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Para Lola



Un lugar para la segunda vida


La calle que atraviesa la ciudad se llama, como siempre, Gran Vía. Como todas las Grandes Vías está hecha para que pasen los desfiles, para que se den con facilidad las persecuciones. Para que los guardias puedan buscar, acorralar, prender a los manifestantes, a caballo o en tanqueta. Para que al día siguiente se celebre la paz con la pólvora de los fuegos artificiales y quepan con holgura los vivas a los gobernadores. Para limpiar de un solo trazo contemporáneo el tiempo de otras épocas amontonadas en los suelos, en las ventanas, en los tejados. Y, sobre todo, para que la ciudad, insoportable bajo el sol de justicia, solo tenga un atisbo de belleza criminal durante la noche, iluminada graciosamente por farolas, por estambres metálicos de luz que atienden en su forma, no como su modelo botánico, a lo que viene de arriba, sino a lo que pulula por abajo: a las coronillas peladas, a los moños, a los sombreros, a los bonetes, a los tintes, a las calvas de todos los que las tocamos, a veces hasta nos abrazamos a ellas, para ver si casualmente algún cable ha quedado en contacto con el hierro conductor y nos fulmina en un último acto de amor a la vida imposible. Las farolas parecen inspiradas en películas de ciencia ficción llenas de marcianos larguiruchos con ganas de aniquilar a todos los nihilistas de la Tierra. Su aspecto extraterrestre nos habla muy claramente de las pocas ganas de vivir aquí que tienen los iluminados por su luz amarillenta, cuyos rostros parecen impregnados por yemas de huevos pertenecientes a animales todavía no inventados, capaces de incubar, con esa película macilenta, el odio por la primera vida, la que no vuelve.

Sé que un poco más allá, en algunas calles del barrio antiguo, quedan farolas que no dan la espalda a la oscuridad del cielo, que tratan de horadarlo y tienen todavía la forma heroica de la luz contra las tinieblas. Pero estos focos de la Gran Vía están empeñados en despilfarrar su ahorro de luz, siempre mirando cobardemente hacia el suelo, concentrados en un haz que continuamente parece preguntar lo mismo: «¿Por qué estás tan contento?».

Sí, queda gente feliz que no quiere ser feliz y camina con orgullo bajo el mustio reproche de luz cabizbaja. Queda gente que no piensa en las farolas ni está de acuerdo con ellas, con su forma aberrante de serpientes bajo el hechizo de algún camión flautista, de hierbajos ordenados por cualquier demiurgo metalúrgico metido a jardinero de bombillas. Queda gente con la que cruzarse en un interminable deseo de conocer todavía a alguien iluminado por el insomnio de una luz erguida que sigue luchando contra las tinieblas.

Esta calle representa la rectitud de un tiempo catastrófico. Parece hecha para que pase un enorme cortejo fúnebre por todos nosotros. Algunos recuerdan cómo se trazó esta nueva vía, a espaldas de la mayoría de la población, un poco antes de que causas como la primera vida ya solo tuviesen un reducido grupo de partidarios, cuando el dinero no había untado hasta el último escrúpulo. La unanimidad era una fiesta de lucha contra la destrucción de la ciudad. El trazado medieval serpenteaba abrigando los pasos con un delirio de sombras y ventanas. Nadie quería dejar de ser el desconocido que era. La fama todavía no era el único objetivo digno de ser alcanzado por cualquiera para ser alguien. La demora formaba parte de la consecución de objetivos, contribuía a vislumbrarlos con mayor claridad, a perfeccionar los pasos que guiaban hacia ellos. A la causa común todavía le quedaba un último cartucho; pero ya nadie regaba las flores de los balcones abandonados. Ante la amenaza de demolición había retenes de ciudadanos en guardia que saboteaban cualquier intentona de las máquinas. Una y otra vez las autoridades trataron de derribar las casas que habían sido desalojadas. Los vecinos recorrían el corazón vacío de la ciudad velando por un lugar de encuentros ya muerto. Algunos se empeñaban en mantenerse en sus casas vacías y se asomaban para tirar baldes de agua a los vigilantes del ayuntamiento y saludar a los que se colaban por el recinto cercado de callejuelas, condenado por un perímetro de alambradas.

