LA SILLA VACÍA

 

 

 

JUAN FERNÁNDEZ SÁNCHEZ

 

Un jurado presidido por

D. Andrés Ramos Vázquez

vicepresidido por

Dª. Ana Isabel Ruiz y Gemma León

y compuesto por

D. Luis Mateo Díez

D. Manuel Longares

D. Ángel Basanta

Dª. Penélope Acero, editora

y Dª. M.ª José Sánchez Lorenzo

que actuó como secretaria,

otorgó a la presente obra el

XX PREMIO TIFLOS DE NOVELA

convocado por la

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«Ayer vi a Camus: sin duda alguna ahora es el mejor hombre de Francia. Está muy por encima del resto de intelectuales».

Hannah Arendt

«Habían perdido el reflejo dorado de la estaciones felices. El sol de la peste extinguía todo color y hacía huir toda dicha».

La peste, Albert Camus

AGRADECIMIENTOS

VARIOS

Aunque firmada por uno, una novela es siempre un trabajo colectivo. Hay quienes, como mi buena amiga Joana Navarro Franco, te corrigen con sutileza y precisión varios errores y quienes con sus trabajos te ayudan enormemente en el proceso de documentación. Es de una justicia elemental reconocer que sin las formidables biografías y memorias de Olivier Todd, Albert Camus. Una vida, Javier Reverte, El hombre de las dos patrias: tras las huellas de Albert Camus, Tony Judt, El peso de la responsabilidad: Blum, Camus, Aron y el siglo XX francés, Robert Zaretsky, Albert Camus: elementos de una vida, Catherine Camus, Albert Camus: solitario y solidario, Ronald Aronson, Camus y Sartre: la historia de una amistad y la disputa que le puso fin, María Casares, Residente privilegiada, y Herbert R. Lottman, Albert Camus, más varios títulos del propio Camus, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, esta novela no habría sido posible. Finalmente, quiero manifestar mi gratitud a Adavás León, por su orientación sobre las víctimas de violencia sexual, y a las mujeres, cuyo anonimato guardo por razones obvias, que con sus testimonios me han ayudado a entender mejor un problema tan lacerante y sinuoso.

Y finalmente, también a la ONCE, por su encomiable y altruista promoción de la cultura, al jurado presidido por Luis Mateo Díez, a quien agradezco enormemente sus generosas palabras tras la concesión del premio, y a la editorial Edhasa / Castalia, con Penélope Acero al frente, por su paciente y formidable labor en la corrección del manuscrito.

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Diseño de la cubierta: RQ

Primera edición: mayo de 2018

Primera edición en e-book: julio de 2019

© de la edidión: Juan Fernández Sánchez, 2018

© de la presente edición: Edhasa, 2019

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: info@edhasa.es

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ISBN: 978-84-974-0839-4

Producido en España

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A Lola, Aitana y Celia, mi razón de ser.

A Claudio y Gabriel, in memoriam.

LA SILLA VACÍA

XX PREMIO TIFLOS DE NOVELA

1

También yo soy mayor que él, que el hombre que yace en esta austera tumba, una modesta lápida de granito, tan solo un nombre y una fecha: Albert Camus, 1913-1960. Unas nubes blancas pasan por el cielo, como en el pasaje de su obra póstuma en que él mismo se planta por primera vez ante la tumba del padre que nunca llegó a conocer, pero a diferencia de su descripción, no es el silencio el que reina, sino el canto estridente de las cigarras. Sé que, como él, saldré del cementerio sin haber descubierto el secreto de la obsesión que me ha traído hasta aquí. Dos años rastreando sus huellas, un sinfín de novelas, dramas, entrevistas, artículos, cartas, fotografías, testimonios, biografías. Las suyas y las de sus rivales, con el filósofo estrábico a la cabeza. Cuento con una buena coartada, la documentación para una obra teatral, La silla vacía, solo tres personajes, un incómodo encuentro en un café parisino del bulevar Montparnasse a principios de los sesenta, poco después del mortal accidente de tráfico.

