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cómo escuchar jazz


turner noema

cómo escuchar jazz

Ted gioia

Traducción de Inmaculada Pérez Parra


Título:

Cómo escuchar jazz

© Ted Gioia, 2016

Edición original:

How to Listen to Jazz, Basic Books, 2016

De esta edición:

© Turner Publicaciones SL, 2020

Diego de León, 30

28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: marzo de 2017

Segunda edición: julio de 2017

Tercera edición: febrero de 2020

De la traducción:

© Inmaculada Pérez Parra, 2017

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Diseño TURNER

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o métodosin la autorización por escrito de la editorial

ISBN: 978-84-17866-86-0

DL: M-2537-2020

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

índice

Introducción

i el misterio del ritmo

ii entrar en la música

iii la estructura del jazz

iv los orígenes del jazz

v la evolución de los estilos de jazz

vi algunos innovadores del jazz

vii Escuchar jazz hoy

Apéndice. La élite de los 150 maestros del jazz, al principio o a mediados de su carrera

Agradecimientos

Para mi hermano Dana, il miglior fabbro

Escuchar es lo más

importante de la música.

duke ellington

INTRODUCCIÓN

¿Qué puede haber más misterioso que una obra musical? Cuando lleguen los alienígenas desde su galaxia distante, entenderán sin mucho problema la alimentación, el sexo, la política; son perfectamente lógicos. Pero, en la cabeza verde con escamas, le darán vueltas a por qué la gente se enchufa música en los oídos o se pone de pie y baila cuando una banda empieza a tocar. Capitán, no podemos descifrar los mensajes ocultos en esos estallidos de sonido de tres minutos y los terrícolas se niegan a darnos la clave. Las películas de ciencia ficción se equivocan por completo: los extraterrestres no malgastarán el tiempo volando la torre Eiffel y la Casa Blanca, estarán demasiado ocupados intentando averiguar la importancia de las fugas de Bach, los rituales del panorama de la música electrónica y las reglas de improvisación del jazz.

Y eso de los recitales de jazz sería lo que más podría desconcertarlos. ¿Qué puede haber más raro que un grupo que toca la misma canción idéntica, noche tras noche, pero haciéndola diferente cada vez? ¿Cómo se descifra la clave? ¿Cómo se señala con precisión el epicentro de esa cualidad elusiva conocida como swing, que elogian con tanta prodigalidad los aficionados al jazz, pero que tanto se resiste a las explicaciones o a la medición? ¿Cómo se capta la estructura de un modismo en el que tanto parece espontáneo, inventado sobre la marcha e interpretado con pasión impetuosa, y que sin embargo está obviamente regido por reglas sólidas como una roca y conformado por tradiciones veneradas? Y, sobre todo, ¿cómo te adentras en la esencia de una práctica tan imponderable que, cuando le pidieron al icono del jazz Fats Waller que la definiese, al parecer advirtió: “Si necesitas preguntar, ni te metas”?1

Pero todavía hay algo igual de misterioso que el jazz, a saber: los críticos de jazz. ¿Quiénes son esos oyentes expertos, facultados para traducir sonidos extraños y maravillosos en descripciones verbales, asignarles puntuaciones o calificaciones (¡a este disco recién salido le damos cuatro estrellas!) y luego pasar a la siguiente canción? La música, por definición, empieza donde termina el significado lingüístico; sin embargo, los críticos se ganan la vida rebasando ese límite, reduciendo a palabras las melodías y, de alguna manera, convenciéndonos para que demos crédito a sus juicios. Los alienígenas secuestrarán sin duda a unos cuantos críticos, los meterán en una máquina de la verdad y los obligarán a explicar los significados secretos de la composición musical humana.

Por supuesto, a muchos terrícolas les desconciertan los reseñistas de igual manera. ¿De dónde salen esas estrellas y puntuaciones? Y ellos con sus bufonadas no es que contribuyan a su credibilidad. Esos célebres reseñistas de cine que decidieron condensar sus apreciaciones eruditas en un gesto de la mano (pulgar arriba o pulgar abajo, como el público de los gladiadores) no se hicieron ningún favor a sí mismos ni a la profesión. ¿De verdad es tan fácil ser crítico? ¿A qué conclusión llegamos al ver que uno levanta el pulgar y otro lo baja? Si reseñar tiene estándares objetivos y no es mero capricho y mera opinión, ¿no deberían los que reseñan coincidir la mayoría de las veces?