Pero una noche de diciembre, cuando todos estaban en sus nuevas casas de las afueras celebrando la Navidad, las grúas, los camiones y los tractores oruga entraron en la zona después de un exhaustivo registro, y en unas horas, a espaldas de la mayoría de la población, consiguieron derribar la antigua judería y el barrio árabe hasta no dejar ni un solo vestigio de la época medieval. Durante unos días los habitantes del barrio se lamentaron y siguieron reuniéndose en asambleas populares. Allí gritaban y mostraban su cólera a los compañeros vencidos. Se prometieron una venganza imposible. Intercambiaron fotografías de todos aquellos lugares en los que habían hecho vida en común. Escribieron cartas a todos los periódicos que conocían denunciando con detalles e irritación la nocturnidad y alevosía con la que les habían arrebatado su hábitat. Evocaron, ya como en un sueño, los baños árabes, las mezquitas, las sinagogas, las conducciones de agua, la paz de los tiempos que han pasado. Y en unos días fueron acostumbrándose al inmenso solar en el que empezaban a instalarse las poleas, las dragas, las grúas, las cuadrillas de albañiles, los arquitectos, el polvo, el ruido a todas horas. Fue la aventura más rápida y exitosa del nuevo ayuntamiento, que se trasladó, precisamente en aquellos días, a un tranquilo palacio renacentista recién restaurado en una céntrica plaza de la ciudad.

Esto me lo han contado gentes, seguramente ilusas, que ya no viven aquí. Para mí es útil recordar la destrucción. Así puedo empezar esta historia con la satisfacción de haber imaginado las razones por las que la ciudad ya no existe y es necesario crearla. Quizá sirva para explicar mejor por qué todo el mundo está empeñado en vivir una segunda vida. La primera se acabó, y me temo que su extinción tiene mucho que ver con la formación de un nuevo espacio diseñado al margen del tiempo, un lugar que ya no está hecho para que pasen las horas. Nada raro que el mundo busque su ocasión en los lugares apócrifos de la segunda vida.

Lo cierto es que a partir de ese momento todo cambió. La ciudad salió definitivamente de la Edad Media y sus habitantes fueron acomodándose poco a poco en ese nuevo mundo. Toda resistencia fue apagándose y los movimientos sociales se convirtieron en un símbolo de sí mismos, vacíos de contenido. Su sentido apenas llegaba para tranquilizar la conciencia de un espumoso resto contestatario. La gente se entregó a una fluidez en las costumbres que en muchas ocasiones no tenía tanto que ver con la moral relajada como con la tensión de una velocidad aceptada con resignación e inconsciencia por todos. Como si el nuevo ritmo vital no fuese más que la carrera orbital de un planeta extraño en que se hubiesen instalado con el frenesí de los conversos que alguna vez resistieron.

Este libro es una crónica, la crónica de un mundo imposible. Me llamaron para tomar buena nota de los ademanes teatrales, de las frases ampulosas afeitadas por la literatura, de la vida soñada a voz en grito por una familia que en esta época de dispersión aguantó unida quizá demasiado tiempo, de los muros encalados con desconchones que dibujan el delirio de la ruina, de las fiestas de satén, terciopelo y Jabugo, del deseo ordenado por salvajes apetitos. Durante un tiempo he vivido de esto, espero no morir por ello. Hablo aquí demasiado, y mal, de los que desearían ser los protagonistas de este libro, de los que ahora me buscan para matarme, de los que levantan la voz para acallar una conciencia acomplejada, de los que hablan solo para ser oídos, para manchar el silencio con la voz estridente de un orgullo sin motivo.

En principio parecería fácil hacer mi trabajo de simple testigo de la realidad. Dejando aparte los riesgos mortales, de los que hablaré más adelante, tengo que referirme a una dificultad básica: por mucha atención que preste, la realidad se desdibuja constantemente. Compararía mi trabajo con el de un pintor que intentase reflejar fielmente los dibujos de la espuma sobre el agua, en la orilla del mar. Creo que mis clientes están sometidos a cierta necesidad de metamorfosis. Es cierto que ellos no gritan tanto como sus enemigos y son más constantes en los temas de sus conversaciones, pero hay algo en su cambiante forma de ser que parece determinado por el entorno. Hablar demasiado tiempo de lo mismo, llegar a alguna conclusión, coincidir con otra persona en un razonamiento no es la costumbre. Ni siquiera está mal visto que te dejen con la palabra en la boca. No es extraño que estén convencidos de que hay una segunda vida en la que todo se cumple, en la que los flecos inacabados se tejen formando la trama perfecta de su existencia. Y sí, a mí me llamaron para eso, para escribir este libro en el que todo el mundo quiere salir, salir de su primera vida, completar esos mil detalles inacabados de sus destartaladas biografías.