En el principio fue el azar. Descubrir sin proponérmelo una larga serie de coincidencias: la facilidad para provocar la ira de la tribu, el desarraigo, la mórbida adicción a la ética, la defensa de causas perdidas, la eterna insatisfacción, la sensación de impostura, la madre analfabeta, la muerte temprana del padre, los estudios becados, un primer matrimonio efímero y desastroso, una segunda relación laberíntica, los amores furtivos, incluso su insólita afición al fútbol y su puesto de portero. Recuerdo una metáfora de cuando la infancia: el lagarto, gota de cocodrilo. Camus era el cocodrilo. Viéndome reflejado en su figura agigantada tal vez lograse al fin entender mi propia vida. Por eso he venido a Lourmarin, a algo más de mil kilómetros de Madrid, doce horas de conducción tan solo interrumpidas por una comida frugal en las inmediaciones de Zaragoza y un café apresurado en Montpellier, aun a sabiendas de que en todo esto no faltará quien entrevea la mística de saldo del devoto, la insustancialidad del beato.

* * *

La primera impresión que produce Lourmarin, en la Provenza francesa, es la de ser un pueblo aseado, con sus fachadas cubiertas de hiedra y sus contraventanas de madera, y coincido con el juicio camusiano sobre su belleza abrumadora pese a su austeridad, pero no en lo de la solemnidad. Antes al contrario, se diría que ha renunciado a toda exhibición ostentosa, como alguien hastiado ya de tanto elogio y blasón y deseoso de sacudirse tanto turista banal infestando sus calles. Sus propios habitantes, incluidos el joven camarero que me atiende en la terraza del restaurante Le Bistrot y una displicente bibliotecaria que se pliega como un erizo, parecen contagiados de ese hartazgo y responden con monosílabos a mis preguntas en inglés con fuerte acento íbero.

Inútilmente trato de conseguir la dirección de la casa de Camus, la que se compró gracias a la concesión del Nobel, y ya estoy por desistir cuando una pintura, en la que aparece un tipo leyendo un diario, La Provence, tras el que se oculta su rostro, reclama mi atención y me anima a entrar en la galería Atelier, en la Rue Henri de Savornin. La autora del cuadro es una mujer de mediana edad y una larga melena, desparramada sobre sus hombros, que me sorprende con un español más que aceptable, aprendido en sus años bohemios en Mallorca. Se compadece de mí y me facilita al fin la dirección: es la segunda casa de la calle de la iglesia, es que ella es muy introvertida y quiere protegerse a toda costa de los curiosos. En el pueblo hay un pacto de silencio. Lo he comprobado por mí mismo, estoy a punto de confesarle.

No hay nada en su sobria fachada, con las contraventanas de madera abiertas y unos visillos blancos, que delate la identidad de la inquilina, Catherine Camus, la hija del escritor, de modo que cumplo con el trámite discretamente, respetando la voluntad de anonimato, y me dirijo hacia el castillo, adonde a buen seguro también él encaminó sus pasos con frecuencia. Luego paseo por sus calles bulliciosas, llenas de gente. Cada instante que pasa me acerco más al personaje, pero no es un personaje lo que busco, de modo que decido poner tierra de por medio, continuar mi viaje, no sin antes detenerme a contemplar por última vez el pueblo desde una atalaya, extendido a mis pies. Cuando parto hacia Arlés, hay ya una luz crepuscular.

Esta ciudad parece haber sufrido los efectos de una guerra o de un tornado, o de ambas cosas a la vez, tal el deterioro, de modo que, tras un breve reconocimiento, me instalo en un hotel, Le Cheval Blanc, ubicado en una calle donde un grupo de ociosos ancianos árabes deja pasar las horas en un silencio telúrico, dispuesto a revisar por enésima vez el álbum de fotos. Una foto tiene la particularidad de congelar el presente, de negarle su vertiginoso tránsito al olvido, y de este modo quedan fijados para la eternidad, como en la urna de Keats, el gesto inadvertido, la sonrisa efímera, un guiño fugaz, ese destello de optimismo voluntarioso en las pupilas, la voluta de humo de un cigarrillo.

De entre la infinita variedad de imágenes, en escorzo, en cuclillas, de frente, sentado, serio, risueño, leyendo, solo, con amigos, con su mujer, con sus amantes, en bañador, con pajarita, con corbata, con atuendo deportivo, con traje, con el cigarrillo entre los labios o en la mano, es una muy conocida de Cartier-Bresson, de 1951, la que creo que mejor lo define. De perfil, con las solapas de la gabardina subidas y un cigarrillo ladeado en la comisura de la boca, el pelo hacia atrás, sobre un fondo desdibujado, mira al frente con un gesto entre irónico y pícaro, como si quisiera poner en solfa la gravedad del momento, a la manera del niño rebelde incapaz de mostrar la seriedad debida ante el retratista, de mantener la compostura.