El público general también tiene la sospecha profundamente arraigada, no del todo sin justificar, de que los críticos “serios” desprecian precisamente las obras de arte que le encantan a la mayoría de la gente y los éxitos de taquilla, los libros más vendidos, los singles número uno de las listas; todos son desdeñados por esos elitistas, que luego se dan la vuelta y alaban sin mesura alguna obra esotérica de la que ninguna persona razonable disfrutaría jamás. Los lectores suelen quedarse pensando si los autores no pretenderán simplemente impresionarles con su modernidad o su falsa sofisticación, más que ofrecerles una apreciación sincera de la obra en cuestión.

Los reseñistas contribuyen a este recelo al hacer que su proceder parezca opaco y misterioso. Son muy rápidos para clasificar una obra, asignándole estrellas o puntuaciones o pulgares levantados, pero rara vez nos cuentan cómo elaboran esas escalas o qué prioridades intervienen en su aplicación. Las revistas de música publican infinidad de reseñas que promocionan discos con cuatro y cinco estrellas y desestiman alternativas inferiores con dos o tres estrellas, pero ¿dónde encontramos una descripción exhaustiva del sistema de clasificación en sí? ¿Qué valores encarnan estas clasificaciones? ¿Qué conjeturas incluyen las puntuaciones y clasificaciones? Si los amantes de la música indagan en el proceso más a fondo, se topan con todo tipo de detalles sobre discos particulares, pero casi nada sobre cómo se forman los juicios críticos.

Incluso después de haber trabajado muchos años como crítico, sigo sabiendo lo que siente un novicio perplejo ante los aspectos arcanos del oficio. Cuando tenía treinta y tantos, viví en Napa un año, y con el fin de tener conversaciones inteligentes con mis vecinos (casi todos ellos trabajaban en el sector del vino), decidí ampliar mis conocimientos sobre uvas y cosechas. Era un tema de estudio grato, pero me lo tomé en serio y hasta desembolsé algún dinero que me había costado mucho ganar para suscribirme a un boletín caro de Robert Parker, el influyente connoisseur de vinos. Para gran sorpresa mía, aprendí no solo de vinos, sino también algunos giros nuevos sobre la crítica. La variedad infinita de maneras en que Parker podía describir el sabor de un vino era imponente. “Con suculentas bayas negras y azules matizadas claramente por carozos, carne ahumada, carbón y una nota de yodo medicinal, este vino concentrado de manera formidable no olvida nunca que su deber es dar vigor”. Podía leer cien o más de estas valoraciones cortas de caldos de una sentada y no tardaba en olvidarme de los vinos, de lo absorto de admiración que estaba por las muchas maneras que había encontrado Parker para aprehender sus cualidades inefables con palabras. ¿De cuántas formas se puede describir el sabor del zumo fermentado de uva? A Parker parecían no agotársele nunca las posibilidades y, en su plenitud, sus descripciones poseían cierta poesía retorcida y perspicacia metafórica. Yo estaba escribiendo un libro sobre la historia del jazz durante aquella temporada en Napa, y sigo convencido aún ahora de que mi propia capacidad para describir la música mejoró gracias a esta inmersión en la cultura y la crítica del vino.

Sin embargo, incluso después de meses de leer el boletín de Parker, seguía sin poder explicar la diferencia entre un vino al que él adjudicaba ochenta y cinco puntos y otro caldo puntuado con noventa y cinco. Disfrutaba de su prosa y disfrutaba todavía más de los vinos, pero aunque los probaba y convenía en que Parker me había conducido hasta una botella excepcional, no captaba sino vagamente qué clase de criterios delicadamente calibrados había aplicado él antes de escribir las pocas frases que usaba para describirlos.

No obstante, al recordar mis propios escritos sobre música (que ahora podrían llenar un estante), noto que soy tan culpable como Robert Parker y los reseñistas de cine del pulgar levantado o bajado. He elogiado y denostado a muchos artistas a lo largo de los años, pero en realidad nunca he expuesto con detalle los criterios que aplico al hacer esas evaluaciones. A veces he hecho unos pocos comentarios generales sobre mis procedimientos, pero apenas con el grado de detalle que el tema se merece.

Y no soy el único. He leído cientos de libros sobre jazz, pero no recuerdo que ningún crítico explique realmente, de modo detallado y específico, qué pretenden encontrar en la audición. Claro, hablan sobre músicos y discos y técnicas y estilos, pero ¿de verdad invitan a los lectores a entrar en su mente de crítico (¡idea aterradora!) y permitirles que observen mientras examinan las pruebas y valoran y deciden?

