Tiempos interesantes

La Iglesia Católica chilena entre el Sínodo

y la toma de la Catedral, 1967-1968


©Marcos Fernández Labbé


Ediciones Universidad Alberto Hurtado

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Este es el vigésimo primer tomo de la colección Teología de los tiempos

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Colección Teología de los tiempos


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Prólogo

Introducción

CAPÍTULO I · “Todo para los laicos, pero sin los laicos”: el problema de la acción política laical en el catolicismo chileno de la segunda mitad de la década de 1960

CAPÍTULO II · Politización desde arriba. Chile, voluntad de ser

CAPÍTULO III · El clero

CAPÍTULO IV · “Lo nuevo es lo que ha cambiado o sufrido acomodación; por lo tanto es lo más superficial, lo menos importante”. Debates en torno a la transformación del catolicismo previos

CAPÍTULO V · La preparación del Sínodo y sus antecedentes

CAPÍTULO VI · La realización del Sínodo y su contenido

CAPÍTULO VII · Reacciones a la primera parte del Sínodo

CAPÍTULO VIII · La toma de la Catedral

CAPÍTULO IX · El fin de Sínodo

Agradecimientos

Bibliografía

Siglas

Marcos Fernández nos invita a recordar unos tiempos “interesantes” de la Iglesia chilena y más precisamente de la Iglesia de Santiago: los años 1967-1968 que incluyen las dos sesiones del Sínodo de Santiago y la toma de la Catedral que aconteció entre ellas. Lo anterior exige volver la mirada y examinar unos años y una década de profundos cambios en Chile, en la Iglesia universal y en la Iglesia chilena.

Chile inicia la década con un gobierno de derecha, seguido por el gobierno reformista de la Democracia Cristiana que postulaba la “revolución en libertad” y la termina a ocho meses del triunfo de la coalición de izquierda encabada por Salvador Allende. Se transita, con colaboración de la Iglesia Católica, desde una tímida reforma agraria impulsada por Jorge Alessandri, pasando por la reforma de Frei que da carta de ciudadanía al campesinado, hasta terminar con una presión significativa por tomas de tierras más allá de la ley y serios conflictos con sectores de derecha. Es el tiempo de la reforma universitaria iniciada en la Universidad Católica de Valparaíso que se extiende a la Católica de Santiago y posteriormente a la Universidad de Chile, que trae una significativa democratización del gobierno de las universidades. Se asiste al mayor éxito del joven Partido Demócrata Cristiano con el triunfo de Eduardo Frei Montalva y su programa, sus primeros años de avances significativos y su crisis a partir de 1968.

La Iglesia Católica universal vive la experiencia del Concilio Vaticano II (1962-1965) y su intento de abrirse y de instaurar un diálogo con el mundo moderno, de interpretar con espíritu de simpatía los signos de los tiempos en los procesos históricos, pero experimenta simultáneamente la crisis de muchos sacerdotes que abandonan el ministerio y, hacia el final de la década, el surgimiento del disenso frente a la enseñanza del papa Pablo VI a propósito de la encíclica Humanae Vitae sobre el control de la natalidad. La Iglesia latinoamericana vive la experiencia de la Segunda Conferencia General del Episcopado en Medellín (1968) que intenta traducir el Concilio a nuestra realidad, la aparición de los primeros esbozos de la teología de la liberación, la deserción de un creciente número de sacerdotes y el inicio de la emigración de laicos formados en la Acción Católica y de clérigos desde posturas de centro hacia posturas más radicales y más afines al socialismo como un modo de superar la injusticia.

En la Iglesia chilena obispos como Manuel Larraín, Raúl Silva Henríquez, José Manuel Santos y Bernardino Piñera, entre otros, tienen una significativa participación en el Concilio, impulsan reformas sociales, apoyan claramente al movimiento reformista encabezado por la Democracia Cristiana y se comprometen con la puesta en práctica del Vaticano II. Pero al mismo tiempo ocurre la crisis de los sacerdotes, disminuyen notoriamente las vocaciones sacerdotales y religiosas, laicos comprometidos se vuelcan a la acción política y dejan su militancia eclesial y surge, desde la derecha y la izquierda, la crítica hacia la jerarquía eclesiástica que aparecía como alineada con el gobierno demócrata cristiano.