Trabajo como periodista. Conocimiento de la familia Tordesillas en la boda a la que me autoinvito como trabajador del flash. Catálogo fotográfico de sus miembros.


Aquí llegué contratado como periodista en el periódico de mayor tirada de la ciudad. Su nombre es el de todos: La Verdad, El Mundo, El País, La Voz, El Progreso, El Faro. No se llaman El Atún, La Vaca, El Tornillo, El Horizonte. Cada uno parece tener el monopolio de la información, de la claridad. Necesitan creérselo todo para salir cada día. Supongo que ningún periódico madrugaría tanto si tuviese que preguntarse por la veracidad de sus datos. Me mandaron hacer un reportaje sobre una familia a la que se acusaba de todo tipo de delitos. Según mis compañeros, según lo que había aparecido en este periódico y en otros, eran tan poderosos que sus tentáculos entraban al corazón de la Guardia Civil. Acallaban cualquier denuncia que se interpusiera contra ellos, sobornando a jueces que estaban a su servicio. Jugaban sin límite con el dinero de la Administración. Llegado el caso no dudaban en asesinar. Confieso que hasta sentí cierto miedo de acercarme a la investigación de esta familia que parecía estar fundando una red mafiosa. Acepté porque era uno de los primeros trabajos serios que me ofrecían, porque, además, me daban tiempo para investigar en profundidad y no tenía la obligación de basarme en informes de segunda mano.

Conseguí entablar amistad con un miembro de esta familia. Alguien me dijo que muchos de ellos tenían una gran afición por los bares. Solían aparecer por el café Quebec, regentado por un cubano al que llamaban el Canadiense. Resultó muy fácil. Una compañera del trabajo se ofreció a ir conmigo y ayudarme a conocerlos. Ella llegó antes. No sé cómo lo hizo, pero enseguida tuvo a cuatro Tordesillas —así se llamaban— alrededor de ella. Me los presentó y estuvimos hablando un rato todos juntos, hasta que, cumplido el trabajo, mi colega se despidió.

La conversación se desinfló enseguida. Me quedé solo con uno de ellos. Jorge se llamaba. Vi peligrar la misión encomendada. Fuimos a otro bar. Su carácter hipocondríaco lo inclinaba a centrarse en un solo tema de conversación: su salud. Me interesé por él, sorprendido por el contraste con lo que yo creía que sería un miembro de esa familia tan peligrosa. Parecía bastante necesitado de atención. Aposté por intimar un poco más mediante una broma arriesgada. Le dije que parecía el lector ideal de libros de autoayuda. Los detestaba, pero no se ofendió. Me siguió el juego. Prefería dedicarse a las fuentes originales: solo leía libros de Psicología y Medicina. Como buen creyente en la desgracia rebuscaba en interminables catálogos de males para profundizar en la herida de una inseguridad galopante. Se conocía perfectamente. Alardeaba con cierta ironía de su debilidad. A mí, por un momento, me pareció una curiosa forma de explorar las tinieblas sin apenas salir de sí mismo.

Jorge habría despertado el instinto maternal en un ogro. Pálido, delgado, con unos andares que, sin duda, provocarían el apetito de los buitres en un monte aislado. Entre bromas y veras le dije que últimamente las aves carroñeras no tenían cadáveres donde hincar el pico, que se habían dado casos de ataques a animales vivos, que sería peligroso mostrar su aspecto desvalido en zonas especialmente solitarias. No tenía la sonrisa fácil, pero juraría que no le disgustó mi broma, pues no dudó en afirmar que aquella nueva predisposición de los buitres a comer carne fresca los ennoblecía. Poco a poco fui olvidándome de mi trabajo y sintiéndome a gusto, sin olvidar en ningún momento que esa vida que estaba viviendo en aquel momento era un encargo. Sentía una doble satisfacción, porque, además de pasarlo bien, me pagaban por ello, y una ligera angustia por el mismo motivo, porque mi vida parecía en el vilo de una simple apuesta económica.