Teniendo esto en cuenta, he intentado exponer mi propio proceso de audición en las páginas que siguen. Lo hago no solo como confesión personal, ni siquiera como guía para apreciar la música, aunque cumpla ambos propósitos, sino también porque mi placer como consumidor de música se fundamenta en este tipo de audición atenta. Mi esperanza es que el disfrute del lector se haga también más profundo gracias a mis estrategias. Luego seguiremos observando la estructura y los estilos del jazz y estudiaremos a los profesionales más destacados de este modo de expresión, pero esto presupone un consenso sobre lo que pretendemos oír en este conjunto de obras. Escuchar es el cimiento; todo lo demás se construye sobre ese punto de partida. Ciertamente, parte de lo que sigue es subjetivo, pero espero que el lector termine comprendiendo que este tipo de audición y juicios críticos profundos se basan en algo más que el mero gusto personal, que se inspiran en criterios claros inherentes a la propia música y a su evolución, ya que la música plantea ciertas exigencias a sus oyentes y el crítico que las expresa ha renunciado a la subjetividad, al menos hasta cierto punto.

El lector puede no estar de acuerdo con las valoraciones y sugerencias aquí expuestas, y, en verdad, todas las reglas (la mía incluida) tienen excepciones, pero, incluso en esa instancia, el proceso de enfrentarse a ellas puede servirle para aguzar el oído y ampliar sus horizontes. En cualquier caso, he llegado con esfuerzo a los puntos de vista que os compartiré, son cosas que no he comprendido hasta después de años o décadas de estudiar música. Mi esperanza al escribirlos es que ayuden a los demás a adentrarse más profundamente en el misterioso proceso de “apreciar” el jazz.


1 La anécdota puede ser apócrifa. Esta contestación despectiva se atribuye por lo general a Fats Waller, pero otras veces se les asigna a otras figuras del jazz; todos desde Louis Armstrong a Stan Kenton parecen haberla dicho, siempre como respuesta a una “dulce ancianita” que pregunta: “¿Qué es el jazz?”. El celo con el que los expertos en jazz repiten esta “definición” de jazz una y otra vez es revelador. Marshall Stearns, el padrino del jazz académico, hasta recurrió a ella como frase de apertura de su magisterial The Story of Jazz, Nueva York, Oxford University Press, 1956, p. 3 [Historia del jazz, Ave, 1965].

i

El misterio del ritmo

Permítanme que empiece con una parábola.

Un joven investigador decide consagrar su vida al estudio de los ritmos africanos. Se muda a Ghana, donde estudia bajo la tutela de muchos maestros percusionistas. Termina pasando toda una década inmerso en las tradiciones y prácticas musicales de la región, aunque complementa esas enseñanzas con otras fuentes de conocimiento, ya sea en los pasillos de la Yale University o en las comunidades tradicionales de Haití y otros destinos de la diáspora africana. Cada año que pasa, crece su pericia, y con el tiempo se convierte en mucho más que un investigador; es un intérprete hecho y derecho que ahora porta la tradición en sí.

Pero cuando nuestro experto vuelve a Estados Unidos, le resulta difícil transmitir la esencia de estas costumbres a los foráneos. Intenta enseñar a los estudiantes a tocar los tambores Dagomba y ellos le hacen la pregunta más simple de todas: “¿Cómo sé cuándo entrar? ¿Cuándo empiezo a tocar?”. En la música occidental, hay una respuesta sencilla: el director mueve la batuta o el líder marca el ritmo o la partitura proporciona una referencia. Pero entrar en el flujo continuo de una ejecución musical de África occidental es un asunto muy diferente.

“Descubrí que si intentaba demostrar cómo entrar con un tambor contando desde el ritmo de otro, no podía”, admite nuestro investigador con frustración. No hay análisis ni reglamentación suficientes que resuelvan este problema. Por fin, comprende que el obstáculo se puede salvar tan solo alejándose del análisis y entrando en el reino del sentimiento. “La única forma de empezar correctamente –descubre al fin– era escuchar un momento y luego empezar justo ahí”.2

Escuchar un momento y luego empezar justo ahí. Tiene que haber algo más, ¿no? ¿Una década de aprendizaje y esta es la lección? Y, sin embargo, esa es la solución, encantadora en su aparente sencillez.

