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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 445 - mayo 2020

 

© 2012 Natalie Anderson

La culpa fue del biquini

Título original: Blame it on the Bikini

 

© 2004 Beverly Beaver

Felices otra vez

Título original: Laying His Claim

 

© 2014 Heidi Betts

Novia a la fuga

Título original: Project: Runaway Bride

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014, 2004 y 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-377-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

La culpa fue del biquini

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Felices otra vez

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Novia a la fuga

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Si te ha gustado este libro…

La culpa fue del biquini

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

«¿Qué te parece?».

Era prácticamente imposible sacarse una foto en biquini en un reducido probador, pero Mya Campbell observó risueña su último intento. El flash se veía como una mancha blanca en parte de la imagen, pero dejaba intuir lo suficiente.

–¿Va todo bien? –preguntó la dependienta.

–Perfectamente, gracias –contestó Mya.

Tanto la dependienta como ella sabían que no podía permitirse un biquini con el precio exorbitante que tenía aquel, pero Mya no había podido reprimir el impulso de probárselo y, por unos segundos, imaginar que se iba de vacaciones.

Mandó el mensaje, tecleando torpemente y sin parar de reír.

–¿Seguro que no necesita ayuda? –insistió la dependienta.

Claro que necesitaba ayuda, pero de otro tipo. En cuanto pulso el botón de enviar, contestó:

–No, gracias. La verdad es que no es mi estilo.

Y comenzó a hacer contorsiones para quitarse la minúscula prenda. Al verse de soslayo mientras se inclinaba hacia delante, se ruborizo. El biquini era indecente e inadecuado para un cuerpo como el suyo, con el menor movimiento sus senos se desbordaban por la tela.

En cualquier caso, no era un dilema, puesto que ni podía pagarlo ni iba a irse de vacaciones en muchos años. Y solo había una persona en el mundo con la que compartir aquella broma: su amiga Lauren Davenport. Solo ella entendería la broma y sabría que no necesitaba respuesta.

 

 

Brad Davenport miró la hora y reprimió un resoplido de frustración. Tras varios juicios seguidos, atendía una reunión que se prolongaba más de lo necesario. Observó la amargura que destilaban los padres y al pequeño Gage Simmons, de once años, que parecía querer hacerse una bola y desaparecer a medida que sus padres se lanzaban acusaciones de un lado al otro de la sala. Los padres del chico estaban más interesados en destrozarse mutuamente que en el bienestar de su hijo. Y Brad perdió la famosa calma por la que era conocido en su profesión.

–Es mejor que lo dejemos aquí –interrumpió bruscamente–. Mi cliente necesita un descanso. Volveremos a vernos la semana que viene.

Miró en torno y los demás abogados asintieron. Luego miró al niño, que mantenía una expresión impasible, que Brad conocía muy bien porque la había adoptado numerosas veces en su vida: la expresión de quien no quería que nadie supiera cuánto sufría.

Veinte minutos más tarde colocaba el maletín lleno de documentos en el maletero y se planteaba cómo pasar el resto del día. Necesitaba desfogarse, disfrutar de un poco de placer físico. Le dolía la cabeza.

Tomó el teléfono, decidido a quedar con alguien que le proporcionara una velada entretenida y sin ataduras. Tenía algunos correos y un par de mensajes, uno de ellos de un número que no reconocía y que incluía un archivo adjunto. Lo abrió. «¿Qué te parece?».

La fotografía reclamó toda su atención. Solo se veía un lado de la cara y de la sonrisa, pero el centro lo ocupaban unos senos voluminosos que parecían querer escapar de un provocativo biquini granate.

Brad masculló entre dientes y su cuerpo reaccionó al instante. Eran unos senos espectaculares, firmes, blancos…

«¿Qué te parece?».

Aquella mujer estaría bien con cualquier cosa que se pusiera.

Desconcertado, deslizó los dedos por la pantalla para aumentar la imagen y ver mejor el rostro. Tras la sonrisa podía percibirse una risa increíblemente sensual.

Brad se quedó paralizado. Solo conocía a una persona con una sonrisa como aquella. Recorrió sus labios con los dedos hasta llegar a los altos pómulos, coronados por unos increíbles ojos verdes; el labio inferior era voluptuoso, lleno, algo más corto que el superior; y la barbilla, estrecha y menuda.

Entre aquellos labios desiguales se apreciaba un pequeño hueco entre los dientes que nunca había sido corregido. Mya Campbell, la mejor amiga de su rebelde hermana, Lauren, y persona non grata en la residencia de los Davenport.

Brad nunca había pensado en ella como mujer, pero en aquel instante le asaltaron diversas imágenes de una chica que acudía a menudo su casa, pero que se escondía de él y de sus padres. ¿Quién podía culparla, cuando ellos siempre la habían rechazado? La misma razón por la que Lauren se había empeñado en fomentar su amistad con una Mya que parecía rechazar cualquier autoridad, lo que las había convertido en dos adolescentes rebeldes.

La ironía era que Mya era la alumna más brillante del colegio, al que podía asistir porque estaba becada.

Brad solo la había visto vestida convencionalmente en una ocasión, pero con la misma actitud arrogante y desdeñosa que acostumbraba a tener; y por aquel entonces, Brad estaba demasiado interesado en las chicas de su propio curso como para fijarse en ella.

