consigue con honor la copa del amor, para sobrevivir y luchar por ella. Cantan y todavía tienen ánimo para jugar, el trabajo ya los aplasta pero todavía no han descubierto el consuelo del vino, así que conservan la mirada intrépida y los modales desmañados de los más pequeños, aunque entre sus dedos ya se adivinan pequeños bultos, embriones de esos futuros callos que transformarán sus manos en herramientas.

La ley dice que los menores de catorce no pueden trabajar más de diez horas al día pero el campo no sabe leer. Hay que sacar las ovejas y las cabras y luego volver a entrarlas, hay que rastrillar mientras los hombres abren caballones con el azadón y despanzurran la tierra, hay que apartar las piedras grandes a un lado y hay que limpiar las cuadras y hay que sanear las casas y todo eso es trabajo de muchachos y muchachas. Los niños saben que la vida será cansancio. Los hombres se ocupan de que se hagan a la idea poniéndolos a trabajar hasta que caen reventados, y así sabrán por qué llegan sus padres reventados y se meten en el catre al poco de la cena. Hermanarse con el cansancio de los padres es la forma que tienen estos niños de anticiparse al futuro, pero saben también que, en los descansos, podrán pararse a fumar ante las ventanas de la escuela y enseñar el pijo a los pequeños y burlarse, lo cual es mejor que aguantar al maestro.

No es el caso de Julia, que es de naturaleza generosa pero muy escéptica con los otros niños. A simple vista costaría distinguirla de los demás, aunque todo el mundo sabe que hay una niña en el pueblo a la que le importa un pimiento el polideportivo. Es la que lee debajo de un olivo, la única que se llevará un disgusto cuando se le acabe el tiempo obligado de escuela y tenga que ponerse a trabajar como una bestia. La hija menor de Matías, marido de Juliana e hijo de Samuel, estaría mejor si fuera hija de don Juan. Eso dicen las malas lenguas, que en el pueblo son tan numerosas como los días de sol. Es fácil que Matías se ofenda al oír tales comentarios, no tanto porque sospeche de Juliana como porque se cree todo lo que dicen los del Movimiento Agrario Revolucionario. Matías ha sabido siempre que la cría es más espabilada que el hermano, que la madre y que él mismo. Una virtud como la inteligencia no es algo que alegre a un padre del campo, pero sin embargo no puede evitar sentir orgullo. A veces, tras la comida, se la queda mirando. La niña lleva el plato al arenero y lo limpia frotándolo minuciosamente. Después vuelve a la mesa y abre un libro. Nada consigue perturbarla cuando lee. Se le olvidaría dormir si el libro no se consumiera ante sus ojos.

Es Matías quien se los trae a casa aunque eso ocasione peleas con Juliana. Para su esposa, el sitio de una niña está en el corral, y un libro en las manos ocupa el espacio destinado a la escoba. Pero Matías le dice: ¿qué problema hay, si después trabaja más que su hermano, si nunca ha protagonizado un berrinche cuando le toca desempeñar una tarea repulsiva? Pero Juliana niega con la cabeza, porque una madre siempre encuentra motivos para recelar cuando observa a sus hijos. Poco importa, porque los libros casi no cuestan dinero. Es fácil encontrarlos en primavera cuando los venden al peso los gitanos para que los hombres del campo enciendan los hogares y las chimeneas y prendan los rastrojos con páginas arrancadas.

Cuando la niña lee, Matías la mira y le desazona que pase el tiempo tan deprisa. Sospecha que recordará esa imagen el día que le llegue la hora, pero no hay que ponerse tan dramático, Matías. Tu hija es una cría gruesa y sana. Sabe jugar como los otros aunque tú sospechas que lo hace más para agradar a sus padres que por diversión propia. ¡Vamos! Mírala con otros ojos. Tu hija sabe tirar piedras, sabe correr y saltar, coger arañas y ranas; sabe defenderse si otro crío quiere pegarle. Su cabello negro crece fuerte en las sienes y las pestañas. Ni siquiera protesta cuando le encomendáis echar cal en las letrinas.