Para los que consagran casi toda su vida al estudio de la música, historias como esta sirven de lección de humildad. Dan fe del elemento mágico de la música, en especial de esa esencia rítmica que elude la intelectualización. Este aspecto de la música debe sentirse y, si no se siente, la disección académica se queda en nada. El investigador debe convertirse en algo más que un investigador para comprenderlo, y el alumno decidido a seguir el mismo camino debe estar dispuesto a dejar atrás la pedagogía y abarcar algo tan esquivo que, a veces, apenas se puede describir; pero todas las parábolas vienen con enseñanza implícita, y también la hay en esta historia. Nuestra fábula, una historia de la vida real de John Miller Chernoff, uno de los expertos con mayor discernimiento sobre el ritmo y la percusión africanos, da fe del poder de la escucha. En nuestra parábola, escuchar es más que analizar, y si bien esta superioridad del oído sobre el cerebro humilla al musicólogo formado, también debería alentar al novato que desconoce la terminología y los procedimientos codificados del arte sonoro. La escucha, no la jerga, es el camino al corazón de la música, y si escuchamos con la suficiente profundidad, penetraremos en la magia de la canción, sin requerir títulos o credenciales formales.

Este libro se construye sobre la noción de que una audición atenta puede desentrañar prácticamente todas las complejidades y maravillas del jazz; no es por menospreciar las ventajas del estudio formal de la música o del aprendizaje en clase, aunque haríamos bien en recordar que los primeros que nos dieron el jazz no tenían muchos estudios formales y, en algunos casos, ninguno en absoluto, pero sabían escuchar. Y, como Chernoff y sus alumnos, aprendieron a usar esa capacidad como piedra de toque para liberar su propio potencial creativo.

Igualmente, haríamos bien en recordar que las tradiciones musicales africanas, que son la raíz del jazz, rara vez distinguían entre intérpretes y público. Todos los miembros de la comunidad participaban en la vida musical. Los que han crecido en estas culturas rechazarían la noción de que puedan requerirse una formación o unas destrezas especiales para unirse al regocijo y a la emoción de crear música. En esta tradición no hay foráneos. Todo el mundo tiene la capacidad de entender la música en su grado más esencial, aunque sí haya un requisito ineludible: hay que escuchar, y escuchar profundamente.

Estas consideraciones son importantes para valorar todos los aspectos del jazz, pero especialmente para abordar su esencia rítmica casi mágica. En las últimas décadas, la ciencia ha ampliado considerablemente nuestro conocimiento sobre las propiedades del ritmo. Ahora podemos aislar y medir el impacto del ritmo en las ondas cerebrales, las hormonas, el sistema inmunitario y otros aspectos de nuestra fisiología,3 pero estos estudios no han hecho más que ahondar el misterio. ¿Por qué el cuerpo reacciona al compás con tanta intensidad? ¿Por qué los perros, por ejemplo, no acompasan su cuerpo a los ritmos externos? ¿Por qué los chimpancés o los gatos o los caballos no bailan al compás? No lo hacen y no se los puede entrenar para que lo hagan. Sin embargo, toda sociedad y comunidad humanas dan cauce a esa irresistible reacción al ritmo, y a veces incluso lo consideran una vía a lo divino. Esta propensión la tenemos inculcada en el cuerpo, quizá en el alma, pero ¿sabemos siquiera por dónde empezar a evaluar sus dimensiones estéticas?

Así que aquí, en el comienzo mismo de este libro, nos topamos con un problema enorme. Tenemos que empezar con el primer y más importante ingrediente del jazz: su extática cualidad rítmica. Este es el aspecto más difícil de circunscribir de la música y es casi imposible expresarlo con palabras, pero si el lector aprende a escuchar con atención este aspecto del jazz, habrá dado un gran paso hacia la comprensión de lo esencial de la música. Así que tratemos de desvelar el misterio de su ritmo. Para ello, necesito revelar mi propio método de audición del compás y compartir las técnicas y actitudes que me han ayudado a intentar desentrañar su magia.

el pulso (o swing) del jazz

Lo primero que procuro escuchar es el nivel de cohesión rítmica entre los músicos del grupo. Algunos críticos de jazz podrían describirlo como swing. Ciertamente forma parte de él, al menos en la mayoría de las interpretaciones de jazz, pero lleva aparejado algo más que una mera dinámica de chascar los dedos. En los grandes grupos de jazz, se puede oír a todos sus miembros fundiéndose rítmicamente con un placer que conlleva un grado asombroso de intercambio, con una peculiaridad que se resiste a la definición específica. Si uno escucha las secciones rítmicas más innovadoras (por ejemplo, la orquesta de Count Basie de preguerra, el trío de Bill Evans de principios de la década de 1960, los grupos de Miles Davis y John Col­trane de mitad de esos años o los conjuntos liderados por Vijay Iyer, Brad Mehldau y Jason Moran hoy), se oye en tiempo real cómo se da un tipo paradójico de cooperación. Los músicos se adaptan unos a otros, insistiendo al mismo tiempo en sus propias prerrogativas; de alguna manera se amoldan y exigen a la vez. Este intercambio gratificante da como resultado una sinergia integral que surge de la mezcla de las personalidades individuales. El pulso de la música se siente vivo y potente.