Solo en ese momento, al ver la fotografía, identificó el humor que había intuido en otras ocasiones pero del que nunca había disfrutado; y apreció una sensualidad que debía haber permanecido oculta todo aquel tiempo, pero que resultaba tan obvia que Brad notó una pulsante tensión en la ingle.

Lo que no comprendía era que le hubiera enviado… Brad rio al darse cuenta del equívoco. La brillante Mya Campbell, a la que no veía desde hacía tres años, había cometido un error. La cuestión era, ¿qué hacer al respecto?

Las preguntas se sucedían en su mente, pero el dolor de cabeza había desaparecido. Dejó el teléfono en el asiento del acompañante, se puso las gafas de sol y arrancó el motor. Tenía el resto del día para resolver una interesante intriga.

 

 

La música estaba tan alta que Mya sentía la vibración en los pies a pesar de llevar unas altas plataformas, pero había aprendido a leer los labios para atender a los clientes. Trabajando seis días en uno de los bares de moda de la ciudad, había aprendido a ser rápida y eficiente. Hiciera lo que hiciera, Mya intentaba ser la mejor.

Llevaba el teléfono en el bolsillo en silencio. A Drew, el encargado, no le gustaba que se mandaran mensajes mientras trabajaban, así que Mya no sabía si Lauren le había contestado.

Sonrió para sí mientras servía unas copas, imaginando la expresión de Lauren al ver la fotografía.

–¡Vamos, guapa, enséñanos lo que sabes hacer!

Mya miró de reojo al grupo de hombres que estaba en su lado de la barra. Celebraban una despedida de soltero, y habían insistido en que los atendiera ella en lugar de su compañero y maestro, Jonny.

Mya estaba ya preparando la última copa. Le encantaba quemar el alcohol para prender las sambucas, y que los clientes estallaran en gritos de entusiasmo. Miró risueña al novio y preguntó:

–¿Estáis listos?

Ellos asintieron y silbaron. Mya sostuvo el mechero ante la primera copa y, al soplar suavemente, prendió toda la hilera. Cuando los gritos arreciaron, Mya miró a Jonny y le guiñó un ojo. Apenas hacía unos días que había aprendido a hacer el truco y, por si acaso, Jonny había permanecido cerca del extintor.

Los chicos bebieron rápidamente y dejaron los vasos en la barra con un golpe seco. Mya sabía que su función había acabado y que partirían hacia un nuevo y más salvaje destino.

–¡Un beso de despedida! –gritó uno de ellos. Y todos se unieron a gritar reiteradamente–: ¡Beso, beso!

Mya alzó el mechero y, encendiéndolo, lo movió a izquierda y derecha delante de la cara del solicitante.

–No querrás hacerte daño –dijo en tono de broma.

Afortunadamente, se limitaron a sisear y silbar mientras Mya los seguía con la mirada hacia la salida.

Fue entonces cuando lo vio: Brad Amor Platónico del Colegio Davenport la miraba directamente a la vez que se encaminaba a la barra, con una expresión que estuvo a punto de quemarla.

Cuando todavía creía en cuentos de hadas, Brad había representado al perfecto príncipe azul. Pero con el tiempo había aprendido que ni había príncipes ni ella los necesitaba, ni Brad Davenport tenía nada de perfecto… aunque físicamente lo fuera.

Con un metro noventa de altura coronado por una cabeza de cabello oscuro cortado a la perfección y unos ojos de un increíble color castaño claro con trazos dorados, le bastaba alzar una ceja para que las mujeres cayeran rendidas a sus pies.

De hecho, había tenido más novias que horas había trabajado Mya, y eso que llevaba trabajando desde que, a los nueve años, había conseguido que el dueño de la tienda local la dejara ayudar con el reparto a domicilio.

Mya intentó moverse, pero parecía haberse quedado clavada al suelo. Y a medida que Brad se aproximaba, le subía la temperatura del cuerpo.

Brad era de esas personas a las que la gente le abría paso, como si un bulldozer lo precediera, ampliando su espacio, no ya por su altura y belleza de modelo, sino por el aplomo y la seguridad que transmitía. Sin mirar, Mya sabía que más de una mujer estaba ya pendiente de él. Y unos cuantos hombres.

Mya se reprendió por no reaccionar. Ella no sería otra de sus víctimas, aunque la mirara de aquella manera. ¿Estaría imaginándoselo? Brad nunca se había fijado en ella. ¿Sería una alucinación que la devolvía los dieciséis años?

–Hola, Brad –saludó con la mayor naturalidad posible cuando él llegó a la barra.

–Hola, Mya –contestó él en el mismo tono.

Era una lástima que su belleza y la seguridad que tenía en sí mismo no tuvieran reflejo en su personalidad. Pero por muy mal que le cayera, Mya no pudo evitar que su cerebro se fundiera ante su mirada.

Se pasó la mano por el delantal para ver si conseguía salir de la parálisis.

–¿Qué quieres tomar?

–Una cerveza, por favor –dijo él con una de sus cautivadoras sonrisas–. Y lo que tú quieras beber. ¿Tienes un descanso pronto?

Brad se mantenía erguido en lugar de apoyarse en la barra tal y como hacían los demás clientes. Con traje de chaqueta oscura y camisa blanca abierta en el cuello, era el epítome de «abogado de éxito adicto al trabajo».

Mya parpadeó. Tenía la extraña sensación de que algo se le escapaba.

–Hay demasiada gente –mintió. Le correspondía un descanso, pero no quería pasarlo con Brad.