Matías se repite todo esto y sin embargo hay momentos de misterio, como si la niña estuviera enviándoles un mensaje en un idioma antiguo y ellos no acertasen a interpretarlo. Esta noche, a esa hora tétrica en que su hermano solía tener miedo de monstruos y fantasmas, Julia se ha quedado dormida en la mesa con la cara apoyada en las páginas del libro. Matías la ha cogido en brazos y la ha depositado en el catre. Luego ha vuelto a la cocina y se ha quedado mirando el libro. De pronto, una pieza de leña se convierte en algo delicado.

Un ciclo en la vida de las plantas concluye. Sacrificaron unos animales y esperaron a que otros dieran a luz, y en otoño, el día de la patrona, una mujer de Mérida vino a las fiestas y cantó rapsodias viejas como el mundo. Tocan las campanas, la gente se alegra, mi novia va a misa, yo voy detrás de ella; y allí, mismamente delante del Cristo, hincado en la tierra, rezando las cosas que a mí me enseñaron cuando iba a la escuela, una voz me dice: ¡sé bueno y trabaja! y otra voz me dice: ¡trabaja y espera! Luego se levantó el muro helado del invierno y se resquebrajó, y así transcurría un año más, que era un año menos para que empezase la guerra.

Julia crecía. Las muescas en la pared de la cuadra eran más altas de semana en semana, y los gitanos pusieron su carpa cada miércoles y dieron el parte de las noticias del mundo con sus aparatos conectados a internet. Recibían cuatro duros aquí y otros cuatro duros en el pueblo siguiente, que es el Puente del Arzobispo. En todas partes acudía a escucharlos un público igualmente reducido: el maestro y sus alumnos, obligados y alborotadores; y don Juan y sus tres hijos, que tomaban refrescos ante la envidia de los niños pobres de la escuela. Pero los gitanos no eran los únicos visitantes. Cuando las máscaras de papel del Carnaval ya estaban cogiendo polvo en los altillos llegaron los delegados del Estado, lacónicos y severos. El pueblo se reunió en la cantina para oír la ley: guardarse una parte de la cosecha o venderla en el estraperlo estaba castigado, adulterar las canalizaciones de agua para abaratar el riego estaba también castigado, pinchar electricidad de los edificios públicos para alumbrarse en casa no estaba menos castigado. Todos la incumplían, pues la ley parecía impuesta a mala fe para impedirles lo más básico para la subsistencia. Un hombre pobre tiene derecho a saltarse la ley, aunque sean los hombres ricos los que al final suelen hacerlo sin castigo. Pero tras examinar los contadores, los delegados dictaron sentencia en la alcaldía, ante don Juan y las fuerzas vivas: dijeron que este año nadie había infringido la ley. Cuando el secretario de don Juan lo proclamó a los trabajadores no hubo sorpresa. Unos años caían premios porque había suerte y otros años venían los castigos, y el mundo recomponía el equilibrio mientras los labradores llevaban al mercado negro buena parte de la cosecha, pinchaban la electricidad de los edificios públicos, metían morralla en los tubos para pagar menos por el riego y asistían a las reuniones del Movimiento Agrario Revolucionario.

Ay, si don Juan os pillara. Nadie sabe lo que pasaría, pero cuando discuten el asunto alardean de que, llegado el caso, colgarán al cacique, a sus hijos y a sus perros de una encina. Sus frustrantes reuniones se celebran en casa de Pablo el Largo, que tiene un sótano donde se apelmaza la borra de su ganado, lo cual es bueno para que todos se pongan cómodos y para que el canto a San Isidro Labrador no llegue hasta la casa de don Juan, trabajando afanoso y callado, en la vida imitaste a Jesús, y trazando los surcos de arado, con paciencia abrazaste su Cruz.

Cuando se canta en compañía de otros hombres tan pobres como uno mismo la hermandad escuece. Pero esta vez Matías ha tarareado la melodía a solas en la puerta de su casa, donde ha estado esperando a Juliana. En la asamblea se le ha echado en falta, pero todos saben que tiene últimamente una preocupación más urgente que la política. Cuando Juliana llega, se meten para adentro y discuten. Llevan así dos semanas.