Traté de quedar con Jorge para el día siguiente, pero me dijo que tenía que ir a una fiesta familiar, la boda de un primo suyo. Descubrí que toda la familia se reuniría en la celebración. Supongo que se me notó inmediatamente el deseo de estar presente. Al precipitarme en mis muestras de interés no me quedó más remedio que improvisar una buena causa. Acerté: iría de fotógrafo. A Jorge le hacía ilusión que montase un reportaje semiprofesional. Así tendría una visión más auténtica, pensaba él, del festejo. Estaba seguro de que a todo el mundo le parecería bien. En su familia odiaban las convenciones. Gracias a mí quedaría al descubierto su originalidad. Encontré otro punto de apoyo a mi presencia en el hecho de que el fotógrafo que tenían contratado no se quedaría hasta el final del banquete. Yo estaba dispuesto a permanecer hasta que el último de los invitados se hubiese marchado. Así se lo comunicó por teléfono a su primo Julián, el novio, que aceptó también los honorarios propuestos por mí. Salí del bar tan contento que casi iba dando saltos por la calle. Era increíble la suerte que estaba teniendo con este caso. Parecía el principio de una gran carrera. Nunca hubiese imaginado que me despedirían por ello.

En el periódico me dejaron una cámara bastante resultona con la que me presenté en el lugar convenido. Dejé que el primer fotógrafo profesional hiciese las fotos de los valses de rigor y, mientras, me dediqué a observar a los invitados tratando de estudiar a los miembros de la familia por la que yo estaba interesado. Llegar el primero me había permitido una visión más clara. Atento a los saludos, había ido poco a poco distinguiendo a los familiares. Conforme iba descubriendo su pertenencia al clan de los Tordesillas les hacía una fotografía. Enseguida tuve que rectificar, porque los novios se estaban dando cuenta de que solo hacía fotografías a los allegados del novio. Me vi obligado a marcar con una señal las fotos que me interesaban. Mientras los invitados comían yo me dediqué a encuadrar en primeros planos y clasificar poniendo como subtítulos los nombres que podía, o alguna referencia.

—¿Qué haces? —me preguntó una voz amable y algo alcoholizada.

—Nada, estoy haciendo el álbum de la boda.

—¿Me lo enseñas?

—Sí, pero no está muy bien.

—Da igual.

—Lo siento, tengo que retocar cosas y no acostumbro a mostrar mi trabajo sin terminar.

—Enséñame por lo menos las fotos que me has hecho a mí.

Apunté para mí un probable rasgo del carácter familiar que luego se confirmaría: la tozudez, y le enseñé la foto en la que aparecía su primer plano con los labios gruesos, el pelo medio largo teñido de rubio y unos ojos tan grandes que parecían estar delante de un oso hambriento. En la parte inferior había un nombre.

—No me llamo Toti, me llamo Tita.

—Lo siento, he oído mal. Ahora mismo lo cambio.

—He salido feísima. Bórrala.

—Si quieres, te hago otra.

—Vale.

Su pose excesiva me insinuó otra nota familiar: eran terriblemente presumidos. Tita se empeñó en que me sentase en su mesa. Su tajante obsequiosidad no hizo mucho caso de mis excusas. La presión de su mano sobre mi brazo, su manera de conducirme hasta la mesa no tenía nada que envidiar a los modales de un policía en el momento de detener a un delincuente. Llamó a un camarero y le obligó a traerme los tres platos de la comida a la vez.

En la mesa había una serie de invitados que parecían sometidos a la extravagante voluntad de Tita. Su agresiva extraversión los tenía un tanto aterrorizados, aunque se mostraban clementes por su origen etílico y por la situación. Me presentó a los comensales, confundiendo, a juzgar por sus caras y por sus tibios gestos de rectificación, todos y cada uno de sus nombres. Se los iba inventando, incluso los de las personas que ya conocía. Un pequeño detalle la invitaba a desplegar su imaginación: Pedro Mesa de Oliva, si estaba comiendo una aceituna; Alfredo Tinajas de la Luna, porque había bebido demasiado; Asunción Cabezas Cabezas, por cabezona. También puso nombre a alguno de sus hermanos, pero estos ya no los recuerdo. Empezaba a descubrir en la familia una increíble capacidad de fabulación. Esto podía complicarme el trabajo. ¿Cómo averiguar la verdad sobre una familia que decía tantas mentiras?