Solo en una de ellas aparece junto a su némesis. Un nutrido plantel, con cuadros de Picasso al fondo, posa complacido para el fotógrafo. En el centro de la escena, agachado y jugueteando con un perro, se encuentra Camus. A su diestra, sentado en el suelo con las piernas cruzadas y fumando una pipa, Sartre. Tras ellos, de pie, flanqueando al pintor malagueño, Simone de Beauvoir. La imagen parece una premonición del posterior desencuentro. Beauvoir y Sartre posan para la posteridad. A Camus, la posteridad parece interesarle menos que el perro de lanas al que acaricia.

La tristeza como denominador común. Incluso cuando ríe. Algo en la mirada que desmiente la seguridad del posado, una melancolía indeleble, la cicatriz de tanto combate. Ya no contra sus adversarios naturales, políticos carirredondos y oblongos, militares con bigote prusiano, periodistas veleidosos dispuestos a venderse al mejor postor, sino especialmente con su propio clan, la pléyade de escritores que se aprestaron a abatirlo en cuanto comenzó a declinar su aura de héroe de la Resistencia, y a la cabeza ellos, Sartre y Beauvoir, la peor cuña, ya se sabe, y es en torno a este desencuentro que haré girar la obra, La silla vacía, sin ocultar querencias, pero tratando de evitar la sal gorda que lastre el drama hasta hacerlo vencer, como se vence una balanza sin contrapeso.

En el camino a París tengo tiempo sobrado para esbozar el andamiaje: sobre la pared de fondo, una grabación filmada prolongará el café en los primeros compases, con una clientela heterogénea y el trajín incesante del camarero; un amasijo de sonidos: el tintineo de los vasos, un rumor oscilante de voces, una apagada música de jazz; algunos cuadros y litografías, mayoritariamente cubistas y modernistas, fotografías en blanco y negro de la vida cotidiana, unas perchas repletas de abrigos en la pared derecha, una sola mesa, próxima a la pared izquierda, cuatro sillas, una de las cuales permanecerá vacía, una atmósfera densa, viciada de humo, un ventilador girando en el techo con el zumbido de un moscardón.

Es María Casares quien llega primero, se despoja de un abrigo de paño granate y un fular azul persa y los cuelga. Ya sentada despliega un periódico, Le Monde, del que no alzará la vista ni siquiera cuando pida la consumición. Mientras aguarda, en la pantalla de fondo se verá a Sartre y a Beauvoir paseando por la calle camino del café, hasta alcanzar su puerta. Pasados unos minutos, pocos, tres a lo sumo, aparece en escena la pareja del amor necesario, que no contingente, con una risa aparatosa que se congela en el instante preciso en que la descubren a ella, a María, demasiado tarde para esquivarla, porque ella, ahora sí, ha alzado la vista y los ha mirado, aunque luego la baje apresuradamente, fingiendo no haberlos reconocido. Se produce una situación harto incómoda, ellos dudan, intercambian una rápida mirada y finalmente deciden acercarse.

* * *

Un sol feroz reverbera en el asfalto y los campos de trigo, el mismo sol que él tanto añoraba en los interminables días brumosos de París, el mismo que ofuscó el entendimiento de Meursault en la playa de Argel. Tal vez sea esa nostalgia de luz lo que haga que la escritura de Camus sea en blanco y negro, desprovista de tonalidades untuosas, tan desnuda y expuesta como los cuerpos de su pandilla argelina en verano, mientras correteaban sabiéndose inmortales sorteando las olas, cuando los pañuelos aún conservaban un blanco impecable, sin rastro alguno de la rúbrica carmesí con que el sol gusta de despedirse ceremoniosamente cada tarde.