En el otro extremo, se puede escuchar a grupos aficionados que se esfuerzan por conseguir el mismo grado de cohesión natural, y quizá sea posible aprender más de swing escuchando a los grupos que no logran conseguirlo. Con frecuencia, en las páginas que siguen, recomendaré que busque y oiga a músicos menos expertos. Probablemente se mostrará escéptico y casi que no puedo culparle. ¿Alguna vez un profesor de apreciación musical se ha centrado en interpretaciones inferiores? Pero estoy convencido de que solo si se oye largo y tendido a intérpretes de segunda fila, se apreciará realmente lo que han conseguido los artistas de primera. Afortunadamente, hoy es fácil hacerlo, basta con abrir YouTube y buscar “estudiantes grupo jazz”. Si el lector escucha a diez o doce grupos de grado inicial y medio, notará la brecha que los separa de los grupos profesionales de primera fila. La principal limitación de estos grupos es la torpeza con la que se armonizan. Se oye la tensión en su forma de tocar. Se siente de forma visceral el aletargamiento de su swing; como un coche que necesita una puesta a punto, no están a pleno rendimiento.

No digo esto con malicia alguna. He pasado por eso. Yo mismo he sobrevivido a todo ese esfuerzo. Entre los quince y los veinticinco, pasé más de diez mil horas delante del piano y conozco todos los fallos de los músicos de jazz novatos porque todos y cada uno los he cometido yo. De hecho, las reseñas más severas que he presentado como crítico musical han estado dirigidas a mí mismo. Grabé una serie de interpretaciones al final de la adolescencia y principios de la veintena y luego las destruí todas. Así le expliqué posteriormente mis motivos a un indagador curioso: “Mis frases musicales estaban bien, excepto por cómo empezaban y cómo terminaban y por todo lo que iba en medio”. Tenía dedos hábiles y sentía cierto orgullo de mi control del timbre, pero no alcancé muchos de los aspectos fundamentales de la musicalidad sino después de mucha consternación y empeño. Me resulta doloroso hasta pensar en este periodo de mi educación musical.

A veces desearía que me hubiese costado menos adquirir todos mis conocimientos. He pasado el tiempo suficiente con músicos de oído e instinto sorprendentes como para envidiarles la facilidad con la que asimilan el oficio del jazz. Cuando tuve la oportunidad de tocar con Stan Getz, me di cuenta al instante de que él oía todo lo que pasaba en el escenario. Si yo metía una nota alterada en un acorde, él reaccionaba de inmediato. Lo recuerdo acercándose a comentarme después de que hubiésemos tocado “You Stepped Out of a Dream”: “Me ha gustado cómo has entrado en ese acorde aumentado”. El hecho de que se refiriese a la armonía con tal grado de especificidad era raro en Getz, a veces me parecía que se movía en un mundo puro de sonidos, mientras que el resto estábamos atrapados en las reglas y la terminología armónica, pero, aunque me hubiese asombrado la actitud analítica de su comentario, no me sorprendía en absoluto su atención extraordinaria hacia un acorde sustituto muy casual y breve; había pasado con él tiempo suficiente como para darme cuenta de que nada de lo que pasara durante una actuación lo pillaría desprevenido: él reaccionaría, y sin necesidad de considerar reglas de armonía o escalas.

Yo no era así. Tengo buen oído, hay quien podrá creer incluso que tengo un oído sobresaliente. Hace años participé en un estudio en el que unos investigadores midieron mi capacidad de oír e identificar intervalos y me dijeron que era más rápido que los otros que habían examinado; aun así, sé que media una distancia considerable entre gente como Stan Getz o Chet Baker y yo, gente que lo oye todo y no tiene ni que pensar en ello. Tienen una ventaja biológica, simple y llanamente. Tuve que recurrir a distintas cualidades, a habilidades analíticas y metodológicas que he pulido a lo largo de los años, y tuve la suerte de que a la larga demostraran su valía, pero la conclusión es que aprendí el oficio del jazz día a día, invirtiendo mucho esfuerzo en ello.