Esta noche creen que Julia duerme, pero ella ha contado hasta tres mil con los ojos bien abiertos y oye al padre que se está quejando. La niña tenía asumido que este año se le terminaría el colegio, pero el maestro le dijo a su padre que una cría como ella merece seguir estudiando. En ese momento las preocupaciones de Matías cambiaron y dejó de asistir a las reuniones del Movimiento. Se iba con el maestro donde los lacayos de don Juan no pudieran escucharlos. Supo el labrador de la existencia de unos bonos del Ente para familias con niños prodigio.

¿Es Julia un prodigio? El futuro demostrará que no. Puede que un prodigio frustrado. Pero esta noche tiene diez años y el futuro es hermético y parece que su vida penda de un hilo. Seguir en el colegio es todo lo que desea. Su padre se ha quedado callado pero se le oye rezongar porque ha tropezado con la resistencia de Juliana. Julia no quiere perder detalle, así que apoya la mano en el borde del camastro contiguo donde ronca su hermano, y despacio logra zafarse del catre, poner los pies en el suelo y alejarse de ese nido, que debe ser como un huevo por dentro cuando la clueca se le pone encima. A partir de ese momento se concentrará para entender el sentido de las palabras de los mayores al otro lado de la cortinilla.

Nota que su padre se esfuerza. Quiere explicarse de forma que la madre no malinterprete sus palabras, pero la mujer levanta la voz y le dice que tiene pájaros en la cabeza. Se produce un silencio que se rompe cuando el padre pone las palabras una detrás de la otra para explicar de nuevo sus argumentos. Hablan del bono y del colegio, de su destino. El padre dice lo que el maestro le ha dicho: que va a hablar con un amigo suyo y que ese amigo tiene contactos en la capital. Añade que ese amigo, también maestro, ha sacado a tres niños con beca de su escuela y los ha mandado a estudiar a la universidad. La madre se ríe. Es una risa falsa y ofensiva para el padre, que le pide a su mujer que se calle con una voz que logra llegar más clara a los oídos de Julia. Pero la madre no se amilana: le recrimina que sea tan ingenuo y le dice que el maestro, lo que quiere, es una niña con beca para que no le cierren la escuela.

Julia se alarma.

Según su madre, todo el mundo sabe que la escuela no sirve para nada.

Julia no lo sabía: tenía la impresión de que la escuela sirve para que le digan a una cosas sobre números y letras, sobre Dios y la naturaleza, sobre ciudades y países, sobre todo aquello que una nunca ha visto en el pueblo y otras que nadie podría haberse imaginado.

Pero la madre insiste: la escuela es una pérdida de tiempo, mete pájaros en la cabeza de los niños. Julia se pregunta qué tiene su madre contra los pájaros y recuerda con qué aprensión le pide siempre a ella que se acerque al corral a por los huevos de las gallinas. La madre de Julia no fue a la escuela. Cuando ella nació ya se había terminado el Privilegio de los Viejos. Por eso cree que el polvillo de los gallineros deja ciegas a las mujeres si se meten ahí habiendo tenido primero el hijo y luego la hija. Total, que según la madre, el maestro quiere aprovecharse de esta familia para que no le cierren la escuela, pero el padre dice estar harto y la interrumpe.

Quiere decirle cuatro cosas a la madre y así se lo hace saber.

Si piensa que él es tonto, está tan ciega como su madre. La madre dice que cómo se atreve y que a su madre no la miente que lo desuella pero después, en un tono más suave, el padre habla del dinero durante un rato y la madre vuelve a enojarse como pasa siempre que hablan del dinero, y dice que él va a quemar el poco ahorro que han conseguido todos estos años de trabajo y de sufrimiento.

El ánimo de Julia se hunde. No quiere que sus padres dilapiden el fruto de tantos años de trabajo y sufrimiento.

La va envolviendo una tristeza profunda, y entonces el padre levanta más la voz y grita que se hará lo que ella quiera, como siempre se ha hecho en esta casa, y todo parece perdido.