A continuación, sin hacer caso de los demás, empezó a charlar conmigo. Primero me hizo un interrogatorio exhaustivo para determinar mi procedencia. Yo, para no desentonar, inventé abolengos valleinclanescos y una más que aceptable biografía novelesca. Hilando anécdotas que había oído aquí y allá, enhebré una biografía en la que había todo tipo de episodios más o menos verosímiles. Había estado en la bodega de un barco sin rumbo conocido, pelando patatas en la cocina y sin apenas salir para tomar el sol. Había desembarcado en una isla tropical y me había ganado la vida como manager de un grupo de ska. De allí me había escapado recientemente, perseguido por las mafias locales. Volviendo al presente, le dije que aquel era mi primer banquete y mi primer trabajo en la ciudad. Podría haber estado mucho más tiempo inventándome una vida a la altura del betún; pero, afortunadamente, Tita me interrumpió. Para gran alegría profesional, se puso a hablar espontáneamente de la familia. Lo suyo no eran anécdotas, sino blasones desgranados uno a uno. En su cámara de fotos guardaba fotografías del escudo de la familia. Me hizo una interpretación completamente inventada de los motivos heráldicos. Según ella, el monstruo marino que devoraba a un hombre en el cuartel inferior significaba el peligro de la melancolía que invadía muy fácilmente a todos los miembros de la familia. Esa melancolía había hecho que durante siglos, algo así como la búsqueda de la esperanza hubiese sido el objetivo inalcanzable que se marcaban durante toda la vida los Tordesillas. Nadie había conseguido limpiar la tristeza de sus miradas. Para ellos era ya un motivo de orgullo esa visión negra que los mantenía expuestos a las radiaciones de la infelicidad. En el fondo, esa sombría mirada contribuía más que nada a concentrar dentro de ellos el calor del desamparo, como una invisible prenda negra. Llevaba también fotos de cuadros de sus antepasados.

—Fíjate, casi todas las miradas están como a ras de la tierra. ¿Ves las pupilas pegadas a los párpados de abajo? Luego queda un montón de ojo en blanco. Las cejas son como pájaros que se niegan a volar.

Volvió al escudo y me enseñó también una torre en la que había un pájaro posado sobre dos merlones. Iba a aventurar un motivo psicológico cuando otra Tordesillas —esta sí se llamaba Toti— pidió permiso para curiosear y adelantó una interpretación bastante ofensiva sobre un episodio en el que un antepasado estuvo en prisión (la torre) y se fugó (el pájaro) por un turbio asunto de dinero (unas monedas que adornaban el cuartel).

Insistí en que Tita siguiese hablando del familiar monstruo de la melancolía, sin hacer demasiado caso de la anécdota.

—Tú limítate a tus fotos —respondió Toti airada.

Dicho y hecho, disparé sobre ella una fotografía y la subtitulé «Toli». Su nariz un tanto deforme, la cara hinchada por el excesivo maquillaje, un peinado entre cruel y sofisticado y, sobre todo, unos ojos casi cerrados compusieron un retrato bastante infeliz. La «ele» del nombre salió sin darme cuenta. Lo primero que hice fue enseñársela para que viese que la había obedecido, que el fotógrafo se había dedicado a sus fotos. Ella tuvo una reacción muy violenta. Le paré una mano bastante decidida a chocarse contra mi mejilla izquierda, a la que tengo tanto cariño como a la derecha. Al levantar la voz todo el mundo se giró hacia nosotros. No sabía si estaba más enfadada por lo fea que había salido o por el nombre involuntariamente trucado. Me levanté para no aumentar su irritación. Pensé que lo mejor sería dirigir mis pasos del modo más autónomo hacia la puerta del local. Sus gritos hicieron que algunos invitados se levantasen para calmarla y retenerla. Estaba poniéndome la gabardina para marcharme y recogiendo los estuches y los trípodes de la cámara cuando llegaron los novios y me pidieron disculpas por el incidente.

—Esta prima —Julián, el novio, utilizaba a propósito la palabra en su doble sentido— se ha creído que me va a poder fastidiar la fiesta.

—Lo siento, no era mi intención molestar a ninguno de los invitados. Le pido disculpas. Y mi más sincera enhorabuena por su boda.

—Gracias. No, no se marche usted. Soy yo quien debería pedirle disculpas. Además, de verdad, le necesitamos. Jorge, convence a tu amigo para que se quede.

Jorge, que se había acercado al oír los gritos, me convenció enseguida. Yo me quité la gabardina y saqué las cámaras, decidido a quedarme y a ser más prudente en mis intervenciones. Empezaba a descubrir que la cautela era la única arma con capacidad defensiva contra los prontos salvajes de la familia. Dispuesto a entablar una guerra preventiva contra un territorio que amenazaba estar muy minado, entré de nuevo en el comedor.