A veces pienso que me convertí en mejor profesor y crítico porque tuve que ser minucioso y sistemático durante mi propio aprendizaje. Una vez alguien me señaló que los mejores entrenadores de la nba (gente como Phil Jackson, Pat Riley o Gregg Popovich) no habían sido los jugadores más brillantes. Cuando era joven, vi jugar tanto a Riley como a Jackson y puedo atestiguar que se pasaban la mayor parte del partido en el banquillo, pero el hecho mismo de que tuvieran que luchar para conseguir tiempo de juego y que trabajasen con más tenacidad que sus colegas les otorgó una perspectiva bien trabajada por la que los genios de nacimiento no tuvieron que preocuparse jamás. Mi desarrollo como músico me da la misma sensación. Aprendí lenta y escrupulosamente, y cuando (como haré con frecuencia en este libro) llamo la atención sobre un músico novato que se queda corto, les aseguro que hago la comparación con simpatía y cierta dosis de identificación personal.

Pero volvamos al swing (o, en este caso, a la ausencia de swing). Es fácil oír la falta de cohesión rítmica en los grupos de jazz de segunda categoría e incluso los oyentes que no sepan mucho de música la sentirán de manera subliminal y no obtendrán la misma satisfacción y disfrute de la interpretación. Y no se da el caso solo en los números rápidos, los de chascar los dedos, sino hasta en temas meditativos y baladas románticas en los que el término “swing” quizá no le haga justicia al carácter rítmico de la música. Puede que el lector piense que no sabe nada de jazz, pero si se toma el tiempo de comparar grupos amateur y profesionales, se dará cuenta de que puede distinguir diversos niveles de comodidad y seguridad en la interacción rítmica.

Olvidémonos ahora de esos grupos torpes de estudiantes y ocupémonos de los maestros de la música. Después de oír a un conjunto amateur, examine a un grupo de profesionales de máxima categoría tocando la misma canción y maravíllese ante la diferencia. ¿Se puede identificar la esencia del swing en la música de los mejores grupos de jazz? Una forma de hacerlo es escuchar la misma interpretación repetidas veces y concentrarse en instrumentos distintos en cada repetición. Si uno está buscando la fuente secreta del swing del jazz, un buen lugar para empezar es la colaboración conjunta de bajo y batería, que puede que sea el sonido más gratificante de todo el jazz, al menos cuando tocan artistas de renombre. Compruebe cómo el bajista Paul Chambers interactúa con el batería Philly Joe Jones en todas aquellas grabaciones clásicas del jazz de los 50; o Ron Carter y Tony Williams en los 60; o Christian McBride y Brian Blade en el presente. No, no son nombres conocidos, los bajistas y baterías rara vez lideran los conjuntos de jazz, pero las grandes estrellas no brillarían con tanta intensidad si sus compañeros de la parte de atrás del escenario no poseyeran una química musical tan potente.

Este factor misterioso de las interpretaciones no se restringe solo al jazz. La “salsa secreta” subyacente en muchas canciones pop de éxito es el nivel de cohesión entre los músicos, la mezcla espontánea del sentido personal del tiempo de cada individuo en un sonido integral convincente. No es casualidad que los acompañantes más admirados de la industria discográfica hayan ido casi siempre en equipo. Los músicos hablan con admiración arrobada de los Wrecking Crew o los Funk Brothers o los Muscle Shoals Sound; estos nombres corresponden a grupos de músicos de estudio, rara vez estrellas ellos mismos, pero participantes clave de innumerables éxitos de ventas. Los productores seguían contratándolos porque sabían que para que las canciones se convirtieran en éxitos, era tan importante una interacción colectiva bien afinada como una superestrella de renombre. Lo mismo ocurre con los mejores grupos de jazz. Aunque el jazz sea una forma artística bastante individualista y se hable en términos casi heroicos de sus principales profesionales, su componente crucial (mi punto de partida para valorar una interpretación) trasciende lo personal y reside en lo colectivo.