Fue la lectura de la polémica de la revista Les Temps Modernes, en la que cual avezado jugador de ajedrez Jean-Paul Sartre movió primero un peón, Francis Jeanson, antes de la batalla sin cuartel, algo más que un ejercicio de esgrima, un juego de tronos de la intelectualidad francesa, lo que terminó por interesarme en el asunto. Ambos se conocían demasiado bien, muchas las horas y las confidencias en restaurantes y salas de fiesta, una mutua admiración, pero era Sartre quien jugaba con ventaja, ya no porque la partida se disputase en su terreno, en el de la especulación y la retórica, sino por la vulnerabilidad del contrincante, un advenedizo en el glamuroso mundo de la izquierda divina, un Camus a quien ya se le había agotado el crédito de héroe y nadaba a contracorriente.

Hay un primer momento en el que la realidad se transforma en historia, y otro posterior en que muta en fábula. Y la fábula es por definición inextricable, a salvo de las acometidas de la razón, de ahí que en todo debate se alza como ganador quien mejor la difunda con la ayuda de leales y esforzados pregoneros. No importa que Camus fuese mejor fabulador, al menos dos de sus novelas y alguna obra de teatro han resistido los embates del tiempo amarillo, sus ecos aún son audibles, pero era Sartre quien se había plantado en el centro del cuadrilátero, quien escupía a barlovento, y se había erigido en el nuevo mandarín.

Y no es que Camus no respondiera con sagacidad y presteza a la primera andanada, al primer artículo de Jeanson, en el que le acusaba de ignorar las leyes de la historia y haberse convertido en un ariete de la burguesía, en alguien que, escudado tras un moralismo abstracto, desdeñaba el sufrimiento real de los humildes. Lo hizo a la manera del buen futbolista que fue antes de que la tuberculosis arrumbara su energía juvenil, burlando al defensa para encarar al portero, con la geometría vertical que aprendió cuando jugaba en el patio escolar de su instituto argelino. Ya desde su encabezamiento mostraba a las claras su estrategia, al dirigirla no al autor del artículo, sino al señor director, el propio Sartre.

Su error no fue por supuesto ese, sino evidenciar cuán frágil era por aquel entonces, tanto que el zarpazo de un desconocido lograba sacarlo extramuros, abandonar la muralla y lanzarse a cuerpo descubierto. Lo de menos es que llevara razón, que su ensayo El hombre rebelde hubiera sido burdamente tergiversado, que se le achacaran tesis que nunca había defendido con una intencionalidad perversa y taimada. Fue su tono dramático, rayando el patetismo, la ingenua exhibición de sus medallas como resistente y de su origen humilde, lo que facilitó la réplica demoledora por lo glacial y sistemática, con la asepsia y la eficacia de un forense anatómico, del filósofo existencialista. La rendición explícita de cuentas, la lista de méritos se convierte a menudo en un bumerán, en una muestra de flaqueza e inseguridad.

En la respuesta de Sartre se percibe todo el rencor acumulado, todos sus complejos, la furia de saberse menos íntegro y menos atractivo. Era su gran oportunidad para cobrarse la pieza, el momento de la caza mayor, de la vendetta fría. Con una minuciosidad de orfebre, va engastando cada pieza, vertiendo la ponzoña letal sobre la oreja, dosificando los diferentes tonos: airado, burlesco, sarcástico, reprobador, pendenciero, condescendiente, desdeñoso. ¿Quién es usted?, llega a preguntarle, para luego llamarlo superficial y mediocre y compararlo con una niñita pusilánime. El último artículo de Jeanson era ya un inútil descabello. Para entonces, el honor de Camus flotaba sobre las aguas turbias del Sena.

* * *

Ocurre con frecuencia. Uno cree tener la razón de su parte, esgrime argumentos que considera irrebatibles, y de pronto siente un aliento de carámbano en la nuca, el pulgar invertido de la plebe dictando su veredicto inapelable. Fue ese aliento el que me hizo abandonar la docencia. A diferencia de Camus, a quien su condición de tuberculoso nunca le permitió convertirse en un agregado, algo que sí lograron con presteza sus eximios rivales, aprobé la oposición a las primeras de cambio, recién licenciado en la facultad. Todo fue bien mientras me limité a dar clases, a explicar las excelencias de la prosa flaubertiana, de la poesía de Yeats o de la dramaturgia de Ibsen, pero caí en la tentación de ampliar el campo de acción, de involucrarme en temas tan etéreos como el ideario del centro y su identidad pedagógica. Siempre me ha perdido mi voluntad justiciera, el irreprimible impulso de defender posturas huérfanas de horizonte y futuro.