Se enzarzan en una discusión acerca de quién lleva los pantalones, asunto que a Julia le parece ridículo porque su madre siempre va con faldas.

Después ocurre lo inesperado. Sin venir a cuento, la madre autoriza al padre para intentarlo con el bono del estado. Hace su oferta con una voz melosa, como si hubiera llorado y ahora estuviera aliviada. El padre, cuya voz suena cansada, se entusiasma. La alegría de su padre traspasa la cortina y penetra en la niña, que siente que todo puede salir bien si su padre se propone defenderla. Lo oye hablar de la necesidad de un abogado que haga las gestiones de la gente pobre del pueblo. La madre le responde desanimada que no lo ve posible, pero el padre insiste en que Julia lo conseguirá.

En ese momento, el verano ya se asoma sobre la loma. Pronto arrastra su barriga encima de los tejados y la corte de lagartijas que le acompaña corre por las paredes encaladas. El calor espabila trabajos y amodorra cabezas. Muchos padres sacan a sus hijos de la escuela en esta época porque los necesitan en el bancal y los corrales. Don Nicolás, el maestro, lo acepta con resignación y no protesta, pero Julia lo nota paulatinamente más triste a medida que el aula se calienta y se queda vacía. Es un hombre gordo y alto, para ella una montaña parlante. Le ha enseñado que el cerebro es un órgano que vive dentro de la cabeza y le ha mostrado una fotografía en la que parece una coliflor o una nuez abierta. Cuando imparte su última lección, Julia imagina que el cerebro del maestro está escondido debajo de su cráneo sin pelo. Querría que su propio cerebro creciera y se pareciera al suyo, tan lleno, y no al de su madre, tan cerrado, tan famélico, tan necio. Aceptaría quedarse calva para conseguirlo.

La campana interrumpe su fantasía. La jauría sale dando gritos y empujándose, todos corren hacia la balsa, lanzan piedras y pelean, y cantan que pensabas que vivía dentro de un cuento con argumento, pensabas que sentía lo que yo siento siempre por dentro, pero Julia se queda ante el viejo edificio y lee el lema que adorna el dintel. Su padre no ha mencionado el bono para los niños prodigio desde hace muchos días. Ella no se ha atrevido a preguntar y ahora tiene miedo de que todos hayan cambiado de idea sin decirle nada.

¿Quiénes son los mejores?, pregunta la nuez abierta dentro de su cabeza, ¿quiénes merecen lo mejor?

Al regresar a casa le alarma ver a su madre satisfecha y alegre. La oye cantar y aborrece su jovialidad, que a ella le suena como la victoria de alguien testarudo. Cuando se sientan a comer, su padre sorbe la sopa de pan con la cabeza gacha mientras la madre hace planes para la próxima cosecha. Es como si quisiera dejar claro que las aguas han vuelto a su cauce mientras Julia contiene su rabieta. ¿Qué pasa con ese bono, qué ocurrió después de aquella discusión? Pero teme que, si pregunta, sea su madre quien se apresure a decir que se vaya sacando los pájaros de la cabeza.

Durante los siguientes días casi todo es trabajo, pero cuando le dejan un rato libre da un paseo hasta la escuela. Los pájaros chillan escribiendo caligrafías en el cielo blanco y corren hacia la serranía, y se oye a los niños chapoteando en sus guerras inventadas de la alberca. Julia observa las aulas vacías con la cabeza apoyada en la ventana, los pupitres de madera verde carcomida por los pintarrajos y los desconchones, la pizarra ocupada por el fantasma de viejas explicaciones, y recuerda ese aroma de sudor y de madera de lápiz que está encerrado tras el cristal con la tristeza de una vieja que se acuerda de su juventud.

No hay rebeldía en ella. La rabia es un animal que rumia dentro y está quieto. Quiere acostumbrarse a su vida sin colegio. Lo da todo por perdido. Su edad corta y su estatura diminuta encierran una enorme disciplina. Limpia lo que está emporcado, barre el patio, cambia la arena del arenero, recoge los huevos de las cluecas y deposita las hueveras de cartón en las cajas de la dársena, de donde las cogerán los camioneros que viajarán a esas ciudades que ella no va a conocer.