—Son ganas de llamar la atención —intentó consolarme Jorge—. No es más que un problema de visibilidad. En el fondo, es angustia por no ser nadie. Es una manera de encontrarse a sí misma, de ser reconocida como un individuo en la masa confusa de los seres humanos. Hay gente a la que le cuesta aceptar que no se casan ellos.

—Puede que sea una manera de expresar el deseo de ser querido —respondí conciliador.

—Si fuese así no lo mostrarían dándole una patada en la espinilla o un bofetón al fotógrafo de la boda.

—Es cierto, como declaración de amor no funciona.

—No. Solo quiere ser vista. Y podemos estar contentos de que no haya buscado la visibilidad cegadora de quemarle el velo a la novia.

Animado por sus palabras, por la aguda justificación con la que trataba de explicar la conducta de su prima, me decidí a dejarme llevar por el hilo de sus reflexiones antes de intentar reconducir la conversación al terreno que me interesaba. Yo estaba allí para averiguar la verdad de unos asuntos turbios que tenían a la familia señalada por toda la prensa local. Podría utilizar las fotos para incluir en el reportaje encargado. Ahora necesitaba sacar la información.

—Sí, cada uno intenta llamar la atención como puede. La de tu prima debe de ser la misma angustia que invade los manicomios y esas otras casas de locos en régimen abierto que son nuestras ciudades. Se comprende que muchos quieran ser Napoleón, Hitler, cualquier personaje vistoso.

—Eso sería un mal menor. Su problema es que no sabe ser otro, otra. En mi familia la enajenación es una forma de salud mental. El verdadero trastorno es el ensimismamiento. De vez en cuando hay que encerrarla porque de tanto buscarse necesita anular a los demás. Solo sabe salir de sí misma bebiéndose el mundo entero. No es tan fácil sentirse vivo. Cuando uno está enajenado por lo menos se reconoce, aunque sea en otro. En fin, me estoy liando. El caso es que cada uno hace lo que puede por destacarse. Ven, siéntate en mi mesa y seguimos charlando.

—Gracias. La gente ha terminado y tengo que seguir con mi trabajo. Luego me paso por allí.

Pensé que no averiguaría nada si seguíamos por ese camino. Debo reconocer que no lo pasé mal. Siempre me ha atraído la locura. Las conversaciones más interesantes normalmente ocurren en lugares de paso. Cuando uno se sienta a charlar reposadamente ya no tienen la chispa de las ocurrencias urgentes. En los pasillos, en los puentes de los barcos, en los pasos de cebra es donde el pensamiento está en obra. Son perfectamente comprensibles las diatribas de los poetas contra las sillas. Cuando uno se sienta las ideas se van, siguen su camino y nos dejan abandonados.

Me subí al piso de arriba, una especie de balconada corrida sobre el comedor, rodeada por una barandilla. Desde allí hice algunas fotografías con el zoom. La gente me señalaba de lejos. A partir de ese momento me convertí en el centro de atención del banquete. Me gustó que la gente me mirase. Ponía a prueba mi secreta misión e invertía un papel que siempre me ha molestado: el del fotógrafo que todo lo observa, el dios que juzga y no es visto. Ese tú a tú me reconfortaba con mi función. Recorrí casi todo el comedor mirando a través del visor, como un espía destapado, disparando cuando me venía en gana sobre los invitados, en un picado bastante agresivo. Al pasar por las mesas, los novios me saludaron afectuosamente con la mano y posaron dándose un beso. Aquello sirvió de beneplácito. Todo el mundo se dejaba fotografiar cuando mi visor se detenía sobre ellos. Desde luego, no me daban opción a robar los gestos. La espontaneidad había desaparecido de casi todas las mesas. Estaban esperando a que llegase el momento de mi disparo. Hacían circulitos con el humo de los puros, torres con las copas de champagne, carantoñas con las manos. Los más infelices se ponían los cuernos por detrás. Todos tenían un numerito que brindarme. Hasta Toti sonrió cuando le tocaba, como si no hubiera pasado nada, como si a esa distancia no pudiese hacer otra cosa que abrazarse a los comensales, someterse a una instantánea familiar.