–Pero si acaba de irse un grupo grande… Deja que te invite a una copa.

–No bebo…

–Un zumo, una gaseosa… –enumeró Brad por si Mya se excusaba porque no bebía alcohol mientras trabajaba.

Mya no comprendía nada. ¿Estaba intentando ligar con ella? Desde que trabajaba en el bar, Mya se había acostumbrado a que los hombres, tras unas copas, se insinuaran; y tenía práctica en rechazarlos. De hecho, se vestía de manera discreta para disimular sus senos, y el delantal de cintura le ocultaba los muslos. La altura que le proporcionaban las plataformas le permitían mirar a muchos de los clientes desde arriba.

Para mirar a Brad a los ojos seguía teniendo que alzar el rostro. Y en aquel instante él la observaba como si fuera la única persona en el local. Era un experto en conseguir que una mujer se sintiera excepcional.

–Tomaré agua –masculló ella finalmente, y tragó saliva buscando algo irrelevante que decir–. Hace mucho que no nos vemos. ¿Cómo te va?

–Estoy muy ocupado trabajando.

Por supuesto. Brad tenía una gran reputación en los juzgados. Ya en el colegio era famoso, y no solo por sus capacidades intelectuales. Lauren siempre había tenido mucho éxito entre las chicas mayores que querían usarla para acercarse a él.

–Para relajarte tienes que salir de detrás de la barra –dijo Brad cuando ella le puso la cerveza.

A pesar de que Mya se sentía más segura tras la barra, fue incapaz de rechazar la sugerencia.

De camino a una mesa, tuvo que esforzarse para no notar su mano en la espalda, para ignorar lo femenina que se sentía junto a su varonil cuerpo, para no admitir lo agradable que era que le abriera paso, como si fuera la princesa a la que protegía. ¡Cómo podía ser tan patética!

Brad tuvo la habilidad de elegir el lugar más íntimo del local y Mya se apoyó en la pared por temor a que los músculos le fallaran, pero en cuanto él se plantó frente a ella, bloqueándole la vista, fue consciente de que había cometido un error.

El retumbar de la música quedaba ensordecido por el acelerado latido de su corazón en los oídos.

–Me disculpas un segundo –dijo, para ganar tiempo–. Tengo que mirar los mensajes.

–Claro.

Mya sacó el teléfono del bolsillo. Además de necesitar unos segundos para recuperar el aliento, quería ver si Lauren le había contestado. Y al comprobar que no era así, se extrañó. Lauren vivía pegada al teléfono.

–¿Necesitas hacer una llamada? –preguntó Brad al ver su gesto contrariado.

–¿Te importa? –preguntó ella. Así ocuparía parte de los quince minutos que le correspondían.

–Por supuesto que no –dijo él, alzando el vaso.

Mya se giró a un lado y marcó.

–¿Qué te ha parecido? –preguntó en cuanto Lauren contestó.

–¿El qué?

–La foto que te he mandado hace un par de horas.

–¿Qué foto?

–¿Qué foto va a ser?

A Mya se le aceleró el corazón. Miró a Brad, que deslizó la mirada entre su rostro y su cuerpo, y se sintió atrapada por sus ojos, en los que percibió un brillo peculiar.

–No he recibido ninguna foto. ¿De qué era? –preguntó Lauren, riendo.

–Pero te la he mandado… –Mya había visto que el mensaje se marcaba como enviado–. Tienes que tenerla.

–No, no tengo nada.

Mya sintió la sangre bombearle por el cuerpo. Si Lauren no la había recibido, ¿a quién se la había mandado? Mientras seguía mirando a Brad, percibió una malicia en el brillo que había identificado en sus ojos que…

¡No podía ser!

Mya tuvo un ataque de pánico en el justo momento en que Brad sonrió, antes de que sus hombros empezaran a sacudirse por la risa.

–Te aseguro que no la tengo –insistió Lauren–. Pero me alegro de que hayas llamado porque no te he visto desde…

Mya dejó de prestar atención a Lauren al tiempo que recordaba la precipitación y nerviosismo con el que había enviado el mensaje, la torpeza de sus dedos al deslizarse por el teclado.

«No, por favor, no».

Los ruidos del entorno enmudecieron a la vez que quedaba atrapada por la mirada de Brad. Su teléfono había pertenecido antes a Lauren y ella nunca se había molestado en borrar su lista de contactos. Si había dos Davenport, la B estaría antes de la L: Brad Davenport.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Mya colgó el teléfono y, volviéndose a Brad, preguntó en un tono fingidamente animado:

–Me he quedado sin batería. ¿Te importa dejarme tu teléfono?

Brad dejó escapar una risita.

–¿Y qué es eso que suena? –preguntó, refiriéndose a la vibración del teléfono que Mya se había guardado en el bolsillo.

–¿Me lo dejas a o no? –preguntó Mya, malhumorada.

Si Brad había recibido la fotografía, preferiría morirse. Tuvo que contener una risa histérica. La Mya adolescente habría dado lo que fuera por que Brad intentara ligar con ella. La adulta había aprendido a evitar a los tiburones. Y si había uno, ese era el hermano de su mejor amiga: el hombre más guapo que conocía, con más de un millón de ligues de una noche a su espalda.

Brad la observó con un brillo malicioso en la mirada.

–Tengo un teléfono muy caro y no me gusta cómo sujetas el vaso de agua.