El estudio del Sínodo de la Iglesia de Santiago convocado por el cardenal Raúl Silva Henríquez y de la toma de la Catedral de Santiago protagonizada por un grupo de laicos/as de base, religiosos y sacerdotes cercanos al mundo obrero o poblacional, nos revela una Iglesia que, guiada por don Raúl, quería reformarse y enfrentaba variados problemas y tensiones. Tanto en el Sínodo como en la toma de la Catedral, laicos y laicas fueron muy críticos de los sacerdotes por juzgarlos inmaduros afectivamente, distantes de la realidad que vivía la gente, descuidados en la predicación; también lo fueron de los obispos por su lejanía de los laicos y el ejercicio muy vertical del poder. Se le reprochaba a la Iglesia no dar un testimonio de pobreza, de relacionarse más bien con los sectores acomodados de la sociedad, de tener grandes y costosas instituciones. Se ponía en duda la conveniencia de que hubiera tanto sacerdote extranjero en la arquidiócesis (en ese tiempo casi la mitad). También se criticaba, especialmente en la toma de la Catedral, la lentitud con que se hacían operativas las orientaciones del Concilio. La Iglesia de Santiago (y de Chile) aparecía lenta y poco comprometida con los cambios, en el contexto de esos años en que hubo un creciente sentido de las injusticias estructurales en América Latina y en Chile, cuando algunos analistas sociales diagnosticaban que el capitalismo estaba agotado como camino de desarrollo y postulaban los cambios radicales de orientación socialista como único camino de salida. Tanto en los jóvenes católicos más avanzados como en los partidos de izquierda en los que se iban agregando había una confianza “juvenil” en que los cambios al interior de la Iglesia y de la sociedad eran posibles si había decisión y coraje. Todo lo anterior fue discutido ampliamente no solo en la asamblea sinodal sino también en una serie de medios de comunicación relacionados con la Iglesia y con los partidos políticos como lo atestigua el análisis que realiza este libro. La imagen de la Iglesia a fines de los sesenta era la de una institución sometida a fuertes tensiones internas, con muchas discusiones sobre la forma de actuar en la sociedad y que parecía irse quedando atrás debido a los grandes cambios culturales y al acelerado proceso político social que vivía el país.

Al recordar lo sucedido durante la dictadura militar es inevitable preguntarse cómo fue posible, si esa era la situación de la Iglesia de Santiago (y en alguna manera de la Iglesia chilena), que ella haya sido capaz de asumir progresivamente un rol tan importante en la defensa de los perseguidos y víctimas después del golpe militar de 1973. Varios de los obispos tan criticados, muchos sacerdotes extranjeros cuya presencia en la arquidiócesis era puesta bajo interrogantes, las religiosas (muchas extranjeras) a las que se consideraba invisibilizadas, resultaron ser actores clave para que parte de la Iglesia Católica se fuera erigiendo como un baluarte frente al poder de la dictadura. La misma Iglesia criticada por estar coludida con la Democracia Cristiana, por su lejanía de los trabajadores y los pobres, por su postura básicamente antimarxista, ayudó en años durísimos a salvar la vida de numerosas personas que no participaban en ella y a veces la habían criticado con fuerza, logrando estructurar un organismo de tanta trascendencia como la Vicaría de la Solidaridad y transformarse en uno de los pocos espacios de libertad y de defensa de los derechos humanos. Resulta especialmente llamativo que la jerarquía episcopal, tan criticada en el Sínodo de Santiago o por Iglesia Joven, a través de don Raúl Silva Henríquez y algunos otros obispos, tuvieran un papel fundamental en el contrapeso al régimen dictatorial precisamente por el poder “religioso” de que estaban investidos.