Como se ha mencionado más arriba, es difícil definir qué incluye el swing natural, aunque podemos identificar con cierto detalle qué no incluye. Primero, el pulso agradable de un grupo de jazz de primera no tiene casi nada que ver con la precisión rítmica ni con sostener un ritmo constante. Si eso fuese así, un compás generado por software sería superior a un batería de jazz, y no es el caso. Como John Henry en la famosa balada folk, los músicos de jazz vencen a las máquinas, que ni siquiera les andan cerca. Dicho sea de paso, no me preocupa demasiado si un grupo de jazz cambia gradualmente de ritmo durante una canción, aunque mi experiencia me dice que la aceleración es más aceptable para el oyente que la deceleración. Si coges velocidad sobre la marcha, a los oyentes puede parecerles hasta estimulante, pero si te retrasas suele ser doloroso de escuchar, aunque, en ambos casos, el secreto del compás del jazz no puede medirse con un metrónomo.

Hace unos años trabajé con un experto en análisis computerizado de ritmos e intentamos entender juntos qué sucede en realidad con el ritmo en la música que tiene un sentido profundo del swing.4 Y hallamos que las interpretaciones especialmente emocionantes tendían a romper las reglas: las notas no se tocaban justo encima del pulso, sino en diversos sitios en el continuo del ritmo, y a veces se empleaban de forma ambigua. Algunas frases melódicas parecían perdurar entre una subdivisión doble y triple del ritmo, y esta capacidad de existir entre los pulsos estrictamente delineados de la música occidental tradicional probablemente sea una de las razones principales del atractivo del jazz y demás lenguajes inspirados en las raíces africanas. No se puede leer este tipo de música en una partitura, por la sencilla razón de que los sistemas de notación occidentales tradicionales no pueden contenerla, pero un oyente puede sentirla y un intérprete de jazz experto puede crearla espontáneamente.

Un indicador excelente de la cohesión rítmica de un grupo de jazz nos lo proporcionan tres tipos concretos de canciones. El primer tipo quizá sea el más obvio: ¿puede el grupo con un ritmo muy rápido? Cuando los pulsos superan los 300 por minuto y en particular cuando se acercan a los 350 por minuto, los músicos se enfrentan a retos considerables solo para seguir unidos, y no digamos para mantener la sensación de swing natural. Si el lector recuerda y rastrea la evolución del jazz, verá que los intérpretes mejoraron mucho en estos ritmos de vértigo durante el periodo de 1935 a 1950. Los músicos de jazz actuales están, en muchos aspectos, mejor formados que sus predecesores, en especial en términos de asimilación de técnicas de manera sistemática y codificada, pero esas velocidades endiabladas no dejan de ser una prueba para ellos. Por supuesto que el jazz no puede limitarse a una demostración de técnica trepidante; de hecho, algunos improvisadores tienen motivos razonables para evitar esos ritmos, y yo entiendo sus reparos. Incluso en condiciones ideales, es difícil trasladar al instrumento lo que te suena en la mente y, a ritmos ultrarrápidos, los músicos se ven tentados a confiar en su instinto y reflejos más que en la improvisación melódica a tiempo real. Incluso así, pocas cosas me entusiasman más que escuchar a un grupo de jazz de categoría capaz de desenvolverse a un compás veloz, y esos tipos de ritmo sirven como barómetro útil de la destreza en el jazz instrumental.

Pero, lo crean o no, un tema muy lento puede ser en realidad más difícil que uno trepidante. Si uno oye un abanico amplio de grupos tocando jazz a unos 40 pulsos por minuto, notará que algunos se las pueden arreglar sin problema, pero en muchos casos será capaz de oír con qué tensión e incomodidad tocan. Quizá incluso uno o más músicos del grupo reaccionen “doblando el compás”, tocando patrones rítmicos claramente demarcados entre los pulsos, no tanto porque suenen bien, sino porque es más fácil mantener al grupo unido mediante estas guías entre los tiempos. En algunos casos, toda la sección rítmica dobla el ritmo: de pronto suena como si el compás fuese el doble de rápido y la balada adquiere una cualidad dinámica. No digo que esto esté mal siempre; a veces una balada dinámica es justo lo que el público quiere oír, pero cuando evalúo el nivel de formación del grupo prefiero escuchar a los músicos manejando un compás más lento. ¿Respira? ¿Es relajado? ¿Es lánguido o etéreo? ¿O es rígido y sin gracia? Cuando suenan mucho más cómodos después de doblar el compás (como suele ser el caso), a menudo se puede distinguir, aunque solo sea por comparación, lo poco diestros que eran al ritmo más lento.