¿Acaso le leía la mente? Mya tenía toda la intención de sumergirlo, igual que habría querido ahogar al propio Brad. ¿Cómo podía haber cometido tal error?

–¿Cómo es que tienes mi número de teléfono? –preguntó Brad, confirmando las peores sospechas de Mya.

–Heredé este teléfono de Lauren –gimió Mya.

–¿Uno de los que pierde para que papá le compre otro?

–Me dijo que tenía uno nuevo y que ya no necesitaba este –dijo Mya. Pero al ver que Brad la miraba con escepticismo, recordó que se suponía que era ella quien ejercía una mala influencia en Lauren.

¿De verdad pensaría Brad que se aprovechaba de su hermana? Desde luego, eso era lo que siempre habían creído sus padres.

–¿Te importaría borrar la fotografía? –casi suplicó.

–Ni loco.

Mya se irritó consigo misma.

–No era para ti.

–¡Qué lástima! –dijo él en tono sensual–. ¿Sueles mandar fotos en ropa interior a tus amigos?

–¡No estaba en ropa interior! –se indignó Mya.

Brad dejó escapar una carcajada.

–Es un sujetador.

–¡Es un biquini! –protestó Mya.

Brad enarcó una ceja:

–Lo siento Mya, pero es un sujetador.

–Supongo que lo dices porque has visto tantos que puedes distinguirlos a ciegas –dijo Mya, intentado pasar al ataque.

–Será eso –dijo él, encogiéndose de hombros–. Y por si te interesa: me parece que te queda perfecto.

Brad observó a Mya atentamente. No tenía la menor intención de borrar la fotografía. Estaba preciosa. Y al verla en directo Brad se había dado cuenta de hasta qué punto era hermosa. Llevaba el cabello recogido en una coleta alta. A lo largo de los años, recordaba habérselo visto de muchos colores, incluso rosa y morado. Pero en aquel momento parecía de un castaño claro natural. El conjunto negro que la cubría no lograba ocultar su cuerpo. Aunque menuda, era voluptuosa, y el delantal ceñido a la cintura no disimulaba el respingón trasero. En cuanto a los senos… Eran redondos y llenos, y Brad podía imaginar su suave tacto sin dificultad.

El corazón se le aceleró y la sangre le bombeó en la venas. No se le había escapado la forma en que Mya lo había mirado en cuanto lo vio entrar: el brillo en la mirada, el rubor, la fingida indiferencia.

Brad sabía que atraía a las mujeres, y el cínico que había en él sabía que su cuenta corriente influía en ello tanto como su cuerpo. Y también sabía cuándo una mujer lo deseaba.

Siguiendo su instinto, tomó el vaso de la mano de Mya y lo dejó en una mesa.

–¿Qué haces? –preguntó ella, inquieta.

–Somos viejos amigos y debemos saludarnos como corresponde –dijo él.

–Yo no diría que somos amigos –corrigió ella con voz temblorosa.

Brad sonrió al percibir su inquietud. Estaba acostumbrado a conseguir lo que quería, y dando un paso adelante, se inclinó y le acarició los labios con la lengua. Mya se tensó por una fracción de segundo, pero, para satisfacción de Brad, se relajó al instante, y este alzó la cabeza y se aproximó un poco más antes de besarla y explorar su boca.

Cuando en lugar de rechazarlo, ella le devolvió el beso, Brad sintió el fuego estallar en su cuerpo. Mya Campbell era mucho más sensual de lo que hubiera podido soñar.

Por un momento, Mya pensó que estaba soñando, pero estaba segura de que no tenía tanta imaginación como para inventarse algo así.

Instintivamente, alzó el rostro en lugar de dar un paso atrás. La lengua de Brad hacía cosas que no le permitían pensar. Su pecho la aprisionaba. Podía sentir lo anchos que eran sus hombros, su fuerza. Afortunadamente, tenía la pared a la espalda, sujetándola. Estaba atrapada entre dos sólidas superficies, y la sensación era deliciosa. La boca de Brad era avariciosa, su cuerpo, insistente. Una combinación perfecta de suavidad y presión. Y también ella, en su interior, sentía una deliciosa y frenética tensión.

Deslizó las manos por el musculoso torso de Brad y sintió su corazón a través de la camisa. Imaginó su cuerpo apoderándose de ella, sobre ella, proporcionándole placer.

La mente se le nubló y los sentidos tomaron control de ella. Se entregó, maleable, adaptándose a su cuerpo. Brad la abrazó, besándole el cuello, y ella enredó los dedos en su cabello, ofreciéndose. Entonces Brad recorrió la curva de su cintura, bajó la mano hasta su trasero y atrajo sus caderas para que sintiera su sexo endurecido.

Mya dejó escapar un gemido y se apretó contra él. Nunca se había sentido tan excitada tan súbitamente. Aquello era una locura. Por un instante contuvo el aliento al notar que Brad alzaba la mano hacia sus senos, tan sensibles al tacto. Brad, intuyéndolo, detuvo el movimiento y, un segundo más tarde, los cubrió, pero evitando tocarle los pezones. Mya lo agradeció y le tranquilizó que Brad fuera tan considerado. A cambió, intensificó su beso y se apretó contra ella, como si quisiera marcar su cuerpo con el suyo, mientras Mya se retorcía, meciendo suavemente las caderas, el único movimiento que podía realizar, pero que bastó para sentir que se acercaba a un punto sin retorno.