La gente dejó de mirar hacia la cámara. Al principio pensé que habían dejado de prestarme atención, cansados de la premeditación teatral de la pose. Casi con la misma unanimidad de antes las miradas se dirigían hacia otro punto. Siguiendo el rastro llegué al borde del comedor, donde dos mujeres discutían acaloradamente y se marchaban a voz en grito. Definitivamente el centro de atención pasaba a otro punto y eso me tranquilizaba, pues estaba empezando a cansarme de mi provocativa huida hacia las alturas.

Bajé y por detrás de unas cortinas me deslicé invisiblemente hasta el lugar por el que habían salido las protagonistas de este nuevo conflicto. Mi afán por conocer me llevaba hacia las manifestaciones de carácter más llamativas. Normalmente nos dejamos seducir por lo más espectacular, que en muchas ocasiones no es ni lo más interesante ni lo más útil para nuestro objeto de conocimiento. No estaba lo suficientemente avezado, era un pecado de inexperiencia que me colocó de golpe en medio de una trifulca que todos los invitados habían dejado a la deriva sin conseguir suavizar su intensidad. Las palabras más gruesas chocaban contra mis oídos como pelotazos en un campo de tenis. Desde luego, todas entraban en el campo contrario con un efecto incontrolable. Yo intentaba erguirme caballerosamente entre las damas, como una red llena de agujeros por los que se colaban las bolas más tramposas. Al final se metieron juntas y solas en un ascensor. Hice el amago de pasar. No sé muy bien si me lo impidió su furia o mi instinto de supervivencia. Me quedé mirando los ascendentes números luminosos del dintel de la puerta. No brillaban con más intensidad, ni parpadeaban, ni se fundían. Me sorprendía que el mundo no siguiese funcionando como un tebeo, con la sencillez elemental de unas viñetas en las que somos pobres caricaturas de nuestra propia imaginación. En todo caso, no había sido más que un episodio infeliz, quizá fruto del mismo deseo desbocado de ser visto y oído.

Lamentando el escaso uso que se hacía en el mundo de mis dotes diplomáticas, me fui con cara de desperdicio anímico hasta el cuarto de baño. Allí me lavaría la cara y me repondría de la frustración que acumulaba como pacificador. En la puerta había un tumulto de hombres y mujeres que se apretujaban esperando su turno. Las bebidas empezaban a apretar la vejiga de los invitados. El aseo de caballeros iba mucho más deprisa que el de señoras. Al entrar en el baño comprobé que muchas de las Tordesillas que tenía registradas en la memoria de mi cámara entraban en el baño de caballeros sin esperar la cola que tenían que guardar las damas. Fuera, les ofrecían el paso a las otras mujeres, que preferían esperar; dentro, las mujeres de la familia compartían una felicidad identitaria, la euforia por el reconocimiento de un carácter común, indócil a las convenciones sociales, y comentaban con desprecio la sumisión social de las damas que seguían esperando.

Agachado, dejé que el agua llenase el cuenco de mis manos. Al restregarme la cara con las manos mojadas, ya más despejado, mis ojos descubrieron otra seña de identidad en la familia. Las Tordesillas se miraban en el espejo de un modo como no había visto jamás. Eran máscaras llenas de maquillaje. Vi facciones rígidas, con los labios redondeados en una boquita de piñón, las cejas apretadas como si estuviesen enfadadas, la frente en tensión, las orejas dispuestas a levantar el vuelo. Al ver aquello en las cinco mujeres que estaban en ese momento mirándose en el gran espejo tuve que echarme agua otra vez para ocultarme la risa con las dos manos. Todas hablaban desde sus dobles especulares a los reflejos de las otras, en un diálogo de máscaras más o menos animadas. En su conversación conseguí entender la satisfacción de odiar todas juntas la pacatería que impedía pasar al baño de chicos a las que no eran del clan. Encontraban en ello, y en la burla que compartían contra la glotonería de la familia de la novia, un sentido de pertenencia.

Lo que vi ese día y los siguientes, siguiendo mi particular estudio antropológico, fue una familia normal que no podía tolerar ser normal. Tenían especial fijación en distinguirse. El problema en muchos casos eran los medios utilizados para hacerlo, que pasaban por el escándalo gratuito. Despreciaban a los demás por los convencionales medios que utilizaban para distinguirse. Entre ellos tenía prestigio cualquier conducta desmesurada, violenta o amenazante. Les escuché hablar a menudo de negocios en mitad de la fiesta. Jorge me confesó que eran tan incontinentes como torpes negociantes. Aquello me llamó la atención. Parecían estar condenados a ponerse de acuerdo sobre los asuntos más variados y elegían cualquier momento y lugar para intentarlo.