Pero he descubierto un tercer tipo de canción que quizá sea una medida aún mejor de la cohesión rítmica de un grupo. Nunca he oído a nadie más mencionar este tipo de tema como prueba de fuego del swing, pero estoy convencido de que puede ser el mejor indicador de la capacidad de un grupo para trabajar integralmente como banda de jazz. Me refiero a un compás ligeramente más rápido que el latido normal de un corazón humano. Esta clase de canciones operan en un extraño punto intermedio entre los compases lentos y medios; son demasiado rápidas para funcionar como baladas lánguidas, pero demasiado lentas para ser tratadas como un swing dinámico a medio tiempo. Una canción de este tipo requiere una expresión muy relajada, pero también un origen claro de propulsión. Muchos músicos se ven tentados a apresurar el ritmo y, en consecuencia, la canción termina a un compás más fácil para el swing. Otros están atentos a llevar un ritmo estricto, aunque la interpretación suene indolente, pero los mejores grupos de jazz funcionan cómodamente a ese compás y su manera de tocar es tan natural como el respirar, nada precipitada o interrumpida. Escuchen la grabación de Count Basie de “Li’l Darlin’” y oirán cómo se hace con un nivel muy alto de virtuosismo. Por supuesto, la ironía aquí es que la música de este tema apenas suena difícil, pero esa es la impresión que da quien triunfa en este juego.

Esto puede sonar contradictorio, pero procuro escuchar esa misma cualidad de relajación hasta en los ritmos más rápidos. No es una regla estricta (y en alguna ocasión me puede gustar un grupo que suene como si estuviese casi fuera de control, maniobrando al borde de la debacle), pero es un número en la cuerda floja que pocos grupos pueden sacar adelante sin desmayo. Hay un margen muy pequeño entre moverse por el límite y caer al abismo. Los grupos que he admirado más por su trabajo a ritmo rápido (los Jazz Messengers de Art Blakey y el trío de Oscar Peterson me vienen de inmediato a la memoria) parecen controlar totalmente la situación casi siempre, sin que importe el ritmo. La música suena rápida, pero nunca acelerada ni ahogada.

He aquí un último consejo sobre cómo saber si un grupo está en sincronía: si el trabajo conjunto es eficaz, cada músico en particular no tiene que tocar tantas notas. Un solista puede soltar fraseados ocasionales y cada uno de ellos parecerá dar en el blanco. Un acompañante puede tocar menos y el grupo seguirá en swing. En el otro extremo (y sé esto, una vez más, por dolorosa experiencia personal), cuando la cohesión rítmica naufraga, cada individuo del grupo se ve tentado a sobreactuar. Es casi cuestión de instinto. No se diferencian de un equipo de baloncesto de segunda categoría: cuando no consiguen funcionar juntos como uno solo, se olvidan de las jugadas y empiezan a ir por su cuenta y de uno en uno. Ni en un grupo ni en el campo de juego, el despliegue de actividad puede sustituir a la ejecución experta.

Al aplicar estas estrategias de audición, el lector se dará cuenta de que se está calibrando a sí mismo tanto como a la música. Cuando escuche a músicos de jazz cuyo dominio del ritmo esté al más alto nivel, se verá arrastrado a profundizar más en el flujo de la música. La interpretación será más satisfactoria, más cautivadora. La confianza de los intérpretes se convertirá en una sensación visceral de idoneidad para el público. Es más que una reacción subjetiva. Piense en hacer estas audiciones con otros y compare sus valoraciones de los distintos grupos de jazz de su lista de reproducción. Puntúelos según su cohesión rítmica, su capacidad de dejarse llevar y su dominio del ritmo. Casi con toda seguridad descubrirá, cuando tenga más experiencia auditiva, que sus puntuaciones coinciden con las de otros oyentes expertos. Seguirá quedando espacio para las preferencias personales en las evaluaciones. Un fan puede preferir música hot y rápida, otro cool y relajada, pero ambos serán capaces de discernir la diferencia entre los grandes y los no tan grandes. Una vez que haya adquirido esta facultad de “sentir” los ritmos, su capacidad de entender y disfrutar el jazz habrá adelantado un gran trecho.


2 John Miller Chernoff, African Rhythm and African Sensibility, Chicago, University of Chicago Press, 1979, p. 54.

3 Resumo algunas de las investigaciones más interesantes sobre el impacto del ritmo en mi libro Healing Songs, Durham, nc, Duke University Press, 2006, especialmente pp. 60-65 y pp. 162-167.

4 Ted Gioia y Fernando Benadon, “How Hooker Found His Boogie: A Rhythmic Analysis of a Classic Groove”, Popular Music 28, n.º 1, 2009, pp. 19-32.