En el duelo que mantuvieron a lo largo de ocho años, los últimos años de vida de Camus, hubo una constante: la fiera agresividad de Sartre y la mesura del argelino. Mientras que este nunca fue más allá del humor críptico e ingenuo, como cuando alude a la ocasión en que Sartre, enviado a la Comédie Française para evitar un posible sabotaje germano, se quedó dormido en una butaca en la dirección de la historia, el parisino no duda en recurrir a la descalificación y al vituperio personal, como cuando se pregunta acerca de la capacidad intelectual de su rival para entender ciertas obras filosóficas. Es desdén lo que siente ante lo que considera un parvenu y lo trata con la violencia despiadada de un capataz de rancho ante un vulgar cuatrero.

Es difícil dar con las claves de este ensañamiento. Probablemente nunca le perdonó su triunfo social, la facilidad con que lograba seducir a quienes lo rodeaban, especialmente a las mujeres. Mientras que él, Sartre, necesitaba desplegar todo su bagaje intelectual, narcotizar a los objetos de su deseo con una oratoria frondosa y facunda, rentabilizar su carisma profesoral, para enmascarar su aspecto ramplón y anodino, a Camus le bastaba con hacer acto de presencia y lucir su magnética sonrisa. Nacer en una clase acomodada es algo que te marca de por vida. No importa cuán limitado llegues a ser, cuán lerdo y tardo, para que en tu fuero interno siempre sientas el privilegio de la estirpe, la alcurnia genética, el derecho a la mirada cenital.

También lo contrario deja una huella imborrable, criarse en un barrio mestizo como Belcourt, en las afueras de Argel, en calles por donde transita una mansa muchedumbre, a menudo ociosa, en una casa sin agua corriente, con una madre sorda y analfabeta, sin más futuro que el de perpetuar un linaje huérfano de lustre y boato. Ya no habrá forma de desprenderse de esa herencia. A lo sumo, con una voluntad férrea y un tesón sin desmayo, en el mejor de los casos, se aprende a disimularlo, como se disimula con un maquillaje diestro una cicatriz o una erupción cutánea. Uno interioriza todo eso, junto a un código moral que reprime el impulso primario, el recurso al puñetazo, y te deja para siempre expuesto, a la intemperie, a merced de las aves de rapiña, sintiendo vergüenza y también vergüenza de haberla sentido.

Se establece entonces con la soledad una relación ambivalente, se la necesita y se la teme al mismo tiempo, como una molesta camisa de fuerza de la que intentamos zafarnos pero sin la que sentimos el relente de la vida. Uno persigue y rehúye el éxito a partes iguales. Se necesita como un salvoconducto en territorio hostil, como una adarga, pero al tiempo que nos rescata de la sombra nos hace visibles, nos planta ante el riguroso sanedrín que con gesto circunspecto nos escrutará largo rato, con su mirada inquisitorial, a sabiendas de que tarde o temprano una palabra a destiempo, el eco del miedo o un corazón desbocado acabarán por delatarnos.

Camus tenía una visión caballerosa, un tanto arcaica, de los duelos. Pensaba que, como en los lances medievales, se trataba de afianzarse en el caballo, espolearlo con destreza y acometer lanza en ristre a tu rival para hacer que diera con sus huesos en tierra. Creía que las reglas del fútbol, sus normas elementales, eran también aplicables en el terreno de la dialéctica. Craso error. Acabada la guerra, liberados ya de la lucha por la supervivencia, en los distinguidos cafés parisinos se inició, entre trago y trago, una sutil batalla por la hegemonía intelectual. La maledicencia, el chascarrillo y la traición se convirtieron en las señas de identidad de los mentideros.

Se trataba de calibrar cuál era el sol que más calentaba, de dónde soplaba el viento y, sobre todo, qué avezado escalador estaba en mejores condiciones para auparse a la cúspide. Él, en esa tesitura, no pasaba de ser un forastero agraciado con un par de golpes de fortuna. Había tenido su momento de gloria, se le habían reconocido los servicios prestados, sí, pero había llegado la hora de bajarle del pedestal y ponerle en su sitio. Sartre comienza su relato Eróstrato con estas palabras: les hommes, il faut les voir d’en haut. A los hombres hay que mirarlos desde arriba.