Aquello no era un beso, sino un asedio. Brad pretendía que se declarara vencida, y no le había costado el menor esfuerzo. Mya se asió a su camisa, consciente de que estaban yendo demasiado lejos.

–¡Disculpad!

Mya se quedó paralizada y notó que los brazos de Brad se tensaban. Separó los labios de los de este y vio que estaba tan desconcertado como ella.

–Mya, ya ha pasado tu descanso –dijo Drew, a su lado–. ¿Qué crees que estás haciendo?

Mya miró al encargado con expresión extraviada. La respuesta era que no lo sabía, que no podía contestar. Todavía estaba procesando la reacción química que había desencadenado Brad al abrazarla. Pero al ver la expresión contrariada de Drew, volvió a la realidad de golpe. Su jefe estaba furioso. No podía permitirse perder el trabajo.

–Drew, lo siento –dijo, jadeante, al tiempo que se separaba de Brad–. No me he dado cuenta de que…

–Ya lo veo –interrumpió Drew bruscamente–. Esto es…

–Mi culpa –intervino Brad–. La he distraído.

Drew le dedicó una mirada furibunda, pero se suavizó en cuanto vio al hombre que tenía delante.

Mya los observó. Brad pareció aún más alto y fuerte cuando se interpuso entre Drew y ella, y temió que su actuación pusiera su trabajo en peligro. Ella podía controlar a Drew. Brad ignoró su muda súplica y se volvió hacia Drew. Mya contuvo el aliento, pero súbitamente, Brad esbozó una de sus encantadoras sonrisas, matizada solo por su natural arrogancia.

–Me llamo Brad Davenport –dijo, tendiendo la mano, sin la menor muestra de incomodidad–. Me gustaría alquilar el local.

–Drew –se presentó este, estrechándole la mano con displicencia–. Es un bar muy popular y lo bastante grande como para que no sea necesario cerrarlo por una pequeña fiesta.

–No es pequeña. Quiero el local al completo –contestó Brad con calma–. El precio no es ningún problema.

Mya observó el cambio que se producía en Drew a medida que este evaluaba a Brad: el traje de diseño, el reloj de oro, la autoridad que emanaba…

–Estoy seguro de que podremos alcanzar un acuerdo –dijo en un tono radicalmente distinto.

–Seguro que sí –dijo Brad, sonriendo una vez más–. Me gusta la atmósfera de este bar.

Mya vio cómo el encanto Davenport entraba en acción mientras Brad acordaba una cita con Drew. Era evidente que conseguía todo lo que quería, que estaba acostumbrado a que las puertas se abrieran para él, al igual que las piernas de las mujeres.

Y aunque Mya se sintió aliviada de haber salvado su puesto de trabajo, también sintió una violenta irritación por haber sucumbido tan fácilmente.

Brad lo tenía todo: dinero, cerebro, encanto, belleza. ¿Sabría lo que era luchar por algo, esforzarse? Ella sí sabía lo que significaba tener que trabajar para conseguir las cosas.

–Te doy dos minutos antes de volver a la barra–dijo Drew, como si fuera un magnánimo rey otorgándole un favor.

–Claro –dijo Mya mientras él se marchaba. Luego se volvió hacia Brad–: Me temo que vas a tener que cumplir lo del alquiler del local.

–Encantado –dijo Brad, que no parecía alterado en lo más mínimo–. Estoy seguro de que una noche aquí puede ser de lo más divertida.

Mya decidió ignorar el tono insinuante.

–¿Hay algún motivo para que des una fiesta?

–¿Quién necesita motivos? –Brad se encogió de hombros.

–Es verdad, la vida es una fiesta, ¿no?

Brad rio quedamente y dio un paso hacia ella.

–Siento que nos hayan interrumpido. Las cosas se estaban poniendo interesantes.

–Las cosas se nos estaban yendo de las manos y lo lamento –corrigió Mya, enfáticamente–. Me has tomado por sorpresa.

–Vaya –dijo Brad tras una pausa–. ¡No quiero imaginar qué puede pasar si te aviso con tiempo!

Mya sacudió la cabeza y le dio la espalda.

–No va a haber otra oportunidad.

Brad le tomó la mano y la hizo volverse hacia él. Mya, a su pesar, lo miró a los ojos y la intensidad que vio en ellos la perturbó. Sin embargo, y aunque le gustara el sexo, lo concebía como parte de una relación, no como un divertimento de una noche. Además, tenía cosas más importantes de las que ocuparse, como trabajar, estudiar y, al menos ocasionalmente, comer y dormir.

Además, Brad siempre conseguía lo que quería con demasiada facilidad, y ella no estaba dispuesta a entrar en esa categoría.

–¿De verdad te has creído que la fotografía era el reclamo de una mujer con la que no has hablado en al menos cinco años? –preguntó despectiva.

–No recuerdo que hayamos hablado nunca –dijo él, riendo–. Que yo sepa, Lauren y tú os paseabais por ahí disfrazadas de góticas, pero ahora que veo las fotografías que os mandáis me pregunto si deberíais haber ido como pareja a la fiesta de graduación.

–Nos acompañó el novio de Lauren.

–¡Ah, un trío! –dijo Brad, riendo con más fuerza.

–Puede que no te acuerdes, pero Lauren intentó que me acompañaras.

–Es verdad –dijo Brad, que pareció recordarlo en ese momento.

Al contrario que él, Mya no había olvidado la noche más humillante de su vida. Brad había ido a casa por vacaciones con una rubia perfecta, de ojos azules y aspecto de niña rica; y se habían pasado la tarde en el sofá, besándose.