A la semana siguiente, cuando la jauría levanta las hogueras de San Juan, Julia examina los libros que han encajado entre maderos para ayudar al fuego a hacer su hogar. Llena de resignación, camina hasta su casa arrastrando las zapatillas, saca de debajo del camastro los dos que más le han gustado siempre, su Manolito, escrito en un tiempo en que todos los niños iban a la escuela hasta que eran grandes, y el viejo ejemplar de Momo, que es una niña que vivía en una ciudad antes de que se extinguieran las tortugas. Agarrándolos desanimadamente vuelve a las hogueras y los entremete en la maraña de patas de silla y cestos rotos.

Llegará la noche y la jauría saltará sobre las brasas. Los mayores sacarán guitarras y cajones de fruta sobre los que marcar el ritmo de bulerías antiguas, y habrá baile. Cuando sale la luna nueva, la de San Juan, se encienden los corazones con las candelas, la música suena, tiritritán, y el amor me quema.

Pero una mañana, cuando la ceniza empieza a cubrirse otra vez de tierra, su padre entra a casa acompañado por el maestro y la llaman ¡Julia! Y ella acude a esas voces fuertes y alegres como perro desconfiado. Una llamada telefónica les ha avisado de que está admitida para el preparatorio. Quiere saltar y gritar, pero la obligan a serenarse y a estarse quieta. Le explican que en septiembre hará un examen y que de eso va a depender que le concedan el bono. Un pensamiento con forma de pájaro cruza por su mente, haciendo que se le tuerza la boca sin que pueda remediarlo. Su madre sale de la casa con la excusa de alimentar a las cabras. Julia mira al maestro con temor:

–Yo... quemé mis libros favoritos.

Pero don Nicolás no se enfada, sino que se ríe.

–¡La impaciencia es un síntoma de inteligencia! ¿Qué libros eran?

Manolito y Momo...

–¡Bah! ¡Son para críos! Ahora tendrás que prepararte con libros de mayores. Mañana a las nueve en punto te espero.

–¿Dónde?

–¡En la escuela, claro!

Al día siguiente, don Nicolás le trae esos libros de mayores, polvorientos y rotos. También carpetas abarrotadas de papeles y fórmulas de álgebra que escribe en la pizarra. Así se aclara la niebla que envolvía el mundo de los adultos.

Tres días son suficientes para que las lecciones se oscurezcan, para que don Nicolás pierda la paciencia y la trate tan mal como a los zagales tontos de la clase. La geometría y sus figuras dejan paso a la estadística económica. En historia, concluyen las batallas antiguas, se hunden los reinos, se desprenden las coronas y tras la caída de la monarquía borbónica queda la aridez de la historia contemporánea, con sus nombres en chino y sus Entes Multinacionales. Las ciencias naturales se agostan, de las carcasas de animales extintos como el elefante y el rinoceronte brotan teorías macroeconómicas, y se mueren todos los poetas y aparecen los CM, y aparece internet y luego desaparece y queda proscrita, y después de dos semanas de clase ya ha desaparecido toda la belleza de la antigua escuela.

Así es como Julia empieza a sospechar que su madre tal vez tenía razón, y vuelve a preguntarse quiénes son los mejores y qué significa obtener lo mejor. Cuando había otros niños en clase ella podía destacar, pero ahora, en este verano achicharrante se enfrenta a solas a un hombre que lo sabe todo y que le recuerda que ella no sabe nada. Tanto se ha agriado el carácter de don Nicolás y tan rápido, que la niña tiene la impresión de que se preocupa más por sí mismo que por ella. ¿Será cierto que solo busca salvar su escuela como dice su madre? ¿Será cierto que ella es su herramienta? Si se distrae, la obliga a ponerse de pie y sigue con la lección hasta que ella se queja por los calambres en las piernas. Cuando a mediodía su madre le trae la comida y la deposita en un pupitre vacío, don Nicolás la echa del aula con un gesto severo. Julia come sola y envidia a los niños tontos que no fueron merecedores de lo mejor. Se marcha a casa al anochecer cargada con un montón de papeles que está obligada a recitar al dedillo a la mañana siguiente para evitar que don Nicolás se enfade. Hace tanto calor por la noche que le resbalan gotas de sudor por la nariz y las palabras del libro se las beben.