He visto reproducido el mismo debate con otros actores. Y siempre con una constante, la del combatiente mesurado y sensato y la del soldado de retaguardia que necesita hacer méritos de guerra cuando ya se ha firmado la paz. Son estos últimos jacobinos de salón, que hablan con soltura y gratuidad de la clase obrera sin haber puesto jamás los pies en una fábrica ni manchado sus manos de obispo con una gota de grasa, muñidores de revoluciones pirotécnicas, donde las únicas balas disparadas son balas de palabra, acompañadas de una fiera gestualidad, que remeda con su tono de sainete los grandes discursos ante las masas de comandantes barbados y uniforme verde olivo. Son cristianos nuevos que necesitan hacerse perdonar su raquítica hoja de servicios, rellenar apresuradamente, aunque a destiempo, su magro expediente como asaltante de los cielos.

Es eso lo que les define, el grado de inclinación, el ángulo de su mirada. Hay una visible relación entre ella y nuestra voz, lo que determina cómo nos contamos el mundo, con qué tono nos dirigimos a los demás y a nosotros mismos, el nervio y la textura de nuestro relato. La razón es lo de menos. Los locos y los suicidas están llenos de ella, y eso no les impide ser enterrados sin honor, bajo sospecha, etiquetados, en el mejor de los casos, como unos sujetos dignos de nuestra piedad y conmiseración.

En el debate entre ambos, entre Sartre y Camus, se descubren la actitud ufana y displicente del niño rico y el tono inseguro y dolorido del niño pobre. Es en la infancia, junto con el aprendizaje de la caligrafía, el lenguaje y el código ético, cuando aprendemos a ubicarnos, a situarnos en el espacio, a medirnos con relación a los demás, cuando se fija nuestra estatura interna, la única que a la postre cuenta. Y cuando unos y otros nos señalan nuestra posición en el desfile, la dimensión de nuestra fortuna y nuestra heredad. Camus, como todos los descendientes de la miseria, se pasó la vida tratando de convencerse de que se había ganado el derecho a habitar los distritos elegantes, con sus gentes bohemias catando en las terrazas de los cafés sofisticados cócteles mientras discuten con perspicacia infinita hondos asuntos ontológicos, ajenos al bullicio mundano.

Y con ese fin se esforzó por labrarse un expediente irreprochable, una digna tarjeta de visita, como un meritorio que trabaja laboriosamente y se devana los sesos por conseguir un papel destacado en la representación del mundo. Bajo su actuación como resistente en la guerra, como en su obra literaria, late ese objetivo, demostrar a los demás y especialmente a sí mismo que su figura no desentonaba entre tanto flamenco de plumaje vistoso y pico translúcido de ámbar. Que ni su origen plebeyo, ni su enfermedad tuberculosa, ni su infancia desnuda, ni su biografía errática, eran impedimento para saborear las mieles en las tertulias de noctívagos boquirrubios, fundirse con los cuerpos esplendorosos de las artistas rampantes o habitar su pequeña parcela en el parnaso parisino.

Es una batalla perdida, claro, pero uno eso lo aprende más tarde, a la hora del balance, cuando tratas de cuadrar las cuentas. Él tuvo la fortuna, gracias a su muerte prematura, de ahorrarse ese trámite, de desaparecer cuando tu nombre refulge con todo esplendor en unas insomnes luces de neón.

2

Dirigiría mi propia obra, pero Marín, el productor, se reservaba la elección de los tres actores, dos actrices y un actor, para ser exactos. Transigí, claro, era la primera vez que iba a dirigir una obra y eso me colocaba en una débil posición. Aún no sé en qué medida Marín fue generoso o mezquino, si de veras le importaba que mi estreno como director no fuese al mismo tiempo mi funeral artístico.