–Llevabas un vestido de Lauren –dijo Brad, pensativo.

–Así es.

A Mya le sorprendió que lo recordara. Lauren le había dejado un vestido rosa, de aire romántico. Con él había pretendido encajar por una vez en su vida, ser como las demás en lugar de destacar. Pero había descubierto que el traje no hacía a la persona. Tenía dieciséis años y nunca la habían besado. Había tenido que esperar a los dieciocho, cuando, ya en la universidad, el honor le había correspondido a un chico que la había tratado con dulzura hasta que consiguió lo que quería.

Pero la noche de la fiesta de graduación, había sido tan ingenua como para creer que sería perfecta, que bailaría y la besaría el guapísimo hermano de su mejor amiga. Sin embargo, el sueño de ser una princesa duró cinco minutos: los que tardó en comprobar que Brad la ignoraba.

–Estabas demasiado ocupado con una rubia exuberante como para contestar –dijo con acritud.

–Es verdad –dijo Brad, manteniendo la sonrisa.

Mya recordaba lo mal que le había sentado ser interrumpido, la expresión de deseo en su mirada, el instinto posesivo con el que había sentado a la chica en su regazo, con la mano cerca de sus senos. Y cómo, por unos segundos, había deseado ser aquella chica.

–Todo eso es agua pasada –dijo, esforzándose por sonar indiferente–. El problema es que seas tan patético como para ver a una mujer en biquini y te lances a conquistarla, aunque sea la misma mujer a la que has ignorado durante una década.

–Hace una década eras una niña –dijo él con picardía.

–Eso da igual –dijo Mya, ofendida.

–A no ser que esa noche fuera significativa para ti –dijo Brad, sonriendo con sorna–. ¿Tenías una fijación con el hermano mayor de tu amiga? –ante la mirada de indignación de Mya, se acercó y añadió–: No habrías sido la única.

Aunque fuera verdad, ¡cómo podía ser tan arrogante! Mya sacudió la cabeza con condescendencia.

–A esa edad, las chicas tiene tan poco criterio como los chicos, y se fijan en lo que tienen más cerca.

–¿Así que tú no tenías una fijación conmigo? –dijo Brad con una sonrisa escéptica.

–No tenía tiempo para esas tonterías.

–¿Y con quién solías fantasear? –preguntó Brad en un sensual susurro.

–Con nadie.

–Así que eres rebelde por fuera y modosita por dentro –al ver que Mya se tensaba, Brad continuó–: No me extraña que con solo tocarte hayas estallado después de tanta represión.

Mya no pudo contestar porque en el fondo Brad tenía razón. La abstinencia tenía que haber sido la causa de que hubiera reaccionado como un animal hambriento.

–¿Habrías querido que te acompañara a la fiesta? ¿Por eso me rechazas ahora? ¿Exploté la burbuja de tu fantasía adolescente?

Brad se acercaba tanto a la verdad que Mya se sintió mortificada, pero jamás lo habría admitido.

–Seguro que has estallado muchas burbujas, pero te aseguro que la mía no –dijo en tono indiferente–. Siempre he sabido cómo eras de verdad bajo esa capa de supuesto encanto.

–¿Y cómo soy?

–Egoísta, mimado, arrogante. Insoportable.

–¿Eso es todo? –tras una pausa, Brad preguntó–: ¿No quieres añadir que no me encuentras atractivo?

–¡Cómo puedes ser tan vanidoso!

–Digas lo que digas, me deseas –susurró él, antes de reír–. La forma en que me has besado, no engaña.

–Me has besado tú.

–Pero a los dos segundos estabas enganchada de mi camisa.

–Intentaba separarte de mí.

Brad soltó una carcajada y Mya volvió con paso firme hasta la barra, pero en cuanto se volvió, Brad ya estaba al otro lado, esperando a ser atendido.

–Será mejor que te vayas –dijo Mya–. Tengo que trabajar –añadió. Y empezó a cortar rodajas de limón.

–No –dijo él–. Te necesito más que nunca.

Sí, claro. Jamás la había necesitado. El hombre que podía tener a cualquier mujer que quisiera, solo se había dado cuenta de que existía al verla prácticamente desnuda. Ni podía sentirse halagada, ni decía mucho de la naturaleza de Brad. Solo era el típico hombre al que le atraía la piel desnuda. Brad sacudió la cabeza, fingiéndose descorazonado.

–No te fías de mis intenciones.

–Te precede tu reputación –dijo Mya con calma–. Y tu comportamiento de esta noche solo la confirma.

–Pero la verdad es que te necesito, Mya –dijo él, súbitamente serio–. No solo voy a alquilar el local. También quiero contratarte.

–No me interesa –dijo Mya. Y trató de creer que era verdad, a pesar de que su cuerpo le decía lo contrario.

–Claro que sí –Brad le guiñó un ojo–. Tengo que organizar una fiesta y tú eres la persona idónea para hacerlo.

Mya sacudió la cabeza.

–Dudo que necesites a nadie, y menos a mí.

Brad sonrió, pero Mya podía ver su mente trabajar. Era calculador y planeaba algo, y al contrario que ella, había recuperado el aplomo después del devastador beso. Debía mantenerse en guardia.

–Lauren ha acabado la carrera.

El cambio de tema la desconcertó. Afirmó con la cabeza pero no dijo nada. De no haber sido una idiota, también ella habría terminado ya.