Piensa en otra vida, tal vez una vida cansada y afanosa en compañía de los niños brutos, pero un fugitivo siempre necesita un lugar al que ir y los niños libres no van a consentirle que vuelva a acercarse. El día que Julia volvió al colegio, su hermano propagó la noticia, y desde entonces las habladurías a su costa se han convertido en disparates. Cada día tocan el cristal con los nudillos y le muestran sus intimidades. Si pide a don Nicolás que la defienda, él le ordena que madure y le repite lo difícil que va a ser el examen.

No le queda más remedio que memorizar las lecciones a la luz de un flexo, pero mientras lo hace está rezando para que los adultos la perdonen por ser inteligente.

Como si sus plegarias hubieran sido atendidas, cuando al fin llega el día de septiembre marcado, los papeles del examen han llegado al pueblo. Tenían que venir a las siete de la mañana, pero a mediodía don Nicolás está impaciente y camina arriba y abajo por la casa angosta de Julia con las manos a la espalda. El padre, sentado a la mesa, mira al infinito con expresión desconsolada:

–¿Y dice usted que no ha habido anotación?

–Notificación, amigo –corrige don Nicolás–. No la ha habido. Tenía que llegar el hombre del Ente con el contrato para la familia y las hojas del examen. Él mismo se llevaría los papeles a las dos horas. A las nueve de la mañana, en teoría. Sencillamente no ha aparecido. La semana pasada me explicaron cómo se haría, ¿no te acuerdas?

–Me lo dijo, lo recuerdo perfectamente. Estaba usted ahí delante y me dijo: acaban de llamar y me han explicado cómo se hará la cosa, y se hará de esta manera...

–Sí, pues ya ves. –Tras una pausa, dice–: esto lo hacen a caso hecho, Matías. Quieren recordarnos a qué clase pertenecemos, no se nos vaya a olvidar quién tiene la sartén por el mango.

Matías mira de reojo a Juliana, que está apoyada en la pared, y pregunta:

–¿Don Juan no tendrá nada que ver con esto?

Al oír ese nombre, Juliana se escabulle al patio.

–No, Matías.

El maestro niega con la cabeza y los dos hombres se quedan callados. Matías, lanzando miradas como preguntas a la puerta por la que ha salido Juliana y don Nicolás cabizbajo, como quien está a punto de resolver una partida de ajedrez. Tras soltar el aire de los pulmones, se lleva los dedos a la boca y lanza su movimiento:

–Es hora de hacerte una pequeña confesión, Matías. Don Juan sabe perfectamente lo del bono.

Matías lo mira sin comprender.

–Yo mismo se lo conté. No me fue fácil pintárselo de manera que lo aceptase, pero al final quedó conforme.

Las manos de Matías se han crispado. Aparece una vena con forma de rayo en su sien. Julia no había pensado en don Juan, no había tenido tiempo para ello, pero ahora lo comprende todo. El cacique no quiere una abogada en el pueblo. El cacique quiere que los niños crezcan y trabajen para él. Julia se pregunta si el cacique la ha salvado de hacer el examen. Julia se pregunta si tendrá que rendirle pleitesía por este favor.

–No debería haber hecho eso –dice Matías secamente.

–Estás equivocado –el maestro da un paso atrás y se pone al otro lado de la mesa–. Yo sabía que tú no lo aprobarías y que tendría que explicártelo hasta que lo entendieras, de manera que lo hice sin consultarte y esperé a que tu hija sacase el examen para decírtelo. Pero en vista de que temes que don Juan haya impedido que el examen llegue, yo te digo que eso no es así.

Pausa. Matías sostiene la mirada del maestro, pero luego baja la vista a sus manos como si hubiera sentido vergüenza. Murmura:

–Don Juan ha llamado a la capital y por su culpa mi hija no va a ser abogada.

–Te digo que te equivocas.