Yo había mantenido poco antes del accidente de Pilar, mi mujer, una breve relación amorosa con la actriz Elena Oviedo, que iba a representar el papel de Simone de Beauvoir. Nos habíamos conocido en los ensayos de mi segunda obra, Calendarios, dirigida por un tipo de avanzada edad tan voluntarioso como inepto, y durante unos meses aprovechamos cualquier oportunidad para vernos a escondidas. Marín, alguien por aquel entonces ya muy conocido en el mundo del teatro, era de los pocos que llegó a tener noticia de nuestra relación, y se enteró de la misma por puro azar, al descubrirnos juntos una noche de verano en una terraza de un pueblo de la sierra segoviana. El hecho de que el actor con el papel de Sartre, Jorge Astray, fuese el marido de Elena, convertía el asunto en un juego sinuoso. La elegida para el personaje de María Casares era Andrea Monzó, una joven actriz famosa por una serie televisiva con mucho tirón popular y un buen reclamo para los espectadores.

A Marín, que hacía honor al arquetipo de productor, gruesa papada, mirada anfibia, propenso a la sudoración, ventrudo y de labia hechizante, le pareció una buena idea concertar la primera cita en el Café Comercial. Siempre fue muy dado a las tertulias en este tipo de locales. Se respira historia, decía, y a menudo presumía de tener una mesa reservada junto a un ventanal del Gijón los jueves por la tarde, desde la que contemplaba con gesto patricio la marea incesante de la calle. Fui el último en llegar, y Marín se apresuró a hacer ceremoniosamente las presentaciones de rigor. Al llegar el turno de Elena, con un brillo cómplice en sus ojos, dijo: creo que vosotros ya os conocéis, ¿no? Jorge miró de soslayo a Elena, pero la naturalidad con que esta se comportó disipó toda sospecha.

Aproveché ese primer encuentro para hablarles sobre la intencionalidad de la obra, el poso que quería que permaneciera en el espectador, mientras enfilaba hacia la puerta de salida. Les aclaré que había escrito una obra en la que tomaba partido en el histórico enfrentamiento entre los personajes, pero que también había luchado por evitar el maniqueísmo, sin estar muy seguro de haberlo conseguido. No les oculté, porque no hubiera sido justo, mi simpatía crítica hacia Camus. La equidistancia siempre me ha parecido una entelequia, pero temía que un guion tramposo, demasiado escorado, la trivialización de lo que sin duda fue una rivalidad compleja, con sus altibajos, lastraría todo el conjunto. En la disputa, cada uno dispondría de sus propias armas. Quería también eludir la tentación manierista, el fácil recurso a la estilización y al narcisismo, ese toque de distinción elitista con que a menudo se trata de ocultar la ausencia de propuestas sustanciales.

Luego me centré en cada personaje. El de María Casares era una amalgama de resentimiento y altivez, alguien que rechaza el papel de viuda en la sombra y que reclama un espacio propio, mientras vive el íntimo conflicto entre el ansia de libertad y la punzada de la memoria. El de Sartre tenía una frialdad fúnebre, no exenta de cinismo, empeñado en mostrar su dominio de las emociones, el férreo control de la situación, entreverado con una leve condescendencia al dar el protocolario pésame, como hizo en el artículo dedicado a Camus tras la muerte de este. Por último, el de Beauvoir, el más inescrutable y opaco de todos, oscilaría entre la complicidad femenina y el hieratismo, como un jinete que pugna por embridar unos caballos nerviosos, impacientes por ganar la carrera, pero empeñado en disimular su ambición con una máscara aristócrata.

En contra de lo acostumbrado, Marín decidió no enviar los textos por anticipado a los actores. él pensaba que una lectura en voz alta de la obra proporcionaría unos matices más elaborados, ganaría en espontaneidad. La experiencia me dice, explicó, que si cada actor viene con el guion leído, parte ya de una postura prefijada, difícil de cambiar. Cuando Jorge se interesó por el número de actos, Marín, anticipándose a mi respuesta, aclaró que en realidad habría un solo acto, dividido en varias escenas, sin cambio de escenario. Me hubiera gustado poder aclarar que el tratamiento del tiempo era un ingrediente fundamental en mi planteamiento, el tiempo como tiovivo en el que los jinetes ignoran la circularidad de su viaje, la recurrencia de sus actos y de sus palabras. Estaba preparado para explicar concienzudamente la estructura de la obra, desmontar pieza a pieza el mecano, pero nadie pareció interesado en ello, de modo que opté por callar. Además, Marín no estaba dispuesto a renunciar así como así a su protagonismo.