De ese modo, podría sostenerse que la respuesta de buena parte de la Iglesia Católica a medida que fue tomando conciencia del masivo atropello a los derechos humanos se orientó más bien en la línea que había sostenido la jerarquía y que numerosas concreciones de esa respuesta fueron llevadas a cabo por comunidades de base en cierta forma análogas a Iglesia Joven, por religiosas y sacerdotes insertos en las poblaciones de Santiago, muchos de ellos extranjeros, y por gente que no participaba en la Iglesia Católica, pero que ofreció sus servicios uniéndose a sus esfuerzos. La dictadura toleró que la Iglesia Católica fuera un reducido espacio de libertad en Chile y eso permitió que se produjera esta confluencia de corrientes que habían estado en posturas distintas con el objetivo de defender la vida y los derechos fundamentales de muchas personas. La Iglesia Católica, criticada por el gobierno militar y por sectores de derecha, creció en estimación pública y hubo una cierta recuperación de las vocaciones religiosas y sacerdotales, a la vez que había una vida bullente en muchas comunidades populares. La crisis del final de los sesenta parecía superada.

El regreso de la democracia y de sus instituciones fue gradualmente resituando a la Iglesia de Santiago que perdió el “privilegio” de ser uno de los pocos espacios de libertad para enfrentar a la dictadura. Paulatinamente fue tomando cuerpo el proceso de secularización que en cierta forma estuvo congelado durante los años del gobierno militar. Muchos de los que se acogieron a su alero, sin compartir lo más de fondo de la comunidad católica, partieron agradecidos a ocupar sus nuevos lugares en las organizaciones sociales y políticas que recuperaban su terreno. Pero al interior de la Iglesia, y ya antes de la crisis producida por los abusos contra menores cometidos por sacerdotes y religiosos, volvieron a aflorar las críticas de parte del laicado hacia los obispos y sacerdotes en puntos como la moral sexual y familiar, el ejercicio del poder al interior de la Iglesia, el escaso rol de la mujer en las instancias de decisión, la pobreza de la predicación. El número de vocaciones religiosas y sacerdotales desciende notablemente ya en la década de los noventa y es abrupta a partir del año 2000 y, por otra parte, un número alto de sacerdotes jóvenes abandona el ministerio.

Es impresionante el contraste de la situación de la Iglesia de Santiago sacudida estos últimos años por los casos de abusos y la forma de enfrentarlos, con la situación que vivió durante los años iniciales de la dictadura cuando estaba encabezada por don Raúl Silva, a pesar de que algunos de los factores que hicieron estallar la actual crisis ya estaban presentes en esos años. Hoy son más bien los laicos y laicas los que levantan la voz, asumen responsabilidades al interior de la Iglesia, exigen mayor participación y transparencia. Los obispos viven una especie de interdicción silenciosa al estar todos renunciados y algunos investigados. Los sacerdotes están a la defensiva frente a una opinión pública altamente sensibilizada ante los potenciales abusos que hubiesen cometido. En un país donde referirse a la Iglesia es muchas veces sinónimo de hablar de obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, no es sorprendente que debido a esto la confianza en la Iglesia Católica haya descendido a niveles nunca antes vistos y sea legítimo pensar que su influencia en la sociedad chilena esté significativamente debilitada.

Valdría la pena, a la luz de los análisis que hace Marcos Fernández de los actores, las fuerzas y legitimaciones del actuar de la Iglesia de Santiago en esos “tiempos interesantes” de 1967 y 1968, reflexionar acerca de cómo evolucionaron las tensiones vividas en los últimos años de la década de los sesenta y cómo fueron procesadas al interior de la Iglesia Católica durante la dictadura y en los 28 años de democracia recuperada. Es posible que los años de dictadura hayan ocultado muchos de los problemas pendientes que no fueron enfrentados y que emergieron con fuerza en una sociedad chilena que cambió mucho más rápido que la Iglesia institucional. Si los católicos y católicas pudiéramos hacer esta reflexión y dejar que sus resultados nos enseñen, podríamos entonces colaborar para resituar a nuestra Iglesia en la sociedad chilena, no tanto para recuperar puestos en un ranking, sino para que ella, como Pueblo de Dios, pueda servirla con lo mejor de sí.