–¡Que no, me cago en Dios! –Matías da un puñetazo en la mesa y se incorpora–. Usted se cree que soy tonto –pausa–. Yo me doy cuenta, y no me ofendo –vuelve a sentarse, aturdido–. Es verdad que no soy listo como mi hija, pero la cabeza me sirve para sumar dos y dos, y lo demás lo aprendo en el Movimiento.

Tiene los ojos clavados en su propio puño, que aprieta contra la madera como si tuviera miedo de levantarlo. El maestro responde con una cautela camuflada de camaradería:

–Haz el favor de razonar un poco. Yo sé lo que estás pensando, y para que veas que te entiendo, te lo voy a decir: tú crees que don Juan no quiere tener otro abogado en este pueblo que su secretario, y en eso tienes toda la razón. ¿Crees que no fue lo primero que me dijo? “Nicolás, un abogado hace justicia, dos pican pleitos”. Esas fueron sus palabras. El cacique sabe perfectamente que si tu hija estudia habrá una voz autorizada para discutirle los sablazos y las mezquindades, para ir a los juzgados cuando haga una como la que le hizo a Joaquín Sánchez. Pero ¿se té ha ocurrido pensar en cómo íbamos a tener a tu hija metida en la escuela seis años hasta que se vaya a la universidad? ¿Cómo crees que ibas a ocultárselo a don Juan?

Las venas remiten detrás de las sienes de Matías. Sus ojos están llenos de confusión.

–Pues, pues esas cosas se hacen según venga la cosa, ya se vería.

–¿Ya se vería? Nicolás: seis años. ¿O ibas a encerrar a tu hija en el almacén de borra de Pablo el Largo hasta entonces?

–Entonces esto no tiene solución. Y si usted lo pensó lo podía haber dicho antes. He gastado mucho en los viajes a la capital. He hecho el ridículo para nada, porque don Juan nos ha quitado el examen.

–Te repito, Matías, que te equivocas –suspira y hace su último movimiento–. El examen llegará mañana, o pasado. Esto es cosa de la administración, de la burocracia. Don Juan no va a impedir que llegue porque alcanzamos un acuerdo. Si Julia suspende el examen, aquí paz y después gloria. Si aprueba, él saldrá beneficiado: le daremos el dinero del bono los años que Julia estudie en el pueblo.

Matías se queda petrificado. Su mano derecha se aplana sobre la mesa, como si quisiera hundirle las patas en el suelo. La espalda del maestro se endereza. Saca un palillo para fingir que está calmado y se lo pone en la boca. Matías mueve los labios sin encontrar palabras. Finalmente parece llegar a una conclusión. En sus ojos, un fuego húmedo. La mano no se levanta de la mesa.

–No me ha consultado esto.

–Matías, si tu hija se convierte en abogado, ese cacique pagará con creces todo lo que ha robado.

–Le mete el dinero de mi familia en el bolsillo.

–Esto –explica don Nicolás dando un paso atrás– lo hacemos porque necesitáis un abogado y tu hija es lo mejor que ha pasado por mis aulas en todos los años que llevo trabajando.

Matías se levanta con las dos manos apoyadas en el tablero y adelanta la cabeza. Su rostro ha perdido la expresión, duro y plano como la madera de la mesa. El maestro se quita el palillo de la boca lentamente. Ha empezado a sudar. Los ojos de Matías están inmóviles como los de un ciego. Se oyen los pasos de Juliana, que entra en la estancia cargada con una cesta de ropa sucia. La mujer detecta que algo pasa.

–¿No quiere ir al ayuntamiento y llamar otra vez, don Nicolás? –pregunta.

Don Nicolás da un respingo y se lleva otra vez el palillo a la boca, y hurga entre los dientes como si buscase una respuesta, y la encuentra:

–Sí. Eso haré. Llamaré otra vez a la capital, a ver qué dicen.