* * *

Hubo un denso silencio cuando acabé la lectura. Marín escrutó con una mirada circular los rostros de los oyentes para ver sus reacciones. De los tres, la más complacida parecía ser Andrea, tal vez porque era quien menos llevaba en el oficio y no había desarrollado todavía el instinto depredador tan común en los medios artísticos. Elena había abierto un paréntesis y parecía tomarse su tiempo para cerrarlo. Jorge fue más directo: es como si los personajes compitieran entre sí por ver quién dice la frase más redonda, un desafío verbal donde todos tratan de aniquilar al contrario.

Me sentí como el merchán en horas bajas vendiendo su mercancía.

–Cualquier guion tendrá tantos juicios como lectores, y en el caso de una obra teatral, el guion no deja de ser un elemento más –argüí–. Buena parte del éxito o del fracaso la tienen quienes lo llevan a las tablas.

Odié parecer tan vulnerable, me había puesto a la defensiva.

–Mañana se os hará llegar el texto completo, y cada uno tendréis que decidir si os interesa o no el proyecto –añadí, desafiando el protocolo de Marín.

–No dije que no me gustara –aclaró Jorge. El hecho de que llevara una buena temporada en el congelador, sin pisar escenario alguno, pareció atemperar su sentido crítico.

Elena se apresuró a expresar su aprobación, con su proverbial generosidad.

–Yo creo que puede dar mucho juego. No sé, mantiene una tensión elevada durante toda la escena.

–Yo también, no lo dudo en absoluto –corroboró Andrea.

De todos los comentarios, el que más agradecí fue el de Elena. No me comporté demasiado bien en nuestra ruptura. Debería haber un manual para la ceremonia del adiós, no solo manuales de amor. En el amor uno solo debe dejarse llevar por el instinto, someterse al dictado de la piel. En el olvido, siempre hay uno que acaba mirando hacia delante y otro hacia atrás, pedaleando en el aire. Nunca conocí a mujer más magnánima. Desde el primer día, se desvivió por satisfacer todos mis caprichos, se entregó con la incondicionalidad de quien jamás ha conocido el fracaso o lo ha conocido de tal magnitud que quiere resarcirse en la misma medida. No era la mejor decisión con un tipo como yo, alguien que siempre temió ser atrapado por la felicidad como una mosca en el ámbar.

Tuvo que ser Marín quien nos rescatara de un silencio espeso. Dos semanas para memorizar el texto y luego comenzaríamos los ensayos. Que la obra se fuese a representar en una sala de aforo menguado permitiría un mayor periodo en cartelera. También habló de la inversión promocional y de sus contactos con determinados críticos y jefes de secciones culturales. Pero eso solo es un empujón, aclaró, un impulso para comenzar a rodar. Luego estaríamos en manos de la fortuna. Y a la fortuna, chicos, hay que seducirla, a ser posible, con buenas artes.

A ninguno de nosotros nos pasó desapercibido el interés que despertaba la figura de Andrea. Sus apariciones televisivas la habían convertido en un rostro familiar, y eran varios los clientes que, con mayor o menor discreción, la observaban. Marín no resistió la tentación de referirse a ello: De un momento a otro se van a acercar a pedirte una foto, es el peaje de la fama. Parecía todo un doctor en la materia.

Andrea se revolvió en su asiento, incómoda.

–No voy a disculparme por trabajar en televisión. Ya sé que algunos nos desprecian por ello, pero no me avergüenzo. Al contrario. Me siento muy afortunada.

Entonces fuimos los demás quienes nos removimos incómodos, porque poco antes Jorge se había referido con desdén a los programas televisivos. Me temí lo peor, una tormenta antes de comenzar la travesía, dos egos frente a frente, y esperé en vano a que Marín actuase como mediador para conjurar la amenaza.

Felizmente, Jorge quiso mostrarse conciliador.

–La televisión es un medio de masas, en el que el factor numérico se impone sobre el artístico. No entiende de sutilezas ni filigranas, el brochazo se impone al toque artesano, pero aunque no oculto mi escepticismo y mi desapego hacia el medio, tengo que confesar que yo mismo trabajé en un programa de entretenimiento hace unos años en una cadena autonómica, y guardo el mejor de los recuerdos. Fue entonces cuando conocí a Elena, concluyó, con una sonrisa que buscaba la complicidad de la aludida.