–Teniendo en cuenta que no creíamos que llegara a acabar ni siquiera la educación secundaria, es una proeza.

Brad tenía razón. Cuando Mya había conocido a Lauren, en el colegio, la rebeldía de esta era un serio problema en la familia Davenport, en la que todos tenían carreras exitosas y esperaban lo mismo de Lauren. Por el contrario, Mya era la primera persona de su familia que aspiraba a licenciarse. De hecho, podía haberlo hecho con matrícula gracias a una prestigiosa beca, pero había cometido un error, y ya solo podría acabar subvencionándose ella misma. Por eso era tan importante ser económicamente independiente.

–Así es. Ha conseguido lo que nadie esperaba. Y con brillantez –dijo. Luego no pudo evitar mirar a Brad, y tras una pausa, los dos estallaron en una carcajada ante lo inesperado del éxito de Lauren.

–¿No te parece increíble que estuviera a punto de abandonar y ahora vaya a ser profesora? –preguntó Brad con una genuina sonrisa.

–Y será súper estricta –dijo Mya, riendo–. No consentirá que nadie incumpla las normas.

–Quiero organizarle una fiesta sorpresa –explicó Brad en tono solemne.

–¿Y quieres que la entretenga? –preguntó Mya. Si eso era todo, estaba dispuesta a llevarse a Lauren por ahí y volver en el momento indicado para la gran sorpresa.

Pero Brad sacudió la cabeza.

–No, quiero que la organices tú.

La pasajera animación de Mya se diluyó. Típico. Brad quería una fiesta, pero no tomarse el trabajo de prepararla.

–Creía que eras un experto en el tema.

–Cariño, yo no he organizado nunca una fiesta. La fiesta soy yo.

–¡Qué estupidez!

–¿Quién mejor que tú puede organizar una fiesta para Lauren? He dicho que te pagaría.

Mya se revolvió.

–No pienso aceptar tu dinero. Es mi mejor amiga.

–Si no lo haces tú, contrataré a una profesional –dijo Brad, encogiéndose de hombros.

–Crees que el dinero lo consigue todo, ¿verdad? –dijo Mya, irritada–. ¿Cómo puedes pensar en una fiesta impersonal, preparada por alguien que no conozca a Lauren? –sacudió la cabeza–. ¿No crees que para ella sería mucho más emotivo que tú hicieras el esfuerzo?

Brad la miró, escéptico.

–¿Quieres que yo elija la decoración y los canapés?

–¿Por qué no?

–¿No te tienta un presupuesto ilimitado para hacer lo que quieras? Cualquier mujer aceptaría sin reservas.

–Pero yo soy diferente. Como lo es Lauren. Es tu idea y tú deberías llevarla a cabo –Mya miró a Brad con severidad–. ¿O eres demasiado egoísta como para dedicarle tu tiempo?

Brad rio.

–Cariño, todo el mundo es egoísta. De hecho, quiero hacer esto por razones egoístas y no todas están relacionadas con Lauren. Entre otras cosas, para no tener que sufrir a mi madre y sus comidas congeladas. Y para que no tengas problemas con tu jefe y no me eches la culpa a mí. ¿Eso me convierte en una mala persona?

–No –admitió Mya.

–Tienes que ayudarme –la presionó él con dulzura.

–No me encontraría en esta posición si no me hubieras besado –dijo Mya, haciendo un último esfuerzo por resistirse–. No me necesitas.

–Yo no tengo los teléfonos de los amigos de Lauren. Claro que te necesito –apuntó Brad. Mya lo miró en silencio y él insistió–: ¿No lo harías por ella?

Mya suspiró.

–Está bien. Pero no pienso aceptar tu dinero.

–¡Qué buena amiga eres! –dijo él con sorna.

–Eso es verdad –dijo ella mirándolo con desaprobación.

–Todos hacemos lo que más nos conviene –murmuró él, a la defensiva–. ¿No has insistido en que me implique en la organización para poder pasar tiempo conmigo?

Mya resopló. ¡Qué capacidad tenía para tergiversar las cosas!

–No. Solo estoy pensando en Lauren –dijo, ignorando la corriente de excitación que sentía al saber que tendría que colaborar con él. Su ego era tan desmesurado que resultaba irritante–. Te crees irresistible, ¿verdad?

–La experiencia me ha llevado a creerlo.

Los ojos de Brad brillaban como si bromeara, pero Mya sospechaba que hablaba en serio. Definitivamente, necesitaba que alguien le bajara los humos.

–En mi caso, te equivocas.

–¿Sí? –dijo Brad, riendo–. Así que tu rubor es producto de la irritación. En ese caso, no tienes de qué preocuparte. Aunque trabajemos juntos, podrás resistirte a mis encantos.

Mya se preguntó si eso era verdad, pero recuperó su espíritu luchador y dijo:

–Sin ningún problema.

Brad se inclinó hacia ella.

–Siento no haberte visto en estos últimos años.

–Quizá podías haberte molestado en asistir a alguna de las fiestas de cumpleaños de Lauren.

Brad puso cara de compungido.

–Estaba fuera.

Mya sabía que había estudiado en el extranjero antes de volver para establecer su bufete.

–Has aprendido bien de tu padre.

–¿Qué quieres decir?

–¿No utiliza él también el trabajo para no implicarse en nada emocional? ¿No gana millones para compensar su ausencia?