Sale apresuradamente. Matías permanece un rato encorvado sobre la mesa. En la cabeza de Julia, la política de los mayores toma forma rápidamente. Sabe que su padre está furioso con don Nicolás pero que tiene más miedo todavía de que su madre se entere de lo que ha dicho don Nicolás. Sabe que la madre quedó convencida porque el bono es dinero y Julia no sería un peso muerto esos años, y que ahora que ese dinero se lo va a quedar don Juan el padre no tiene nada que ofrecer a esta familia. Desea con todas sus fuerzas que don Nicolás se equivoque. Lo mejor que podría pasar es que el examen no llegue nunca. Matías le lanza a su hija una mirada de alarma que contiene también una especie de súplica. La política de los mayores es sencilla. Ahora es Julia quien tiene algo de valor para su padre. Si quiere, le dirá a su madre lo del dinero y entonces el examen podrá llegar o no llegar, y dará lo mismo. Devuelve la mirada a su padre. Tiene los ojos llenos de inocencia y la cabeza llena de malos pensamientos. Se da la vuelta y va donde su madre. Se abraza a sus piernas y sabe que la mirada del padre se está arrastrando por su espalda. La política de los mayores es sencilla.

Mientras se abraza a su madre, piensa en lo mucho que las ha unido el verano. Su madre ha sido la única persona en quien encontraba consuelo cuando se quejaba porque no podía más, la única con la que se lamentaba si le dolía la cabeza de tanto estudiar. Su madre era quien le acariciaba el pelo y murmuraba que era demasiado estudio para una cría de diez años. Pero, al mismo tiempo, Julia notaba que su madre era especialmente cariñosa con ella cuando su padre estaba delante, y había en sus caricias y consuelos una especie de exhibición de su poder. Dos fuerzas tiran de ella y amenazan con partirla en dos.

Ha transcurrido una mañana tediosa y el reloj de la plaza da las dos. Julia piensa que todo quedará en un mal verano y que podrá salir a correr y le pegará a su hermano una paliza de muerte delante de quienes secundaban sus ataques. Es la alegría por la liberación y la tristeza por dejar de ser una niña, la complicidad y la repugnancia respecto a su madre, la admiración y la rabia hacia don Nicolás, y el desprecio que cree sentir hacia su padre es algo que la llena de pena y de asco. Van pasando las horas de la tarde. Una vida mezquina de trabajo se asoma al horizonte. Está más allá de todos los libros y es más larga de lo que ella puede calcular. Por la noche, cuando llega su hermano a casa todo cubierto de tierra, se quita la gorra y pregunta con sarcasmo:

–¿Te han puesto un diez, gusano?

Y entonces todas las emociones reprimidas a lo largo de ese verano cruel, toda la furia y el alivio saltan sobre él. Su hermano la derriba de un empujón y se da la vuelta para escapar, pero ella se arrastra por el suelo y le clava los dientes en el gemelo. Su hermano grita y se retuerce, y le patea la cabeza con el pie libre, pero ella aprieta los dientes con todas sus fuerzas. Enseguida viene el sabor de la sangre, la resistencia del hermano desaparece pero ella sigue apretando los dientes, y nota como si la carne de un melón caliente se desgarrase en su boca, esa textura nervuda que cede y humedece, y también nota cómo la agarran por debajo de los brazos y unos dedos le oprimen las mejillas como se hace con los perros que no sueltan su presa. Es la madre luchando por liberar a su hijo. Lo último que ve antes de que la lleven en volandas y empiecen a pegarle es un muchacho miserable y pálido tirado en el suelo, su pierna y sus dedos cubiertos de sangre.

–¡Te odio, José! ¡Te odio!

El hombre del Ente aparece al día siguiente. Trae el examen en el maletín. Don Nicolás despierta a Julia y la lleva a la escuela. La niña lo sigue con indiferencia, se sienta en el primer pupitre con indiferencia, saluda al hombre del Ente con indiferencia y este le devuelve el saludo con un movimiento de cabeza como haría un guardia con un preso. A continuación responde a todas las preguntas a medida que las lee, sin dificultad, como si su cerebro vomitase todo el conocimiento acumulado. Le basta hora y media para encarrilar su vida en unas vías que la llevarán muy lejos de este pueblo.

Será la esperanza de estar lejos lo que la consuele durante los seis años siguientes, mientras su familia se descompone.