No conseguí averiguar nada de lo que me había mandado el periódico. Los Tordesillas se quejaban amargamente de que la gente los atacaba, de cómo los difamaban en la prensa por pura envidia. En eso consistía principalmente la cohesión familiar, en el odio hacia el ataque sufrido. Ahí tenían una verdadera fijación, lógica, en cierto modo, si juzgamos las críticas sobre su conducta financiera y profesional vertidas a troche y moche por los periódicos locales, ocasionalmente nacionales. Si uno era juez, era corrupto; si era abogado, corrupto; si funcionario, corrupto; si hombre de negocios, podrido. Hiciesen lo que hiciesen todos parecían estar poseídos por una fiebre de soborno, prevaricación y cohecho.

Creo que fue su clanolatría la que los puso en el punto de mira. No desperdiciaban ninguna oportunidad de mostrar con altanería una orgullosa manera de ser, francamente despectiva con actitudes convencionales. Para los Tordesillas la familia era un refugio excéntrico dentro de un mundo previsible. Como un correctivo popular la ciudad les administró la infamia para bajar sus humos. Una procedencia con cierto abolengo los había empingorotado hasta las cimas más altas de la vanagloria. La ciudad concentró el glamour de la corrupción en aquella familia más bien normalita. Mientras los verdaderos corruptos hacían de las suyas, las conciencias escrupulosas se maquillaban con el caso Tordesillas. Pude comprobar que aquello no era más que un señuelo ideado por los que sí prevaricaban, sobornaban y cometían cohecho para ocultar sus maniobras a la sombra del deslumbramiento que los medios daban a este asunto. Una poderosa familia de la ciudad, los Botero, cuyos miembros se habían hecho millonarios con las industrias cárnicas, estaba detrás, según pude averiguar a lo largo de la investigación, de todo este polvo mediático levantado con el fin de ocultar una operación que iba a arrebatar a los Tordesillas su más preciado tesoro. Yo no sabía por entonces que los Botero eran los dueños de la mayoría de las acciones del periódico para el que yo trabajaba. Lo único raro que noté fue que todos los testimonios ofrecidos en la redacción eran sospechosamente unánimes en las acusaciones contra la familia.

Mi investigación fue muy rigurosa. Descubrí que tras las denuncias, los juicios y los reportajes no había más que un montón de inocencia tan exasperada que a veces daba muestras de culpabilidad para rellenar el hueco fantasmal de las acusaciones. Una prueba me mandaba a otra. Tras la primera capa de testigos convencidos encontré un sospechoso vacío de contenido fiscal. De hecho, en algunos de los juicios era difícil demostrar de qué se les acusaba. Sus principales delitos: arrancar plantas aromáticas protegidas, llenar de muebles el campo, no atender a las necesidades de ciertas especies de aves protegidas, provocar accidentes de tráfico con animales salvajes, cazar desaforadamente palomas torcaces o alimentarlas con maíz envenenado… No eran precisamente unos angelitos, pero de ahí a lo que salía en la prensa había un abismo. La familia estaba sirviendo de chivo expiatorio para una sociedad con un tremendo complejo de culpa. Alguien tenía que pagar.

Entrevisté a todos los miembros de la familia, lo que solo sirvió para hacerme un catálogo humano útil para mi siguiente trabajo. Ellos nada me aclararon. Se limitaban a mostrar su indignación contra los que aparentemente habían levantado los infundios; pero estaban muy lejos de conocer el origen y el propósito de las afrentas. Los Botero habían conseguido enfrentar a los Tordesillas y, con la ayuda inconsciente de alguno de ellos conseguirían quedarse con lo que hasta ese momento los había mantenido unidos.

En el largo reportaje que mi periódico publicó insinué que la familia podía tener algunos defectos, pero no precisamente de los que se les acusaba. Demostré que el asesinato del fiscal que llevaba su caso era, en realidad, un accidente. Descubrí que detrás de los incendios provocados presuntamente para cobrar un seguro había otras causas y otros intereses que nada tenían que ver con la familia. Los supuestos atentados contra el medioambiente en pocos años se vería que respondían a una caza de brujas alentada por supersticiones propias de una época que vive en un mundo enfermo y se empeña en buscar la causa de sus males en cualquiera que se ponga a tiro. El único pecado de los Tordesillas consistía en ser demasiado excéntricos y despreciar algunas convenciones sociales.