El rostro de Brad se ensombreció.

–Se ve que te has formado tu propia opinión en estos años.

Mya se dio cuenta de que había ido un poco lejos.

–Disculpa. Siempre he agradecido la amabilidad de tus padres –dijo, avergonzándose de haber sido tan cruda.

Pero Brad se rio.

–¿Su amabilidad?

–Al menos, no me prohibieron entrar en su casa –matizó Mya.

Aunque probablemente lo hubieran deseado. Pero con el tiempo, habían descubierto que debían estarle agradecidos.

–No te preocupes. Sé bien lo desagradables que pueden llegar a ser.

Brad había dejado su casa en cuanto pudo y había sido Mya quien pasó casi todas las tardes en ella con Lauren. Las dos amigas permanecían en su habitación, refugiándose del triste ambiente de la planta baja y de la falsa imagen de familia feliz que proyectaban al exterior.

–Sin embargo, fue Lauren la que hizo un esfuerzo consciente por romper con la forma en la que había sido educada –apuntó Mya.

–¿Quieres decir que yo no?

Mya se encogió de hombros.

–Te has hecho abogado.

–Pero practico un derecho completamente distinto al de mi padre –protestó Brad. Mya secó un vaso con gesto ausente y Brad saltó–: ¿Qué insinúas, que todos los abogados son iguales? Te equivocas. Yo trabajo con niños.

Mya lo sabía, y no estaba dispuesta a mostrarse impresionada.

–¿Crees que tu heroica campaña en defensa de los niños compensa tu fama de donjuán?

–¿No es así? –preguntó él, riendo.

–Probablemente lo haces para mostrar tu lado sensible y conquistar a las mujeres –dijo Mya.

Brad soltó una carcajada.

–Es un interesante punto de vista. Nunca lo había pensado de esa manera –se encogió de hombros–. En cualquier caso, al menos habré hecho algo que valga la pena. ¿Dar de beber a jóvenes de fiesta es productivo?

Mya se sintió ofendida, pero respondió con calma:

–Ayudar a la gente a relajarse es una habilidad.

Brad arqueó las cejas.

–No estoy seguro de que consigas relajarlos.

Mya lo miró y notó de nuevo la fuerza de la atracción que había entre ellos.

–¿Sigues en la universidad o has acabado? –preguntó Brad, rompiendo el silencio a la vez que ojeaba una pila de postales que había en la barra.

–Estoy estudiando a tiempo parcial.

–¿El qué?

–Una doble licenciatura en derecho y comercio.

–¿Para convertirte en una avariciosa capitalista como mi padre? –bromeó Brad. Y Mya pensó que se lo tenía merecido–. ¿Te gusta?

–Mucho.

–¿Y qué planes tienes?

–Espero conseguir un trabajo en una de las empresas punteras.

–¿En qué te vas a especializar?

–En derecho corporativo.

–¿Te refieres a la banca, a ayudar a empresas a absorber a otras para hacerte rica en el proceso?

–No hay nada malo en querer ganar un buen sueldo –Mya fue a atender a unos clientes. Era lógico que el privilegiado hijo de un hombre rico no comprendiera su deseo de alcanzar una buena posición y comprar una casa, no para ella, sino para sus padres.

Notó la mirada de Brad clavada en ella. De reojo, y cuando él no se sabía observado, lo sorprendió con expresión cansada. Pero no se fue, ni siquiera cuando el bar empezó a vaciarse y bajaron la música. En diez minutos, se encenderían las luces.

Brad le hizo una señal para que se acercara.

–Se me estaba ocurriendo que podríamos servir copas especiales en la fiesta de Lauren –comentó.

Así que seguía allí para planear la fiesta de Lauren y no para observarla.

–¿Ves? –dijo Mya, disimulando la decepción que sintió–. Puedes organizar la fiesta tú solo.

–Necesito tus habilidades –dijo él–. Yo no sé prender fuego a las copas.

–¿Quieres que invente un par de cócteles inspirados en ella?

–¿Por qué no? Suena bien –Brad rio–. Algo que incluya fuego.

–Y hielo –dijo Mya, a la vez que llenaba un vaso con hielo, deseando meterse en él. ¿Por qué tendría tanto calor?

–¿Qué ingredientes usarías para Lauren?

Mya lo pensó por unos segundos.

–Tendría que ser algo clásico pero desconcertante –se volvió hacia la fila de botellas y seleccionó unas cuantas. Luego, empezó–: Llevaría diferentes capas –fue echando líquido cuidadosamente para que las capas no se mezclaran–. Inusual y delicioso –concluyó, irguiéndose y mirando a Brad, expectante.

Él se limitó a mirarla.

–¿No quieres probarlo? –preguntó Mya.

Brad estudió el líquido azul, naranja y verde que había en la copa.

–Solo si tú lo pruebas primero. Parece venenoso.

–Yo no bebo mientras trabajo –dijo ella con dulzura–. ¿Te da miedo?

–No creas que por retarme vas a conseguir que haga lo que quieres –dijo él. Pero tomó el vaso y dio un sorbo. Luego aspiró profundamente–. Está sorprendentemente bueno.

–Sí –dijo Mya, satisfecha–. Como Lauren.

Brad sonrió con aprobación.

–Vale, listilla, ¿Qué coctel me prepararías a mí?

Eso era sencillo. Mya dejó una botella en la barra y Brad la miró sorprendido.

–¿Quieres decir que soy un aburrido?