De acuerdo a la tradición, un proverbio —o maldición— chino se expresaría en la frase “que vivas tiempos interesantes”, aludiendo con ello a periodos de transformación y cambio, de desasosiego, de fractura del orden establecido e inicio de épocas nuevas, con todo lo de zozobra y creatividad que ello tiende a suponer. Tiempos interesantes capaces de remover las más asentadas prácticas y alterar las más institucionalizadas rutinas. Por ello, quizás es para algunos una maldición y para otros un espacio de renovación necesaria. Creemos que el dicho en cuestión puede aplicarse de forma pertinente para la Iglesia Católica chilena durante los agitados años finales de la década de 1960, marcados por una agudizada politización y visibilidad pública, por la realización de un Sínodo en la ciudad de Santiago que tenía como objetivo la aplicación de las orientaciones del Concilio Vaticano II en la comunidad local y por la toma de la Catedral el 11 de agosto de 1968, que puso de manifiesto tanto las impaciencias contingentes como los temas de controversia que recorrían al catolicismo chileno en ese entonces.

Lo que se ha querido hacer en este libro es dar cuenta de los distintos planos de diálogo y controversia que esta coyuntura representó para la comunidad de las y los católicos en Chile, en los marcos no solo del aggiornamento global, sino que en lo fundamental a partir de los procesos internos que la Iglesia Católica experimentaba en el país. Como notas de contexto se hacen evidentes tanto el desarrollo de un gobierno demócratacristiano hacia el cual gran parte de la institución católica había manifestado cercanía; como el doble proceso de acercamiento al marxismo y la agudización de posturas contrarias a este, producto de un diagnóstico —en gran medida elaborado al interior de instituciones de pensamiento católicas— de cambio social acelerado, conflictivo y para algunos inevitable. De forma más puntual, al mismo tiempo que significativa para los argumentos que aquí se desenvuelven, los acontecimientos de 1967-1968 se podrían interpretar desde la lógica de la comprensión de la sociedad chilena como una sociedad secularizada, pero no en la acepción de una secularización entendida como la expulsión o interdicción de las opiniones religiosamente fundadas del espacio público, sino que de la aceptación de este tipo de opiniones y acciones —desde los agentes que las promovían— como parte de un derecho de incidencia ya no trascendentemente fundado, sino que incardinado en las tareas que la misma convicción religiosa motivaba. En otras palabras —y siguiendo de cerca al filósofo Charles Taylor— los mismos agentes cristianos, a lo largo y ancho de la institución y en cada uno de sus participantes —laicado, clero, jerarquía— consideraron la oportunidad y eficacia de su accionar contingente como un mandato, ya no revestido de la supremacía o providencialidad de lo sagrado, sino que intensamente histórico, y por ello, contradictorio, temporal, humano.

Como aquí se busca detallar, este tipo de convicción de alguna forma dominante en las capas más visibles del catolicismo chileno del periodo aquí analizado —tal vez mayoritaria, pero difícil de cuantificar— fue efectuada con matices y agudas polémicas. Como quizás nunca antes, y probablemente nunca después, los espacios de argumentación y contra-argumentación de las distintas posturas fueron variados y en gran medida transparentes. De más está decir que la amplitud de los medios de expresión católicos favorecían este debate, en tanto era en el espacio público donde se tenía como necesario y productivo sostenerlo. Pero más allá de ello, la profundidad de los temas debatidos y el ánimo global que los amparaba se tradujeron en que desde el interior del catolicismo chileno se abriera una instancia de diálogo multiestamental como el Sínodo, que operó como plataforma y caja de resonancia de conflictos, demandas y expectativas de la grey católica y sus pastores, así como de indicador de los alcances y límites que las mismas proposiciones en él formuladas tendrían a la larga, más aún tras el evento axial que representó la toma de la Catedral.

Por todo ello, el relato que aquí se despliega busca ser no solo una historia institucional de este momento del catolicismo chileno, sino también una historia política e intelectual de sus actores, sus controversias, sus proyectos de futuro. Una memoria de eventos pasados que, tras cincuenta años, pueden ser útiles para una reflexión hoy.